lunes, 6 de agosto de 2018

Don Frutos Gómez, el comisario... (VI)

El sol brillaba, enorme y despiadado, en el cielo sin nubes y sus rayos arrancaban cegadores reflejos a las aguas del Paraná, amustiaban las hojas de los árboles y despojaban de su fresco verdor a las hierbas del campo. La mayoría de la gente estaba entregada al descanso de la siesta y solo un puñado de pilluelos, tras de haberse bañado en el río, ascendía, inquieto y algarero, por el abrupto camino de la barranca rumbo a un monte cercano abundoso en frutos silvestres.
Casi todos ellos iban descalzos o con deshilachadas alpargatas, pero la curtida piel de sus extremidades no sufría por el contacto con las espinas o las asperezas del sendero. Llegados al punto de destino, pronto se desparramaron entre los árboles en busca del agridulce ubajay, del exquisito ñangapirí, del sabroso guapurú o del dulcísimo arachichú. Sus gritos iban como monos sonoros saltando de rama en rama, resbalando por los troncos o corriendo por entre las mal dibujadas sendas.
—¡Poli!… Vení a ver qué lindo guapurús…
—¡Pancho!… ¡Pepe!… ¡Carmelo!… ¡Acérquense pa este lao onde hay un guayabal’e mi flor!…
—¡Ejame tranquilo Meterio que m’estoy empachando’e ñangapirises!… —respondía alguno, pero los demás seguían en sus andanzas sin prestar atención a las solicitudes.
Críspulo, uno de los más pequeños, con la boca y las mejillas teñidas con los tintes de los frutales y los húmedos cabellos revueltos se descolgó ágilmente de la planta donde se había alojado y se abrió paso por entre la crecida vegetación para proseguir su búsqueda cuando vio a la niña.
Estaba en una especie de claro del monte, acostada como si durmiera. La leve brisa jugaba con sus cabellos rubios y los volteaba sobre el rostro infantil, pero, con todo, se podía apreciar la tez lechosa y los rojos y pulposos labios de la pequeña boca extrañamente abierta.
—¡Marieta! —se dijo el muchachuelo reconociendo a la hija de don Giusepe, el herrero, y se acercó de puntillas para despertarla sorpresivamente y gozarse en su asombro.
Pero, al estar más próximo, vio que los lindos ojos azules estaban fijos aunque un rayo de sol caía sobre uno de ellos, le extrañó la posición de las manos, rígidas y crispadas, sobre el pecho núbil que no alentaba y un terror súbito, que le vino desde el fondo del instinto, le hizo lanzar un angustioso alarido que reunió al momento, a su alrededor, a la infantil pandilla.
—¡Allí!… ¡Marieta!… —exclamó sollozante.
El tono de su voz y la imperturbabilidad de la yacente hicieron adivinar a los recién llegados la presencia intangible pero ominosa de la Muerte. Uno, más audaz, quiso acercarse para tomarle el pulso, pero Policarpo, el mayor, lo contuvo aferrándolo del brazo mientras decía:
—¡Dejala como está!… Vamos a avisarle a don Frutos, el comesario…
—¡Vamos! —corearon todos y se lanzaron hacia el camino del pueblo con su fatídico mensaje.
Pero Críspulo no pudo seguirlos. Acercándose a un árbol empezó a vomitar y entre Pancho y Emeterio tuvieron que llevarlo a su casa.

Felizmente don Frutos, el oficial Arzásola, el cabo Leiva y los agentes fueron los primeros en llegar al lugar porque enseguida la noticia se desparramó por el pueblo y todo Capiraba-Cué acudió al sitio del suceso con su piedad y su indignación.
Leiva y sus hombres debieron efectuar ingentes esfuerzos para evitar que los curiosos penetraran hasta el claro del monte donde estaba el cadáver de Marieta.
—Frente a infamias como estas, uno lamenta que entre nosotros no exista la pena de muerte… —se lamentaba Arzásola—. Tenemos que encontrar al culpable para darle su castigo.
—Sí, pero no lo vas a hallar si te quedás ahí como embobau —le replicó su superior cuyos ojillos recorrían incansables el contorno en busca de rastros.
—El monstruo la sorprendió, la atacó y la estranguló para acallar sus gritos. Vea en el cuello la marca de los dedos… Sería algún forastero que, al pasar por el camino, la vio entrar en el monte y la siguió.
