sábado, 17 de diciembre de 2022

La ruta del hambre

Esta es la calle de los encontramos en desgracia
informes por bajo la mesa y mujeres acostadas sin quitarse las medias.
Cariacontecidos asesinando los días
esperan futuros astrológicos y gente de velorios;
la gente que trae las suerte,
los empleos frecuentes saliendo por el otro agujero,
las oportunidades entregándose
y fortunas incansables para los fracasados sin horca a mano.
Esperados pacientes cuando la luna se caiga de madura.
La perra vieja llegará al trote,
la perra de los huevos de oro al extremo un hombre comprometedor.
Por aquí vendrá porque yace en los brazos de las bodas
aquel dejó su angustia estorbando al otro señor
pero los anteojos son anhelantes de por sí,
y cualquiera puede mostrar sus tripas de honesto.
De manera que ahí estaban ellos
y las paredes que mojó Florencio Sánchez de tantos
cuente conmigo
sin hacer la digestión digo mil veces entidades.
Y medianoches duras con grillos helados
un sobretodo metido en ustedes mismo como atormentados
y arrepentidos en ruina buscando la demencia.
La perra.
Ahí
en Rioja y Mitre qué hacían. Un estremecimiento
en suma, los han llenado de peines y cucharitas de café.
Inciertos rufianes fingieron sur huéspedes que hablan
porque usted miraba el caballo que fuma y pasó la perra;
vaya con lamentosos en enjambre llevando signos convenidos.
Detrás del morocho de gris, la moneda de sus mujeres
y visitas a las cinco de la mañana.
Esta es la calle del arte y la rabia siguiendo no vale la pena,
garroneros con ojos de madera:
“Desde las 24 puchero a la española 80 ctvs.”
Alucinados exentos de todo pecado
entre dolorosos cielos muriendo con desgracias y perros corridos
por donde todas las cosas bailan olvidadas.
Hombres definitivamente despiertos
y sollozando sin espectadores en sus telarañas,
aislando esqueletos duros exigiendo como empujones insensatos
seguir.

Facundo Marull
Del libro en prensa “Ciudades en Sábado”
Revista Nun, N°1 Rosario 1941, p.23

viernes, 16 de diciembre de 2022

Maternidad

Para el hombre que tuvo una buena madre
todas las mujeres son sagradas en memoria
de ella.
J.P. Ritcher

La madre es la mayor heroína del mundo. Nadie hace tantos sacrificios ni soporta tantos sufrimientos, como sin una queja, soporta ella en bien de sus hijos.
¿Qué comparación tiene el dar la vida por un amigo en el fragor de una batalla o en los horrores de un naufragio, con el perpetuo sacrificio de muchas madres reiterado día tras otro durante más de medio siglo?
¡Cuán pequeños resultan los héroes mundanos en comparación de la heroica madre!
En el seno de la familia no hay servicios tan valiosos como los de la madre.
No hay descanso para la solicitud.
Sobre ella recaen todos los menesteres domésticos, desde la confección de las comidas hasta el semanal repaso de la ropa, aparte de las mil menudencias que interpoladas entre los habituales menesteres le ocupan mente y manos durante todo el día, y a veces hasta muy entrada la noche cuando ya toda la familia reposa.
Por muy amoroso y prudente que sea el padre, las cargas más pesadas y las más graves preocupaciones de la vida del hogar recaen sobre la madre, cuyas virtudes domésticas son para los demás individuos de la familia, especialmente para los egoístas, una tentación que los mueve a abusar de ella, creyéndose con derecho a echarle encima todas las cargas del hogar sin que nadie se lo agradezca.
Muchas madres proletarias sacrifican en beneficio de sus hijos todo cuento en más estiman la generalidad de las gentes.
Sacrifican gustosas su salud y aún se quitan el pan de la boca para que sus hijos puedan recibir instrucción complementaria.
Van de casa en casa a lavar ropa, fregar suelos y otros serviles menesteres, a fin de que sus hijos aprovechen las ocasiones que ellas no tuvieron en disposición de aprovechar.
Sin embargo, la mayor parte de las veces es la ingratitud, cuando no el menosprecio, la siniestra recompensa de su sacrificio.
Hay quienes al morírsele la madre se gastan un dineral en el entierro y le dedican hermosas coronas, mientras que en vida no se acordaron jamás de obsequiarla con una flor.
Uno de los más tristes casos que darse pueden es el de la angustia de un hijo que en la prosperidad no se acordó de que a su madre se la debía.
Por ingrato y descastado que un hijo se muestre y por mucho que se degrade en el vicio o en el crimen, siempre está seguro del amor de su madre que no le abandonará aunque todo el mundo le abandone.
Así dice Rudyard Kipling en su poesía “Amor maternal”:
“Si me ahorcaran en la más alta montaña, sé, ¡oh! madre, que hasta allí me seguiría tu amor.
Si en el más profundo mar me ahogara, s sé, ¡oh! madre mía, que hasta mi llegarían tus lágrimas.
Si me maldijeren en cuerpo y alma, sé, ¡oh! madre mía, sé que tus oraciones invalidarían la maldición.”
Seguramente no hay otro amor tan intenso como el de la madre que acompaña al hijo desde la cuna al sepulcro sin jamás abandonarlo por muy desgraciado o perverso que llegue a ser.

Orison Sweet Marden.
En Hojas Sueltas 122-124

jueves, 15 de diciembre de 2022

El Emigrante de Landor Road

Sombrero en mano entró, con el pie derecho,
en lo de un sastre muy elegante proveedor del rey.
Este comerciante acababa de acomodar algunas cabezas
de maniquíes, vestidos como se debe vestir.

La multitud, en todos sentidos, se movía mezclado
sombras sin amor que se arrastraban por el suelo.
Y las manos, hacia el cielo pleno de placas de luz,
volaban a veces como pájaros blancos;

“Mi barco partirá mañana para América y no volveré jamás,
con el dinero ganado en los prados líricos,
guiar mi sombra cegada en estas calles que amaba;

pues volver, está bien para un soldado de Indias!
Los bolsistas han venido todas mis condecoraciones de oro fino;
pero, trajeado de nuevo, quiero dormir, al fin
bajo los árboles plenos de pájaros mudos y de monos.

Desvestidos, para él los maniquíes,
sacudieron los trajes, después se los probaron.
El traje de un lord muerto antes de pagarlo,
lo vistió, al regateo, como un millonario.

Fuera, los años
miran la vidriera,
los maniquíes victimas,
y pasan encadenados.

Intercalados en el año, estaban los días viudos.
Los viernes cruentos y lentos de entierros,
los blancos y de todos negros, agobiados por los cielos que llueven,
cuando la mujer del diablo ha golpeado a su amante,

después, en un puerto de otoño con hojas indecisas,
cuando las manos de la gente hacen de follaje allí también,
sobre el puente del barco, posó su valija,
y se sentó.

Los vientos del Océano soplando sus amenazas
dejan en sus cabellos largos besos humedecidos.
Los emigrantes tienden, hacia el puerto, sus manos cansadas
y otros, llorando, están arrodillados.

Miró largamente las costas que morían;
solos barcos de niños tiemblan en el horizonte.
Un ramillete muy pequeño, flotando a la ventura
cubrió el Océano con una inmensa floración.

Hubiera querido ese ramillete, como la gloria,
jugar en otros mares entre todas las ondas
y se tejía, en su memoria,
una tapicería sin fin
que figuraba su historia.

Pero para ahogar, como piojos,
esas tejedoras testarudas que, sin cesar, interrogan,
se casó como un dogo
a los gritos de una sirena moderna, sin esposo.

¡Hinchate hacia la noche, oh mar! Los ojos de los tollos
han acechando hasta el alba, desde lejos, ávidamente,
cadáveres de días roídos por las estrellas,
entre el ruido del oleajes y los últimos juramentos.

