martes, 18 de marzo de 2014

Sarrió

Los amigos y admiradores del hombre ilustre quedarán consternados cuando pasen la vista por estas líneas. Sarrio está enfermo; Sarrio desaparece... Yo he llegado a media mañana a este pueblecillo sosegado y claro; el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas, calan en un ángulo de los aleros de las casas y bañaban las puertas; la iglesia, con sus dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantaba en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio, la fuente deja caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo me he detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de una golondrina, de las campanadas rítmicas y largas del vetusto reloj. Y luego he llamado en la casa del grande hombre: «tan, tan». La puerta estaba entreabierta; no era indiscreción el entrar. El zaguán se hallaba desierto; sobre una mesa he visto una palmatoria con la vela a medio consumir, un vaso vacio—tal vez de algún medicamento—y un rimero de periódicos de la provincia con las fajas intactas. Un profundo silencio reina en toda la casa; los muebles están llenos de polvo; una o dos sillas tienen el asiento desfondado. Y flota en el aire y se ve en todos los detalles algo como un profundo abandono, como una honda laxitud, como una irremediable desesperanza. «Es extraño»—pienso yo, y me siento un momento junto a la mesa, ya un poco triste, ya embargado por esa melancolía indefinible que nos hace presentir las grandes catástrofes. «Es extraño»—torno a pensar. Y me levanto; en el fondo aparece la ancha puerta del huerto, y columbro por ella el verde claro de los naranjos y el verde obscuro de los granados. Pero nadie aparece, ni se percibe el más ligero ruido en la casa. Yo entonces hago sonar unas fuertes palmadas y pregunto, gritando, a uso de pueblo:
—¿Quién está aquí?
Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extrañas, que parecen abandonadas, en que vive uno de esos misántropos de pueblo; estas casas con los muebles rotos, viejos, con las salas cerradas y polvorientas, con la cocína apagada siempre, con el pequeño huerto lleno de plantas silvestres; estas casas en que no hay nadie jamás, y en que de tarde en tarde se oye el chirrido de una puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de su único morador, que pasa. Yo conozco estas casas, pero la casa de Sarrio no era de estas casas. Un presentimiento doloroso comienza a entrar en mi espíritu. Yo doy otras recias y sonoras palmadas. Y entonces, al cabo de un breve rato, veo salir un criado por la puerta del huerto. ¿No habéis reparado en el aire especial que tienen los criados de estas casas extrañas? Son como hombres que esperan y que temen algo al mismo tiempo; llevan en su cara los signos de una preocupación, de una displicencia, de un recelo misterioso; diriase que husmean por todos los escondrijos tesoros ocultos, que piensan en mandas, en legados, y que se sienten secretamente exasperados por algo que no llega.
Yo le pregunto a este criado:
—¿Y don Lorenzo?
El me contesta:
—Está durmiendo.
Son las once de la mañana; estas sencillas palabras producen en mí una estupefacción profunda.
—Pero ¿está enfermo?—torno yo a preguntar.
El no contesta directamente a mi pregunta.
—Se levanta a las tres de la madrugada— me dice—y después se vuelve a acostar.
Yo estoy asombrado. ¿Sarrio se levanta a las tres y después se vuelve a acostar? Esto es inaudito, absurdo, Y entonces, cuando mi admiración ha pasado un tanto, me acuerdo de las tres lindas hijas de mi ilustre amigo: de Carmen, de Lola y de Pepita. Carmen era menuda y tenía el pelo castaño y los ojos azules.
—¿Y la señorita Carmen?—pregunto.
—Se casó—me contesta el criado.
Yo siento una tenue desilusión. Y pregunto por Lola. Lola era alta y tenía el cabello rubio y los dientes menuditos y blancos.
—¿Y la señorita Lola?
—Se casó también.
Yo vuelvo a experimentar otra decepción vaga. Y deseo saber qué se ha hecho de Pepita. Pepita era la más linda de las tres. Pepita era mi amiga predilecta. Pepita tocaba en el piano, con gesto lento y melancólico, «La Priere des Bardes». Pepita tenía hermosas dos cosas que prestan a la mujer un encanto irresistible, avasallador: Pepita tenía hermosas las manos y la voz. De la voz ha dicho un filósofo griego—Zenón—que «es la flor de la belleza»; de las manos no recuerdo ahora sentencia ninguna de ningún filósofo; pero no es necesario acudir a filosofías antiguas o modernas para sentirse subyugado por unos dedos largos finos, blancos, sedosos, puntiagudos, guarnecidos de simétricas uñas combadas y rosadas.
—¿Y la señorita Pepita?—vuelvo yo a preguntar, un poco indeciso, temeroso.
—Se murió—contesta el criado.
Y yo oigo estas palabras lleno de una intensa e indescriptible emoción. Ya, todo el misterio de este ambiente que flota en la casa abandonada, aparece claro ante mí. ¿Cómo los seres que hemos amado tanto pueden desaparecer de este modo tan rápido y brutal? ¿No habrá nada fijo, inconmovible, en el mundo, de nuestros amores y de nuestras predilecciones? Yo miro inconscientemente, anonadado por la tristeza, la bujía a medio consumir, el vaso vacío, el rimero de los periódicos intactos. Y de pronto oigo unos pasos sordos en el piso de arriba y percibo una voz ronca, una voz apagada, una voz doliente que llama al críado. Es la voz de Sarrio. Transcurren unos minutos; el grande hombre aparece en el rellano de la escalera. ¿Es él? ¿No es él? Sarrio camina con los píes arrastrando. Antes iba pulcramente afeitado: ahora lleva una larga barba intensa, descuidada. Antes llevaba una estupenda cadena de plata con una gruesa muletilla; ahora ya no la usa. Antes llevaba siempre, indefectiblemente, una refulgente camisa planchada, que hacía sobre el pecho un bombeo gallardo; ahora trae una camisa blanda. Yo he dicho ya en otra ocasión que un hombre que no lleva camisa nítida y aceradano puede tener talento ni energía: cuando esta proposición se publicó, algunas estimadas amigas mías se escandalizaron. Una mujer no puede persuadirse de que un hombre desprovisto de esta indispensable prenda deje de tener energía y talento. Algunas, sin embargo, llegan a convencerse; pero es ya un poco tarde...
Sarrio, siempre tan atildado, no usa camisa. ¿Queréis un detalle que revele mejor toda su lamentable decadencia? Yo he sentido ante él una honda tristeza que ha venido a juntarse a la tristeza ya sentida. Sarrio va bajando, lentamente, apoyado en la barandilla, los peldaños de la escalera. Yo le miro absorto. Hay en los pueblos hombres y mujeres, vulgares, anodinos, insignificantes, que os han encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya desaparición os causa tanto pesar como la de un héroe o la de un gran artista. ¿Dónde están don Pedro, don Antonio, don Luis, don Rafael, don Alberto, don Leandro, a quienes conocimos en nuestra niñez o en nuestra adolescencia? Tal vez todos han muerto mientras vosotros estabais ausentes, olvidados de sus figuras amables; tal vez alguno de ellos—como este Sarrio— sobrevive a la ruina de su casa, a la muerte de sus amigos, a la desaparición de todo lo que constituía el ambiente de su época. Y entonces veis estas existencias trágicas, dolorosas, solitarias, que en los caserones dé los pueblos van oscilando durante dos, tres, seis años, entre la vida y la muerte. Ya la ponderación y el equilibrio se han perdido; acaso esta dolencia ha comenzado por una ligera indisposición; luego, las catástrofes morales, los disgustos, las calamidades, han venido a abrumar el espíritu. Y poco a poco, como acontece en las pesadillas, sentimos que vamos deslizándonos por un*precipicio del que queremos salir y del que, con todo, no podemos librarnos. Así, un día es la indumentaria lo que descuidamos; otro, es la limpieza de la casa; otro, es el orden de las comidas; otro, nuestras diversiones favoritas—la caza, la música—, que vamos olvidando... Y la neurastenia va creciendo, creciendo, formidable, en el desorden de la casa, en el abandono de nuestra persona, y nosotros, ya perdidos, nos dejamos llevar, anonadados, de la corriente fatal que nos conduce a la anulación definitiva. Acaso los amigos, los, parientes, intentan un supremo esfuerzo: se hace un viaje para consultar a un médico famoso; se ponen en práctica tales o cuales medios curativos... Pero todo es inútil; los años han ido pasando; las energías de la juventud se han perdido; el ambiente que nos ha de tragar está ya formado, y son vanos y estériles cuantos esfuerzos hacemos por apartarnos de él.
¿Comprendéis ahora la tragedia de Sarrio? Cuando ha acabado de bajar la escalera, ha pasado junto a mí sin conocerme. Yo me he puesto ante él.
—¡Sarrio!, ¡Sarrio!—le he gritado. Entonces él ha permanecido un momento absorto, mirándome con sus ojos apagados, blandos; después ha abierto la boca como para decir algo que no acertaba a decir, y al fin ha exclamado con voz opaca, fría:
—¡Ah, sí! Azorín...
Y de nuevo ha caído, terrible, un silencio denso en el zaguán. No podíamos decirnosnada. ¿Qué íbamos a decirnos? No había necesidad de que habláramos nada. Hay instantes en la vida—cuando os halláis, por ejemplo, al cabo de muchos años, ante una persona que habéis querido—, hay instantes en la vida en que creéis que vais a decir muchas cosas, que vais a expresar multitud de sentimientos tumultuosos, y en que, sin embargo, os encontráis con que no se os ocurre ni aun la más vulgar de las palabras...
Yo he guardado silencio, triste y anonadado, ante el gran hombre. Y cuando he salido de la casa, he vuelto a ver en la plaza sosegada las sombras gratas y azules, las torres achatadas, los balcones cerrados; y he vuelto a oir el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan raudas por el cielo, las campanadas del viejo reloj que marca sus horas, rítmico, eterno, indiferente a los dolores de los hombres...

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