El sol
brillaba, enorme y despiadado, en el cielo sin nubes y sus rayos arrancaban cegadores
reflejos a las aguas del Paraná, amustiaban las hojas de los árboles y
despojaban de su fresco verdor a las hierbas del campo. La mayoría de la gente
estaba entregada al descanso de la siesta y solo un puñado de pilluelos, tras
de haberse bañado en el río, ascendía, inquieto y algarero, por el abrupto camino
de la barranca rumbo a un monte cercano abundoso en frutos silvestres.
Casi todos
ellos iban descalzos o con deshilachadas alpargatas, pero la curtida piel de
sus extremidades no sufría por el contacto con las espinas o las asperezas del
sendero. Llegados al punto de destino, pronto se desparramaron entre los
árboles en busca del agridulce ubajay, del exquisito ñangapirí, del sabroso guapurú
o del dulcísimo arachichú. Sus gritos iban como monos sonoros saltando de rama
en rama, resbalando por los troncos o corriendo por entre las mal dibujadas
sendas.
—¡Poli!… Vení
a ver qué lindo guapurús…
—¡Pancho!…
¡Pepe!… ¡Carmelo!… ¡Acérquense pa este lao onde hay un guayabal’e mi flor!…
—¡Ejame
tranquilo Meterio que m’estoy empachando’e ñangapirises!… —respondía alguno,
pero los demás seguían en sus andanzas sin prestar atención a las solicitudes.
Críspulo, uno
de los más pequeños, con la boca y las mejillas teñidas con los tintes de los
frutales y los húmedos cabellos revueltos se descolgó ágilmente de la planta
donde se había alojado y se abrió paso por entre la crecida vegetación para
proseguir su búsqueda cuando vio a la niña.
Estaba en una
especie de claro del monte, acostada como si durmiera. La leve brisa jugaba con
sus cabellos rubios y los volteaba sobre el rostro infantil, pero, con todo, se
podía apreciar la tez lechosa y los rojos y pulposos labios de la pequeña boca
extrañamente abierta.
—¡Marieta! —se
dijo el muchachuelo reconociendo a la hija de don Giusepe, el herrero, y se
acercó de puntillas para despertarla sorpresivamente y gozarse en su asombro.
Pero, al estar
más próximo, vio que los lindos ojos azules estaban fijos aunque un rayo de sol
caía sobre uno de ellos, le extrañó la posición de las manos, rígidas y
crispadas, sobre el pecho núbil que no alentaba y un terror súbito, que le vino
desde el fondo del instinto, le hizo lanzar un angustioso alarido que reunió al
momento, a su alrededor, a la infantil pandilla.
—¡Allí!…
¡Marieta!… —exclamó sollozante.
El tono de su
voz y la imperturbabilidad de la yacente hicieron adivinar a los recién
llegados la presencia intangible pero ominosa de la Muerte. Uno, más audaz, quiso
acercarse para tomarle el pulso, pero Policarpo, el mayor, lo contuvo aferrándolo
del brazo mientras decía:
—¡Dejala como
está!… Vamos a avisarle a don Frutos, el comesario…
—¡Vamos!
—corearon todos y se lanzaron hacia el camino del pueblo con su fatídico
mensaje.
Pero Críspulo
no pudo seguirlos. Acercándose a un árbol empezó a vomitar y entre Pancho y
Emeterio tuvieron que llevarlo a su casa.
Felizmente don
Frutos, el oficial Arzásola, el cabo Leiva y los agentes fueron los primeros en
llegar al lugar porque enseguida la noticia se desparramó por el pueblo y todo
Capiraba-Cué acudió al sitio del suceso con su piedad y su indignación.
Leiva y sus
hombres debieron efectuar ingentes esfuerzos para evitar que los curiosos
penetraran hasta el claro del monte donde estaba el cadáver de Marieta.
—Frente a
infamias como estas, uno lamenta que entre nosotros no exista la pena de
muerte… —se lamentaba Arzásola—. Tenemos que encontrar al culpable para darle
su castigo.
—Sí, pero no
lo vas a hallar si te quedás ahí como embobau —le replicó su superior cuyos
ojillos recorrían incansables el contorno en busca de rastros.
—El monstruo
la sorprendió, la atacó y la estranguló para acallar sus gritos. Vea en el
cuello la marca de los dedos… Sería algún forastero que, al pasar por el
camino, la vio entrar en el monte y la siguió.
