viernes, 3 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (III)

Esa mañana era la fijada para la reunión de la asamblea de la Cooperadora y la maestrita se levantó temprano para ayudar a la portera en sus labores. También llegó Ojeda, el asistente del capitán, pero este, en lugar de acomodar los bancos en el salón para que sirviesen de asientos, buscó una pala y se entregó a la tarea de arreglar el patio de tierra para emparejar sus desniveles. Luego llenó una regadera y se puso a mojar la tierra.
Los padres fueron llegando de uno en uno, saludaban a la maestra y, luego, algunos se acomodaban, como temerosos, en el borde de un banco, mientras otros permanecían en el patio. Felizmente, al poco tiempo, llegó el capitán Giménez y con bromas a unos y preguntas a otros consiguió animar a la concurrencia.
Nélida estaba asombrada y no se cansaba de repetir al capitán:
—Vea lo que es su prestigio… Yo nunca conseguí que vinieran más de media docena a mis reuniones y, ahora, ¡cuántos!…
—Espere un momento y va a ver que vienen más…
—¡Todavía!… Y yo que estaba apurada por empezar… Me halaga saber que en este pueblo sienten tanta devoción hacia la enseñanza.
Rió Giménez en forma enigmática conversando con sus amigos. Un rato después golpeó las manos y todos pasaron al aula que resultó pequeña para la gran cantidad de circunstantes. La docente, sumamente emocionada, les habló para agradecerles su presencia y se manifestó orgullosa que no solamente padres sino también quienes no tenían niños en la escuela hubieran acudido a su llamado.
En seguida se procedió a la elección definitiva de las autoridades que habían de guiar los destinos de la flamante asociación y resultó ungido el capitán Giménez y a quien secundarían unos cuantos padres.
Hubo los aplausos de práctica y cuando ya Nélida creía que la asamblea concluiría, su flamante presidente se levantó y expuso:
—Ahora, mis amigos, pasaremos al patio y espero que todos se hagan ver con sus contribuciones, porque necesitamos dinero, mucho dinero…
Como un tropel salieron todos al lugar indicado y, a poco se oyeron los gritos de:
—Cinco pesos al que tira…
—Pago…
—Diez pesos al que espera…
—Diez y cinco más…
—Venga…
En tres de los lugares que Ojeda había regado y arreglado, la taba iba y venía entre las exclamaciones de los jugadores.
La maestra que había quedado sola, junto a su escritorio, arreglando las anotaciones se sintió, también, atraída por el bullicio y se asomó a la puerta. Abrió sus grandes ojos asombrada ante el espectáculo y dirigiéndose a Giménez lo increpó:
—Pero, capitán… ¡esto no puede ser!… ¡Están jugando!… ¡jugando!…
El paraguayo la tomó suavemente de un brazo y la condujo al interior.
—Deje esto a mi cargo, señorita… Usted no ve nada, ni sabe nada…
—Pero es juego… Y está prohibido.
—¿No sería peor que sus beneficios fueran en provecho del bolichero o de un coimero? Al menos ahora contribuirán a algo útil…
—Pero, ¿qué va a decir don Frutos?
—Mire, allá veo que se detiene frente a la puerta… Vaya a atenderlo que yo tengo mucho que hacer con estos muchachos…
Y mientras la joven, confusa y ruborosa, iba al encuentro del funcionario, Giménez pasaba entre los jugadores y les sacaba a algunos unos pesos y a otros unas monedas diciendo:
—Ganaste, ¿no?… Bueno, dejá un poco para la escuela…
El comisario, mientras tanto, ató su caballo a un poste y se quedó a esperar a la maestra que lo saludó casi tartamudeante:
—¡Bue… buenos días, don Frutos!…
—Parece que vinieron muchos padres, ¡eh!
—Sí, pero yo… fue el capitán…
—¿El que loj está entreteniendo, pa?… Dejelo que él sabe lo que hace… Si no juera que tengo que anclar de recorrida me metería yo también…
—¡No!… Usted no… —se asustó ella.
