martes, 7 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (VII)

La trágica muerte de Marieta acaecida en los últimos días de noviembre hizo que, en respeto a su memoria, los cursos escolares finalizaran sin la acostumbrada fiesta final.
Nélida Flores tenía sus ropas y pertenencias ya lisias para ponerlas en la valija cuando doña Pancha, la portera, le avisó que había llegado el Capitán Giménez.
Era tanta la confianza que existía entre ellos y tan pocas las comodidades de la casa que la maestra contestó:
—Hágalo pasar, doña Pancha.
—Está bien…
Cuando el ex militar paraguayo llegó, le dijo:
—Perdone, capitán, pero como estoy alistando las cosas para mi partida me tomé el atrevimiento de hacerlo pasar aquí… Ahí tiene un sillón junto a la ventana, siéntese y dígame lo que le trae.
El paraguayo se repantigó en el asiento indicado y empezó a hablar.
—Podría inventar muchos pretextos para justificar mi visita, pero voy a ser sincero.
La maestrita llevó la mano al pecho anhelante y esperó.
—En realidad vine para guardar en mis ojos la visión de su rostro, para que quedase grabado en mi recuerdo. Sé muy bien que hago mal en expresar todo esto, pero no puedo reprimir mis impulsos.
—Hace muy bien en decirlo… ¡Tanto tiempo lo he esperado!…
—¿Entonces no la molestan mis palabras?
—No, Rudesindo…
—Es que yo soy casado.
—Lo sé.
—No tengo porvenir en esta tierra, porque debo estar listo para volver.
—Lo sé.
—¿Y a pesar de todo acepta lo que le digo?
—Sí, porque lo quiero…
Se levantó Giménez y empezó a pasearse preocupado.
—Mía es la culpa, Nélida… Fue la insensatez de mis palabras la que ha provocado esta situación de la que ahora me arrepiento…
Ella le tomó de las manos y lo condujo hasta la ventana. Ya el sol se hundía en la lejanía y las sombras velaban las cosas, pero el calor imperante durante todo el día no amainaba en sus rigores.
—Hace ya tiempo que por sus gestos, sus miradas, el tono de su voz y otros pequeños indicios supe que me amaba y eso me puso contenta porque yo también le correspondía.
—¡Cállese, Nélida!… No prosiga… ¡es imposible!
—¿Acaso nosotros pusimos ese amor dentro del pecho?… ¿Acaso no pretendimos apagarlo?…
—Sí, pero no debemos ser débiles… tenemos deberes…
Arriba en el cielo ensombrecido empezaron a gotear estrellas. Del jardín vecino llegaba el embriagante perfume de las rosas y de los jazmines.
—Débiles seríamos si por hacer caso de los prejuicios o de las convenciones nos negáramos la felicidad de querernos.
—Prejuicios y convenciones que son más fuertes que nosotros. Tú eres una maestra, tienes todo tu porvenir por delante, yo soy un hombre desterrado y sin medios… Perdóname que te haya hablado como lo hice y déjame ir, Nélida…
Lo retuvo más fuertemente ella y le dijo:
—Mi madre amó a un hombre… Un hombre que estaba casado, pero separado de la mujer… Cuando la familia se enteró se opusieron y después de un tiempo la hicieron contraer matrimonio con alguien a quien respetó pero jamás pudo querer. Ella que era bella y buena murió de tristeza. Jamás fue feliz en toda su vida… Yo quiero ser feliz aunque sea por poco tiempo: un mes, una semana, un día… pero anhelo ir por la vida con la alegría de haberlo sido…
—¡Nélida mía!…
Uniéronse los labios y se estrecharon los cuerpos. Giménez, sin embargo, reaccionó y exclamó:
—Pero tú te irás dentro de poco…
Ella sacó las cosas que había puesto en la valija y respondió:
—Ya no me iré… Quedaré a tu lado para ayudarte…
—La gente hablará…
—¡No me importa!… Viviremos con lo que tengamos, pero siendo el uno del otro…
—Buscaré un trabajo en la estancia y haremos nuestra casita hasta que…
—No digas más… Háblame del presente, pero no pienses en el mañana… Y, ahora esperame que voy a ordenar a doña Pancha nos prepare una cena y, después…
La promesa quedó flotando en el aire.
El paraguayo se apoyó en la ventana y observó el paisaje ensombrecido. De pronto, a la distancia, alguien empezó a rasguear una guitarra y en alas del viento vinieron los acordes de una vieja canción guaraní:
«Campamento… campamento…
amoité Cerro Corápe…».
Al oírla, Giménez pareció despertar. A su recuerdo volvieron los días de sus luchas en el Chaco, vio a su pueblo paciente y empobrecido, imaginó el dolor que tendrían los ojos de Ojeda cuando viera entrar en su casa a la maestrita y el rencor y hasta el odio que reflejaría la mirada del cabo Leiva.
—¡Por una mujer…! —diría y el escupitajo que arrojaría al suelo caería como una afrenta sobre su rostro.
