Los amigos y admiradores del hombre ilustre quedarán
consternados cuando pasen la vista por estas líneas. Sarrio está enfermo; Sarrio
desaparece... Yo he llegado a media mañana a este pueblecillo sosegado y claro;
el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas, calan en un
ángulo de los aleros de las casas y bañaban las puertas; la iglesia, con sus
dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantaba en el
fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio, la fuente
deja caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo me he
detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas,
del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de
una golondrina, de las campanadas rítmicas y largas del vetusto reloj. Y luego
he llamado en la casa del grande hombre: «tan, tan». La puerta estaba
entreabierta; no era indiscreción el entrar. El zaguán se hallaba desierto; sobre
una mesa he visto una palmatoria con la vela a medio consumir, un vaso vacio—tal
vez de algún medicamento—y un rimero de periódicos de la provincia con las fajas
intactas. Un profundo silencio reina en toda la casa; los muebles están llenos
de polvo; una o dos sillas tienen el asiento desfondado. Y flota en el aire y
se ve en todos los detalles algo como un profundo abandono, como una honda
laxitud, como una irremediable desesperanza. «Es extraño»—pienso yo, y me siento
un momento junto a la mesa, ya un poco triste, ya embargado por esa melancolía indefinible
que nos hace presentir las grandes catástrofes. «Es extraño»—torno a pensar. Y me
levanto; en el fondo aparece la ancha puerta del huerto, y columbro por ella el
verde claro de los naranjos y el verde obscuro de los granados. Pero nadie
aparece, ni se percibe el más ligero ruido en la casa. Yo entonces hago sonar
unas fuertes palmadas y pregunto, gritando, a uso de pueblo:
—¿Quién está aquí?
Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extrañas, que
parecen abandonadas, en que vive uno de esos misántropos de pueblo; estas casas
con los muebles rotos, viejos, con las salas cerradas y polvorientas, con la
cocína apagada siempre, con el pequeño huerto lleno de plantas silvestres;
estas casas en que no hay nadie jamás, y en que de tarde en tarde se oye el chirrido
de una puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de su único morador, que
pasa. Yo conozco estas casas, pero la casa de Sarrio no era de estas casas. Un
presentimiento doloroso comienza a entrar en mi espíritu. Yo doy otras recias y
sonoras palmadas. Y entonces, al cabo de un breve rato, veo salir un criado por
la puerta del huerto. ¿No habéis reparado en el aire especial que tienen los criados
de estas casas extrañas? Son como hombres que esperan y que temen algo al mismo
tiempo; llevan en su cara los signos de una preocupación, de una displicencia,
de un recelo misterioso; diriase que husmean por todos los escondrijos tesoros
ocultos, que piensan en mandas, en legados, y que se sienten secretamente
exasperados por algo que no llega.
Yo le pregunto a este criado:
—¿Y don Lorenzo?
El me contesta:
—Está durmiendo.
Son las once de la mañana; estas sencillas palabras producen
en mí una estupefacción profunda.
—Pero ¿está enfermo?—torno yo a preguntar.
El no contesta directamente a mi pregunta.
—Se levanta a las tres de la madrugada— me dice—y después se
vuelve a acostar.
Yo estoy asombrado. ¿Sarrio se levanta a las tres y después
se vuelve a acostar? Esto es inaudito, absurdo, Y entonces, cuando mi admiración
ha pasado un tanto, me acuerdo de las tres lindas hijas de mi ilustre amigo: de
Carmen, de Lola y de Pepita. Carmen era menuda y tenía el pelo castaño y los
ojos azules.
—¿Y la señorita Carmen?—pregunto.
—Se casó—me contesta el criado.
Yo siento una tenue desilusión. Y pregunto por Lola. Lola
era alta y tenía el cabello rubio y los dientes menuditos y blancos.
—¿Y la señorita Lola?
—Se casó también.
Yo vuelvo a experimentar otra decepción vaga. Y deseo saber
qué se ha hecho de Pepita. Pepita era la más linda de las tres. Pepita era mi
amiga predilecta. Pepita tocaba en el piano, con gesto lento y melancólico, «La
Priere des Bardes». Pepita tenía hermosas dos cosas que prestan a la mujer un
encanto irresistible, avasallador: Pepita tenía hermosas las manos y la voz. De
la voz ha dicho un filósofo griego—Zenón—que «es la flor de la belleza»; de las
manos no recuerdo ahora sentencia ninguna de ningún filósofo; pero no es
necesario acudir a filosofías antiguas o modernas para sentirse subyugado por
unos dedos largos finos, blancos, sedosos, puntiagudos, guarnecidos de
simétricas uñas combadas y rosadas.
—¿Y la señorita Pepita?—vuelvo yo a preguntar, un poco
indeciso, temeroso.
—Se murió—contesta el criado.
