domingo, 5 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (V)

Los días pasaron y el panorama educacional fue cambiando lenta, pero no por ello menos favorablemente. El edificio se ofrecía luciente y níveo gracias a la mano de cal que le dio Clímaco Barrientos y, a poco, el comedor escolar fue agregando al locro tradicional otros platos hechos con la base de las legumbres que le ofrecía el huerto establecido en el antiguo patio de don Liborio, que ya debía descansar en paz pues dejaron de verse las temidas luces malas.
Con el producto de lo recaudado en la reunión inicial se mandaron a arreglar los bancos destartalados y se compraron diversos elementos entre los que figuraba un gran pizarrón.
También se dotó de guardapolvos o delantales a los niños más necesitados y con ello el perdido interés por la enseñanza pareció renacer nuevamente.
—Yo no sé cómo agradecerles —decía una tarde la maestra y directora a don Frutos y al capitán Giménez. Gracias a ustedes dos he conseguido que alumnos que hace tiempo habían desertado volviesen al aula y que la asistencia se mantenga en buen promedio.
—Lo mejor —dijo Giménez— es que ya he visto q’ algunos de los niños han empezado a hacer huertecillas en el fondo de sus casas…
—¡Claro! Con las plantitas que se llevan medio a escuendida’e la grande —dijo don Frutos y se mesó la barbilla.
Nélida los miró sonriente y replicó:
—¡Buenos están ustedes para reprochar a mis pobres «cunumicitos» esos pecadillos que hacen urgidos por la necesidad!… El presidente de la Cooperadora organizando a mis espaldas una «tabeada» para recolectar fondos…
—¡No me diga! —fingió escandalizarse el comisario.
—Y usted, engañando a los pobres vecinos con el cuento del tesoro escondido para que le removieran el terreno que pensaba dedicar para huerta escolar.
—Y eso no es nada —añadió el capitán y se echó para atrás en la silla donde se hallaba sentado—. ¿A que no sabe por qué todos los estancieros de la zona respondieron a nuestro pedido y mandan periódicamente su contribución de carne para el «Comedor»?…
—Porque son gente buena, porque comprenden la labor humanitaria que la Cooperadora realiza y porque quieren ayudar a los necesitados…
—¡Ahí está!… —saltó don Frutos—. Tuitos lo hacen’e güen corazón nomás y cierre el pico…
—Perdone, señorita, pero usted parece haber olvidado al Evangelio…
—¡Yo!…
—Sí, porque en una de sus partes dice, por boca del Divino Maestro: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos».
—Sí, pero los tiempos han cambiado…
—Podrán haber cambiado tiempos y costumbres, pero lo mismo sigue duro el corazón del egoísta. ¿Acaso ellos no se dieron cuenta antes de la miseria de estos pobres chicos? ¿Cree que fue usté la que les abrió los ojos?
—Simplemente discuido, pero ¡ahí tiene cómo bastó una amable solicitud para que todos respondieran…!
—Vamos, Capitán, se está haciendo tarde —manifestó don Frutos y se incorporó.
—No, señor, primero deseo que esta jovencita aprenda algo de la dureza de la vida… Fue don Frutos el que los obligó…
—Yo no obligo a naides, che capitán…
—¡Es absurdo! No puedo creer que don Frutos sea arbitrario.
—Es que hay maneras y maneras…
—Vamos che capitán… —siguió insistiendo el viejo.
—Antes quiero que esto se aclare —manifestó la maestra y se puso frente al ex militar con los brazos en jarra—. No aceptaré nada más si no es bien habido.
—Por eso no se apure, que todo es legal.
—¿Entonces?
—Pues que su amigo el comisario, cuando hay algún estanciero remiso, no se preocupa que los cuatreros hagan de las suyas en sus campos…
—Es que tengo muy poca gente pa vigilar a tuitos loj establecimiento ‘e la zona… —se defendió el funcionario.
—¿Y los otros no protestan?
—¡Claro que lo hacen! Vienen furiosos, pero su amigo, agarrándose la barbita les dice muy suavecito: «Tiene razón, señor, pero mi personal es muy escaso…». «¿Y cómo le alcanza para vigilar los otros campos?» —replican y él, siempre paciente les dice—: «El caso es que esos mandan carne para el comedor de la escuela y cuando los chicos o los padres ven gente extraña vienen y me avisan. ¡Son de agradecidos estos chicos!».
—Y la verdá es que loj pobrecitos son muy agradecidos —interrumpió don Frutos.
—Entonces los otros se dan cuenta que si no contribuyen no tendrán protección contra los cuatreros que se vienen como moscas desde los esteros cuando ven alguna oportunidad…
—¡Y yo que creía que lo hacían de generosos! —se sonrojó ella.