—¡No!… No era
d’ajuera —le respondió don Frutos que observaba una rústica cestita donde la
niña había recogido sus frutos—. Buscá a ver si encontrás algo, pues…
—¿Y qué vamos
a encontrar aquí? En este pasto y entre hojas no quedan huellas… No ha dejado
ni una seña, ni un simple rastro…
—Algunos dejó
m’hijo… Y aura vua a llevar el cadáver al padre si vos no te oponés…
Avergonzado de
su ineficiencia el oficial ya iba a asentir cuando, invadido por una súbita
inspiración, pidió:
—¡Un momento,
don Frutos!… Déjeme revisarle las manos, a lo mejor…
—Hasete el
gusto, pero no creo que vayás a encuentrar nada’e valor…
Arzásola sacó
dos papelitos de armar cigarrillos y con la ayuda de un cortaplumas fue
limpiando las uñitas y recogiendo las pequeñas partículas que caían.
Luego el
comisario alzó en sus brazos a la chiquilla inerte y la llevó hasta el camino,
donde Leiva y unos vecinos apenas si podían contener a don Giusepe que pugnaba
por ir en busca de los restos de su hija.
El padre al
ver a la criatura lanzó un tremendo gemido, luego al recibirla, la estrechó
contra el pecho y la besaba sin consuelo. Después, con los brazos tendidos como
si llevara en ellos un manojo de lirios, fue por en medio de la calle rumbo al
hogar, bajo el sol inclemente.
Detrás seguían
los hombres con el sombrero en la mano y, poco a poco, las mujeres se fueron
uniendo al cortejo. De pronto una vieja inició el rezo:
—Padre nuestro
que estás en los cielos…
Despreciando
toda ayuda el padre seguía marchando con la pequeña en brazos y la rubia
cabellera flotante resplandecía como oro bajo el castigo implacable del sol de
la siesta.
Don Frutos,
Arzásola y Leiva volvieron al lugar a seguir sus investigaciones.
—Me se hase
—apuntó Leiva— que al que hiso la fechuría no lo vamoj a agarrar… Naides tiene
de haberlo visto porque a estas horas tuitos duermen la siesta…
—Creo lo mismo
—señaló el oficial— y además no ha dejado el menor rastro…
—No vayás a
creer… —le retrucó don Frutos—. Ya algunas cositas sé y laj otras las veré de
buscar…
—¿Qué sabe,
por ejemplo?… —inquirió Arzásola.
—Pérate… vamoj
a recorrer un poco’l camino por si hay alguna siñal’e caballo atau…
Salieron del
monte y fueron arriba y abajo de la senda por algunos centenares de metros
observando el suelo polvoroso sin encontrar lo que buscaban.
—D’haber estau
algún animal a la espera habiera dejau el lugar enllenito ‘e pisadas, porque
habiese tenido que moverse mucho pa librarse’e los tábanos y laj moscas.
—¡Ajá! —afirmó
Leiva.
Retornaron al
punto de partida y mostrando el canastito con las frutas, siguió el comisario:
—Mirá… ahí
estaba’l cuerpo’e la probresita, n’el medio’l cestito y aquí donde están esos
yuyos machucaus estaba’l hombre sentao sobre los talones, lo que maj me afirma
en mi creensia que vino a pie, porque pa sentarse así no debía tener espuelas…
—¿Y qué deduce
de eso?…
—Si el hombre
vino andando, es del pueulo y tiene que ser así en de no Marieta no se habiera
puesto a comer sus frutas con un desconosido… Tenía que ser amigo o algún
vesino pa que teniera esa confiansa…
—¡Ajá! —volvió
a afirmar Leiva.
—L’hombre la
esperó aquí y le pidió lo convidara con lo que traía. La pobresita asetó y ahí
estuvieron comiendo y conversando. Allí quedaron laj semillas que tiraba ella,
y ahí laj d’el. De pronto él se le jué ensima y como ella haberá empesau a
gritar l’apretó el cuello y siguió y siguió hasta que la mató…
—¡Bestia!…
—rugió Arzásola indignado.
—Luego al
verla muerta, se asustó y se escapó pa’l pueulo. Esoj yuyos torsidos que
estaban junto ande encuentramoj el cuerpito indican que dio güelta al talón pa
cambiar’e rumbo… Aura, Leiva, ponete sobre los talones n’ese lugar y comé
algunos guapuruses…
El cabo así lo
hizo y arrojaba las semillas a un costado.
—Güeno… basta…
L’hombre es maj petiso que vos…
—Eso es
adivinanza… —deslizó el oficial.
—No m’hijo. No
ves que Leiva dejaba caer los carosos maj lejos. Eso quiere desir que l’otro
hombre tenía loj brazos maj cortos por ser maj retacón, pero enseguida vamoj a
salir’e dudas…
Observó bien y
midió cierta distancia con dos pasos y una cuarta.
