La trágica
muerte de Marieta acaecida en los últimos días de noviembre hizo que, en
respeto a su memoria, los cursos escolares finalizaran sin la acostumbrada fiesta
final.
Nélida Flores
tenía sus ropas y pertenencias ya lisias para ponerlas en la valija cuando doña
Pancha, la portera, le avisó que había llegado el Capitán Giménez.
Era tanta la
confianza que existía entre ellos y tan pocas las comodidades de la casa que la
maestra contestó:
—Hágalo pasar,
doña Pancha.
—Está bien…
Cuando el ex
militar paraguayo llegó, le dijo:
—Perdone,
capitán, pero como estoy alistando las cosas para mi partida me tomé el atrevimiento
de hacerlo pasar aquí… Ahí tiene un sillón junto a la ventana, siéntese y
dígame lo que le trae.
El paraguayo
se repantigó en el asiento indicado y empezó a hablar.
—Podría
inventar muchos pretextos para justificar mi visita, pero voy a ser sincero.
La maestrita
llevó la mano al pecho anhelante y esperó.
—En realidad
vine para guardar en mis ojos la visión de su rostro, para que quedase grabado
en mi recuerdo. Sé muy bien que hago mal en expresar todo esto, pero no puedo
reprimir mis impulsos.
—Hace muy bien
en decirlo… ¡Tanto tiempo lo he esperado!…
—¿Entonces no
la molestan mis palabras?
—No,
Rudesindo…
—Es que yo soy
casado.
—Lo sé.
—No tengo
porvenir en esta tierra, porque debo estar listo para volver.
—Lo sé.
—¿Y a pesar de
todo acepta lo que le digo?
—Sí, porque lo
quiero…
Se levantó
Giménez y empezó a pasearse preocupado.
—Mía es la
culpa, Nélida… Fue la insensatez de mis palabras la que ha provocado esta
situación de la que ahora me arrepiento…
Ella le tomó
de las manos y lo condujo hasta la ventana. Ya el sol se hundía en la lejanía y
las sombras velaban las cosas, pero el calor imperante durante todo el día no
amainaba en sus rigores.
—Hace ya
tiempo que por sus gestos, sus miradas, el tono de su voz y otros pequeños
indicios supe que me amaba y eso me puso contenta porque yo también le
correspondía.
—¡Cállese,
Nélida!… No prosiga… ¡es imposible!
—¿Acaso
nosotros pusimos ese amor dentro del pecho?… ¿Acaso no pretendimos apagarlo?…
—Sí, pero no
debemos ser débiles… tenemos deberes…
Arriba en el cielo
ensombrecido empezaron a gotear estrellas. Del jardín vecino llegaba el
embriagante perfume de las rosas y de los jazmines.
—Débiles
seríamos si por hacer caso de los prejuicios o de las convenciones nos
negáramos la felicidad de querernos.
—Prejuicios y
convenciones que son más fuertes que nosotros. Tú eres una maestra, tienes todo
tu porvenir por delante, yo soy un hombre desterrado y sin medios… Perdóname
que te haya hablado como lo hice y déjame ir, Nélida…
Lo retuvo más
fuertemente ella y le dijo:
—Mi madre amó
a un hombre… Un hombre que estaba casado, pero separado de la mujer… Cuando la
familia se enteró se opusieron y después de un tiempo la hicieron contraer
matrimonio con alguien a quien respetó pero jamás pudo querer. Ella que era
bella y buena murió de tristeza. Jamás fue feliz en toda su vida… Yo quiero ser
feliz aunque sea por poco tiempo: un mes, una semana, un día… pero anhelo ir
por la vida con la alegría de haberlo sido…
—¡Nélida mía!…
Uniéronse los
labios y se estrecharon los cuerpos. Giménez, sin embargo, reaccionó y exclamó:
—Pero tú te
irás dentro de poco…
Ella sacó las
cosas que había puesto en la valija y respondió:
—Ya no me iré…
Quedaré a tu lado para ayudarte…
—La gente
hablará…
—¡No me
importa!… Viviremos con lo que tengamos, pero siendo el uno del otro…
—Buscaré un
trabajo en la estancia y haremos nuestra casita hasta que…
—No digas más…
Háblame del presente, pero no pienses en el mañana… Y, ahora esperame que voy a
ordenar a doña Pancha nos prepare una cena y, después…
La promesa
quedó flotando en el aire.
