Los días
pasaron y el panorama educacional fue cambiando lenta, pero no por ello menos
favorablemente. El edificio se ofrecía luciente y níveo gracias a la mano de
cal que le dio Clímaco Barrientos y, a poco, el comedor escolar fue agregando
al locro tradicional otros platos hechos con la base de las legumbres que le
ofrecía el huerto establecido en el antiguo patio de don Liborio, que ya debía
descansar en paz pues dejaron de verse las temidas luces malas.
Con el
producto de lo recaudado en la reunión inicial se mandaron a arreglar los
bancos destartalados y se compraron diversos elementos entre los que figuraba un
gran pizarrón.
También se
dotó de guardapolvos o delantales a los niños más necesitados y con ello el
perdido interés por la enseñanza pareció renacer nuevamente.
—Yo no sé cómo
agradecerles —decía una tarde la maestra y directora a don Frutos y al capitán
Giménez. Gracias a ustedes dos he conseguido que alumnos que hace tiempo habían
desertado volviesen al aula y que la asistencia se mantenga en buen promedio.
—Lo mejor
—dijo Giménez— es que ya he visto q’ algunos de los niños han empezado a hacer
huertecillas en el fondo de sus casas…
—¡Claro! Con
las plantitas que se llevan medio a escuendida’e la grande —dijo don Frutos y
se mesó la barbilla.
Nélida los
miró sonriente y replicó:
—¡Buenos están
ustedes para reprochar a mis pobres «cunumicitos» esos pecadillos que hacen
urgidos por la necesidad!… El presidente de la Cooperadora organizando a mis
espaldas una «tabeada» para recolectar fondos…
—¡No me diga!
—fingió escandalizarse el comisario.
—Y usted,
engañando a los pobres vecinos con el cuento del tesoro escondido para que le
removieran el terreno que pensaba dedicar para huerta escolar.
—Y eso no es
nada —añadió el capitán y se echó para atrás en la silla donde se hallaba
sentado—. ¿A que no sabe por qué todos los estancieros de la zona respondieron
a nuestro pedido y mandan periódicamente su contribución de carne para el
«Comedor»?…
—Porque son
gente buena, porque comprenden la labor humanitaria que la Cooperadora realiza
y porque quieren ayudar a los necesitados…
—¡Ahí está!…
—saltó don Frutos—. Tuitos lo hacen’e güen corazón nomás y cierre el pico…
—Perdone,
señorita, pero usted parece haber olvidado al Evangelio…
—¡Yo!…
—Sí, porque en
una de sus partes dice, por boca del Divino Maestro: «Es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los
cielos».
—Sí, pero los
tiempos han cambiado…
—Podrán haber
cambiado tiempos y costumbres, pero lo mismo sigue duro el corazón del egoísta.
¿Acaso ellos no se dieron cuenta antes de la miseria de estos pobres chicos?
¿Cree que fue usté la que les abrió los ojos?
—Simplemente
discuido, pero ¡ahí tiene cómo bastó una amable solicitud para que todos
respondieran…!
—Vamos,
Capitán, se está haciendo tarde —manifestó don Frutos y se incorporó.
—No, señor,
primero deseo que esta jovencita aprenda algo de la dureza de la vida… Fue don
Frutos el que los obligó…
—Yo no obligo
a naides, che capitán…
—¡Es absurdo!
No puedo creer que don Frutos sea arbitrario.
—Es que hay
maneras y maneras…
—Vamos che
capitán… —siguió insistiendo el viejo.
—Antes quiero
que esto se aclare —manifestó la maestra y se puso frente al ex militar con los
brazos en jarra—. No aceptaré nada más si no es bien habido.
—Por eso no se
apure, que todo es legal.
—¿Entonces?
—Pues que su
amigo el comisario, cuando hay algún estanciero remiso, no se preocupa que los
cuatreros hagan de las suyas en sus campos…
—Es que tengo
muy poca gente pa vigilar a tuitos loj establecimiento ‘e la zona… —se defendió
el funcionario.
—¿Y los otros
no protestan?
—¡Claro que lo
hacen! Vienen furiosos, pero su amigo, agarrándose la barbita les dice muy
suavecito: «Tiene razón, señor, pero mi personal es muy escaso…». «¿Y cómo le
alcanza para vigilar los otros campos?» —replican y él, siempre paciente les
dice—: «El caso es que esos mandan carne para el comedor de la escuela y cuando
los chicos o los padres ven gente extraña vienen y me avisan. ¡Son de
agradecidos estos chicos!».
—Y la verdá es
que loj pobrecitos son muy agradecidos —interrumpió don Frutos.
—Entonces los
otros se dan cuenta que si no contribuyen no tendrán protección contra los cuatreros
que se vienen como moscas desde los esteros cuando ven alguna oportunidad…
—¡Y yo que
creía que lo hacían de generosos! —se sonrojó ella.
