"El ocultar las cosas es lo que las hace pudrirse…"
John Dos Passos
Vasili y Ana Finz llegaron a Villa Clara con los inmigrantes que trajo el Barón Hirsch, a fines del siglo pasado. Finz se inició en el trabajo de la tierra como aguador de arrozal y aprendió el oficio de arrocero.
Al nacer Lucien, Ana murió de eclampsia durante el puerperio. Finz arrendaba siete hectáreas con una casa de adobe y un galpón. Un ama de leche amamantó al chico hasta que cumplió un año y después, los otros hijos de Finz se ocuparon de criarlo. El muchacho creció en la arrocera, con la seguridad que le habían dado su padre y especialmente Max, el hermano mayor.
Cuando Lucien no podía conciliar el sueño, Max le hablaba de los cardos que a esa hora cerraban su flor morada, de los terraplenes donde cultivaban el arroz, de las mojarras del arroyo y tarareaba, moviendo la cabeza, el canto del cosaco: ayaya, yaya, yayaya...
Lucien miraba el cielo sin luna y pensaba que dentro de esa oscuridad estaba su madre.
Max le contaba, también, la historia del emperador que se paseaba desnudo creyendo lucir un rico traje y una calma profunda invadía al niño y quedaba dormido.
Con las faenas de la tierra los brazos de Lucien se hicieron poderosos.
Lucien, hay que dar vuelta el pan de tierra, hasta que quede esponjoso, le decía el padre.
Los Finz se protegían del sol bajo la sombra de un eucalipto, y almorzaban alguna cosa frugal, tendidos sobre el pasto. Apenas echaban un sueño y seguían trabajando. Con la entrada del sol comían con fruición, y bebían apenas una copa de vino, y hablaban de algún asunto baladí.
Después, se iban a descansar.
Lucien prefería caminar un rato, antes de que el sueño lo venciera.
En el verano se escuchaba la enérgica voz de Vasili que llamaba a los hijos y les advertía:
Va a venir la lagarta militar. Busquen a González, que cure de palabra a la lagarta.
Pronto el arroz maduraba y se podían escuchar los gritos del muchacho que llamaba al padre y a sus hermanos, para que vieran la floración.
¡Noé, Max, vengan a ver las espigas!
Cuando la cosecha era buena, los arroceros de las colonias vecinas se congregaban en torno a la casa de los Finz. Un tropel de músicos con acordeones a piano y timbales hacía sonar los primeros compases del cosachok. Max era el primero que se paraba en medio del corro de muchachos y con el pecho desnudo, abierto de brazos, daba un salto impetuoso y empezaba la danza en cuclillas golpeando el suelo con las herraduras de las botas. Después, hacía un giro en el aire, caía de nuevo en cuclillas, y continuaba bailando con gracia y desenfado.
Viejos respetables, judíos rusos, se plegaban a la danza cosaca y con pasos poderosos, como si se dejaran llevar por un placer irrepetible, cantaban, yaya yayaya...
Lucien contemplaba todo, con la cabeza llena de ruido. Llovía desde hacía una semana y los caminos estaban anegados y el arroyo Malo desbordaba; ni siquiera los caballos podían cruzar hasta la otra orilla. Lucien caminó de la mano de su padre: no tenía más de once años.
"Escucha el pampero, Lucien, dijo usted, con la cabeza inclinada, queriendo que yo escuchara el sonido preliminar del viento.
Vasili tenía la vista fija en la arrocera.
¿Va a despejar, padre?, le pregunté yo.
Usted me dijo que iba a despejar.
La arrocera era una ciénaga. El agua nos llegaba a las rodillas. Una madera podrida y una yarará enroscada cruzaron ante mis ojos; una rata muerta y un nubarrón flotaban en el agua que continuaba su empuje furioso por encima de los terraplenes.
Vasili, usted dijo que estuvo toda la noche contemplando la lluvia que caía y dijo haberse levantado de la ruina más de una vez. Pero había muchas cosas que usted no dijo..."
Así como la lagarta militar terminó el grano en unas horas; así como la lluvia lo pudrió todo, así también los Finz, no eran gente que se diera por vencida.
Preparen todo que mañana nos vamos.
¿Pero adónde?, preguntó Max.
A arrendar el campo que me ofrecieron en Carlos Casares.
Probaremos sembrar trigo.
Carlos Casares también está inundado, dijo Noé.
No querés sacrificarte, dijo Vasili, la voz ronca, la mirada clavada en Noé.