—Bueno, que sea él nomás, pero acuérdese que estoy n’el boliche por si alguno se quiere desmandar aunque con el capitán y su ayudante no creo que naides se haga el loco…
Volvió a desatar su caballo y montando de un salto se alejó diciendo:
—¡Hasta luego, señorita!… Y espero que la sociedad pueda juntar unos cuantos pesos pa los pobres chicos…

Ese mismo domingo, por la noche, el oficial Arzásola, que había cumplido con sus obligaciones durante el día y empleado las horas nocturnas en amable palique con la hija de don Filemón, volvió a su pieza acariciando risueñas esperanzas. Si bien el padre no accedía a aceptarlo, todavía, como novio oficial, no ponía obstáculos a las entrevistas que sostenía a través de la enrejada ventana.
Encendió la lámpara a querosene que tenía sobre la mesita de luz, se desvistió tarareando un chamamé, se colocó el pijama y se introdujo entre las sábanas. Apenas se hubo acomodado bien, sintió, junto a la pierna izquierda, un frío y viscoso contacto.
—¡Una víbora! —pensó con espanto—. Se habrá colado desde afuera y se ganó la cama.
Pasaron unos segundos que le parecieron siglos. Un sudor helado le cubría la frente y un terror pánico lo paralizaba.
—¿Será una yarará?… ¿Una coral?… ¿Tal vez una víbora de la cruz?…
En rápida sucesión pasaron por su mente una serie de relatos espeluznantes oídos en el lugar de sucesos similares. El animal seguía inmóvil junto a su pierna, tal si atraído por la tibieza del cuerpo se hubiera aletargado.
Lentamente el oficial movió la mano derecha y fue aflojando un costado de las sábanas para poder liberarse de ellas. La tarea le insumió varios minutos que fueron de una verdadera pesadilla. Por los miembros inferiores, inmovilizados por la tensión, comenzaba a correrle un molesto hormigueo, pero no se arriesgaba a efectuar el menor movimiento por temor a que el reptil le clavara los colmillos.
Sintió ruido afuera como de alguien que se hubiese aproximado a la puerta, pero tampoco se atrevió a pedir auxilio por miedo de asustar al ofidio.
Al fin, después de rezar mentalmente, encomendándose a Dios, dio un brusco salto y salió del lecho, buscó el revólver que había dejado sobre la mesa y descargó tres balazos en la cabeza del bulto oscuro y cilíndrico que había quedado en descubierto.
En ese momento se abrió la puerta y entró el cabo Leiva que le arrebató el arma.
—¡Qué hase ofisial? —exclamó.
—¡Allí… allí… una víbora! —le respondió Arzásola aún tremante.
Leiva dejó el arma sobre la mesa, se acercó al animal y lo tomó entre sus dedos para observarlo bien. Después de unos segundos dijo con tono burlón:
—¿Víbora?… No, ofisial, es una anguila, pues… ¿A que debe ser una que truje en un tarro esta tarde ‘e la laguna y se haberá escapau…?
Mostró una lata oxidada que estaba en un rincón oscuro y aseveró:
—Es la mesma, ¡claro!… Saltó y se metió en la cama… Pero, ofisial… ¡cómo no distingue una anguila’e una víbora!… Si hay diferiencia, pues…
Algo en el tono de la voz del cabo le hizo comprender a Arzásola que había sido objeto de una broma brutal por parte de Leiva y todo el terror pasado se concentró en furor en su alma.
—Así que fue usted quien la trajo. ¿No?…
Sin darse cuenta de la tormenta que se estaba incubando en el interior del otro el cabo respondió gozándose con la broma.
—Sí y güen susto que se agarró por no ver la diferiencia…
—Pero, ahora, el susto se lo va a agarrar usted… ¡insolente! —rugió Arzásola y manoteó el arma.
—¡No!… Pe… pero si… —balbuceó Leiva, pero al ver la ira desfigurando el rostro de su superior se atemorizó y consideró más prudente salir a la calle a todo correr.
El oficial lo siguió barbotando maldiciones, pero, al pisar el áspero suelo, descalzo como estaba, las piedrecillas se le clavaron en la planta de los pies.