Versión e Alberto Mántica
Revista Nun, N°1 Rosario 1941, p.21

miércoles, 14 de diciembre de 2022

El lado de afuera

El repiqueteo de una lluvia tenaz e intensa llenó el incómodo silencio. El hombre sentado frente a mi se revolvió inquieto en su asiento. Un estremecimiento, aunque no de frío, me recorrió entero; constituía sin duda una notable experiencia el tener escritorio por medio a un asesino de verdad. Me sentía emocionado y feliz; este hombre, que había terminado con la vida de otro hombre. no era producto de una idea ni la resultante de mi condición de autor de novelas policiales. Era algo real, tangible, presente. Esas manos —dedos largos, delicados, casi femeninos— habían ejecutado un determinado acto suprimiendo una vida; al imperio de su voluntad —momento cumbre de la decisión—. otro hombre había dejado de “ser”.
El desconocido clavó en mí sus ojitos, hundidos en las cuencas y movió su bigote con nervioso gesto de ratón.
—Se ha quedado callado —afirmó con voz grave.
Sonreí a medias.
—No es para menos. Considere mi situación. Usted se presenta en mi casa en una noche lluviosa y fría, tal como debe ser en todo cuento de misterio, y sin mediar presentación, apenas si una leve inclinación de cabeza, me suelta esta frasecita: “Acabo de matar a alguien”. No es precisamente una cosa que se ande contando por ahí, o a la que se otorgue mucha publicidad. Forzosamente tengo que pensar que se trata de una broma de mal gusto o que estoy frente a un...
El hombrecito suspiró:
—Sí. comprendo. Quiere decir frente a un loco. Pero se equivoca usted en los dos supuestos. No es broma, y mis facultades mentales funcionan normalmente. Ocurre que necesito su ayuda, digamos, profesional.
—Sinceramente, no lo entiendo.
—¿Qué hay que entender? He cometido un crimen. Por eso me resulta difícil crear detalles, coartadas que alejen de mí toda posibilidad de sospecha. Eso vengo a buscar: una coartada.
—Pero, es absurdo. ¿Qué seguridad tiene de que no lo denunciaré a la policía?
—Ninguna —volvió a suspirar—. Pero lo conozco lo suficiente como para correr el albur. Es usted mi autor policial favorito. —Traté de interrumpirlo, con un gesto de modestia, pero él continuó: —Le aseguro que es verdad. Admiro su sed de aventuras, su curiosidad insaciable.
—Pero, ¿cómo puede saber tal cosa de mí, con el único antecedente de mis cuentos?
—Ya le he dicho que poseo una mente analítica. Cuando leo algo, veo al autor detrás de cada palabra. Sé bien que desespera por un tema para su nuevo libro, y sé también que de contar con el dinero suficiente estaría gozando como espectador de la crisis argelina Si aceptara mi proposición, aun cuando llegaría tarde a Argelia, tendría una butaca de primera fila en el próximo incendio en pequeña escala... tan comunes en nuestro mundo.
Su sangre fría me asombraba y me daba la impresión de estar conversando con un pez. Extraño ser: un pez. ¡Me gustó la imagen... Dios! ¡Allí estaba la trampa! Sin duda el hombrecito conocía mis debilidades.
—Muy bien. ¿Qué es lo que me propone?
—Dinero suficiente para viajar durante varios años y una experiencia que vigorizará y dará autenticidad a su literatura. ¿Me entiende? Me estoy ofreciendo como conejillo de Indias.
Si, era lo que me había supuesto. El condenado pez utilizaba conmigo una gran astucia. Supe que estaba perdido, que terminaría por seducirme la absurda aventura, la posibilidad de vivir un crimen del lado de afuera. Cerré mi cerebro a todo atisbo de sensatez y pedí con voz solemne:
—Lo escucho. Comience usted...

* * *

El reloj dio las doce de la noche.
En principio, el relato me había decepcionado un poco. El hombrecito, que dijo llamarse Remigio Pitt, había asesinado a su mujer. ¿Motivos? El más vulgar del mundo: le había hecho para impedir su fuga con otro hombre. Lo miré con curiosidad. No parecía poseer el temperamento del que comete un crimen pasional. La historia no ofrecía mayores posibilidades
—¿La amaba mucho? —pregunté por decir algo.
—Sí. Elizabeth era rubia, frágil; tan bella y etérea como una princesa de cuento infantil.
—¿Y por qué no la dejó ir? —Me indignaba la idea de que una mujer hermosa se hubiera casado con ese extraño engendro que tenía delante—. Si la quería de verdad, ¿no hubiera deseado verla feliz?
—Sí, claro; pero ocurre que con ella iba a ser feliz un joven de potentes bíceps y sonrisa idiota. Un trio perfecto: belleza, músculos... y millones.
Di un respingo: la cosa prometía ponerse más interesante.
—¿Millones?
—Comprenda. Yo no podía permitir que ella y sus millones me abandonaran.
—¿Muchos? —pregunté con un hilo de voz.
—Quince o dieciséis, no lo sé con exactitud. Su padre, un inmigrante italiano que se hizo rico con la venta de terrenos anegadizos, confió en mí, su secretario de muchos años, y me entregó su hija y su fortuna. Temía que ambas cayeran en manos de un oportunista como este señor de ahora. Yo prometí cuidarlas y he cumplido: he ahorrado a Elizabet el dolor de una desilusión y el dinero quedará en la familia: no terminará despilfarrado por un cualquiera.
Su cinismo me dejó helado y por un momento temía dejarme convencer por su lógica.
—Uno de esos millones será para usted, amigo mío. Piénselo bien. Ni en toda la vida ganará con sus libros una suma tan considerable.
—¿Y si me negara? —inquirí bruscamente, tratando de asignarme importancia—, ¿qué haría usted?
—Matarlo, claro. Sabe.... Creo que el matar es como sacar la primera aceituna de un frasco o conseguir el primer beso de una muchacha; después de uno, los demás son fáciles —rio con una risita hueca y desagradable—. Seria original, ¿no? Digo, que en su cuento muriera hasta el propio autor. Una técnica sumamente efectista.
Confieso que yo, el autor de innumerables crímenes capaces de enloquecer de terror a tías solteronas y señores gordos, sentí en ese momento el aguijón del miedo clavarse agudo en mi carne.
Era inútil seguir hablando: Remigio Pitt estaba dispuesto a todo. Su decisión, el millón de pesos y mi malsana curiosidad me arrastraban como un imán. Tomé mi impermeable y lo invité a salir
—Vamos a su casa —le dije—. Allá me contará el resto.

* * *

Vivía en una villa algo apartada, enclavada en un repliegue montañoso. Me gustó el lugar; presentaba buenas posibilidades.
Entramos. Las habitaciones estaban sumidas en el silencio y las sombras. Remigio Pitt hizo girar una llave y una luz tenue alumbró la estancia. Era un dormitorio, arreglado con exquisito gusto femenino. Pero no tuve tiempo para reparar en más detalles de esa índole, porque tendida en la cama y envuelta en un “desabillé” —vaporosa nube de gasa— estaba ella.
Me quedé mirándola boquiabierto. Era aún más hermosa que lo que había supuesto. Su rostro no tenía la rigidez de la muerte. “La bella durmiente”, pensé.
—¿Cómo la mató?
—Un golpe en la cabeza. Fue todo muy rápido e imprevisto. No tenía armas a mano.
—Mejor así. Si hubiera sido un tiro, tendríamos un verdadero problema. Pero termine de hacerme conocer los hechos.
Fue hasta la habitación contigua y regresó con dos vasos de coñac.
—Tome un trago —me dijo—. Bien, trataré de resumir. Hace una semana salí de viaje de negocios; ella quedó en la villa. Anoche hablé por teléfono con la mucama para anunciar mi regreso. Imagine mi sorpresa cuando la muchacha me dijo que la señora Elizabeth había despedido a la servidumbre y pensaba viajar para reunirse conmigo. De inmediato comprendí la verdad: hacía un tiempo que sospechaba la existencia de un amante y ahora las palabras de la mucama me alertaron sobre un posible abandono. Le pedí que no dijera nada de mi llamado, pues quería dar una sorpresa a mi mujer.
(“¡Y vaya si se la diste!”).
—Sí, claro, ¿y después?
—Regresé esa misma noche. Por un secreto impulso, evité la carretera principal. Nadie advirtió mi llegada. Encontré a mi mujer preparando sus valijas; discutimos; y cuando me convencí de que nada podría disuadirla de su insensato propósito de divorciarse de mí, en aras del jovencito musculoso, decidí matarla. Vi el pisapapeles y...
—¿A qué hora fue eso?
—A las once, aproximadamente.
—Y a las once y media se presentó usted en mi casa.
—Soy un hombre de decisiones rápidas —dijo con desenvoltura.
Miré el reloj. Aun no era la una. Perfecto: teníamos el tiempo necesario. En unos minutos elaboré un plan que me pareció aceptable.
—Lo principal es prepararse una coartada. ¿Puede usted regresar sin ser visto y volver haciendo notar su llegada?
Dudó un momento.
—Creo que sí —dijo por fin—. ¿Y usted, qué hará?
—Es mejor que no lo sepa hasta que todo esté arreglado. El que yo realice parte de su trabajo, le permitirá obtener la anhelada impunidad.
Remigio Pitt denotó algún nerviosismo; quizás le era duro confiarse por entero. Le ofrecí un cigarrillo, que tomó con dedos temblorosos y me indicó con un gesto un encendedor de mesa. Le di fuego y él me agradeció con una sonrisa; me sentí bien ante su falta de seguridad.
—Creo que mis nervios están empezando a aflojar.
—Es mejor que se vaya cuanto antes. Regrese dentro de una hora y trate de hacer bien su papel.
—Mi salvación está en sus manos —me dijo con tono de melodrama.
“¡Cómo me gustaría hundirte!”, me sorprendí pensando.