Lucien recordó que la palabra de su padre era sagrada.
"Vuelvo a verlo a usted padre, absorto, refugiado en el silencio, caminando despacio por el borde del canal. La cosecha está perdida, dice. El sol se ha escondido, la arrocera está fangosa huele a vómito. No hay viento. La tarde cae apacible. Escucho el graznido de una tijereta que cruza el aire y hay moscardones azul eléctrico que zumban por todos lados. Veo la negritud del cielo a lo lejos, escucho a los perros que lloran, y a usted padre, que murmura, y qué puedo hacer yo...
Durante más de tres horas recorrimos la arrocera anegada.
¿Cómo está el nivel del agua en la varilla?, preguntó usted a Max.
¡Mierda, sigue subiendo...!, dijo él.
¡No hable así, está perdiendo la decencia!, dijo.
Max le gritó,
¡Cree que sigo siendo ese niño a quien usted obligaba a acostarse al sol sobre una chapa de zinc caliente porque se negaba a obedecerle. Humillarse y sufrir, es lo único que le gusta!
¡Basta! Dígame que mis esfuerzos no fueron en vano..., dijo Vasili.
Y se alejó de la arrocera.
El lamento de una lechuza perturbó la tarde que caía. Miré hacia el cielo y tuve miedo lo vi todo rojo, todo sangre.
Vayamos a descansar y volveremos en cuanto baje el agua, dijo Noé.
¿Dónde está Lucien?, preguntó Max.
Pero yo que era un niño que había escuchado todo, me alejé sin decir nada. Sólo volví la cabeza, cuando sentí los brazos de Max que me envolvían,
¡Ei, Lucien, respirá hondo y chupate el viento para adentro y subite a mis hombros, voy a llevarte a babuchas!
Y me subí a sus hombros y nos fuimos trotando hasta casa."
"Mirá Lucien por allí va a venir el Mesías trayendo paz y justicia, dijo usted. Y yo que era un niño temeroso de Dios, creí verlo llegar, montado en su alazán blanco. Su cara delgada y su barba larga desaparecieron en cuanto abrí los ojos: Me quedé insomne, padre."
Lucien caminaba por la arrocera, cuando escuchó que alguien cantaba una balada en el dialecto de los abuelos y la sintió como una amenaza:
...Voy de viaje en trineo,/ a través de la estepa nevada,/ los lobos me pisan los talones...
La tierra retumbaba en sus oídos. Oyó un rumor sordo. Apuró el paso. Era seguro que la tormenta haría estragos en el semental. Al llegar a su casa escuchó que el viento empezaba a agitar con violencia los árboles. Max no había vuelto y tuvieron que esperar que la tormenta y la lluvia cesaran para buscarlo. Lo encontraron en la arrocera, exánime, con el cuerpo quemado y cubierto de barro, un rayo le había caído encima. Lo llevaron en brazos hasta la casa.
Pónganlo en el sofá con la cabeza hacia aquí. Hay que quitarle la camisa, tiene quemado el pecho, dijo Vasili, pero no tardó en darse cuenta de que Max estaba muerto y se arrojó sollozando sobre su cadáver. Lucien se ahogaba y Noé no podía pronunciar más que sonidos entrecortados.
Cerraron el ataúd y lo cubrieron con una tela negra que tenía una estrella de David en el centro, y lo velaron en el comedor de la casa. Lucien estuvo aferrado al cajón, mudo, sin poder llorar, hasta que Vera, la mujer de Noé, lo tomó de la mano y lo sacó de allí.
Los colonos, vestidos de luto riguroso, permanecían agrupados en la puerta de la casa de los Finz, con las caras rudas, llenas de estupor, hablando de él como si viviera.
Una mujer robusta y vieja irrumpió en el velorio y se abrió paso entre la gente. Dijo que había sido maestra de sexto grado del muchacho. Cuando ella vio el ataúd, un leve gemido salió de su garganta, miró a un colono que estaba a su lado y le dijo que Max era un niño rápido para los números y enseguida se fue.
Lo enterraron en el cementerio de la colonia, según la Ley de Moisés. Vasili rezó con fervor frente a la tumba del hijo y nombró a su padre, la voz apesadumbrada.
Lucien se quedó mirando los cipreses: la sombra de sus ramas temblaba en el suelo. Vio una isoca que salía de una tumba y pensó que también en ese lugar los gusanos se hacían amos de los muertos.
Perla Suez: El arresto,
Editorial Norma, Colección La Otra Orilla, Buenos Aires, 2001
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