—Lo que importa es que loj muchachitos tengan qué comer y que no se haga nada ilegal —acotó don Frutos y llegando a la puerta añadió—: Y aura si el capitán quiere quedarse que se quede, yo me tengo que dir…
—No, si ya voy con usted —manifestó el militar y despidiéndose de la maestra se puso a su lado y salieron.
La maestra los vio alejarse y quedó pensando en sus extrañas psicologías, en la bondad de sus almas y en los medios curiosos que tenían para lograr sus fines.

Tocado con una boina negra y vestido con ropas de paisano el forastero descendió del caballo, que tenía los ijares blancos de sudor, lo ató al palenque del almacén y ya iba a penetrar en el negocio cuando vio acercarse a Ojeda, el asistente del capitán Giménez y, rápidamente, fue hacia él.
Don Frutos que, apoyado en el mostrador conversaba con don Pedro, el dueño del boliche, lo siguió con la mirada con mucho interés.
—¿Quién será?… —preguntó al dueño—. De por estos lados no es…
—¡Ajá!… —asintió el comisario y continuó con su observación.
Ojeda divisó al forastero y debió reconocerlo porque apresuró el paso para venir a su encuentro. En su precipitación pareció tropezar porque casi cayó, arrodillándose, y se tomó de la mano del otro que, con gesto enérgico lo levantó y palmeándolo vigorosamente en la espalda, lo llevó a lo largo de la calle conversando con él.
—Debe ser un paraguayo porque lo conoce a Ojeda —expresó el almacenero—, en fija lo viene a buscar al capitán…
—Tal vez —le contestó el comisario y dejó el negocio yendo para el local policial, pero una profunda arruga marcaba en su frente la preocupación que lo invadía.
Esa noche cuando el paraguayo, como acostumbraba a hacerlo habitualmente, llegó hasta la comisaría para pasar la velada conversando con el oficial sobre temas literarios o de los acontecimientos internacionales que no les merecían interés a los demás capibarenses, se encontró con don Frutos.
—¿Y Arzásola? —preguntó—. ¿No le corresponde hoy estar de guardia?
—Sí, pero lo mandé a hacer la ronda en mi lugar…
—Muy bien, lo esperaré…
—Mientras tanto poderemos haular un rato… ¿No le parece?
—Como usted guste, don Frutos —accedió el ex militar, pero algo en las maneras de su interlocutor le hizo poner en guardia.
—¿Trujo güenas noticias el cura revolucionario? —dijo de pronto.
—¡Cura!… ¿Qué cura? — replicó Giménez…
—El que llegó esta mañana, cerca’l mediodía y lo jué a buscar en compañía’e Ojeda…
El rostro honesto del capitán testimonió la tormenta de pasiones que bullía en su interior, pero, finalmente, concedió:
—Ha sido usted tan bueno y leal conmigo que no puedo engañarlo… Efectivamente, hoy, vino un emisario de nuestra junta en Buenos Aires, pero… ¿cómo supo que era un sacerdote si vestía de civil?
—Porque lo estuve vigilando y oservé que Ojeda, cuando lo vido, se quiso arrodillar y besarle l’anillo como hacen nojotros paisanos con loj curas y anque se lo impidió yo le adiviné l’intención…
—A usted nada se le escapa, don Frutos…
—Es mi obligación… Además me informaron, hace un tiempo, que estuviera con loj ojos abiertos porque había un fraile que quería pasarse al otro lau pa
tratar’e hacerle bochinche a loj’el Gobierno…
—En realidad sabiendo la confianza que usted me dispensa y la libertad con
que me muevo vino a ver si lo podía ayudar para ir a la patria. Cree que al llegar
allá el pueblo se va a alzar en favor de sus ideales…
—O lo van a poner contra una paré pa pegarle cuatro tiros…
—No lo creo, si vivo es peligroso convertirlo en mártir lo sería mucho más…
—Si usté quisiera en una canoa chiquita en menoj’e tres horas estarían.
—Es verdad.
—¿Cuándo van?
—No nos vamos, don Frutos… Él ya se volvió para la Capital. Pienso que ahora
va a intentar algo por el lado de Clorinda.
—¡Hum!… Si se puede saber… ¿qué lo ató a Capibara-Cué, che capitán?… ¿Jueron
loj lindos ojos’e la maistra?… Porque no creo que haiga sido falta’e coraje.
—Sin embargo me faltó valor para hacerlo.
—No puedo creerlo.
Suspiró el paraguayo y prosiguió:
—Me faltó valor para faltar a la palabra que le diera cuando le pedí asilo… No se olvide que estoy bajo su responsabilidad…
Lo miró intensamente el viejo y preguntó:
—Me interesaría saber de qué partido es: ¿Colorau?… ¿Liberal?… ¿Febrerista?… ¿O trabaja por su cuenta?