—Debe andar
por ensima’e loj uno y sincuenta, pero no mucho maj porque al tirársele arriba
tienen que haber quedau cabesa a cabesa y dende tenía la punta’e los pieses
hasta ande l’apretó el cuello, que se ve bien porque el pasto está más achatau,
hay maj o meno esa medida.
Carraspeó y
luego dijo dirigiéndose al oficial:
—¿Y vos
encuentraste algo m’hijo?…
—Nada por el
momento, pero vayamos a la comisaría que puede ser que pueda añadir algo…
Una vez en el
local policial Arzásola buscó una poderosa lupa que poseía, único resto del
equipo científico con que se hubo provisto en sus comienzos y que hubo de dejar
a un lado ante la carencia de gabinete y otras comodidades en esa modesta
población, donde ni siquiera se tenían en cuenta las impresiones digitales por
falta de archivos y medios de obtenerlas.
Ante la
expectación general sacó los papelitos que había guardado celosamente y observó
con la lente los residuos extraídos.
—¿Y?…
—solicitó don Frutos— ¿Ves algo?…
Hurgó con
ayuda de una pluma de acero y extrajo algo que parecía un pedacito minúsculo de
papel.
—¡Mire, don
Frutos…! ¡Es un trozo de piel!… Marieta en su desesperación debe haber arañado
a su agresor. Tiene dos pelitos negros de manera que el hombre debe ser moreno.
—Dejame ver,
muchacho —se entusiasmó el comisario—. Cierto… Se ve patente que es un pellejo…
—Eso lo retiré
de la mano izquierda —prosiguió el oficial—, así que el asesino debe tener el
rasguño en el lado derecho de la cara o en el cuello, porque estos pelitos
cortos son de la barba o de la nuca…
—Morocho, de
poco maj’e un metro y medio… amigo o muy conocido’e la familia y con un rasjuño
en la cara o n’el cogote… —sintetizó el jefe—. Con esoj datos me se hase que no
se va a dir muy lejos.
Y así fue, el
tercer sospechoso citado a declarar fue Ulpiano Britos, que hasta hacía meses
se había desempeñado como ayudante de don Giusepe en la herrería.
—Yo nicó
estuve durmiendo toda la siesta y me enteré del hecho cuando ya la traían
—alegó en su descargo.
Don Frutos se
le acercó disimuladamente y de golpe le retiró el pañuelo del cuello dejando al
descubierto sobre el mismo el rasguño delator.
—¿Y esto?…
¿Cómo te hisiste? —le urgió.
—Me habré
rascau, pues, y me arañé solo.
—No, Ulpiano
—dijo fríamente su interlocutor y se veía que luchaba por contener su cólera—.
Eso te lo hiso la Marieta al defenderse. Ahí n’ese papel está el pellejo que te
falta y que se lo sacamos’e laj uñitas’e la inosente.
—¡Mentira!…
¡Mentira!… ¡Yo no fui! —se defendió el otro.
Leiva salió
del rincón donde estaba y pidió:
—Don Frutos…
¿Me deja a mí que lo haga reclarar?…
El funcionario
insistió ante el preso:
—¿Vas a
riclarar, Ulpiano?…
—¡No!… ¡Yo no
fui!…
—Güeno, metelo
n’el calaboso y hasete el gusto —accedió el comisario.
Arzásola, que
vio como el cabo descolgaba de la pared el látigo de cuero de carpincho, tuvo
un escrúpulo de conciencia.
—¡Pero, don
Frutos!… Eso no se puede…
El viejo lo
tomó del brazo y condujo hacia la puerta mientras le decía, con un tono
nostálgico en la voz:
—¿Ricordás
como era linda y güena, Marieta?… Pa las navidades siempren la sabían vestir e’
virgen pa ponerla n’el pesebre’e la inglesia y aura…
Un grito de
dolor llegó desde adentro y el comisario continuó:
—Era nicó
l’única hija’e don Giusepe… Tenía loj ojitos asules mesmo como’l cielo y una
sonrisa linda que a naides mezquinaba… ¿Y allá n’el monte la viste como quedó
la pobresita?… Pero… ¿estás sordo que no oís lo que te digo?…
Otro grito de
dolor vino desde el calabozo y Arzásola, secándose una lágrima, exclamó:
—Sí, don
Frutos… estoy sordo… sordo… y no oigo nada… completamente nada…
Luego de lo
cual salió a la calle y se echó a andar rumbo a la casa de Marieta dando
grandes zancadas.
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