* * *

Quedé en la casa, solo con la lluvia y el cadáver. Como primer paso fui al garaje y dejé a la vista un gato, al que previamente averié, y varias herramientas; luego saqué el auto de Elizabeth y pinché un neumático. Como mis sagaces lectores habrán adivinado, el objeto de esas maniobras era hacer creer a la policía que la muchacha, al no poder cambiarlo, se había arriesgado a conducir el auto en malas condiciones hasta la próxima estación de servicio. Pero, desgraciadamente, el camino escarpado y el tiempo lluvioso precipitarían el desastre.
Regresé al dormitorio. Traté de borrar concienzudamente todas las posibles huellas digitales, cuidando dejar impresas las de la víctima.
¡Elizabeth! Aun hoy, un violento temblor me sacude cuando la recuerdo. Siento todavía su carne blanca y fría, seda al roce de mis dedos; huelo la fragancia de sus largos cabellos rubios y la piel se me eriza. Tuve que realizar la macabra tarea de vestirla y hasta de maquillarla, pues debía dar la impresión de una feliz y hermosa muchacha corriendo al encuentro de un marido, o de un amante, según la versión que prefiriera la policía. Sé que no podría repetir un momento semejante, sobre todo después de haberme enamorado de Elizabeth.
Pero me estoy adelantando demasiado. Esto debería haberlo contado un poco más adelante, para dar una mayor sorpresa a mis lectores. Perdonen esta falta de habilidad para guardar el suspenso, pero escribo en tal estado de excitación emotiva que no puedo ser muy cerebral.

* * *

Todo salió de acuerdo con lo planeado. Desbarranqué el auto en la primera curva, no sin antes haber dado un beso de despedida al cuerpo frío de la muchacha. Me costaba destruir algo tan hermoso. Llevado por un extraño rapto, saqué de la villa algunos objetos pertenecientes a la muerta: un fino pañuelo de encaje, cartas, un libro —los “Veinte Poemas de Amor” de Neruda— y. me avergüenza un poco contarlo, un frasco del embriagador perfume que usaba. Regresé a mi casa abatido y triste, odiándome y sintiéndome despreciable. La soñada experiencia de participar de un crimen desde el lado de afuera, me había resultado sórdida y agobiante. Además, un leve escozor, una subconsciente advertencia de haber dejado un cabo suelto, me restaba tranquilidad.
Remigio Pitt hizo bien su parte. Regresó a la hora y pasó por su club, haciendo notar su presencia y aclarando que volvía de un viaje. Preguntó a un amigo, vecino de la villa, si había visto allí a Elizabeth.
La policía no encontró motivos de sospecha y el informe final determinó: “accidente”.
Enterraron a Elizabeth una plácida mañana de sol. Sin poder evitarlo, asistí al sepelio. Fue entonces cuando advertí que odiaba a Remigio Pitt tanto como amaba a su mujer. Al verlo, compungido y lloroso, recibiendo el pésame de sus amistades, sentí que una oleada de calor me subía a la cabeza y resecaba mi boca, dejándome un gusto amargo. Era el odio.
Los días siguientes fueron de pesadilla. Me drogaba a cada instante con los pequeños objetos que me ayudaban a recordar a Elizabeth. La sentía como un ser vivo o un fantasma siempre presente: advertía su dulzura, su sensibilidad, su exquisitez femenina, y lloraba su pérdida sin antes haberla encontrado jamás. En tanto, Remigio Pitt era feliz. Feliz con sus millones en perspectiva, su aparente impunidad y su fría sangre de pez. Feliz en tanto yo agonizaba de dolor y remordimientos.
Sabía que el hombrecito cumpliría con su parte del pacto, pero yo no deseaba su sucio dinero, el dinero de mi pobre Elizabeth. Y decidí traicionarlo.
Mi libro —“La historia de Remigio Pitt”— llegaba a su fin; yo escribía con la celeridad y urgencia del que debe cumplir algo a breve plazo. Revolviendo mis notas encontré el medio de perderlo. ¿Cómo no lo había pensado antes? Acicateado por mi sed de venganza, aun cuando pretendiera disfrazar mi primitiva pasión sublimándola por un ideal deseo de que se hiciera justicia, no tardé en dar con la mucama que atendiera a Remigio Pitt la noche antes del asesinato de su mujer. La chica, una españolita de grandes ojos asustados, terminó por ceder ante mi insistencia y me confesó que su patrón le había dado dinero para asegurar su silencio, en caso de ser interrogada por la policía. Me inquietó. ¿Así que el hombrecito había andado ajustando detalles a mis espaldas? ¿Qué quería decir eso?
Pero mi odio era demasiado oscuro, ciego, como para detenerme a pensar a mitad de camino. Obligué a la temerosa mucama a contar a un inspector amigo cierta historia que yo previamente fabricara. El la escuchó atentamente y por su rostro advertí que asignaba importancia al asunto.
—¿Por qué no se presentó antes? —quiso saber.
—Bueno... tenía un poco de miedo y no creí que fuera del todo necesario.
—¡Oh, al contrario! Su aporte es de inestimable valor.
La mucama pasó a la habitación contigua para que le tomaran declaración. Quedé a solas con mi amigo:
—¿Qué te parece? —aventuré.
—¡Hum...!, no sé. Para serte sincero, te diré que nunca me gustó el marido (“A mí tampoco”). He notado en él algo viscoso, siniestro; una sinuosidad de gusano (“Decididamente, viejo, eres demasiado inteligente para ser policía”). Por desgracia, es poca evidencia en su contra. No tenemos prueba alguna, excepto el hecho de que haya ocultado su llamado de la noche anterior y su conocimiento de la partida de su mujer.
Lógicamente, porque eso significaba comprometerme, no había podido hablar de su soborno a la mucamita, para objetar su silencio.
—Es muy poca cosa —continuó—. Muy poca cosa. Yo había pensado en la existencia de un amante. Hay un detalle que desconocerás, pues lo ocultamos a la prensa; encontramos huellas digitales que no pertenecen a la muerta, a Pitt o a la servidumbre. Aún no hemos podido identificarlas, pero confío en que lo lograremos. Como ves. el caso no está cerrado. Ahora mandaré detener al marido. Como él ignora lo que sabemos, quizás obtengamos algo —sonrió amistosamente—. No me mires con esa cara de asombro. No bien conozca algún otro detalle o la identidad del asesino, si es que hay algún asesino, te lo haré saber. Sé lo mucho que te interesan estas cosas.
Sentí un vahído y un penetrante zumbido en la cabeza. A mi lado, oí la voz preocupada del inspector.
—¿Qué te pasa? Te has puesto de un color verdoso. ¿Qué ocurre?

* * *

Salí a la calle; el aire frío me despejó. Caminé hasta mi casa, pues necesitaba ordenar mis pensamientos, razonar con claridad. No tardé en comprender lo que ya sabía: el diabólico hombrecito me había tendido una celada en previsión de una hipotética traición. Allí estaba la causa de mi intranquilidad, el escozor que experimentara la noche fatídica. Mi subconsciente me había advertido que algo quedaba por hacer, que no había borrado todas mis huellas. Me recordé con un vaso de coñac en las manos y ofreciendo fuego a un pobre diablo asustado, con un encendedor de mesa que después no volví a ver. Con seguridad, después que yo regresara a mi casa tras cumplir mi macabro trabajo, Remigio Pitt habla vuelto y colocado los objetos en lugar visible.
¡Maldito canalla! Su refinada maldad y astucia llegaba a tal extremo, que había dejado todo preparado para salvarnos o bien perdernos juntos. Nunca tuvo miedo, desde un principio supo qué hacer con lúcida claridad; jamás necesitó de mi ayuda, salvo para procurarse una coartada y dejarme la parte sucia de la tarea. Sí; lo había previsto todo, excepto que yo me enamoraría de su mujer y que lo delataría aún antes de cobrar el millón de pesos.
Y comprendí también que ya no tenía salvación.
Termino de redactar mi historia. Es una especie de confesión y espero que alguien la crea.
Ahora oigo que llaman a la puerta, pero no me sobresalto. Sé que es la policía.