—Lo que
importa es que loj muchachitos tengan qué comer y que no se haga nada ilegal
—acotó don Frutos y llegando a la puerta añadió—: Y aura si el capitán quiere
quedarse que se quede, yo me tengo que dir…
—No, si ya voy
con usted —manifestó el militar y despidiéndose de la maestra se puso a su lado
y salieron.
La maestra los
vio alejarse y quedó pensando en sus extrañas psicologías, en la bondad de sus
almas y en los medios curiosos que tenían para lograr sus fines.
Tocado con una
boina negra y vestido con ropas de paisano el forastero descendió del caballo,
que tenía los ijares blancos de sudor, lo ató al palenque del almacén y ya iba
a penetrar en el negocio cuando vio acercarse a Ojeda, el asistente del capitán
Giménez y, rápidamente, fue hacia él.
Don Frutos
que, apoyado en el mostrador conversaba con don Pedro, el dueño del boliche, lo
siguió con la mirada con mucho interés.
—¿Quién será?…
—preguntó al dueño—. De por estos lados no es…
—¡Ajá!…
—asintió el comisario y continuó con su observación.
Ojeda divisó
al forastero y debió reconocerlo porque apresuró el paso para venir a su
encuentro. En su precipitación pareció tropezar porque casi cayó, arrodillándose,
y se tomó de la mano del otro que, con gesto enérgico lo levantó y palmeándolo
vigorosamente en la espalda, lo llevó a lo largo de la calle conversando con
él.
—Debe ser un
paraguayo porque lo conoce a Ojeda —expresó el almacenero—, en fija lo viene a
buscar al capitán…
—Tal vez —le
contestó el comisario y dejó el negocio yendo para el local policial, pero una
profunda arruga marcaba en su frente la preocupación que lo invadía.
Esa noche
cuando el paraguayo, como acostumbraba a hacerlo habitualmente, llegó hasta la
comisaría para pasar la velada conversando con el oficial sobre temas
literarios o de los acontecimientos internacionales que no les merecían interés
a los demás capibarenses, se encontró con don Frutos.
—¿Y Arzásola?
—preguntó—. ¿No le corresponde hoy estar de guardia?
—Sí, pero lo
mandé a hacer la ronda en mi lugar…
—Muy bien, lo
esperaré…
—Mientras
tanto poderemos haular un rato… ¿No le parece?
—Como usted
guste, don Frutos —accedió el ex militar, pero algo en las maneras de su
interlocutor le hizo poner en guardia.
—¿Trujo güenas
noticias el cura revolucionario? —dijo de pronto.
—¡Cura!… ¿Qué
cura? — replicó Giménez…
—El que llegó
esta mañana, cerca’l mediodía y lo jué a buscar en compañía’e Ojeda…
El rostro
honesto del capitán testimonió la tormenta de pasiones que bullía en su
interior, pero, finalmente, concedió:
—Ha sido usted
tan bueno y leal conmigo que no puedo engañarlo… Efectivamente, hoy, vino un
emisario de nuestra junta en Buenos Aires, pero… ¿cómo supo que era un
sacerdote si vestía de civil?
—Porque lo
estuve vigilando y oservé que Ojeda, cuando lo vido, se quiso arrodillar y
besarle l’anillo como hacen nojotros paisanos con loj curas y anque se lo
impidió yo le adiviné l’intención…
—A usted nada
se le escapa, don Frutos…
—Es mi
obligación… Además me informaron, hace un tiempo, que estuviera con loj ojos
abiertos porque había un fraile que quería pasarse al otro lau pa
tratar’e
hacerle bochinche a loj’el Gobierno…
—En realidad
sabiendo la confianza que usted me dispensa y la libertad con
que me muevo
vino a ver si lo podía ayudar para ir a la patria. Cree que al llegar
allá el pueblo
se va a alzar en favor de sus ideales…
—O lo van a
poner contra una paré pa pegarle cuatro tiros…
—No lo creo,
si vivo es peligroso convertirlo en mártir lo sería mucho más…
—Si usté
quisiera en una canoa chiquita en menoj’e tres horas estarían.
—Es verdad.
—¿Cuándo van?
—No nos vamos,
don Frutos… Él ya se volvió para la Capital. Pienso que ahora
va a intentar
algo por el lado de Clorinda.
—¡Hum!… Si se
puede saber… ¿qué lo ató a Capibara-Cué, che capitán?… ¿Jueron
loj lindos
ojos’e la maistra?… Porque no creo que haiga sido falta’e coraje.
—Sin embargo
me faltó valor para hacerlo.
—No puedo
creerlo.
Suspiró el
paraguayo y prosiguió:
—Me faltó
valor para faltar a la palabra que le diera cuando le pedí asilo… No se olvide
que estoy bajo su responsabilidad…
Lo miró
intensamente el viejo y preguntó:
—Me
interesaría saber de qué partido es: ¿Colorau?… ¿Liberal?… ¿Febrerista?… ¿O
trabaja por su cuenta?
