Esa mañana era
la fijada para la reunión de la asamblea de la Cooperadora y la maestrita se
levantó temprano para ayudar a la portera en sus labores. También llegó Ojeda,
el asistente del capitán, pero este, en lugar de acomodar los bancos en el
salón para que sirviesen de asientos, buscó una pala y se entregó a la tarea de
arreglar el patio de tierra para emparejar sus desniveles. Luego llenó una regadera
y se puso a mojar la tierra.
Los padres
fueron llegando de uno en uno, saludaban a la maestra y, luego, algunos se
acomodaban, como temerosos, en el borde de un banco, mientras otros permanecían
en el patio. Felizmente, al poco tiempo, llegó el capitán Giménez y con bromas
a unos y preguntas a otros consiguió animar a la concurrencia.
Nélida estaba
asombrada y no se cansaba de repetir al capitán:
—Vea lo que es
su prestigio… Yo nunca conseguí que vinieran más de media docena a mis
reuniones y, ahora, ¡cuántos!…
—Espere un
momento y va a ver que vienen más…
—¡Todavía!… Y
yo que estaba apurada por empezar… Me halaga saber que en este pueblo sienten
tanta devoción hacia la enseñanza.
Rió Giménez en
forma enigmática conversando con sus amigos. Un rato después golpeó las manos y
todos pasaron al aula que resultó pequeña para la gran cantidad de
circunstantes. La docente, sumamente emocionada, les habló para agradecerles su
presencia y se manifestó orgullosa que no solamente padres sino también quienes
no tenían niños en la escuela hubieran acudido a su llamado.
En seguida se
procedió a la elección definitiva de las autoridades que habían de guiar los
destinos de la flamante asociación y resultó ungido el capitán Giménez y a
quien secundarían unos cuantos padres.
Hubo los
aplausos de práctica y cuando ya Nélida creía que la asamblea concluiría, su
flamante presidente se levantó y expuso:
—Ahora, mis
amigos, pasaremos al patio y espero que todos se hagan ver con sus
contribuciones, porque necesitamos dinero, mucho dinero…
Como un tropel
salieron todos al lugar indicado y, a poco se oyeron los gritos de:
—Cinco pesos
al que tira…
—Pago…
—Diez pesos al
que espera…
—Diez y cinco
más…
—Venga…
En tres de los
lugares que Ojeda había regado y arreglado, la taba iba y venía entre las
exclamaciones de los jugadores.
La maestra que
había quedado sola, junto a su escritorio, arreglando las anotaciones se
sintió, también, atraída por el bullicio y se asomó a la puerta. Abrió sus grandes
ojos asombrada ante el espectáculo y dirigiéndose a Giménez lo increpó:
—Pero,
capitán… ¡esto no puede ser!… ¡Están jugando!… ¡jugando!…
El paraguayo
la tomó suavemente de un brazo y la condujo al interior.
—Deje esto a
mi cargo, señorita… Usted no ve nada, ni sabe nada…
—Pero es
juego… Y está prohibido.
—¿No sería
peor que sus beneficios fueran en provecho del bolichero o de un coimero? Al
menos ahora contribuirán a algo útil…
—Pero, ¿qué va
a decir don Frutos?
—Mire, allá
veo que se detiene frente a la puerta… Vaya a atenderlo que yo tengo mucho que
hacer con estos muchachos…
Y mientras la
joven, confusa y ruborosa, iba al encuentro del funcionario, Giménez pasaba
entre los jugadores y les sacaba a algunos unos pesos y a otros unas monedas
diciendo:
—Ganaste,
¿no?… Bueno, dejá un poco para la escuela…
El comisario,
mientras tanto, ató su caballo a un poste y se quedó a esperar a la maestra que
lo saludó casi tartamudeante:
—¡Bue… buenos
días, don Frutos!…
—Parece que
vinieron muchos padres, ¡eh!
—Sí, pero yo…
fue el capitán…
—¿El que loj
está entreteniendo, pa?… Dejelo que él sabe lo que hace… Si no juera que tengo
que anclar de recorrida me metería yo también…
—¡No!… Usted
no… —se asustó ella.