Cuento de Ana María Ponce
Revista Vea y Lea, 14 de abril 1960 N°335, pp. 68-71

Los dos pretendientes

(Leyenda de Neuquén)

Los araucanos cuentan que sobre el cerro Trompul vivía una vez un cacique con una hija muy hermosa, que tenía por nombre Hormiga Blanca.
Un koná, o sea un mocetón araucano, amaba a la niña, pero era muy pobre para aspirar a la mano de la hija de un cacique. Además tenía un rival, el mago Cuervo Negro, un brujo ya entrado en años, con la piel enferma y la voz ronca.
Cuervo Negro también quería casarse con Hormiga Blanca y el padre de la joven no se atrevía a negársela, porque temía sus poderes mágicos. Cuando el mago le propuso eliminar al koná, aceptó, porque tampoco ese joven lo convencía. En el fondo esperaba poder deshacerse de alguna manera de los dos.
—A ese mozo le deremos un trabajo que le costará la vida —murmuró Cuervo Negro a los oídos del cacique.


Llamaron al muchacho y el cacique, siempre aconsejado por el brujo, le dijo:
—Tú pretendes a mi hija, pero no tiene séquito ni familiares nobles; no dispones de oro ni de piedras preciosas. Entonces haz lo que te ordeno: desciende por este abismo y en el fondo encontrarás grandes riquezas.
El abismo al que se refería el cacique era el respiradero del volcán Trompul, tan hondo, que nadie había visto su fondo. Solo se sabía que bien abajo estaban los espíritus de los antepasados condenados por su maldad. Eran los guardines de los tesoros escondidos en los más profundos del cerro y ningún hombre se había atrevido a bajar a buscarlos.
Hormiga Blanca pudo escuchar esas confabulaciones y advirtió al joven:
—Ten cuidado, apenas empieces a bajar, arrojarán piedras candentes encima tuyo.
El koná bajó por el tremendo respiradero y en cuanto encontró una gruta, se refugió adentro. No se hicieron esperar mucho las piedras, tiradas por los dos viejos para eliminarlos. Sin embargo al día siguientes el muchacho apareció entre ellos sano y salvo.
—¡Ayayay! —se lamentaron el brujo y el cacique. Pero bien pronto descubrieron otra tarea nefasta para el joven pretendiente.
—Sube a aquel árbol, desde donde se oye el chir, chir de los pájaros y trae un nido con huevos o pichones. Para demostrarme que no temes ni picaduras ni raspaduras, deberás ir completamente desnudo.
La fiel Hormiga Blanca pudo escuchar lo que Cuervo Negro había murmurado antes a los oídos del cacique y advirtió al muchacho que esa noche el brujo untaría la corteza del árbol con un poderoso veneno.
Entonces los dos enamorados prepararon una pomada de arcilla roja y grasa de ñandú y el koná, protegido por la misma, trepó sin dificultad al árbol. Allí encontró el nido y se lo puso al revés sobre la cabeza, escondiendo los huevos debajo.
Cuando los dos conspiradores lo vieron llegar vivo y para colmo con los huevos y el nido, ya no supieron qué cara poner. Sin embargo pronto al brujo se le ocurrió otro ardid, que murmuró a los oídos del cacique. Así fue que le dijo al joven:
—Tanto hiciste que mereces una recompensa. Daré una comida para los hombres más importantes de la tribu y en premio a tus esfuerzos, ocuparás el lugar de honor. Después de esta fiesta serás uno más entre los privilegiados de mi gente y quizá te dé la mano de mi hija.
¿Quién podía desconfiar de tan amable invitación? Sin embargo Hormiga Blanca había podido escuchar otra siniestra conversación entre el mago y su padre. Así fue como el koná se presentó a la comida con un cuero de tigre atado a la espalda, explicando que esa era la costumbre entre su gente en ocasiones especiales.
¡Cómo se asustaron los dos viejos cuando vieron que el joven profirió los gritos usuales para iniciar la fiesta, a pesar de estar sentado sobre el asiento atravesado por flechas envenenadas!
El muchacho había reforzado la piel de tigre con una buena protección.
El mago Cuervo Negro sentía que su piel se achicharraba aún más frente a la fuerza de ese joven y el cacique empezó a temer a tan invulnerable pretendiente.
Por la noche, después de la comida, los dos se encerraron y estuvieron confabulando hasta altas horas. La joven trató y trató pero no pudo escuchar lo que hablaban. El koná la tranquilizó; ya se sentía seguro de poder vencerlos.
A la mañana siguiente Cuervo Negro llamó al muchacho y junto con el cacique lo llevaron hasta un árbol inmenso, hueco de un lado, cuyas raíces se hundían seguramente en el mundo de los antepasados de la tribu. Algunos decían que llegaba hasta la base del mismo cerro Trompul.
—El tronco de este árbol está siempre repleto de agua —le dijo el brujo—. Hace mucho guardé adentro patatas, con la esperanza de que el tiempo las pudra. No sé si sabes que los brujos únicamente podemos comerlas así, pero no logro encontrarlas. Ante todo corta el tronco del árbol, después baja por él, a ver su puedes traerlas.
El muchacho se dispuso a cumplir esa tarea, aunque sabía que querían eliminarlo. El árbol era tan grande que seis hombres no podían rodearlo, pero trabajó y trabajó sin descanso. Se rompía un hacha tras otra, hasta que él mismo fabricó una con una piedra más filosa que encontró. Mientras tantos u rabia iba en aumento y cuando tuvo su nueva herramienta preparada, sintió que lo invadía una fuerza sobrehumana y pudo abrir una profunda hendidura en el tronco. Valiéndose de cuñas la agrandó, ya que tendía a cerrarse, después se acercó a Cuervo Negro y el dijo:
—Ahora buscaré tus patatas. Traigo una soga fuerte, tejida por mi madre. Bajo con gusto porque según me contaba mi bisabuelo, el agua de un árbol hueco limpia la piel y cura de los achaques. ¡Qué suerte la mía!
Pero el brujo gritó:
—¿Qué has dicho, malvado? Pues escucha bien. El único que rejuvenecerá soy yo.
Tan ansioso estaba el brujo por lograr la eterna juventud, que arrancó la soga de las manos del muchacho y soltó tan rápido como sus años se lo permitían dentro del árbol. Una vez que su cabeza desapareció el koná retiró las cuñas, la abertura del árbol se cerró y el brujo quedó aprisionado adentro.
El cacique, admirado por la tenacidad y valentía del joven le dio a su hija en matrimonio.
Algunos cuentan que el brujo Cuervo Negro sigue buscando la manera de salir. A veces todavía se escuchan sus gritos enfurecidos en el fondo del cerro Trompul.

