He aquí como el poeta
vuelve viejo a su patria.
Don Joaquín se detiene un momento en el umbral; le acompaña un criado.
—¿Cómo está usted, don Joaquín?—le dice doña Juana.
—¿Qué tal le va a usted, don Joaquín?—le dice don Antonio—. Sabíamos que había llegado usted esta mañana; pero ¡cómo habíamos de sospechar que viniese usted por aquí esta tarde!
—¿Y ustedes?... ¿Y ustedes?... ¿Cómo se encuentran? ¡Caramba! La verdad es que hace tiempo que no nos veíamos. Y ahora tampoco nos vemos.... Digo, yo soy el que no puedo ver a ustedes.
Doña Juana ha acercado un sillón.
—Siéntese usted aquí, don Joaquín.
Don Antonio coge de la mano a don Joaquín y lo lleva hasta el sillón. Don Joaquín se sienta con cuidado, lentamente. La puerta está abierta de par en par; aparece el ancho zaguán limpio, embaldosado con losetas blancas y negras; por la calle discurre un hormiguero rumoroso de gente.
—¿Está usted parando en su casa, don Joaquín?— pregunta doña Juana.
—Estoy en casa de mi hermana—dice don Joaquín—. Mi casa estará hecha un corral; todos los muebles estarán llenos de cucarachas, de arañas y de polvo. Hace veinte años que no se ha abierto... desde que yo me fui. Virginia me escribe en las cartas, que la limpia dos o tres veces al año; pero yo no lo creo... Además, no quiero entrar en ella; yo no puedo ver nada, y me daría tristeza el tocar, para reconocerlos, aquellos muebles que vieron mi juventud.
—De modo—dice don Antonio—que usted se ha acordado este año del pueblo y ha querido venir a ver la fiesta.
—Sí—contesta don Joaquín—sí; he querido venir este año. Me he dicho: «Puesto que ya quizá no pueda tener otra ocasión, aprovecharemos ésta, que tal vez será la última». Y he venido a ver, es decir, a sentir el pueblo, a saludar a los buenos amigos, como ustedes...
Se oye un lejano campaneo, estrepitoso, jovial; estallan cohetes en el aire; el cielo se va poniendo de un azul pálido.
•Doña Juana se levanta de pronto.
—Pero usted, don Joaquín, ¿no conocerá a Lola, ni a Clara, ni a Conchita, la que apadrinó
usted en Madrid?
Doña Juana se acerca al hueco de la escalera, y grita:
—¡Clara, Lola, Concha!.... jBajad, que está aquí don Joaquín!
—Estarán en el balcón—dice don Antonio.
Y se asoma a la calle y exclama, mirando hacia arriba:
—Bajad, que está aquí don Joaquín.
Se oye en el techo ruido precipitado de tacones finos y menuditos; luego, en la escalera, un rumor de faldas, de voces, de risas alocadas. Y, de repente, como una aparición mágica, las tres se hallan en la entrada, serias, derechas, mirando a don Joaquín con sus grandes ojos azules, grises, negros.
—¿Vosotras no conocéis a don Joaquín? —les dice don Antonio.
Las tres callan.
—Clara, ¿tú no te acuerdas que cuando eras pequeñita él te llevaba al jardín?
—No, no—dice don Joaquín, sonriendo—; ella no se acordará. ¡Hace ya tantos años!
—TiT, Lola, sí que no te acuerdas—le dice don Antonio a Lola—; tú tenías dos años cuando él se marchó.
—Yo sí que me acuerdo de ella—dice don Joaquín—; Lola tenía los ojos azules. ¿Es verdad que los tiene azules?
Lola se pone un poco roja.
—Sí, don Joaquín; los tiene azules—afirma doña Juana.
—¿Y Conchita?—preguntó don Joaquín— ¿Está aquí?
—Aquí está delante de usted—contesta don Antonio.
—Conchita—dice don Joaquín—, yo soy el que te tuvo en la pila del bautismo hace quince años.