Giménez empezó a pasearse de arriba a abajo por la sala mientras hablaba.
—Antes pude tener una divisa que me separara de los demás, pero, ahora, que estoy en tierra ajena soy solamente un paraguayo… ¡nada más!… Un paraguayo que se duele de la miseria, del atraso, de las luchas intestinas y del odio que divide a sus hermanos. Ahora soy solo un paraguayo triste que quisiera volver a trabajar, aunque sea con la pala o el pico, para devolver a mi tierra el poderío que antes poseyó y que ha perdido, para que así tenga el lugar que merece entre las naciones de América…
—¿Y con tuito eso no se decidió a quebrantar la promesa que le hizo a este infeliz comesario’e campaña?… Yo no sé si hubiera sido capá de lo mesmo en un caso ansina…
—Usted hubiera procedido igual, don Frutos… Quien no mantiene su palabra, carece de honor y un hombre sin honor no puede ser buen patriota… Y ahora, discúlpeme, pero me voy a ir a casa… Dígale al oficial que mañana vendré a acompañarlo… Hoy no podría…
Salió con paso marcial, la frente en alto y los ojos brillantes para perderse en las sombras de las calles desiertas.

Hubo un ladrido de perros a la distancia y, luego, conducido por Arzásola y el cabo Leiva vino Gerundio Yañez en completo estado de ebriedad, barbotando maldiciones y tratando de desasirse de los policías.
—Ya lo estaba estrañando —dijo don Frutos al verlo—. Llevenlón al calabozo. Este es como cobrador, siempre cae pa los primeros días’el mes…
En seguida retornó el oficial y explicó:
—Le dio una paliza bárbara a la mujer y después la echó de la pieza para que durmiera en el patio. Oímos los gritos y acudimos… Ella lo denunció y pidió que lo tengamos preso si es posible para toda la vida…
—Cosas’e siempre, che oficial…
—Yo creo que esta vez al hombre se le fue la mano y ella no está dispuesta a perdonarlo. ¿Empiezo a labrar el sumario?
—Dejalo mejor pa mañana… ¿Quién te dice que no se arrepienta y luego retire l’acusación?
—No lo creo posible, pero si usted lo dispone así…
—Es que yo conozco a mi gente, che oficial… Ellos tienen sus leyes no escritas y las rispetan…
—¿Qué leyes, comisario?
—Pues que el hombre debe’e mostrar que manda’n la casa y pa ello no encuentra nada mejor que bajarle a la compañera una tanda’e palos…
—¿Aunque ella no le dé motivos?
—Aunque no se los dé, pero pa mantener la jerarquía, pues…
—Son cosas de salvajes…
—Serán, no te lo discuto, pero pa ellos es la base’e su felicidá. Dispués…
—¿Hay algo más?
—Sí, cuando l’hombre no le da unoj palos’e ves en cuando a la mujer esta se imagina que ya dejó’e quererla…
—Eso es absurdo…
—Puede ser, pero ricordá que hay un rifrán que no loj inventaron ellos sino lo trujeron loj españoles que dice «Quien bien te quiere, te hará llorar…». Y aura, como ya es tarde, noj vamoj a dir con Leiva pa dormir… A vos te toca la guardia hasta mañana… ¿no es verdá?
—Sí.
—Entonces ¡hasta mañana!…
—Hasta mañana, don Frutos…
El oficial, una vez solo, se acomodó en una mesa, junto a la lámpara y se puso a leer para distraer las horas, cuando, un rato más tarde, oyó un ruido en la puerta y vio dibujarse contra ella una sombra. Era una mujer de mediana edad, con un gran bulto bajo un brazo y un paquetito en el otro.
—Güenas noches… —dijo y se adelantó.
—Buenas noches, señora… ¡Ah!, pero es usted —contestó el oficial reconociendo a la mujer de Yañez—. ¿Qué desea?
—Vine pa trair esto pa mi hombre…
Arzásola le miró en el rostro los hematomas que revelaban el castigo sufrido bacía poco y se extrañó:
—¿Después de todo lo que él le hizo todavía se preocupa por su bienestar?
Levantó de súbito el rostro la mujer y replicó:
—¿Y qué otra cosa quiere que haga, si es «mi hombre»?
El oficial quedó sin comprender si el «mi» denotaba la resignada entrega que ella hacía de su ser al varón o si era la orgullosa demostración de su sentido de posesión.
Se encogió de hombros y adelantándose a la misma, invitó:
—Sígame, vamos a dejarle eso, pero en seguida debe retirarse.
—Sí, ya lo sé, pero por lo menos pa que duerma cómodo y pa que mañana, al dispertarse tenga unas tortitas pa comer…

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