Martínez, Paulina; Rey, Eva y Romera, Pirucha
En Leyendas argentinas, Bs As. Sigmas, 1994, pp. 59-60

domingo, 11 de diciembre de 2022

El condenado


El silencia en la celda de la muerte era espeso y agobiante. El condenado miró el reloj: sesenta minutos. Comenzó a repetirlo como si necesitara convencerse de ello: sesenta minutos, sesenta minutos.
Poca cosa son sesenta minutos en la vida de todos los días. Pero nadie podría atreverse a calcular el valor de la última hora de un condenado a muerte.
—¡Sí tuviera en este momento muchas de las horas que perdí esperando, que perdí durmiendo, que perdí huyendo!...
Prendió un cigarrillo y chupó con avidez.
—¡Basta, gallina! Siempre supiste que la horca era el único horizonte de tu vida maldita.
Se restregó con fuerza las manos entumecidas tratando de cubrirse mejor con la delgada manta.
—Linda manera de pasar mis últimos cochinos instantes. Tengo frío. Trataré de pensar en algo que me haga hervir la sangre. —Sonrió con amargura— Ya está: podría dedicarme un rato a odiar a mi madre. (¿Pero es que el odio calienta? No, creo que no; el odio hiela el cuerpo y esteriliza el alma.)
La imaginó a la vacilante luz de una vela con el rosario en las manos, los labios apenas entreabiertos por una plegaria musitada entre dientes, los ojos negros fijos en el Cristo, pretendiendo obligarlo a la misericordia.
Casi podía ver su pensamiento mientras oraba por el hijo que debía morir esa noche: “Señor, perdona a mi hijo malvado. Purifica su alma negra de pecados. Yo nada he podido hacer por él. Bien sabes, Señor, cuánto he luchado por inculcarle las virtudes que practico. Pero nació malo y morir criminal era su destino. Es una de las cruces con que me has cargado, Señor, para probarme que soy una de tus elegidas”. Nueva versión, corregida y aumentada, de la oración del publicano.
Tic-tac, tic-tac. Las agujas del reloj marcaban las 23 y 5.
Sintió un agudo puntazo en el hígado.
—Maldito seas. Ni siquiera me dejas disfrutar mi última torta de chocolate.
Torta de chocolate, mi casa, domingo, misa, madre, hermano, castigo, soledad.
A través del humo de su cigarrillo volvió a ver las viejas cosas familiares, recorrió niño la casa paterna, jugó entre los árboles del huerto, se detuvo ante la figura querida de su padre y revivió aquel momento que el rencor grabara a fuego en su corazón.
Ese domingo cumplía diez años. Antes de salir para misa en la capilla del hospital donde trabajaba su padre, le hicieron entrega de un hermoso misal de coloridas estampas. Creyó que el brillo fugaz que vio en los ojos del hermano menor era de alegría al ver su felicidad por sentirse agasajado y amado. Pero no.
Durante el oficio religioso, sin explicarse cómo, el libro desapareció. Qué tremenda angustia, qué negro miedo paralizó su corazón de niño viendo erguirse ante él la alta silueta de la madre, interrogando despiadada. Y el castigo injusto, el silencio culpable de su hermano y el apetitoso aroma de la torta de chocolate preparada en su honor y que nunca llegó a probar.
—Así, siempre. Culpable, siempre culpable sin defensa ni apelación. Terrible justicia la de esa deidad implacable, prodigando penas y castigos, jamás misericordia.
Tic-tac, tic-tac. Las 23 y 10.
Jamás misericordia. Ni aun cuando pasó “aquello” con su padre.
Fue antes, mucho antes. Era entonces demasiado niño para comprender qué andaba mal. Veía a su padre vencido e implorante, suplicando, exigiendo, llorando ante la inflexible negativa de la mujer.
Años después, ya adolescente lo supo: una breve aventura extraconyugal fue la causa del total y definitivo desencuentro: un desliz cometido en un momento de inconsciencia que ella no supo perdonar fue el motivo de la infelicidad de sus vidas.
Cuánto la odió al verla tan segura en su torre de marfil, tan honorable, virtuosa y tan vacía de amor.
Comenzó a desear cuanto ella detestaba y a odiar todo lo que ella quería.
Cuando lo castigaba por alguna de sus muchas faltas, veía su desesperación por la tremenda afrenta de tener un hijo malvado y entonces, gozoso, se sentía más cerca de la plenitud de su destino.
Pensó en su hermano triunfador, competente abogado, modelo de padre de familia, formado por la madre a su imagen y semejanza, con el triste resultado de un grotesco remedo de hombre virtuoso.
Tic-tac, tic-tac. Eran las 23 y 40.
Recordaba ahora los días de estudiante y el único amor de su vida. Era hija de una familia amiga y lo suficientemente buena para merecer la aprobación de la madre.
Tenía cabellos lacios color ceniza y unos ojos claros con una mirada de adentro, tierna y acariciante. No era hermosa, pero atraía y subyugaba.
Desde el principio se la adjudicaron al hermano.
—¡Qué pareja perfecta forman! ¡Qué hermosos y qué buenos!
Desde el abismo de su miseria, sin saber cómo, porque odiaba todo lo que oliera a santidad, comenzó a enamorarse de ella, desesperada e íntegramente. Fue la época de su vida en que quiso cambiar, en que vislumbró la posibilidad de salvarse.
Y la chica empezó a quererlo. Buscaba su compañía, sabía escucharlo en sus confidencias y sobre todo caminar a su lado en silencio, sintiéndose unidos por el simple contacto de las manos.
Una tarde resolvieron hacer una escapada a la playa cercana. Necesitaban estar a solas para hablar de ese sentimiento que, aunque no del todo permitido conscientemente, los estaba envolviendo día a día.
¿De qué hablaron? No lo sabía bien, pero oía todavía su voz aniñada entrecortada por los sollozos diciéndole que era bueno y que lo amaba, y la dulce tibieza que inundaba su alma agradecida.
Oscurecía cuando volvieron al auto de la chica, estacionado en la barranca junto al rio.
Sentado en el estribo estaba el hermano. Los miró larga y severamente; analizó sus manos entrelazadas, la ajustada malla que ceñía el cuerpo de la chica y los halló culpables.
—¡Maldito! ¡Mil veces maldito! ¡Sucio, asqueroso, podrido! ¡Tenías que corromperla a ella también!
Las palabras insultantes sonaron en sus oídos como latigazos; sintió que la ira le encendía la sangre y como una fiera se lanzó sobre su hermano.