—Sí, don Joaquín—dice Conchita—; ya sé que es usted mi padrino.
—Ella me pregunta muchas veces por usted— dice doña Juana.
—Yo no puedo verte, Conchita—dice don Joaquín—. ¿Cómo eres? ¿Cómo es Conchita?
—Es alta y delgada—contesta doña Juana.
—¿Cómo tiene el pelo?
—El pelo es rubio y largo.
Las mejillas de Concha se encienden con vivos carmines.
—¿Y los ojos? ¿De qué color son los ojos?
—Los ojos son entre grises y verdes; unas veces parecen grises y otras verdes.
—La boca es pequeña y con los labios rojos.
—Conchita—exclama don Joaquín—, eres una linda muchacha, y yo estoy contento por haberte tenido en mis brazos cuando contabas ocho días... Y vosotras también lo sois, Lola y Clara; pero yo no puedo veros a ninguna...
Una criada entra llevando en las manos una ancha bandeja llena de flores.
—Ya están aqui las flores—dice Lola.— ¿Han traído flores?—pregunta don Joaquín.
—Son las flores que hemos de tirar cuando pase la Virgen—contesta Clara.
—¿Qué flores son?—torna a preguntar don Joaquín.
—Son rosas, claveles y jazmines—contesta Lola.
—Toque usted, don Joaquín, toque usted—dice Conchita, poniéndole la bandeja delante.
—Conchita—dice don Joaquín extendiendo sus manos blancas, sutiles, y pasándolas con cuidado sobre las rosas, los claveles y los jazmines—. Conchita, has hecho cuanto puede apetecer para su consuelo un viejo poeta que ha amado las flores y que ya no puede verlas...
Prosigue a lo lejos el volteo loco y jovial de las campanas; estallan cohetes; se oye una música; el cielo diáfano se ha tornado obscuro, y parpadean las primeras estrellas.
. Don Antonio se levanta de pronto y grita:
—¡Rafael! ¡Rafael!
Rafael se acerca y entra en el zaguán. Es un labriego; es el mayoral que don Antonio tiene en la Umbría.
—Rafael—le pregunta don Antonio—, ¿os vais esta noche, después de la procesión, a la Umbría, o mañana por la mañana?
—Esta noche queremos ver los fuegos — contesta Rafael—; nos ¡remos mañana.
—Oye—observa don Antonio—. Esta semana tendréis que labrar todas las piezas de la Herrada... meted bien las rejas en los cornijales. Y tendréis también que acabar de recoger toda la almendra que queda.
—Este Rafael—pregunta don Joaquín— , ¿será el hijo del tío Rafael, el mayoral que ustedes tenían antes?
—Sí, es el hijo—contesta don Antonio.
—Rafael—le dice don Joaquín—, ¿tú no te acordarás de mí? ¿No te acuerdas de don Joaquín, verdad?
—No, señor, no—contesta Rafael con aire confuso, rascándose la cabeza.
—Eras tú un mozuelo cuando yo iba a la Umbría... Dime, ¿hay aún delante de la casa aquellos olmos grandes? ¿Están hermosos? ¿Están verdes?
—Sí, aún están—contesta don Antonio.
—Y ¿hay en ellos muchas cigarras? ¿Unas cigarras que cantan mucho? ¿No es cierto?
—¡Ya lo creo que cantan!—exclama Rafael—. Todo el día se lo pasan cantando. Los chicos les tiran piedras para que callen; pero yo les digo que las dejen, que ya vendrá el invierno y se morirán.
—Es verdad—replica don Joaquín—. Ya vendrá el invierno y se morirán...
Y para sí piensa: «Nosotros, los poetas, somos como las cigarras: si las calamidades y desgracias de la vida nos dejan, cantamos, cantamos sin parar; luego viene el invierno, es decir, la vejez, y morimos olvidados, desvalidos».
Resuenan los estallidos de los cohetes; la procesión se acerca. Pasan bailando unos enanos; la dulzaina hace: «ti, tirí, ti»; el tamborhace: «tan, taran, tan»...
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