El paraguayo
se apoyó en la ventana y observó el paisaje ensombrecido. De pronto, a la
distancia, alguien empezó a rasguear una guitarra y en alas del viento vinieron
los acordes de una vieja canción guaraní:
«Campamento… campamento…
amoité Cerro Corápe…».
Al oírla,
Giménez pareció despertar. A su recuerdo volvieron los días de sus luchas en el
Chaco, vio a su pueblo paciente y empobrecido, imaginó el dolor que tendrían
los ojos de Ojeda cuando viera entrar en su casa a la maestrita y el rencor y
hasta el odio que reflejaría la mirada del cabo Leiva.
—¡Por una
mujer…! —diría y el escupitajo que arrojaría al suelo caería como una afrenta
sobre su rostro.
Lentamente
empezó a caminar y salió de la pieza. Llegó a la calle y se fue como diluyendo
en las tinieblas.
Desde lejos,
pero conducido por la inmensa caja de resonancia del río, llegó el bronco
silbato del «Guayrá», doña Pancha que estaba próxima a la salida dijo:
—Ahí está’l
barco… Diez minutos más y ya va a llegar…
Luego abrió la
puerta, sacó la cabeza para observar la calle y sin quitarse el cigarro de la
boca, expresó:
—Nu hay
naides, pero no sé por qué quiere dirse así, a la escuendida como si hubiera
hecho algo malo…
Nélida se
levantó del sillón donde se hallaba vencida. La angustia le agobiaba como un
fardo y cuando habló sus palabras goteaban amargura:
—De ser
posible hubiera querido irme volando para no volver jamás…
La vieja la
miró, levantó la valija y, silenciosamente, salió hacia el desembarcadero. Detrás,
muy erguida, pero con el corazón latiendo agitado le siguió la docente.
El primero que
la vio fue Emeterio, que estaba en lo alto de un jacarandá tratando de
acercarse a un nido de zorzales. Como un mono se largó desde lo alto y fue con
su mensaje.
—¡La máistra
se va!… ¡La máistra se va!…
Crispido soltó
la manguera con que regaba su huertecita y echó a correr hacia la barranca. De
pronto miró sus manos huérfanas de regalos y se detuvo. No lejos, sobre un
muro, se balanceaban unas enormes naranjas «chinas» que formaban un racimo que
era la gloria de don Junípero que, en esos momentos, había salido en busca de
su lechera.
Más allá
alcanzó a Venancio que, a fuerza de «chirlos», hacía trotar a su «petiso
maceta».
—¡Andá pa’l
puerto pa despedir a la «señorita»…!
Nélida, mientras
tanto, seguía hacia la costa. Ya sobre la diafanidad del cielo en la lejanía se
notaban los negros pincelazos del humo despedido por la chimenea del barco.
Don Frutos y
Arzásola dejaron la comisaría y salieron para cumplir con su obligación de
vigilar la partida y llegada de los pasajeros. Al bajar por el estrecho sendero
que llevaba hacia la playa vieron, más adelante, a la maestra.
—Mirá… —dijo
el comisario a su acompañante— la «señorita» se va…
—Irá a
aprovechar sus vacaciones en la Capital… pero, es extraño que no haya avisado a
nadie…
—Sus razones
tendrá…
Escasos eran
los pobladores que, en esa mañana, habían llegado hasta el río para aguardar el
arribo del barco. Pescadores y boteros, en su mayor parte. Doña Pancha dejó la
valija en el suelo y a su lado quedó Nélida a la espera de la canoa que debería
conducirla hasta la nave que anclaba frente al pueblo, pero en mitad de la
corriente.