—¡No!… No era d’ajuera —le respondió don Frutos que observaba una rústica cestita donde la niña había recogido sus frutos—. Buscá a ver si encontrás algo, pues…
—¿Y qué vamos a encontrar aquí? En este pasto y entre hojas no quedan huellas… No ha dejado ni una seña, ni un simple rastro…
—Algunos dejó m’hijo… Y aura vua a llevar el cadáver al padre si vos no te oponés…
Avergonzado de su ineficiencia el oficial ya iba a asentir cuando, invadido por una súbita inspiración, pidió:
—¡Un momento, don Frutos!… Déjeme revisarle las manos, a lo mejor…
—Hasete el gusto, pero no creo que vayás a encuentrar nada’e valor…
Arzásola sacó dos papelitos de armar cigarrillos y con la ayuda de un cortaplumas fue limpiando las uñitas y recogiendo las pequeñas partículas que caían.
Luego el comisario alzó en sus brazos a la chiquilla inerte y la llevó hasta el camino, donde Leiva y unos vecinos apenas si podían contener a don Giusepe que pugnaba por ir en busca de los restos de su hija.
El padre al ver a la criatura lanzó un tremendo gemido, luego al recibirla, la estrechó contra el pecho y la besaba sin consuelo. Después, con los brazos tendidos como si llevara en ellos un manojo de lirios, fue por en medio de la calle rumbo al hogar, bajo el sol inclemente.
Detrás seguían los hombres con el sombrero en la mano y, poco a poco, las mujeres se fueron uniendo al cortejo. De pronto una vieja inició el rezo:
—Padre nuestro que estás en los cielos…
Despreciando toda ayuda el padre seguía marchando con la pequeña en brazos y la rubia cabellera flotante resplandecía como oro bajo el castigo implacable del sol de la siesta.

Don Frutos, Arzásola y Leiva volvieron al lugar a seguir sus investigaciones.
—Me se hase —apuntó Leiva— que al que hiso la fechuría no lo vamoj a agarrar… Naides tiene de haberlo visto porque a estas horas tuitos duermen la siesta…
—Creo lo mismo —señaló el oficial— y además no ha dejado el menor rastro…
—No vayás a creer… —le retrucó don Frutos—. Ya algunas cositas sé y laj otras las veré de buscar…
—¿Qué sabe, por ejemplo?… —inquirió Arzásola.
—Pérate… vamoj a recorrer un poco’l camino por si hay alguna siñal’e caballo atau…
Salieron del monte y fueron arriba y abajo de la senda por algunos centenares de metros observando el suelo polvoroso sin encontrar lo que buscaban.
—D’haber estau algún animal a la espera habiera dejau el lugar enllenito ‘e pisadas, porque habiese tenido que moverse mucho pa librarse’e los tábanos y laj moscas.
—¡Ajá! —afirmó Leiva.
Retornaron al punto de partida y mostrando el canastito con las frutas, siguió el comisario:
—Mirá… ahí estaba’l cuerpo’e la probresita, n’el medio’l cestito y aquí donde están esos yuyos machucaus estaba’l hombre sentao sobre los talones, lo que maj me afirma en mi creensia que vino a pie, porque pa sentarse así no debía tener espuelas…
—¿Y qué deduce de eso?…
—Si el hombre vino andando, es del pueulo y tiene que ser así en de no Marieta no se habiera puesto a comer sus frutas con un desconosido… Tenía que ser amigo o algún vesino pa que teniera esa confiansa…
—¡Ajá! —volvió a afirmar Leiva.
—L’hombre la esperó aquí y le pidió lo convidara con lo que traía. La pobresita asetó y ahí estuvieron comiendo y conversando. Allí quedaron laj semillas que tiraba ella, y ahí laj d’el. De pronto él se le jué ensima y como ella haberá empesau a gritar l’apretó el cuello y siguió y siguió hasta que la mató…
—¡Bestia!… —rugió Arzásola indignado.
—Luego al verla muerta, se asustó y se escapó pa’l pueulo. Esoj yuyos torsidos que estaban junto ande encuentramoj el cuerpito indican que dio güelta al talón pa cambiar’e rumbo… Aura, Leiva, ponete sobre los talones n’ese lugar y comé algunos guapuruses…
El cabo así lo hizo y arrojaba las semillas a un costado.
—Güeno… basta… L’hombre es maj petiso que vos…
—Eso es adivinanza… —deslizó el oficial.
—No m’hijo. No ves que Leiva dejaba caer los carosos maj lejos. Eso quiere desir que l’otro hombre tenía loj brazos maj cortos por ser maj retacón, pero enseguida vamoj a salir’e dudas…
Observó bien y midió cierta distancia con dos pasos y una cuarta.