Rodaron luchando entre las piedras, tratando de destruirse mutuamente. Todo el rencor acumulado en muchos años lo descargaba en cada golpe que pegaba.
Llegaron peleando hasta el borde del barranco. La chica gritaba histérica a su lado, tratando de separarlos. Sintió que lo tomaba de un brazo clavándole las uñas. Se encegueció, le dio un empellón tratando de librarse de ella... y la chica cayó abajo.
Cuando llegaron a la playa, estaba muerta. Ofrecía una estremecedora visión con su carne blanca destrozada y sucia, los cabellos grises ensangrentados y los ojos muy abiertos, redondos, fijos, como sorprendidos por la súbita llegada de la Muerte.
Ese fue el principio del fin, el paso inicial de su marcha al patíbulo. La justicia humana no lo condenó. Accidente, dijeron. Pero él se juzgó culpable. Ese era en realidad el crimen verdadero que habla cometido: por él debía morir esa misma noche.
Tic-tac, tic-tac. El reloj marcaba las 23 y 30.
Después de la muerte de la chica vino el vértigo, el desenfreno, la locura. Voluntaria, conscientemente se dejó tragar por la ciénaga, chapoteando en el barro para hundirse antes.
Con morbosa delectación comenzó una brillante carrera criminal. Fue ladrón, no por miseria, traficante de drogas, amo del juego clandestino. Arruinó cientos de vidas, mató lentamente cuerpos y almas.
¿Amor? No, amor no tuvo; sólo placer sensual brindado por cuerpos bonitos, cuerpos sin rostro. No prestaba atención a las caras porque sabía que jamás encontraría otros ojos serenos, apacibles, otra piel fresca e intocada, otro pelo color ceniza como aquéllos de la amada perdida.
Tic-tac, tic-tac. Las 23 y 40.
Contra la puerta de la celda se recortó la rechoncha figura del alcalde.
Se dirigió a él con voz monótona, indiferente:
—¿Desea pedir algo más?
—Sólo que quiero estar tranquilo —contestó con rudeza.
El funcionario lo miró con aire distraído y, dando por cumplida su misión, se retiró en silencio...
—Mejor así —pensó en voz alta—. Hacía mucho tiempo que no estaba solo conmigo mismo. Sobre todo desde que murió la chica, he tenido miedo a la soledad y al silencio. Tal vez por miedo a encontrarme; tal vez por temor de no volver a dormir. Cómo decía aquel viejo proverbio: “Las tres cosas más desesperantes en la vida son: amar y no ser amado; esperar al que no llega; estar en la cama y no poder dormir”.
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. La puerta se abrió y una figura enclenque entró en la celda:
—Otra vez usted —dijo con fastidio—. Váyase, curita, o haré que se lo lleven a la fuerza. Su sola presencia basta para sacarme de mis casillas.
—Buenas noches, hijo —dijo el sacerdote nerviosamente—. Permíteme quedarme, hijo. ¡Queda tan poco tiempo!
—Poco tiempo. Ya sé que queda poco tiempo: sólo veinte minutos. Veinte minutos... Pero ya no: quedan diecinueve. He perdido otro minuto que jamás volveré a tener.
El cura se sentó en la cucheta, junto al condenado. Tragó saliva dificultosamente y dijo:
—Nunca me he sentido tan inútil como ahora. Sé que no soy más que un fracaso en este ambiente, pero contigo tenía esperanzas. Eres católico y, aun cuando te hayas extraviado. Dios es misericordia y es perdón.
—Misericordia. Perdón. Sucias y viles mentiras de una religión plagada de falsedades...
El sacerdote iba a hablar, pero lo interrumpió con un gesto:
—¿Puede ser buena, puede ser verdadera una religión que produce monstruos como mi madre? ¿Cree que si Dios existiera existirían al mismo tiempo destinos como el mío? Antes de nacer ya fui condenado por esa divinidad sedienta de venganza que usted invoca. Soy su obra, obra de un dios cruel y su despiadada sacerdotisa.
El sacerdote se quedó inmóvil mirándolo, sin atreverse a consolarlo.
—He pensado mucho sobre lo poco que he podido saber de ti, he meditado mucho sobre lo que ha sido tu vida. Había preparado un discurso que decirte, pero lo he olvidado. Quisiera ser capaz de ayudarte, quisiera encontrar las palabras exactas que debo decirte. Peí o tengo miedo de mi impotencia y ese miedo me traba la lengua y confunde mis ideas...
Se pasó una mano por la frente, buscando despejarla.
—Tu historia se asemeja a la historia de Caín. En realidad, toda la historia de la humanidad está encadenada al primer crimen que conoció el mundo.
—Una vez leí que Caín nació rebelde porque fue concebido en la negra noche de nuestro destierro del Paraíso. Nació rebelde, pero no necesariamente malvado.
Concebido en el miedo, la desesperación y el rencor por el Paraíso perdido; nutrido de desesperanza; respirando, viendo, tocando odio, pero con un alma inmortal, como tú, y una misma potencia hacia el bien que hacia el mal.
¿Por qué fue su destino el maldito del primer renegado, del primer fratricida? Porque al igual que tú se abandonó sin luchas, sin esperanzas de redención. Ese, el de la desesperanza, fue también el trágico error de Judas.
—¡Basta, curita! No gastes más palabras. No hagas que maldiga mis últimos instantes.
El otro siguió hablando vehemente, desesperadamente:
—De Dios sólo conociste el rostro de la Ira, la idea de la Venganza, cuando su más grande idea es la de la Caridad. Esa, la verdad del Amor es la gigantesca verdad de Cristo. Quitasela y no queda nada.
La puerta de la celda se abrió; había llegado el momento.
El religioso imploró:
—Sálvate hijo, hermano. Abandónate a Dios y a su misericordia.
—Es tarde, curita; y no es tuya la culpa. Aunque sea verdad todo lo que me dices, estoy cansado, demasiado cansado para intentar llegar a Dios...
Sin notarlo casi, se vio de pronto arriba, con la áspera soga lastimándole el cuello.
No quiso mirar en derredor; oía la voz monótona del sacerdote rezando al lado suyo.
—¡Basta ya! —dijo entre dientes—. Deja de insistir.
Miró al cielo.
Las estrellas brillaban en lo alto.
—Son hermosas —pensó— Siempre las sentí distantes y enemigas, pero ya no. —Se sintió invadido por una tremenda ansia de eternidad, por un desbordante deseo de subir más y más hasta alcanzar a tocar las estrellas con las manos.
Un grito animal brotó de su garganta:
—¡Dios! ¡Oh, Dios mío!
Desde el infinito, Dios oyó.

Cuento de Ana María Ponce
Revista Vea y Lea, 2 de abril 1959 N°308, pp. 72-75

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Los Reyes Magos (Platero y yo)

¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo, a uno en una butaca, a otro en el suelo, al arrimo de la chimenea, a Blanca en una silla baja, a Pepe en el poyo de la ventana, la cabeza sobre los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes... Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.
Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por la escalera, tan medrosa para ellos otras noches! —A mí no me da miedo de la montera, Pepe, ¿ya tí?, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano—. Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor, Tita, María Teresa, Lolilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las doce, pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces, trompe tas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul... Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana, cuando ya tarde los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón y serán dueños de todo el tesoro.
El año pasado nos reímos mucho. ¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío!

Juan R. Jiménez
“Platero y yo”, CXXII

Veneno en la casa de fiestas

—¡Leoni! ¡Usted aquí!
Cuando concluyó el abrazo advertí lo innecesario de la comprobación, pues efectivamente Leoni estaba ahí, por más que el lugar y la ocasión parecieran ajenos a mi viejo amigo. Porque el lugar era un presuntuoso palacete adornado con argelotes, cariátides y artesones de yeso, y la ocasión, la fiesta que la Fílmica Argentina ofrecía a su primera actriz Gloria Dalbés.
Había allí más de doscientas personas. La mitad de éstas componían ese tout París que existe en cualquier actividad social o antisocial; la otra mitad su necesaria corte. Se había, además, que Gloria Dalbés anunciaría allí mismo, con ese estruendoso impudor de todos sus actos, su próximo casamiento con Pedro Boiarelli, multimillonario dictador del Cine, y eso multiplicaba la curiosidad.
Pero tal vez mi asombro estuvo demás porque cuando lo miré de nuevo advertí que Leoni se movía allí con soltura de dueño de casa.
Abarqué, pues, con un ademán las relumbrantes salas, el baile, el hacerse y disolverse de los grupos, la música y el estruendo, y le pregunté:
—¿Se dedica a esto, Leoni?
—Sí. Alquilé esta casa con un par de socios comanditarios y la arriendo para fiestas. Aquí tenemos de todo: orquestas, bebidas, sandwiches...
Apoyó su gigantesco puño velludo en una mesita que no se partió por un milagro, y tras una pausa, agregó:
—...hasta monos sabios, si el cliente lo pide —con el sordo rencor que el hombre avezado a las partes más duras de la vida siente hacia las cosas frágiles o vanas.
—¿Y qué lo inclinó a esto?
—La plata, m’hljo, como casi siempre. M'hija se casa... Quiero comprar un automóvil... Me pasé veinte años deslomándome para defenderlos a ustedes de ladrones y asesinos y no tengo un cobre.
La mesita crujió. Acudí en su auxilio.
—Puede ser un buen negocio...
—¿Y usted en qué anda?
—En el diario, como siempre, vizcacheando noticias.
—Venga. Haré traer un jerez.
Nos apartamos a una salita decorada con azules y oros, que hacía de escritorio y que se comunicaba por un amplio vano con los salones. Leoni me indicó la concurrencia.
Usted debe conocerlos...
—Está casi todo el ambiente. Ese que va ah i es Juan Buen, el galán español; lo acompaña Marilena, la comentarista de radio. Aquel de barbas es Jullien, el músico olímpico. Más allá, están don Daniel Perlán. descubridor de nuevos talentos femeninos. Lo rodean Anita Tellez, Marta de Santo, Gloria Vélez, Chiquita Etoile, etc., etc. Ahí va Pedro Botarelli. el afortunado... Millones de pesos y Gloria Dalbés... Lo acompaña Segundo Galante, crítico incorruptible. Jamás recibió dinero de nadie, pero las compañías, como tributo a su talento, deben comprarle anualmente un argumento, que luego no filman.
Gloria pasaba en ese momento, hermosísima, arrebatadas las mejillas, animada por un soplo de rabiosa vida su estupidez escultural.
—Y esa es Gloria Dalbés. ¿Qué le parece este mundo, Leoni?
—Parecido a todos. Habrá odio, miedo, rencor, pero también un poco de amor, otro poco de amistad...
—Relativiza demasiado, Leoni. ¿No le parece que el comportamiento del grupo social varia en cuanto se modifican factores económicos y consuetudinarios...?
—¿No puede hablar en criollo, che?
—Quiero decir que en unos ambientes son más frecuentes que en otros ciertas cosas. El delito, por ejemplo.
—Está equivocado. El hombre es el mismo siempre. ¡Las que habré visto en veinte años de Departamento! Abajo... y también arriba.
—¿De modo que a usted le parece posible que aquí, por ejemplo, pueda cometerse un asesinato?
Leoni enarcó animosamente sus peludas cejas.
—¿Y por qué no, amigo, por qué no?
En ese momento, y desde un ángulo del salón contiguo, un grito paró la música. Hubo una pausa, y en seguida las voces recomenzaron tumultuosamente.
—Aire, por favor...
—Se ha desmayado...
—¡Un médico, pronto, un médico!
Apartando como si fueran yuyos a dos o tres mequetrefes que se interponían. Leoni se acercó con invulnerables trancos al montón de personas que pugnaban sin eficacia en torno a alguien caído en el suelo.
— ¡Calma, señores!
Entonces vi que la mujer caída era Gloria Dalbés.
Pocas cosas dan mejor la sensación de vanidad final de todas las vanidades como un salón vacío después de una fiesta, y ese agobio era lo que nos pesaba, cuatro horas más tarde, cuando sólo quedábamos en la casa Leoni, el comisario Solari y yo. aparte de la gente de servicio: mayordomo, barman, mozos, lavacopas, etc.
Los demás, los invitados, los agentes de policía, el juez de instrucción, los médicos, la ambulancia, los de dactiloscopia, los fotógrafos, los reporteros, los cronistas, hablan llegado y se habían ido casi en el lapso que dura cualquier pieza de teatro.
En medio de esa baraúnda, habíanse, empero, comprobado los siguientes hechos; a eso de medianoche, es decir, media hora después de comenzar verdaderamente la fiesta, el mozo Jesús Regueira recogió del mostrador del bar una tanda de vasos colmados de “Corazón llameante” —medio de gin, medio de torino. un golpe de vodka, otro de amargo, tres o cuatro gotas de... lavanda y una pizquita de... pimienta—. “Son para Gloria, Regueira... Lléveselos directamente a ella. Ya protestó porque la bandeja anterior no llegó a destino.” Jesús, determinado a cumplir o morir, levantó la bandeja a la altura de su hombro, como Héctor su escudo, para eludir a los grupos y se encaminó hacia el rincón donde Gloria bromeaba y reía rodeada de una docena de amigos. A medio camino, alguien —no podía decir quien, aunque le pareció una mujer— dejó desde atrás algo en la bandeja y le susurró: “El vaso azul es para Gloria”. Habituado a bromas extravagantes (“tengo veinte años de mozo, señor comisario, figúrese usted...”), Regueira no se volvió para mirar a quien se lo indicaba, pero registró, sí. con memoria profesional, la indicación. Por eso, cuando llegó incólume frente a Gloria, bajó la bandeja y le tendió el raso, y con él la muerte.
Leoni, entretanto, había andado por ahí, huroneando, curioseando, a veces preguntando algo, seca y brevemente. Por eso. cuando Solari nombró el vaso azul con que Gloria habla sido, al parecer, envenenada, dijo:
—Aquí no teníamos ningún vaso azul, comisario.
—¿Cómo?
—Nuestros vasos son de medio cristal, incoloros, con sólo una orla dorada. ¡Ah!, y en el toilette encontrará tres más...
En seguida un agente corroboró que. en efecto, sobre el alféizar de una de las aberturas del toilette —más bien un tragaluz que una ventana—, lejos del alcance de cualquiera, habla tres vasos más, encajados uno dentro de otro, pues eran de sección ligeramente cónica. Los fotógrafos tomaron unas placas y en seguida los de dactiloscopia cazaron las piezas con sus pinzas y las metieron en sus valijitas.
Y no dijo Leoni nada más hasta ahora, cuando nos sentíamos los tres como únicos sobrevivientes de un huracán. El teléfono sonó. Atendió él.
—Avisan que Gloria Dalbés fué envenenada. Estricnina. ¿Qué le pasa, Luis?
El muchacho, un galleguito lavacopas más asustado que tímido, se acercó:
—Usted perdone, señor.. No lo hice antes porque... la policía... Yo quería decirle que... además de ese vaso azul... esta noche se rompieron... otros dos... también azules... y cuatro comunes. Las roturas corrientes, como usted sabe, señor, son siempre de cinco o seis vasos. Están en la basura, señor.
Leoni ya atravesaba los salones con ese tranco suyo que nunca parecía apurado y que tan rápido era.
—¡Venga, Luis!, le gritó desde la última puerta.
En uno de los grandes tachos de basura donde reposaban en final fraternidad los despojos de la fiesta, cuidadosamente envuelto en papeles de diario (“Para que no se corte nadie, señor. Una precaución. Siempre lo hacemos”, explicó Luis) reposaban los restos de varios vasos. Uno de ellos, azul, había sufrido sin duda una caída leve o afortunada, porque apenas le faltaba un triángulo junto al borde y tenía sólo tres o cuatro rajaduras. Leoni lo puso sobre una mesa donde había docenas de vasos comunes —un medio cristal de talla común, que permitía reposiciones sin tropiezos—, entre los cuales el vaso quebrado resaltaba como forastero.
Lo miró un momento. Luego me preguntó:
—¿Por qué usa anteojos?
—Miopía.
—¿Ve este vaso?
—Desde luego. Mis anteojos sólo tienen cuatro o cinco dioptrías...
Leoni llamó a uno de los mozos.
—Ponga este vaso en una bandeja, Segovia, y vaya hasta ese sofá rojo.
Así lo hizo el otro. Leoni me preguntó:
—¿Lo ve?
A esa distancia, y aún a otra mayor, hubiese visto a aquel vaso de azul chillón.
—Sí.
—Aléjese, Segovia... Más...
—Si... si... Lo verla hasta desde el fondo del salón. Leoni.
—Venga. Segovia.
Dejó Leoni nuevamente el vaso en el paquete que contenía los restos de los demás.
—¿Cómo se rompieron estos dos, Segovia?
—No sé... señor... el barman...
—Llámelo.
El barman recordaba cómo se trizó uno de los dos vasos azules, en cuyo color no reparó por creerlo una de las compras habituales de la casa que esta vez, por cualquier razón, había sido distinta. Le habían pedido una ronda de whisky, que sirvió sobre el mostrador del bar. El vaso azul le tocó a Martine Angel. Antes de que pudiera tocarlo, uno de los invitados la invitó a bailar. Martine dejó entonces su whlky en un extremo del mostrador del bar.
—¿Cuídemelo, eh?, —le pidió al barman, pero éste estaba muy ocupado con los bebedores que se sucedían en tandas. Por ahí advirtió que Juan Buen se había apoderado del abandonado vaso azul y. sobre todo, de su contenido legítimamente escocés. En eso alguien empujó a otro, éste el brazo de Buen, vaciló el recipiente entre sus dedos, dio una voltereta y se estrelló en el piso.
Otro mozo informó sobre el segundo vaso; Apareció, lleno, en una bandeja que él —que por orden del jefe de mozos se encaminaba hacia el rincón donde estaba Gloria Dalbés (“Gloria había pedido esos cócteles”, informó aquél)— dejó unos instantes sobre una mesita para dar fuego a un invitado que se lo pidió. Cuando reanudó la marcha advirtió al intruso, sin darle importancia. Pero a mitad de camino un imprevisto grupo lo rodeó; manos, dedos, guantes, barrieron la bandeja. El vaso azul derramóse sobre ésta y tal vez por eso sólo se rompió y rajó como hablamos visto.
—¿Alguien pudo oír el pedido de Gloria?
—Sí, señor, cualquiera —informó el jefe de mozos—. Nos encontrábamos en el salón... habló a gritos... me hizo señas....
Leoni tironeóse el labio inferior. Finalmente tendió al comisario Solari el envoltorio con los vasos rotos;
—Hágalos revisar. Me parece que también encontrará huellas de estricnina.