El comisario y
el oficial llegaron y la saludaron. Don Frutos no dejó de observar la intensa
palidez del rostro de la muchacha y la mirada huidiza de sus grandes ojos, de
costumbre tan fijos y francos.
—A esta le
pasa algo… —pensó, pero guardó la reflexión para sí y exclamó:
—¡Vaya
sorpresa!… ¿Con que se noj va, señorita Nélida?
—Así es, don
Frutos y aprovecho la ocasión para agradecerle, lo mismo que al señor oficial,
sus múltiples bondades.
—Loj que
tenemos de estar agradecidos semo nojotro… —replicó el comisario.
—En realidad,
señorita Flores —terció Arzásola— su labor fue breve, pero proficua. La gente
de Capibara-Cué jamás dejará de recordarla y esperará ansiosa su regreso.
Graves y
tristes cayeron las palabras de la respuesta
—No volveré…
pienso pedir traslado y en cuanto a que me recuerden… Vean, fuera de ustedes
nadie se acerca a darme el adiós…
Nélida levantó
su mano y señaló el casi desierto embarcadero y continuó:
—Me voy igual
que cuando llegué… sin una mano amiga que tiemble en el saludo del adiós o de
la bienvenida. Y, sin embargo, yo creí…
Calló y dejó
su pensamiento inconcluso, pero don Frutos que hacía un rato escudriñaba la
barranca y sus proximidades, hizo con la mano un gesto de llamada y, de pronto,
surgiendo de detrás de los matorrales, bajando por el sendero y llegando en
tropel vino la tímida tropa de los alumnos de la escuelita.
—Acérquense,
pues… —insistió don Frutos— y no anden merodeando que naides los va a comer…
Una niña, de
las mayorcitas que había alcanzado a ponerse el delantal, se adelantó y
depositó en manos de la sorprendida muchacha un ramo de flores, después otro
arrapiezo hizo lo mismo y otro y otro… Algunos ramos eran frescos, otros eran
apenas un manojo de ramillas y pimpollos y de no pocos caían los pétalos
mustios…
Críspido, el
pequeñín de los cabellos revueltos, se acercó temeroso mirando de soslayo a los
policías y luego, sacó una mano que traía escondida tras el cuerpo y ofreció un
hermoso racimo de naranjas.
—Pa’l viaje,
señorita… —dijo sin dejar de mirar a don Frutos, en una suerte de audacia no
desprovista de temor.
La maestrita
lloraba conmovida y besaba las tostadas y a menudo sucias mejillas de los
chicos cuando doña Pancha, con suave energía, dijo:
—Güeno,
¡basta!… Ahí llega el bote y tiene que dirse…
Subió la
maestra a la embarcación y se cargaron los bultos de la orilla, pero su mirada
iba de un lado a otro buscando en las márgenes una silueta amada que no
apareció.
A un
kilómetro, más o menos, de Capibara-Cué una alta punta rocosa se internaba en
el río y allí, erguido y tieso como una estatua, estaba el capitán Giménez.
Hacía ya
varios minutos que había oído el silbato del «Guayrá» y el ruido de los
motores.
—Dentro de
poco pasará a mi frente —se dijo, pero no quiso volver la cabeza y continuó con
los ojos clavados en el horizonte de río, selva y cielo de la vecina orilla.
Recordó que
cuando era cadete, durante una fiesta patria, debió estar de guardia en un
lugar por donde la concurrencia debía pasar para dirigirse al lugar de la
ceremonia.
Fiel a la
consigna estaba, rígido en la posición militar, cuando sintió que su madre y su
novia se acercaban. Las voces queridas llegaban a sus oídos, pero seguía
estático.
—¡Ahí está
Rudesindo!… —dijo una.