Lentamente empezó a caminar y salió de la pieza. Llegó a la calle y se fue como diluyendo en las tinieblas.

Desde lejos, pero conducido por la inmensa caja de resonancia del río, llegó el bronco silbato del «Guayrá», doña Pancha que estaba próxima a la salida dijo:
—Ahí está’l barco… Diez minutos más y ya va a llegar…
Luego abrió la puerta, sacó la cabeza para observar la calle y sin quitarse el cigarro de la boca, expresó:
—Nu hay naides, pero no sé por qué quiere dirse así, a la escuendida como si hubiera hecho algo malo…
Nélida se levantó del sillón donde se hallaba vencida. La angustia le agobiaba como un fardo y cuando habló sus palabras goteaban amargura:
—De ser posible hubiera querido irme volando para no volver jamás…
La vieja la miró, levantó la valija y, silenciosamente, salió hacia el desembarcadero. Detrás, muy erguida, pero con el corazón latiendo agitado le siguió la docente.
El primero que la vio fue Emeterio, que estaba en lo alto de un jacarandá tratando de acercarse a un nido de zorzales. Como un mono se largó desde lo alto y fue con su mensaje.
—¡La máistra se va!… ¡La máistra se va!…
Crispido soltó la manguera con que regaba su huertecita y echó a correr hacia la barranca. De pronto miró sus manos huérfanas de regalos y se detuvo. No lejos, sobre un muro, se balanceaban unas enormes naranjas «chinas» que formaban un racimo que era la gloria de don Junípero que, en esos momentos, había salido en busca de su lechera.
Más allá alcanzó a Venancio que, a fuerza de «chirlos», hacía trotar a su «petiso maceta».
—¡Andá pa’l puerto pa despedir a la «señorita»…!
Nélida, mientras tanto, seguía hacia la costa. Ya sobre la diafanidad del cielo en la lejanía se notaban los negros pincelazos del humo despedido por la chimenea del barco.
Don Frutos y Arzásola dejaron la comisaría y salieron para cumplir con su obligación de vigilar la partida y llegada de los pasajeros. Al bajar por el estrecho sendero que llevaba hacia la playa vieron, más adelante, a la maestra.
—Mirá… —dijo el comisario a su acompañante— la «señorita» se va…
—Irá a aprovechar sus vacaciones en la Capital… pero, es extraño que no haya avisado a nadie…
—Sus razones tendrá…
Escasos eran los pobladores que, en esa mañana, habían llegado hasta el río para aguardar el arribo del barco. Pescadores y boteros, en su mayor parte. Doña Pancha dejó la valija en el suelo y a su lado quedó Nélida a la espera de la canoa que debería conducirla hasta la nave que anclaba frente al pueblo, pero en mitad de la corriente.
El comisario y el oficial llegaron y la saludaron. Don Frutos no dejó de observar la intensa palidez del rostro de la muchacha y la mirada huidiza de sus grandes ojos, de costumbre tan fijos y francos.
—A esta le pasa algo… —pensó, pero guardó la reflexión para sí y exclamó:
—¡Vaya sorpresa!… ¿Con que se noj va, señorita Nélida?
—Así es, don Frutos y aprovecho la ocasión para agradecerle, lo mismo que al señor oficial, sus múltiples bondades.
—Loj que tenemos de estar agradecidos semo nojotro… —replicó el comisario.
—En realidad, señorita Flores —terció Arzásola— su labor fue breve, pero proficua. La gente de Capibara-Cué jamás dejará de recordarla y esperará ansiosa su regreso.
Graves y tristes cayeron las palabras de la respuesta
—No volveré… pienso pedir traslado y en cuanto a que me recuerden… Vean, fuera de ustedes nadie se acerca a darme el adiós…
Nélida levantó su mano y señaló el casi desierto embarcadero y continuó:
—Me voy igual que cuando llegué… sin una mano amiga que tiemble en el saludo del adiós o de la bienvenida. Y, sin embargo, yo creí…
Calló y dejó su pensamiento inconcluso, pero don Frutos que hacía un rato escudriñaba la barranca y sus proximidades, hizo con la mano un gesto de llamada y, de pronto, surgiendo de detrás de los matorrales, bajando por el sendero y llegando en tropel vino la tímida tropa de los alumnos de la escuelita.
—Acérquense, pues… —insistió don Frutos— y no anden merodeando que naides los va a comer…
Una niña, de las mayorcitas que había alcanzado a ponerse el delantal, se adelantó y depositó en manos de la sorprendida muchacha un ramo de flores, después otro arrapiezo hizo lo mismo y otro y otro… Algunos ramos eran frescos, otros eran apenas un manojo de ramillas y pimpollos y de no pocos caían los pétalos mustios…
Críspido, el pequeñín de los cabellos revueltos, se acercó temeroso mirando de soslayo a los policías y luego, sacó una mano que traía escondida tras el cuerpo y ofreció un hermoso racimo de naranjas.
—Pa’l viaje, señorita… —dijo sin dejar de mirar a don Frutos, en una suerte de audacia no desprovista de temor.