* * *

Al día siguiente Leoni fue conmigo a la comisaría. Solari estaba allí, casi doblado por el sueño, porque apenas había dormido un par de horas. Los diarios de la mañana daban noticia del crimen a varias columnas y podían preverse las hazañas de los titulares de la tarde: CELEBRE ACTRIZ ASESINADA POR MANO EMBOSCADA. ENVENENAN A GLORIA DALBES. LA POLICIA NO TIENE PISTA SEGURA. ¡CRIMEN EN LA CASA DE FIESTAS!
Además, entre los invitados había muchos peces gordos y, desde luego, personitas vinculadas a otros grandes bonetes cuyas influencias trataban ahora de mover a su favor para no verse complicadas.
—¿Mucho trabajo, Solari?
Advertí que Leoni sonreía invisiblemente, con una alegría que sólo aparecía en sus ojitos negros como bolitas de azabache.
—Se ha interrogado a ciento diez personas, y todavía faltan más...
Sonó el teléfono. Solari atendió.
—¡Hola! Sí. con él. El doctor... Tendremos el mayor cuidado. Confié en nosotros, doctor. No, no le pasará nada. Revisaré yo mismo las declaraciones. Gracias.
Cortó y nos miró como desde el fondo un pozo cuyo aire se torna ya irrespirable.
—El doctor Mussanti... ex ministro, ex senador... se interesa por una de las muchachas que anoche estuvieron allí. Que no la comprometamos...
Solari se secó la frente. Murmuró:
—Viejo verde... y cuando levantó la mirada encontró él también aquella sonrisa invisible que alegraba, sin modificarlo, el rostro de Leoni.
—¿Qué se trae, Leoni?
—Creo que acerté la tecla.
Solari dio un salto. Capitanes del mondo, millonarios, funcionarios, actrices famosas, volvían a dar paso a los rateros, punguistas, riñas de vecindad, viejas sin memoria y extraviadas y peleas entre borrachos que eran lo cotidiano de la seccional.
—¿Se tomaron todas las declaraciones?
—Faltan unas cuantas, todavía, como le dije.
—¿Hombres y mujeres?
—Hombres. Empezamos por las mujeres porque...
—Con eso basta. ¿Cuáles de esas mujeres usaban anteojos?
Solari acudió a los oficiales sumariantes, cuya memoria no falló. Así en diez minutos recopilamos la lista. Eran la señora Adelina Villaverde de Hermosilla, esposa de un diplomático vagamente centroamericano, gorda, y madura; la comentarista Irene, una especie de ametralladora de palabras que se disparaba automáticamente cada vez que enfrentaba un micrófono; Eva Ríos, una extra oscura cuya presencia en la fiesta sólo se justificaba por su adherencia a otra venerable figura, esta vez masculina, muy alta, muy poderosa, muy millonaria; Inés Carril de Montero, rentista y vieja; Evelyn Greenhouse (en la vida civil Josefa López), cantante internacional más o menos internacional y Laura Benga, corredora, representante de artistas o algo así.
Leoni consideró la lista. Después dijo:
—¿Todas estas llevan anteojos habitualmente?
La respuesta fue afirmativa.
—¿Y qué otra mujer, además de éstas, usó anteojos para leer la declaración?
La nueva consulta arrojó este resultado: Camila Méndez, una actriz bien conocida, sacó de su bolso un par de anteojos para enterarse de lo escrito y la mujer del armador Bringuez lo leyó a través de sus impertinentes. Una tercera, Carola Claro, actriz también, pero de teatro, debía de usar anteojos, pues debió acercarse excesivamente al papel.
—¿Mucho?
—Muchísimo; pegaba la nariz al papel.
Leoni hojeó las declaraciones, anotó una dirección y se levantó.
—¿Nos acompaña, Solari?
El automóvil de la seccional nos dejó frente a la casa cuyas señas había dado Leoni.
—Cuarto, derecha, indicó el ascensorista.
Y cuando una mucama entreabrió la puerta del departamento, Leoni la franqueó con el hombro y entró, con evidente olvido de una orden de allanamiento, pero con eficacia práctica también evidente. Al fondo de la sala de estar que seguía al recibidor, contra los ventanales, Camila Méndez leía un libreto. Cuando nos vio, saltó del sofá y ocultó, en el bolsillo de su quimono, los anteojos.
—No se alarme, señora, y permítame sus anteojos.
Camila Méndez se los tendió.
—Dos o tres dioptris —apuntó Leoni luego de mirar a través de los cristales—. ¿No los usa siempre?
—No. El público, usted sabe... la popularidad.
—¿Y entonces, por qué mató a Gloria Dalbés?

* * *

—Fue un caso simple —nos decía Leoni esa noche, mientras la estufa a querosene silbaba suavemente en el comedor de su casa de Ramos Mejía y en la cocina el tintineo de la vajilla que manipulaba la patrona nos auguraba los insuperables ravioles, el vinito riojano que le mandaba su hermano, el pródigo antipasto—. Sentado que el vaso azul —y los otros cinco— fueron traídos desde afuera, habla dos preguntas: ¿Por qué no usó el envenenador los de la casa? ¿Por qué eligió esos chillones azules? Las dos preguntas se contestaban así; quien los trajo necesitaba verlos entre los demás en cualquier momento. Ahora bien, para distinguir un vaso entre otros bastará que él tenga una leve diferencia sobre los habituales. Un tallado distinto, dos o tres círculos dorados en vez de uno, son detalles que pasan inadvertidos para todos, pero no para quien esté sobre aviso. Por tanto quien necesitaba vigilarlos era alguien que tenia dificultad para verlos de cerca o de lejos. Es decir, el envenenador no poseía una vista normal y no usaba anteojos, o los usaba inadecuados. La constelación Gloria Dalbés - veneno - asesino que no osa anteojos pero que debe usarlos señala con mayor probabilidad a una mujer. Primero, porque los celos profesionales entre actrices adquieren a veces caracteres de odio mortal; segundo, porque envenenar es una tarea tan femenina como zurcir medias o cambiar pañales a un bebé. Es un procedimiento que permite suplir la fuerza física y el momentáneo coraje masculino que hacen falta para liquidar al prójimo. Tercero, porque difícilmente un hombre no usa anteojos cuando los necesita.
Por eso pedí la lista de mujeres con anteojos, que descarté cuando los oficiales indicaron que todas ellas los usaban de manera permanente, es decir, que llevaban cristales adecuados para sus defectos. Pedí en seguida que me señalaran a las que no los usaban, pero que debían usarlos, y me dieron tres nombres. Sin considerar a la vieja de Bringues, Carola Claro y Camila Méndez estaban situadas en el mismo plano de popularidad que Gloria Dalbés, pero Carola debió acercar tanto los ojos al papel que no se concebía que sin anteojos pudiera vez ni siquiera a diez pasos de distancia el vaso azul. Me quedó una sola: Camila Méndez. Ahora sabemos por qué mató. Gloria Dalbés se había abierto paso a puntapiés, a arañazos, de cualquier manera, sin piedad y sin remordimiento. Ella y Camila se odiaban desde hacía tiempo, silenciosamente, ferozmente, por más que parecieran tolerarse. Cosas de su mundo: un papel inferior al de la otra, pero que hay que aceptar; un crítico amigo de una, que deja de elogiar a la otra; aparecer menos en las tapas de las revistas; lucir joyas más caras... Gloria coronaba su carrera casándose con Pedro Botarelli, dueño de una cadena de cines y de radios. Camila sabía que Gloria utilizaría todas sus armas —ahora infinitamente multiplicadas— para cerrarle el paso y, si podía, para hundirla definitivamente. El plan de Camila podrá parecer una locura, pero la desesperación empuja. Ella lo concibió —también lo sabemos ahora— teóricamente, imaginándolo todo. sin ese campaneo previo que asegura al delincuente. precisamente porque Camila no es una profesional del delito o del crimen. Ella pensó envenenar un cóctel y hacerlo Regar a Gloria. Por eso compró esos vasos, por eso los introdujo en la casa ocultándolos bajo su estola de piel —seis vasos metidos uno dentro de otro no abultan casi nada— por eso puso en práctica su plan ni bien pudo. Pero lo que en teoría parecía perfecto fracasó en la práctica. Lograr que un vaso envenenado llegase a destino por interpósita persona resultó dificilísimo. Por eso debió romper, o hacer que se rompieran, los dos vasos anteriores, también envenenados. Ella empujó la mano de Buen, ella derramó el vaso de la bandeja. La gente era mucha, el barullo también, se había bebido... nadie se dio cuenta. La desesperación la movió a su último gesto y el tercer vaso llegó a destino. Gloria Dalbés habla bebido más de lo conveniente, las felicitaciones la aturdían todavía más... Le gustaban los cócteles raros y fuertes, y no advirtió o creyó que se trataba de una novedad, el sabor de la bomba líquida que le tendió el mozo. Bebió una dosis capaz de matar a un caballo. Esto es todo, amigos. y ahora ya no dirá éste (éste era yo) que los crímenes son más frecuentes en unas capas sociales que en otras. El hombre es Igual en todas partes.

Cuento de A. L. Perez Zelaschi
Revista Vea y Lea, 22 de agosto 1957 N°266, pp. 86-88