—Debe andar por ensima’e loj uno y sincuenta, pero no mucho maj porque al tirársele arriba tienen que haber quedau cabesa a cabesa y dende tenía la punta’e los pieses hasta ande l’apretó el cuello, que se ve bien porque el pasto está más achatau, hay maj o meno esa medida.
Carraspeó y luego dijo dirigiéndose al oficial:
—¿Y vos encuentraste algo m’hijo?…
—Nada por el momento, pero vayamos a la comisaría que puede ser que pueda añadir algo…
Una vez en el local policial Arzásola buscó una poderosa lupa que poseía, único resto del equipo científico con que se hubo provisto en sus comienzos y que hubo de dejar a un lado ante la carencia de gabinete y otras comodidades en esa modesta población, donde ni siquiera se tenían en cuenta las impresiones digitales por falta de archivos y medios de obtenerlas.
Ante la expectación general sacó los papelitos que había guardado celosamente y observó con la lente los residuos extraídos.
—¿Y?… —solicitó don Frutos— ¿Ves algo?…
Hurgó con ayuda de una pluma de acero y extrajo algo que parecía un pedacito minúsculo de papel.
—¡Mire, don Frutos…! ¡Es un trozo de piel!… Marieta en su desesperación debe haber arañado a su agresor. Tiene dos pelitos negros de manera que el hombre debe ser moreno.
—Dejame ver, muchacho —se entusiasmó el comisario—. Cierto… Se ve patente que es un pellejo…
—Eso lo retiré de la mano izquierda —prosiguió el oficial—, así que el asesino debe tener el rasguño en el lado derecho de la cara o en el cuello, porque estos pelitos cortos son de la barba o de la nuca…
—Morocho, de poco maj’e un metro y medio… amigo o muy conocido’e la familia y con un rasjuño en la cara o n’el cogote… —sintetizó el jefe—. Con esoj datos me se hase que no se va a dir muy lejos.
Y así fue, el tercer sospechoso citado a declarar fue Ulpiano Britos, que hasta hacía meses se había desempeñado como ayudante de don Giusepe en la herrería.
—Yo nicó estuve durmiendo toda la siesta y me enteré del hecho cuando ya la traían —alegó en su descargo.
Don Frutos se le acercó disimuladamente y de golpe le retiró el pañuelo del cuello dejando al descubierto sobre el mismo el rasguño delator.
—¿Y esto?… ¿Cómo te hisiste? —le urgió.
—Me habré rascau, pues, y me arañé solo.
—No, Ulpiano —dijo fríamente su interlocutor y se veía que luchaba por contener su cólera—. Eso te lo hiso la Marieta al defenderse. Ahí n’ese papel está el pellejo que te falta y que se lo sacamos’e laj uñitas’e la inosente.
—¡Mentira!… ¡Mentira!… ¡Yo no fui! —se defendió el otro.
Leiva salió del rincón donde estaba y pidió:
—Don Frutos… ¿Me deja a mí que lo haga reclarar?…
El funcionario insistió ante el preso:
—¿Vas a riclarar, Ulpiano?…
—¡No!… ¡Yo no fui!…
—Güeno, metelo n’el calaboso y hasete el gusto —accedió el comisario.
Arzásola, que vio como el cabo descolgaba de la pared el látigo de cuero de carpincho, tuvo un escrúpulo de conciencia.
—¡Pero, don Frutos!… Eso no se puede…
El viejo lo tomó del brazo y condujo hacia la puerta mientras le decía, con un tono nostálgico en la voz:
—¿Ricordás como era linda y güena, Marieta?… Pa las navidades siempren la sabían vestir e’ virgen pa ponerla n’el pesebre’e la inglesia y aura…
Un grito de dolor llegó desde adentro y el comisario continuó:
—Era nicó l’única hija’e don Giusepe… Tenía loj ojitos asules mesmo como’l cielo y una sonrisa linda que a naides mezquinaba… ¿Y allá n’el monte la viste como quedó la pobresita?… Pero… ¿estás sordo que no oís lo que te digo?…
Otro grito de dolor vino desde el calabozo y Arzásola, secándose una lágrima, exclamó:
—Sí, don Frutos… estoy sordo… sordo… y no oigo nada… completamente nada…
Luego de lo cual salió a la calle y se echó a andar rumbo a la casa de Marieta dando grandes zancadas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario