miércoles, 1 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (I)

Nélida Flores, la maestra, sentada indolentemente en una mecedora agitó sobre su rostro la pantalla, en un nervioso aleteo de su mano, pero, en seguida, fatigada por el pequeño esfuerzo, dejó que el brazo cayera de costado, tal una rama que el viento desgajara y quedase laxa junto al tronco, aún sostenida por un resto de corteza.
—¡Qué calor!… —se quejó.
Unos pasos más allá «pa que el humo no la molestara» estaba doña Pancha, la portera, acomodada en una rústica silla de paja trenzada. Titiló el ascua del pucho al ubicarse en un costado de la boca de la vieja que respondió fatalista:
—¿Y qué’pa otra cosa quiere que haga?… Si estamos n’el tiempo’e la calor.
Desde lejos, en las proximidades de la costa paraguaya llegó un rápido repiqueteo de disparos. Luego volvió a reinar el tremendo silencio de la noche tropical solo agujereado, de vez en vez, por minúsculos ruidos que no conmovían su agobiante peso.
—Aduaneros y contrabandistas… —pensó la muchacha y trató de buscar alivio al bochorno en los caminos del sueño, pero el intento fue inútil. La tierra exhalaba un vaho cálido y opresivo; de los esteros del otro lado del pueblo venía, de a ratos, un ramalazo ardiente y oloroso a vegetales en fermentación que se mezclaba con el aroma de las rosas y jazmines del jardinillo aledaño. El pecho núbil subía y bajaba inquieto en tanto que la sangre acicateada por el instinto batía sus martillos en el yunque de las sienes.
—Si un hombre… —pensó y, de súbito, se sacudió horrorizada para ahuyentar el pecaminoso pensamiento como un perro que sale de un arroyo y se agita convulsivo para librarse del agua.
—¡Cielos!… —se reprochó—. ¿Dónde están tus principios éticos, Nélida?… ¡Un hombre!… Sin sentir nada por él, sin saber de dónde viene ni quién es sino, solamente ¡un hombre!…
Pero en brusca erupción sonora un alarido se alzó hasta el cielo y se desparramó por el ambiente y, de inmediato, otro vino a hacerle eco. El cigarro de la vieja despidió una lluvia de pequeñas chispas al moverse al compás de las palabras.
—¡Peina!… Dos borrachos que van a agarrarse n’el boliche…
Nélida imaginó la escena. Tras el grito de desafío los hombres palparían la tierra con sus manos para que el polvo secara el sudor de las palmas evitando que el cabo del arma resbalara, luego se enfrentarían movedizos y ágiles como dos gallos grotescos que, en vez de espolones, utilizaran facones, hasta que uno de ellos rodara herido o, tal vez muerto, ante la curiosa indiferencia de los espectadores que no se comedirían a intervenir para apaciguarlos porque «eran cosas de hombres». Y de improviso, tamborileando sobre el camino llegó un redoble de cascos que iba hacia el lugar de los gritos.
—¡Don Frutos!… —explicó la portera—. Va a llegar justo pa separarlos a latigazos…
La maestra volvió a mirar el cielo sombrío ya tranquilizada. Sabía, por díceres y su breve experiencia, que el comisario era hombre capaz y expeditivo. Bastaba su sola presencia para restablecer el orden y la justicia y, si ella no alcanzaba, ahí estaban su coraje y su brazo fuerte para imponerlos.
La portera se levantó y alzó su silla para ir a su pieza.
—Yo me vua a dormir —dijo y advirtió—: Usté tamién haga lo mesmo…
—Yo quisiera quedarme aquí toda la noche —respondió la joven.
—Le va a hacer mal el sereno. Vaya adentro.
—Está bien, doña Pancha, pero ¡qué falta me haría un ventilador para sacarme este calor del cuerpo!…
La vieja tiró el pucho del cigarro que cruzó por el aire como una luciérnaga, lanzó un escupitajo y sentenció amistosa:
—Más que un ventilador, lo que a usté le hace falta es un hombre…
Y sin esperar respuesta entró a su cuarto. Nélida quedó un rato sin saber si indignarse o reír. Sabía que la vieja la quería y cuidaba como una madre y que sus palabras no encerraban mala intención sino eran la expresión de su rudo sentir. Lentamente recogió la mecedora y con ella fue a su pieza. Sin encender luz se despojó de sus ropas y se tendió en la cama.
Desde afuera seguía llegando el jadeo ardoroso y potente de la tierra agobiada de calor y de deseos. Y ella cerró los ojos y apretó los puños porque ese aliento poderoso y másculo derretía su ligera envoltura de prejuicios y dejaba tremante y angustiada su carne joven donde el sexo gritaba su milenaria hambre insatisfecha.

El capitán Giménez dio una vuelta al patio con elástico trote como parte final de sus ejercicios matinales, luego sacó un balde de agua del pozo y se lo arrojó encima para asearse. Su asistente le alcanzó una toalla y frotándose vigorosamente con ella el desnudo torso entró a su habitación mientras el subordinado iba a la cocina a preparar el mate.
Después de unos minutos y ya con su impecable atuendo veraniego salió de la pieza para sentarse en un cómodo sillón y recibir la diaria ración de «verdes». Ojeda, su servidor y compañero, le alcanzó la tibia calabaza con la criolla infusión que empezó a sorber lentamente y con deleite.
El asistente lo miró con cariño y respeto y, luego, inquirió:
—Pero dígame che capitán… ¿por qué pa sigue con l’instrusión aura que ya no está más n’el Ejército…?
Giménez le entregó el mate vacío y respondió soñador:
—Porque un día tengo que volver… Un día las cosas cambiarán y retornaremos allá…
Su mano se tendió y señaló a la distancia, en la lejanía, hacia la orilla paraguaya.
—De mientras estén los que están dijiculto que güelva y si güelve son capaces de ponerlo contra un muro y…
—¡No importa!… Otros seguirán mi ejemplo, pero no debemos perder la esperanza de restituir a la patria sus libertades y su grandeza… Por eso me mantengo en forma, para estar listo cuando la situación lo imponga.
Sacudió la cabeza, dubitativo, el asistente y fue hasta el fogón a cebar un nuevo mate.
El ex militar quedó con los ojos clavados en el vacío, pero en su interior desfilaban imágenes de su vida pasada. Recordó sus años de cadete en el Colegio Militar, luego su partida hacia el Chaco que ardía en el conflicto fratricida. Su actuación bajo las órdenes del mayor Britos, comandante del batallón del Regimiento «Itororó», II de Infantería, frente a Boquerón. Cerró los puños y dijo:
—Ellos estaban equivocados… nosotros estábamos equivocados… La única que no se equivocaba era la Muerte que cosechó millares de vidas en ese «infierno verde».
Se veía con su uniforme verde oliva, el sombrero de ala ancha recogida sobre la frente, el machete en la cintura, listo para salir y cortar. Días y noches enfrentando a un puñado de hombres que resistía valientemente. Sin alimentos, sin armamentos casi, pero firmes en su decisión. Cuando el hambre o la sed los lanzaba a la selva ellos les salían al encuentro y con su mayor dominio del monte acallaban su pena con el filo del cuchillo.
—Los llamábamos «bolís» y ellos nos decían «pilas», pero ahora sé que solo éramos hermanos… —pensó.
Eran 619 soldados a las órdenes del teniente coronel Manuel Marzana Oroza y al cabo de 23 días de intenso asedio, reducidos a 240, se entregaron vencidos, más que por el hambre y la sed por la falta de municiones.
Evocó las conversaciones para la rendición. Mientras los altos jefes parlamentaban, dos capitanes, de nombres Fretes y Paredes, siguieron avanzando con sus tropas. Se les conminó a detenerse hasta que las condiciones fuesen establecidas, pero ellos no obedecieron y de nuevo se abrió el fuego. Fretes cayó herido en una pierna y los otros, furiosos, se lanzaron al degüello de los bolivianos que con sus fusiles vacíos de cartuchos solo debían resignarse a la masacre.
Y ¡de pronto!… Lo que no sospecharon los gobernantes ni los políticos que los enviaron a esa guerra inútil: los pobres soldados, sin instrucción y sin prejuicios, al ver a ese grupo famélico, haraposo, agotado por las penurias, esperando a pie firme, arrojaron sus armas al suelo y fueron hacia ellos tendiéndoles la mano en un gesto amistoso.
—Comprendimos que éramos hermanos… —soliloquió.
Después las otras acciones hasta la paz. El cadete regresó oficial y el adolescente se convirtió en hombre. Un hombre amargado pero lleno del deseo de terminar con la corrupción y la politiquería. Ganó galones y amigos. Se casó y tuvo un hijo.
—Ahora podrías dejar el Ejército y trabajar la finca de tu padre —le sugirió Blanca, su esposa.
Pero él, mezclado en una conspiración con oficiales jóvenes y estudiantes, se negó. Estalló la revuelta y fueron vencidos y con el sargento Cipriano Leiva y su asistente Anastasio Ojeda cruzaron el río sobre un tronco para venir a establecerse en Capibara-Cué.
Leiva entró como agente en la Policía local y ahora era cabo mientras Ojeda quedó a su lado para acompañarlo y cuidarlo.
—Hasta que un día pueda volver… —se dijo.