—¡Hijo mío!…
—murmuró la otra en voz baja, pero suficientemente audible.
Aunque el
corazón le dio un vuelco, Giménez continuó inmutable.
Las vio como
en una ráfaga pasar a su frente y perderse rumbo a su destino y aunque moría de
ganas de verlas, de acariciarlas, aunque más no fuese con la mirada, permaneció
en su puesto en idéntica posición.
Y, ahora
también, tenía la misma sensación. La consigna de un deber superior a sus
pasiones que lo ataba allí en el dolor de su tormento. Sabía que el barco ya
iba a llegar hasta donde estaba, que pronto pasaría por el medio del río, pero
no se movía.
La marejada
que originó el paso del barco vino a romperse en multitud de olas en las
piedras del pie de la barranca y el «Guayrá» entró en el campo de su visión.
Los pasajeros
que andaban por el puente vieron esta figura solitaria y alguno, por broma, le
hizo un saludo con la mano, pero Nélida que comprendió de quién se trataba sacó
un pañuelo y lo agitó locamente.
Giménez vio el
aletear desesperado, pero no movió ni un músculo y la embarcación fuese
perdiendo río abajo sin que él torciera su gesto. Algo como un gemido reventó
en su garganta mientras el blanco torbellino del pañuelo iba saliendo de su
zona visual.
Y, de pronto,
nuevamente tuvo ante sí la orilla opuesta con su río, su selva y su cielo. Pero
detrás de eso él veía a sus hermanos inclinados sobre el rústico arado, a las
viejas poblaciones de corte español con sus casas de largos corredores, a los
niños analfabetos y semidesnudos, a las mujeres dolientes; a los hombres
explotados en los yerbales y en los aserraderos, a los estudiantes crispando
sus puños en la impotencia, a los veteranos de las guerras fratricidas mendigando
un pedazo de pan…
—Hubiera sido
desertar… —pensó y aflojando su tiesura emprendió el camino del retorno
mientras el sol iba alargando su figura sobre el áspero sendero campesino.
Esa tarde,
cuando don Frutos y Arzásola fueron a la comisaría, preguntaron a Leiva las
novedades y el cabo, rascándose la cabeza dijo:
—Novedá y bien
novedá hubo y dos grandes…
—¡Ajá!…
¿Robo?… ¿Crimen?… ¿Pelea?
—Robo…
Primero, vino Ña Gumersinda que suele ayudar en la inglesia a arreglar loj
altare pa decir que no sabe quién, pero que habían robau tuita laj jlore’e loj
santos… Dispués llegó don Junípero echando ajos y maldiciones porque, cuando
salió pa buscar la vaca le robaron un racimo’e unaj lindas naranjas chinas…
Sonrió don
Frutos recordando la temerosa expresión del pequeño Crispido y dijo a Arzásola:
—Qué raro,
¿no?… ¿Vo viste a algunos con flores o con naranjas, hoy, che oficial?
El aludido
enrojeció y casi tartamudeando contestó:
—¡Yo!… Yo no
he visto a nadie…
Confuso por la
mentira y deseando llevar la conversación hacia otros rumbos el oficial
comentó:
—¿Sabe Leiva
que se fue la maestra?
—¡Qué
lástima!… Tan joyita que era…
—Lo que me
extraña sobremanera —continuó el primero— es que no haya estado el capitán
Giménez para despedirla. Como presidente de la Cooperadora era su deber…
Don Frutos que
no dejó de asociar esa ausencia con la rara palidez de la muchacha comenzó a
mesarse suavemente la barbita mientras decía filosófico:
—Muchas veces
el deber no está en lo que se ve, sino en lo que se siente…
Afuera el sol
brillaba implacable en el cielo sin nubes y el viento norte, que empezó a
levantarse, arrancaba de la tierra ardida un aliento intermitente y cálido como
el jadeo angustioso de una bestia fatigada.
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