XXXIV. EL CAPÍTULO QUE
LE FALTABA A LA
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA
El inquilino atroz
El solía decir que era
ciego, ciego de los ojos. Con esa frecuente referencia, en la que a veces se
regodeaba, no hacía más que distraerse, distraerse él y distraer a los demás de
la otra ceguera, la peor, la ceguera del
entendimiento.
Su currriculum de vida
registra, entre otras, las siguientes carencias:
Nunca indagó con su
manito el inodoro.
Nunca dio una trompada,
ni la recibió.
Nunca hizo el amor
urgente de los zaguanes.
Muy temprano se
escondió en un laberinto amurallado de libros y de allí no quiso salir.
No tuvo hijos, porque
los libros no suelen quedar embarazados.
De esa parte de la vida
que es la vida palpable, nada quiso saber: primero la ignoró, después la
confundió, finalmente, por pura diversión, la injurió.
El decía que era dos
hombres, él y el otro. Pero era tres
hombres. Al tercero no lo nombraba, porque le temía.
A medida que los años
le estropeaban la voz y le hacían más temeroso el caminar, éste, el tercer hombrecito, se volvía más locuaz
y desbocado.
Se hizo promotor de
masacres. Se hizo propiciador de guerras, como si las guerras no se hicieran
con hombres.
Cultivó con empeño su
ignorancia para lo que está fuera de
ciertos libros y se especializó en dictar formidables sentencias sobre todo
aquello que había decidido ignorar muy temprano.
En sus abominables
entretenimientos orales se creyó con la
obligación de ser memorable.
Se aplicó al ejercicio
de la banalidad portentosa de la censura.
Hizo del asco la virtud fundamental.
Por no resignarse a una
tranquila ignorancia, a una sosegada
idiotez, se transformó con el tiempo en un caballero absolutamente inaccesible al honor.
Pasaron los días y las
noches de la eternidad de aquí, la palpable. El sol alumbró por última vez su
pálido rostro. Los tres hombrecitos de aquel hombre se encontraron en el mismo
estrado. La muerte, la muerte cierta, la muerte no soñada los había convocado,
como a todos.
Les concedió un minuto
para la despedida y el gesto final. Los hombrecitos de aquel hombre se
abrazaron ateridos, como niños. La seca muerte les solicitó compostura.
El hombrecito literario imitó la dignidad de los malevos, esos que
practicaban la religión del coraje
desinteresado. El hombrecito
cotidiano y público apeló a la dignidad aprendida en su bachillerato de
Ginebra.
El tercer hombrecito, el infame, quiso reírse de la muerte y, una vez
más, de sus distantes vecinos, los hombres. Quiso reírse. Inició una descomunal
carcajada, pero en la mitad de la carcajada le salió un crujido, y tras el
crujido le brotó un vómito.
Allí, en ese preciso
momento, el tercer hombrecito de
aquel hombre supo que, aunque las muertes
de los hombres vistas como partes del tiempo son hechos venales, con la
muerte de los hombres y con sus Vidas, no se juega.
De los tres hombrecitos
el primero fue ceniza. El segundo
se quedó a vivir en la momentánea eternidad de la fama y de los hombres. El tercero no fue acogido ni por la ceniza,
ni por la memoria.
El tercero ni siquiera fue acogido por la muerte. La muerte lo rechazó
por indigno. No quiso hacerse cargo de él. Ni vivir pudo más. Ni morir pudo
tampoco. Quedó encarcelado en él mismo, insomne, viéndose en infinidad de
espejos, ahogándose en las sucesivas sucesividades de aquel vómito que ya no le
salía, sino que le entraba, le entraba convertido en una implacable eternidad
al revés.
(En el cementerio de la
Recoleta, en donde fue depositado el cuerpo de aquel hombre que había sido tres
hombrecitos, hubo un sereno demasiado curioso que en la primera noche abrió el
féretro y quiso revisar las ropas de aquel personaje despedido por tantos
discursos… No encontró oro.
Encontró dos nueces,
sin abrir, y un papelito que en muy temblorosa letra decía lo siguiente:
Me llamo Jorge Luis Borges. Yo era dos hombres, el que existía y el que
literaba. Pero un día me encontré con un inquilino, con un tercer Borges, aquel que por no jugar a tiempo cuando niño, por no romper cosas,
quiso muy tardíamente hacer daño, como un niño… Y escogió muy mal los objetos
para el destrozo… Me llamo Jorge Luis Borges: por favor le pido, porque estoy
débil, solo, ciego y viejo: si lo ven a Borges, sálvenlo.
Sálvenlo a Borges de Borges.
Rodolfo E. Braceli (1979) “Don
Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXXIV. El capítulo que le faltaba a la historia universal de la infamia. El inquilino atroz. Pág.
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