Se levantó, tomó a la pasada el último mate y salió por las calles del pueblo rumbo a la comisaría. Iba a conversar con su amigo, el comisario don Frutos Gómez, y a tratar de hablar con el oficial Arzásola de cosas que no fueran las habituales: el tiempo, las enfermedades o los chismes del pueblo.

Estatura mediana, robustez, ojos pequeños y renegridos, cabello «que empezaba a ponerse tordillo» y una pequeña barba en punta eran los rasgos principales de don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué. Pero a esos atributos externos unía una sagacidad poco común y un temperamento sereno y conciliador, cosas que no eran obstáculo para demostrar su coraje si la ocasión lo imponía.
—En esta tierra ‘e machos ser valiente es cosa fácil, lo que cuesta es no andar armando camorra pa dimostrarlo —acostumbraba a decir.
Terminaba de llegar a la sala de la comisaría cuando el cabo Leiva entró para anunciarle una visita.
—Don Frutos —dijo—, ahí ajuera está la maistra.
—Güeno… y ¿por qué pa no la hasés pasar?…
—Es que de primero quise asigurarme que usté no estuviera en camiseta, pues ¡con la calor que hase!… O pior, en calzoncillos.
—Ya que viste que estoy prisentable hasela pasar de una vez…
—Está bien… Ya voy… —refunfuñó Leiva y salió para volver al momento acompañado por la docente.
Don Frutos se adelantó y le tendió la mano.
—Siéntese —expresó luego y le señaló una silla—. ¿Qué la trae por acá?…
Nélida Flores sonrió primero y luego respondió:
—Vine a pedirle su colaboración. Sé por referencia de los vecinos que es un funcionario ejemplar y muy apreciado por todos…
—¡Hum!, cuando empieza de esa manera algo grande me va a sacar…
—No, don Frutos… solo tengo dos pedidos que hacerle…
—Pa evitarle que me diga más alabanzas déalos por concedidos…
—¿Sin saber de qué se trata?…
—Sin saber de qué se trata, pero sabiendo quien los pide… Una muchacha como usté, güena, educada y rispetada por tuitos no me va a poner en aprietos…
—¡Qué amable y qué sensato! —dijo la maestra—. Bueno, lo primero es que hable con los padres de estos chicos para que los envíen a la escuela. Están en edad escolar y deben concurrir…
Le tendió un papel con una pequeña lista y prosiguió:
—Lu segundo es que me ayude a formar una Sociedad Cooperadora. Mi escuelita es muy pobre y le hace falta todo…
—Eso ya es más difícil… Por aquí la gente es pobre y juera de güena voluntá es poco lo que pueden dar…
—Pero hay estancieros, comerciantes y gente con medios…
—Esos son los menos y son más agarraus que garrapata ‘n vaca gorda…
Sonrió Nélida al oírlo y luego agregó:
—¿Me podría, por lo menos, indicar a alguien que pueda ser presidente de la misma?…
En ese momento se recortó en la puerta la figura del capitán Giménez.
—Buenos días… —saludó—. ¿Está el oficial Arzásola?…
—Entuavía no ha venido, pero no se vaya, capitán… Aquí la señorita maistra lo necesita…
—¿Yo? —dijo la maestra y sus mejillas se enrojecieron.
—Sí, pues… aquí está el hombre más indicau pa presidente’e su Cooperadora.
—No puedo serlo, don Frutos —se disculpó el militar—, no mando niños a la escuela, soy extranjero y no tengo riquezas…
—Pero es un hombre de bien y los niños que sufren no tienen patria…
—¡Ah!… En eso tiene razón…
—¿Me ayudará, señor? —rogó la docente, y lo envolvió en una mirada suplicante—.
Hay niños que vienen con el estómago vacío, otros que no tienen ropas, muchos que no poseen libros…
—Si en algo puedo serle útil… —accedió, vencido, Giménez.
—Puede serlo en mucho —afirmó Nélida, y añadió—: cuando le quede bien, ¿quiere pasar por la escuela? Así conversaremos.
Se levantó, se despidió y se fue.
Don Frutos palmeó a Giménez y comentó:
—Perdone, mi capitán, pero n’el pueulo usté es el hombre más intruído, de más iniciativas y por lo tanto el más capaz pa ayudarla a esa pobre chica… pero ¡tenga cuidau!…
—¿Cuidado de qué, don Frutos?
—Que no vaya a quedar enredau en la sonrisa’e la maistra… ¡es muy linda y muy güena!… —No se olvide que soy casado, comisario.
—Por eso mesmo le decía… ¡tenga cuidau!… Lo sé un honibre’e honor y a ella una muchacha decente, pero ella y usté que son léidos se sienten solos entre nosotros que somos inorantes y eso lo va a mandar más al uno contra l’otro… ¡tenga cuidau!…

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