Para mi hermano Rodolfo
En Guipúzcoa las casas tienen un patio común, un gran patio, al cual convergen las habitaciones todas de una manzana o bloque.
Merced a él, muchas categorías sociales se codean. Si vais por la calle, veréis la enorme diferencia que hay entre los ornamentados balcones de un entresuelo y los elementales barandalillos de hierro de un quinto piso; entre las colgaduras de damasco de un principal y los visillos de lienzo de una buharda. Pero si os asomáis al patio, al gran patio, al luminoso patio, las diferencias son mucho menos sensibles: no hay sino anchos muros agujereados, rectangularmente y en monótonas líneas, por las ventanas.
Y estas ventanas son todas iguales, o casi iguales.
Las categorías se marcan más bien por las diferentes alturas.
Los pobres están siempre arriba, en comunión de aspiraciones con los tejados y con los gatos.
Los ricos siempre abajo, pegados a la tierra, a ella asidos, de ella enamorados, exprimiéndole todo el jugo de que es capaz, pensando con posesivos: «mi casa», «mi quinta», «mi cortijo», «mi villa» y «mi automóvil», que liga todos estos «mis» con una vertiginosa cadena invisible.
*
Por la noche, los muros blancos se puntean de luces.
El gran patio está obscuro, y así como en la mañana todas aquellas ventanas convergían a una misma luz, hoy convergen a una misma sombra, como muchas vidas a un mismo dolor.
En la vasta área del patio van proyectándose los rectángulos luminosos por los cuales pasan siluetas diversas.
En el relativo silencio, la diversidad de rumores se desmadeja, se precisa; y entonces la completa imagen de la existencia está en algunos metros cuadrados.
Asomaos a un balcón y será como si os asomaseis a la vida.
Todas las edades, todos los trabajos, todas las locuras están allí.
Vosotros veis escenas que no es dado ver a los en ellas directamente interesados.
Veis, dentro del rectángulo de una ventana, al viejo que dormita, mientras en el rectángulo de la inmediata, su mujer, jamona capitosa, coquetea con el primo que está de visita.
Veis a los lacayos reir de los amos, que majestuosamente comen, separados de ellos por un muro que para vosotros no existe.
Oís fragmentos de conversaciones que voltejean en el aire.
Y, a veces, a una ventana solitaria asoma la silueta de una mujer joven.
¡Oh las mujeres jóvenes que asoman por la noche a las ventanas solitarias!
¡Oh las mujeres jóvenes que interrogan a la noche desde las ventanas solitarias!
¡Oh mis lejanos veinte años, clavados en la acera, como veinte espías llenos de zozobra y de amor, frente a una ventana solitaria!
*
A lo lejos, el mar enrolla y desenrolla sus olas con el mismo rumor apagado de hace un siglo, de hace veinte siglos, de hace centenares de siglos.
Y lamiendo las playas de la ciudad luminosa, de la ciudad culta y festiva, de la ciudad de placer, él continúa siendo salvaje.
¿No habéis notado que el mar es el único que, en esta perenne transformación de las cosas conserva su sello de virginidad primordial?
El hombre lo ha modificado todo, ha cambiado la faz de la tierra. La ha desensilvecido para levantar, en vez de sus bosques milenarios, ciudades maravillosas; ha cultivado los campos, los ha dividido en heredades, los ha medido y clasificado. Ya no podéis ir a ninguna parte con la esperanza de encontrar las huellas de Dios en la creación. Los propios astros misteriosos, eclipsados por los focos eléctricos, opacados por el humo de las chimeneas que ensucian el cielo, apenas si con débil parpadeo aciertan a hacer signos de luz a vuestro espíritu. Si pretendéis escuchar la voz sonora y potente de las cascadas que cantaban en la noche, no lo lograréis tampoco. El hombre se ha apoderado de toda la fuerza de la catarata para mover sus fábricas. Ya no desfleca el río cristalino su diáfano caudal irisado…
Pero no os desconsoléis, vosotros los que ansiáis fortificaros en el regazo de la naturaleza, vosotros los que deseáis acercaros a su alma enorme y divinamente hospitalaria: id hacia el mar incólume. A él no ha logrado imponerle su sello el hombre.
La montaña y el valle y la cascada han capitulado; el mar no capitula. Es el mismo que fraguaba continentes en el principio, cuando el planeta, caliente y envuelto en densos vapores, parecía pender aún de la nebulosa generadora.
En vano la osadía de la quilla hiende la ola. Jamás dejará una huella. La onda móvil la mecerá mientras le plazca, y luego la tragará y la triturará en su seno.
Venid al mar, espíritus libres, almas fuertes o inquietas. ¡El mar no tiene dueño! Es nuestro, y él sólo puede darnos aún en el planeta la vasta, la poderosa impresión cósmica, genésica, que la pobre tierra esclavizada no acierta ya a producir.
Y pienso en estas cosas mientras me asomo al patio, al patio ensombrecido, adonde convergen muchas ventanas, como convergen muchas vidas a un mismo dolor.
Amado Nervo
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