—Bueno, que
sea él nomás, pero acuérdese que estoy n’el boliche por si alguno se quiere
desmandar aunque con el capitán y su ayudante no creo que naides se haga el
loco…
Volvió a
desatar su caballo y montando de un salto se alejó diciendo:
—¡Hasta luego,
señorita!… Y espero que la sociedad pueda juntar unos cuantos pesos pa los
pobres chicos…
Ese mismo
domingo, por la noche, el oficial Arzásola, que había cumplido con sus
obligaciones durante el día y empleado las horas nocturnas en amable palique con
la hija de don Filemón, volvió a su pieza acariciando risueñas esperanzas. Si
bien el padre no accedía a aceptarlo, todavía, como novio oficial, no ponía
obstáculos a las entrevistas que sostenía a través de la enrejada ventana.
Encendió la
lámpara a querosene que tenía sobre la mesita de luz, se desvistió tarareando
un chamamé, se colocó el pijama y se introdujo entre las sábanas. Apenas se
hubo acomodado bien, sintió, junto a la pierna izquierda, un frío y viscoso
contacto.
—¡Una víbora!
—pensó con espanto—. Se habrá colado desde afuera y se ganó la cama.
Pasaron unos
segundos que le parecieron siglos. Un sudor helado le cubría la frente y un
terror pánico lo paralizaba.
—¿Será una
yarará?… ¿Una coral?… ¿Tal vez una víbora de la cruz?…
En rápida
sucesión pasaron por su mente una serie de relatos espeluznantes oídos en el
lugar de sucesos similares. El animal seguía inmóvil junto a su pierna, tal si
atraído por la tibieza del cuerpo se hubiera aletargado.
Lentamente el
oficial movió la mano derecha y fue aflojando un costado de las sábanas para
poder liberarse de ellas. La tarea le insumió varios minutos que fueron de una
verdadera pesadilla. Por los miembros inferiores, inmovilizados por la tensión,
comenzaba a correrle un molesto hormigueo, pero no se arriesgaba a efectuar el
menor movimiento por temor a que el reptil le clavara los colmillos.
Sintió ruido
afuera como de alguien que se hubiese aproximado a la puerta, pero tampoco se
atrevió a pedir auxilio por miedo de asustar al ofidio.
Al fin,
después de rezar mentalmente, encomendándose a Dios, dio un brusco salto y
salió del lecho, buscó el revólver que había dejado sobre la mesa y descargó
tres balazos en la cabeza del bulto oscuro y cilíndrico que había quedado en
descubierto.
En ese momento
se abrió la puerta y entró el cabo Leiva que le arrebató el arma.
—¡Qué hase
ofisial? —exclamó.
—¡Allí… allí…
una víbora! —le respondió Arzásola aún tremante.
Leiva dejó el
arma sobre la mesa, se acercó al animal y lo tomó entre sus dedos para
observarlo bien. Después de unos segundos dijo con tono burlón:
—¿Víbora?… No,
ofisial, es una anguila, pues… ¿A que debe ser una que truje en un tarro esta
tarde ‘e la laguna y se haberá escapau…?
Mostró una
lata oxidada que estaba en un rincón oscuro y aseveró:
—Es la mesma,
¡claro!… Saltó y se metió en la cama… Pero, ofisial… ¡cómo no distingue una
anguila’e una víbora!… Si hay diferiencia, pues…
Algo en el
tono de la voz del cabo le hizo comprender a Arzásola que había sido objeto de
una broma brutal por parte de Leiva y todo el terror pasado se concentró en
furor en su alma.
—Así que fue
usted quien la trajo. ¿No?…
Sin darse
cuenta de la tormenta que se estaba incubando en el interior del otro el cabo
respondió gozándose con la broma.
—Sí y güen
susto que se agarró por no ver la diferiencia…
—Pero, ahora,
el susto se lo va a agarrar usted… ¡insolente! —rugió Arzásola y manoteó el
arma.
—¡No!… Pe…
pero si… —balbuceó Leiva, pero al ver la ira desfigurando el rostro de su
superior se atemorizó y consideró más prudente salir a la calle a todo correr.
El oficial lo
siguió barbotando maldiciones, pero, al pisar el áspero suelo, descalzo como
estaba, las piedrecillas se le clavaron en la planta de los pies.