La maestrita lloraba conmovida y besaba las tostadas y a menudo sucias mejillas de los chicos cuando doña Pancha, con suave energía, dijo:
—Güeno, ¡basta!… Ahí llega el bote y tiene que dirse…
Subió la maestra a la embarcación y se cargaron los bultos de la orilla, pero su mirada iba de un lado a otro buscando en las márgenes una silueta amada que no apareció.

A un kilómetro, más o menos, de Capibara-Cué una alta punta rocosa se internaba en el río y allí, erguido y tieso como una estatua, estaba el capitán Giménez.
Hacía ya varios minutos que había oído el silbato del «Guayrá» y el ruido de los motores.
—Dentro de poco pasará a mi frente —se dijo, pero no quiso volver la cabeza y continuó con los ojos clavados en el horizonte de río, selva y cielo de la vecina orilla.
Recordó que cuando era cadete, durante una fiesta patria, debió estar de guardia en un lugar por donde la concurrencia debía pasar para dirigirse al lugar de la ceremonia.
Fiel a la consigna estaba, rígido en la posición militar, cuando sintió que su madre y su novia se acercaban. Las voces queridas llegaban a sus oídos, pero seguía estático.
—¡Ahí está Rudesindo!… —dijo una.
—¡Hijo mío!… —murmuró la otra en voz baja, pero suficientemente audible.
Aunque el corazón le dio un vuelco, Giménez continuó inmutable.
Las vio como en una ráfaga pasar a su frente y perderse rumbo a su destino y aunque moría de ganas de verlas, de acariciarlas, aunque más no fuese con la mirada, permaneció en su puesto en idéntica posición.
Y, ahora también, tenía la misma sensación. La consigna de un deber superior a sus pasiones que lo ataba allí en el dolor de su tormento. Sabía que el barco ya iba a llegar hasta donde estaba, que pronto pasaría por el medio del río, pero no se movía.
La marejada que originó el paso del barco vino a romperse en multitud de olas en las piedras del pie de la barranca y el «Guayrá» entró en el campo de su visión.
Los pasajeros que andaban por el puente vieron esta figura solitaria y alguno, por broma, le hizo un saludo con la mano, pero Nélida que comprendió de quién se trataba sacó un pañuelo y lo agitó locamente.
Giménez vio el aletear desesperado, pero no movió ni un músculo y la embarcación fuese perdiendo río abajo sin que él torciera su gesto. Algo como un gemido reventó en su garganta mientras el blanco torbellino del pañuelo iba saliendo de su zona visual.
Y, de pronto, nuevamente tuvo ante sí la orilla opuesta con su río, su selva y su cielo. Pero detrás de eso él veía a sus hermanos inclinados sobre el rústico arado, a las viejas poblaciones de corte español con sus casas de largos corredores, a los niños analfabetos y semidesnudos, a las mujeres dolientes; a los hombres explotados en los yerbales y en los aserraderos, a los estudiantes crispando sus puños en la impotencia, a los veteranos de las guerras fratricidas mendigando un pedazo de pan…
—Hubiera sido desertar… —pensó y aflojando su tiesura emprendió el camino del retorno mientras el sol iba alargando su figura sobre el áspero sendero campesino.
Esa tarde, cuando don Frutos y Arzásola fueron a la comisaría, preguntaron a Leiva las novedades y el cabo, rascándose la cabeza dijo:
—Novedá y bien novedá hubo y dos grandes…
—¡Ajá!… ¿Robo?… ¿Crimen?… ¿Pelea?
—Robo… Primero, vino Ña Gumersinda que suele ayudar en la inglesia a arreglar loj altare pa decir que no sabe quién, pero que habían robau tuita laj jlore’e loj santos… Dispués llegó don Junípero echando ajos y maldiciones porque, cuando salió pa buscar la vaca le robaron un racimo’e unaj lindas naranjas chinas…
Sonrió don Frutos recordando la temerosa expresión del pequeño Crispido y dijo a Arzásola:
—Qué raro, ¿no?… ¿Vo viste a algunos con flores o con naranjas, hoy, che oficial?
El aludido enrojeció y casi tartamudeando contestó:
—¡Yo!… Yo no he visto a nadie…
Confuso por la mentira y deseando llevar la conversación hacia otros rumbos el oficial comentó:
—¿Sabe Leiva que se fue la maestra?
—¡Qué lástima!… Tan joyita que era…
—Lo que me extraña sobremanera —continuó el primero— es que no haya estado el capitán Giménez para despedirla. Como presidente de la Cooperadora era su deber…
Don Frutos que no dejó de asociar esa ausencia con la rara palidez de la muchacha comenzó a mesarse suavemente la barbita mientras decía filosófico:
—Muchas veces el deber no está en lo que se ve, sino en lo que se siente…
Afuera el sol brillaba implacable en el cielo sin nubes y el viento norte, que empezó a levantarse, arrancaba de la tierra ardida un aliento intermitente y cálido como el jadeo angustioso de una bestia fatigada.

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