El chico está encerrado en una habitación. No está bajo llave, pero es como si lo estuviera.¿Qué hizo ese niño? Tiene la cara hinchada. Se aburre el chico. Afuera resuenan los corsos de pueblo. Ni se anima a abrir la ventana, no quiere ver la algarabía ajena. No por el contagio, no. Está en cuarentena. Está sentado en la cama. No hay nada divertido en esa habitación, ni siquiera lápiz y papel. Solo hay una repisa. Arriba de la cama, empotrada.
Estira la mano.
Ese chico fue traído al correntino pueblo de San Roque por su tío. Su tío Antonio había salido un tiempito atrás de la cárcel. Entraba y salía de la celda como quien vive en un hotel. Lo habían estafado y se comió ir adentro por firmar unos cheques. Pero todos lo querían al iluso Antonio, hasta que un día salió. Y al tiempo se metió en otra aventura comercial. Una heladería.
Entonces los padres del chico, llegados de Buenos Aires para pasar las vacaciones en otro pueblo, le cedieron al nene por dos meses para que ayude. Y el chico trabajó en la heladería. Veía hacerse esas cremas frías estiradas por la máquina, dando vueltas hasta lograr la consistencia, hasta que supo cómo hacerlo.
Después lo pusieron a vender también, para lo cual aprendió a llenar los vasitos y los cucuruchos con la terminación prolija. Sin embargo, durante las siestas, caminaba las calles de tierra con su caja de telgopor, gritando “¡helados!” en cada esquina.
Hasta que llegaron los corsos correntinos.
El tío armó puestos callejeros para vender helados de palito. Y serpentinas. Y papel picado. Y espuma. Para adornar la heladería y los caballetes de la calle, compró decenas de globos de tres colores. Y el chico fue el encargado de inflarlos a todos.
Al día siguiente tenía los costados de la cara hinchadísimos. No se quería ni mirar en el espejo. Sus ojos, naturalmente caídos, estaban más abajo aún. Le diagnosticaron paperas. Le dijeron al tío que había que aislarlo. Y encontró una pieza, en el caserón de un paisano árabe.
Allá fue el chico, lejos de la familia que ya había regresado a la Capital Federal, de sus hermanitos, de los helados, especialmente del de dulce de leche, lejos del yacaré atado en el baldío de la heladería, que tiraba dentelladas. De Nibal, el loco del pueblo y su júmper colorado. De jugar con el hijo de la viuda, la novia de su tío.
Y ahora, lejos de la gente que se tiraba agua y tomaba refrescos durante las noches de carnaval.
Su mano estirada advierte una pila de revistas. Las empuja hacia él y las deja caer. De todas formas quedan apiladitas sobre la cama. Son un montón de semanarios El Gráfico, con sus portadas de jugadores de fútbol. Refunfuña el chico: “Justo a mí que me gustan casi todas las revistas, encuentro unas que no me gustan”.
Porque El Gráfico le recuerda que son las únicas revistas que están sobre la mesada de la peluquería de Tomasito. Y él odia que le corten el pelo. Lo obliga su papá, quiere el pelo como lo tienen los soldados. Entonces él odia la peluquería. Y a Tomasito. Y a El Gráfico. Y al fútbol. No puede ni ver esas fotos de equipos y goles. No soporta siquiera las figuritas de jugadores. Así que, bufando, hace a un lado la pila de revistas; las tira al piso.
Mira sus pies, el chico. Mira la puerta. Mira la ventana. Escucha el jolgorio. Se palpa las hinchazones debajo de las orejas. No le duelen, y hasta le parece que se desinflaron un poco. Mira el techo. Mira la repisa. Estira la mano. Un libro. Con las hojas como serruchadas. Voluminoso. La tapa promete.
Una especie de guerrero, un castillo, un fantasma. Abre el libro. Y entonces todo el bullicio, los griteríos con tonada guaraní, las ganas de salir, todo se borra.
Días después lo revisa alguien con guardapolvos y se dan cuenta de que todo era una hinchazón por inflar demasiados globos, y lo liberan. Volverá a Buenos Aires y, ese año, en cuarto grado, se enamorará de una rubiecita que no le dará bola, pero de quien él, por veneración, averiguará cada detalle de su vida, y uno importante: es fanática de Boca.
Entonces él, que por tradición familiar era tibiamente de River, se hace de Boca. Y será fanático. Y fanático del fútbol. Pero antes de que todo esto ocurra lo liberan.
Se lleva su bolsito; y el libro.
La tapa es un dibujo que promete una novela de fantasía heroica, muy atractiva para la edad de ese chico, que no parará de leerlo una y otra vez en esa estancia pueblerina. Y que seguirá leyendo, en distintas ediciones por supuesto, durante cada estirón, y luego sin estirones y luego y luego y luego, hasta hoy.
Ese libro es Hamlet y, aparte de todo, es una historia muy divertida.
Miguel Rep
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