Giménez empezó
a pasearse de arriba a abajo por la sala mientras hablaba.
—Antes pude
tener una divisa que me separara de los demás, pero, ahora, que estoy en tierra
ajena soy solamente un paraguayo… ¡nada más!… Un paraguayo que se duele de la
miseria, del atraso, de las luchas intestinas y del odio que divide a sus
hermanos. Ahora soy solo un paraguayo triste que quisiera volver a trabajar,
aunque sea con la pala o el pico, para devolver a mi tierra el poderío que antes
poseyó y que ha perdido, para que así tenga el lugar que merece entre las
naciones de América…
—¿Y con tuito
eso no se decidió a quebrantar la promesa que le hizo a este infeliz
comesario’e campaña?… Yo no sé si hubiera sido capá de lo mesmo en un caso
ansina…
—Usted hubiera
procedido igual, don Frutos… Quien no mantiene su palabra, carece de honor y un
hombre sin honor no puede ser buen patriota… Y ahora, discúlpeme, pero me voy a
ir a casa… Dígale al oficial que mañana vendré a acompañarlo… Hoy no podría…
Salió con paso
marcial, la frente en alto y los ojos brillantes para perderse en las sombras
de las calles desiertas.
Hubo un
ladrido de perros a la distancia y, luego, conducido por Arzásola y el cabo
Leiva vino Gerundio Yañez en completo estado de ebriedad, barbotando maldiciones
y tratando de desasirse de los policías.
—Ya lo estaba
estrañando —dijo don Frutos al verlo—. Llevenlón al calabozo. Este es como
cobrador, siempre cae pa los primeros días’el mes…
En seguida
retornó el oficial y explicó:
—Le dio una
paliza bárbara a la mujer y después la echó de la pieza para que durmiera en el
patio. Oímos los gritos y acudimos… Ella lo denunció y pidió que lo tengamos
preso si es posible para toda la vida…
—Cosas’e
siempre, che oficial…
—Yo creo que
esta vez al hombre se le fue la mano y ella no está dispuesta a perdonarlo.
¿Empiezo a labrar el sumario?
—Dejalo mejor
pa mañana… ¿Quién te dice que no se arrepienta y luego retire l’acusación?
—No lo creo
posible, pero si usted lo dispone así…
—Es que yo
conozco a mi gente, che oficial… Ellos tienen sus leyes no escritas y las
rispetan…
—¿Qué leyes,
comisario?
—Pues que el
hombre debe’e mostrar que manda’n la casa y pa ello no encuentra nada mejor que
bajarle a la compañera una tanda’e palos…
—¿Aunque ella
no le dé motivos?
—Aunque no se
los dé, pero pa mantener la jerarquía, pues…
—Son cosas de
salvajes…
—Serán, no te
lo discuto, pero pa ellos es la base’e su felicidá. Dispués…
—¿Hay algo
más?
—Sí, cuando
l’hombre no le da unoj palos’e ves en cuando a la mujer esta se imagina que ya
dejó’e quererla…
—Eso es
absurdo…
—Puede ser,
pero ricordá que hay un rifrán que no loj inventaron ellos sino lo trujeron loj
españoles que dice «Quien bien te quiere, te hará llorar…». Y aura, como ya es
tarde, noj vamoj a dir con Leiva pa dormir… A vos te toca la guardia hasta
mañana… ¿no es verdá?
—Sí.
—Entonces
¡hasta mañana!…
—Hasta mañana,
don Frutos…
El oficial,
una vez solo, se acomodó en una mesa, junto a la lámpara y se puso a leer para
distraer las horas, cuando, un rato más tarde, oyó un ruido en la puerta y vio
dibujarse contra ella una sombra. Era una mujer de mediana edad, con un gran
bulto bajo un brazo y un paquetito en el otro.
—Güenas
noches… —dijo y se adelantó.
—Buenas
noches, señora… ¡Ah!, pero es usted —contestó el oficial reconociendo a la
mujer de Yañez—. ¿Qué desea?
—Vine pa trair
esto pa mi hombre…
Arzásola le
miró en el rostro los hematomas que revelaban el castigo sufrido bacía poco y
se extrañó:
—¿Después de
todo lo que él le hizo todavía se preocupa por su bienestar?
Levantó de
súbito el rostro la mujer y replicó:
—¿Y qué otra
cosa quiere que haga, si es «mi hombre»?
El oficial
quedó sin comprender si el «mi» denotaba la resignada entrega que ella hacía de
su ser al varón o si era la orgullosa demostración de su sentido de posesión.
Se encogió de
hombros y adelantándose a la misma, invitó:
—Sígame, vamos
a dejarle eso, pero en seguida debe retirarse.
—Sí, ya lo sé,
pero por lo menos pa que duerma cómodo y pa que mañana, al dispertarse tenga
unas tortitas pa comer…
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