Regresó a la pieza y se calzó unas alpargatas. Aplacado en algo ya su cólera, dejó el revólver y recogió la fusta en el deseo de perseguir y dar un condigno castigo a su burlador.
Leiva, que se había detenido unos metros más adelante, al verlo salir nuevamente reanudó su carrera. El ruido de sus pasos guió a Arzásola que lo fue persiguiendo e insultando a la par.
—Ta bravo l’ofisial capá de quererme balear… —pensó el cabo y prosiguió su fuga.
Llegó a una esquina y torció por una calleja lateral, oscura y silenciosa. Siguió un trecho y buscó disimularse en el hueco de un portoncillo de madera que encontró a su paso.
—Puede ser que no me vea y pase de largo… —murmuró apoyándose contra el mismo.
A su contacto la hoja cedió y se abrió chirriando sobre un patio en sombras.
Súbitamente una luz brilló ante sus ojos, encegueciéndolo y un golpe recibido en la cabeza lo devolvió a la calle donde quedó tendido y sumido en la inconsciencia.

El silencio y las sombras volvieron a enseñorearse del lugar cuando, después de unos minutos, apareció Arzásola a quien el fresco nocturno y el cansancio habían calmado casi por completo pero que aún seguía tras el bromista por un sentimiento de orgullo.
—Tengo que darle una lección —se decía— para que distinga las jerarquías…
De pronto tropezó con el caído, trastabilló y cayó a su lado.
—¡Un borracho!… —fue lo primero que pensó, pero al apoyarse sobre él para tratar de levantarse sintió bajo su mano el correaje y los botones del uniforme.
Inútilmente aguzó su mirada pero no pudo distinguir las facciones.
—¡Pero!… ¡Si debe ser Leiva!… A lo mejor se enredó y cayó golpeándose malamente
—prosiguió y buscó con su mano el lugar del corazón para ver si latía—. Aún vive… ¡Gracias a Dios!…
Buscando a ciegas pudo dar con el silbato que el cabo llevaba en un bolsillo y, de inmediato, hizo sonar las llamadas de auxilio.
Enseguida llegaron don Frutos y un agente y entre los tres transportaron el cuerpo del desvanecido a la comisaría.
Durante el camino el oficial le fue explicando a su superior lo acontecido, pero juró y perjuró que no tenía nada que ver con el desmayo.
Ya en el local lo acomodaron en una silla y le pusieron paños tríos sobre un tremendo chichón que, grande como una mandarina, tenía en la cabeza.
Don Frutos, dirigiendo una mirada a la fusta de cabo de plata que Arzásola aún llevaba colgada de la muñeca mediante una cadenilla, le pregunté:
—¡Pero, che!… Tenés que haberle dau con el mango pa haserle una cosa así…
—Si no fui yo, don Frutos, ¡créamelo!… —se disculpó el acusado.
En ese momento el cabo abrió los ojos y empezó a quejarse débilmente.
Esperaron que reaccionara un poco más y, entonces don Frutos sacudiéndole de un brazo le interrogó paternalmente:
—¡Eh!… Leiva… Leiva… Contestame si podés… ¿Qué te pasó?…
Algo como una sombra de horror pasó por el rostro del dolorido y contestó:
—¡Jesús che yara!… La luz… la luz mala jué… —y vencido por el esfuerzo volvió a cerrar los ojos.
Lo examinaron detenidamente y al no encontrarle lesión de mayor gravedad resolvieron dejarle acostado en un catre, para que descansara, encargando al agente para que, periódicamente, le renovara las compresas.
—Güeno, vamoj a ver lo que dice mañana cuando dispierte —dijo don Frutos y dirigiéndose al oficial le ordenó—. Y vos, andá a dormir nomás…
—Si quiere puedo quedar para cuidarlo…
—No va a hacer falta… ¡Hasta mañana!…
—¡Hasta mañana, entonces!…
Ya se retiraba el oficial cuando el comisario burlonamente le recomendó:
—Y tené cuidau con laj anguila ¡eh!…
El joven, al oírlo, ante el recuerdo de la angustia pasada, sintió que un estremecimiento de pavor le corría por la médula.

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