Regresó a la
pieza y se calzó unas alpargatas. Aplacado en algo ya su cólera, dejó el
revólver y recogió la fusta en el deseo de perseguir y dar un condigno castigo
a su burlador.
Leiva, que se
había detenido unos metros más adelante, al verlo salir nuevamente reanudó su
carrera. El ruido de sus pasos guió a Arzásola que lo fue persiguiendo e
insultando a la par.
—Ta bravo
l’ofisial capá de quererme balear… —pensó el cabo y prosiguió su fuga.
Llegó a una
esquina y torció por una calleja lateral, oscura y silenciosa. Siguió un trecho
y buscó disimularse en el hueco de un portoncillo de madera que encontró a su
paso.
—Puede ser que
no me vea y pase de largo… —murmuró apoyándose contra el mismo.
A su contacto
la hoja cedió y se abrió chirriando sobre un patio en sombras.
Súbitamente
una luz brilló ante sus ojos, encegueciéndolo y un golpe recibido en la cabeza
lo devolvió a la calle donde quedó tendido y sumido en la inconsciencia.
El silencio y
las sombras volvieron a enseñorearse del lugar cuando, después de unos minutos,
apareció Arzásola a quien el fresco nocturno y el cansancio habían calmado casi
por completo pero que aún seguía tras el bromista por un sentimiento de
orgullo.
—Tengo que
darle una lección —se decía— para que distinga las jerarquías…
De pronto
tropezó con el caído, trastabilló y cayó a su lado.
—¡Un
borracho!… —fue lo primero que pensó, pero al apoyarse sobre él para tratar de
levantarse sintió bajo su mano el correaje y los botones del uniforme.
Inútilmente
aguzó su mirada pero no pudo distinguir las facciones.
—¡Pero!… ¡Si
debe ser Leiva!… A lo mejor se enredó y cayó golpeándose malamente
—prosiguió y
buscó con su mano el lugar del corazón para ver si latía—. Aún vive… ¡Gracias a
Dios!…
Buscando a
ciegas pudo dar con el silbato que el cabo llevaba en un bolsillo y, de
inmediato, hizo sonar las llamadas de auxilio.
Enseguida
llegaron don Frutos y un agente y entre los tres transportaron el cuerpo del
desvanecido a la comisaría.
Durante el
camino el oficial le fue explicando a su superior lo acontecido, pero juró y
perjuró que no tenía nada que ver con el desmayo.
Ya en el local
lo acomodaron en una silla y le pusieron paños tríos sobre un tremendo chichón
que, grande como una mandarina, tenía en la cabeza.
Don Frutos,
dirigiendo una mirada a la fusta de cabo de plata que Arzásola aún llevaba
colgada de la muñeca mediante una cadenilla, le pregunté:
—¡Pero, che!…
Tenés que haberle dau con el mango pa haserle una cosa así…
—Si no fui yo,
don Frutos, ¡créamelo!… —se disculpó el acusado.
En ese momento
el cabo abrió los ojos y empezó a quejarse débilmente.
Esperaron que
reaccionara un poco más y, entonces don Frutos sacudiéndole de un brazo le
interrogó paternalmente:
—¡Eh!… Leiva…
Leiva… Contestame si podés… ¿Qué te pasó?…
Algo como una
sombra de horror pasó por el rostro del dolorido y contestó:
—¡Jesús che
yara!… La luz… la luz mala jué… —y vencido por el esfuerzo volvió a cerrar los
ojos.
Lo examinaron
detenidamente y al no encontrarle lesión de mayor gravedad resolvieron dejarle
acostado en un catre, para que descansara, encargando al agente para que,
periódicamente, le renovara las compresas.
—Güeno, vamoj
a ver lo que dice mañana cuando dispierte —dijo don Frutos y dirigiéndose al
oficial le ordenó—. Y vos, andá a dormir nomás…
—Si quiere
puedo quedar para cuidarlo…
—No va a hacer
falta… ¡Hasta mañana!…
—¡Hasta
mañana, entonces!…
Ya se retiraba
el oficial cuando el comisario burlonamente le recomendó:
—Y tené cuidau
con laj anguila ¡eh!…
El joven, al
oírlo, ante el recuerdo de la angustia pasada, sintió que un estremecimiento de
pavor le corría por la médula.
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