Y yo oigo estas palabras lleno de una intensa e
indescriptible emoción. Ya, todo el misterio de este ambiente que flota en la
casa abandonada, aparece claro ante mí. ¿Cómo los seres que hemos amado tanto
pueden desaparecer de este modo tan rápido y brutal? ¿No habrá nada fijo,
inconmovible, en el mundo, de nuestros amores y de nuestras predilecciones? Yo
miro inconscientemente, anonadado por la tristeza, la bujía a medio consumir,
el vaso vacío, el rimero de los periódicos intactos. Y de pronto oigo unos
pasos sordos en el piso de arriba y percibo una voz ronca, una voz apagada, una
voz doliente que llama al críado. Es la voz de Sarrio. Transcurren unos minutos;
el grande hombre aparece en el rellano de la escalera. ¿Es él? ¿No es él? Sarrio
camina con los píes arrastrando. Antes iba pulcramente afeitado: ahora lleva
una larga barba intensa, descuidada. Antes llevaba una estupenda cadena de
plata con una gruesa muletilla; ahora ya no la usa. Antes llevaba siempre,
indefectiblemente, una refulgente camisa planchada, que hacía sobre el pecho un
bombeo gallardo; ahora trae una camisa blanda. Yo he dicho ya en otra ocasión
que un hombre que no lleva camisa nítida y aceradano puede tener talento ni
energía: cuando esta proposición se publicó, algunas estimadas amigas mías se
escandalizaron. Una mujer no puede persuadirse de que un hombre desprovisto de
esta indispensable prenda deje de tener energía y talento. Algunas, sin
embargo, llegan a convencerse; pero es ya un poco tarde...
Sarrio, siempre tan atildado, no usa camisa. ¿Queréis un detalle
que revele mejor toda su lamentable decadencia? Yo he sentido ante él una honda
tristeza que ha venido a juntarse a la tristeza ya sentida. Sarrio va bajando, lentamente,
apoyado en la barandilla, los peldaños de la escalera. Yo le miro absorto. Hay
en los pueblos hombres y mujeres, vulgares, anodinos, insignificantes, que os
han encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya
desaparición os causa tanto pesar como la de un héroe o la de un gran artista.
¿Dónde están don Pedro, don Antonio, don Luis, don Rafael, don Alberto, don
Leandro, a quienes conocimos en nuestra niñez o en nuestra adolescencia? Tal
vez todos han muerto mientras vosotros estabais ausentes, olvidados de sus
figuras amables; tal vez alguno de ellos—como este Sarrio— sobrevive a la ruina
de su casa, a la muerte de sus amigos, a la desaparición de todo lo que constituía
el ambiente de su época. Y entonces veis estas existencias trágicas, dolorosas,
solitarias, que en los caserones dé los pueblos van oscilando durante dos,
tres, seis años, entre la vida y la muerte. Ya la ponderación y el equilibrio
se han perdido; acaso esta dolencia ha comenzado por una ligera indisposición;
luego, las catástrofes morales, los disgustos, las calamidades, han venido a
abrumar el espíritu. Y poco a poco, como acontece en las pesadillas, sentimos
que vamos deslizándonos por un*precipicio del que queremos salir y del que, con
todo, no podemos librarnos. Así, un día es la indumentaria lo que descuidamos;
otro, es la limpieza de la casa; otro, es el orden de las comidas; otro, nuestras
diversiones favoritas—la caza, la música—, que vamos olvidando... Y la
neurastenia va creciendo, creciendo, formidable, en el desorden de la casa, en
el abandono de nuestra persona, y nosotros, ya perdidos, nos dejamos llevar,
anonadados, de la corriente fatal que nos conduce a la anulación definitiva. Acaso
los amigos, los, parientes, intentan un supremo esfuerzo: se hace un viaje para
consultar a un médico famoso; se ponen en práctica tales o cuales medios
curativos... Pero todo es inútil; los años han ido pasando; las energías de la
juventud se han perdido; el ambiente que nos ha de tragar está ya formado, y
son vanos y estériles cuantos esfuerzos hacemos por apartarnos de él.
¿Comprendéis ahora la tragedia de Sarrio? Cuando ha acabado
de bajar la escalera, ha pasado junto a mí sin conocerme. Yo me he puesto ante
él.
—¡Sarrio!, ¡Sarrio!—le he gritado. Entonces él ha
permanecido un momento absorto, mirándome con sus ojos apagados, blandos; después
ha abierto la boca como para decir algo que no acertaba a decir, y al fin ha
exclamado con voz opaca, fría:
—¡Ah, sí! Azorín...
Y de nuevo ha caído, terrible, un silencio denso en el
zaguán. No podíamos decirnosnada. ¿Qué íbamos a decirnos? No había necesidad de
que habláramos nada. Hay instantes en la vida—cuando os halláis, por ejemplo,
al cabo de muchos años, ante una persona que habéis querido—, hay instantes en la
vida en que creéis que vais a decir muchas cosas, que vais a expresar multitud
de sentimientos tumultuosos, y en que, sin embargo, os encontráis con que no se
os ocurre ni aun la más vulgar de las palabras...
Yo he guardado silencio, triste y anonadado, ante el gran
hombre. Y cuando he salido de la casa, he vuelto a ver en la plaza sosegada las
sombras gratas y azules, las torres achatadas, los balcones cerrados; y he
vuelto a oir el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan
raudas por el cielo, las campanadas del viejo reloj que marca sus horas,
rítmico, eterno, indiferente a los dolores de los hombres...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario