Agapito Etchebere era hijo de vasco y de correntina.
Del uno heredó la tozudez y, de la otra, el pelo negro e hirsuto, un temperamento
irritable y un corazón generoso y, de ambos, una educación más o menos sólida y
una pequeña estancia en las cercanías de Capibara-Cué, bien poblada de hacienda
que, periódicamente, enviaba a los mercados de la capital. Pero sus vacas
semimontaraces con guampas agudas, mirar salvaje y patas largas conseguían
precios muy bajos en las subastas, por lo que decidió mejorar su plantel con un
toro de buena sangre. Para ello hizo drenar los pantanos y lagunas de sus
campos, instaló molinos con bebederos para evitar el peligro de las lombrices,
hizo sembrar con alfalfa varias parcelas y colocó bañaderos para combatir la
garrapata. Los vecinos se reían y comentaban:
—¡Ta loco el Agapito!…
—Se va a gastar toda la plata que le dejó el padre con
esas fantasías.
—L'hasienda hay que dejarla así como se ha criau… a
campo —decían los criollos viejos.
Indiferente a todas las críticas e impermeable a los
sarcasmos, Agapito siguió sus innovaciones y, a poco, sus vaquillonas fueron
más llenas de carne, sus vacas más pródigas en leche y sus novillitos más cotizados
en los mercados. Entonces fue cuando el joven debió luchar para defender el
toro de la ambición de sus vecinos que pretendían mejorar su hacienda sin más
preocupación que hacer saltar a sus vacas el alambrado del campo. Pero Agapito,
que había gastado sus buenos pesos no se acomodó a ese pretendido contrabando
de sangre vacuna y reforzó bien las cercas. Además él mismo se cuidaba de
efectuar las recorridas porque, en el bochorno de la siesta, un peón se duerme
en cualquier sombra y más si algún comedido le ofrece unos pesos para que mire hacia
otro lado.
—Y yo no estoy dispuesto —se quejaba Agapito a don
Frutos, el comisario— que unos cuantos vivos refinen sus haciendas a costa mía.
—Pero m'hijo… ¿Acaso tenes prueba que ellos haigan
hecho trabajar al toro por su cuenta?
—No, pruebas no tengo… Yo no los he visto y no he
podido sorprenderlos, pero…
—Continua m'hijo.
—Que esos picaros tienen terneros con el mismo pelaje
que mi toro, que el Crisanto Vallejo, con todas sus vacas yaguanés tiene ahora
vaquillonas y novillitos de pelo colorado…
— ¡Bah! ¿Y eso qué?
—Que según las leyes de la eugenesia, de vacas y toros
pampas tienen que salir terneros pampas y no mestizos como ellos tienen…
—Mira, Agapito, vo decile a la Ugenia ésa que se deje
de chismes y no te lleves de cuentos de mujeres… ¿Guala pa es la Ugenia que
decís? ¿La hijastra 'e Verón o la mujer 'l Tuerto Andino?
—¡Qué Eugenia ni ocho cuartos! Yo me refiero a la eugenesia,
la ciencia que trata del mejoramiento de la raza.
—¡Tamién vo con las macanas que salís!… Pero golviendo
a lo tuyo, si no tenes prueba no puedo proceder y no vayas a denuncear al santo
cuete que algunos d'esos son cosquillosos pa'l jierro.
—No se la van a llevar de arriba porque yo tampoco me
he criado a galpón, don Frutos.
—Sí, ya lo sé, Agapito, pero pa que te vas a haser
mala sangre sin motivo. Vo sabes qu'en esascosas la naturaleza es caprichosa… A
lo mejor algo que queda entre los yuyos y qu'el viento lleva o Tagua arrastra.
Yo una ve supe tener una planta 'e lima cerca 'e un naranjo y las naranjas me
salían con gusto a lima…
—Sí… sí… pero sepa, don Frutos, que vaca ajena que yo
vea en mi campo la voy a curtir a balazos —dijo el joven enojado y se dispuso a
retirarse.
—Teñe cuidao, m'hijo —le respondió don Frutos—, no
ocurra que sea tu toro el que se meta en chacras ajenas. Vece suele pasar…
Se pasó la mano por la cara y terminó acariciándose la
barba para concluir filosófico:
—Sí, Agapito, vece suele pasar…
Como no podía resignarse a tener su toro
constantemente a galpón y tampoco quería favorecer la pillería de sus vecinos, Agapito
redobló la vigilancia, especialmente en las horas de la siesta, horas en que
tenía fundadas sospechas se producían las violaciones a sus dominios. Volvía una
tarde, sudoroso y cansado, de unas de esas recorridas cuando, a mitad del
camino, acertó a pasar frente al rancho de Paolo Sacco, quien no hacía mucho tiempo
había empezado a poblar esa parte en compañía de Ana, su mujer.
—¡Eh!… Don Agapito… —dijo el vecino apareciendo bajo
el alero— ¿Qué anda haciendo a estas horas? Abájese a tomar algo fresco o se va
a insolar.
Un poco por no desairar la invitación y otro poco
porque la rubia Anita era algo digno de contemplarse, el mozo aceptó y
descendió. Le hicieron pasar a la habitación que hacía de comedor, le alcanzaron
un vaso de vino con rodajas de limón mediado con fresca agua del pozo que
aplacó su sed. Conversaron un largo rato y, al despedirse, el hombre invitó:
—Venga cuando quiera, don Agapito. Para nosotros es una
alegría y especialmente para ésta que no tiene con quien hablar porque los
demás vecinos son todos criollos y como Anita gusta de hablar de libros y de
viajes no la entienden…
—¡Ah, sí! pues yo tengo en casa varias novelas si
quiere…
Brillaron los ojos de la mujer.
—Sí, por favor, tráigalas… Las que yo tengo las he
leído ya dos o tres veces…
Fiel a su palabra Agapito volvió al otro día con unos
libros, una sed que le secaba la garganta y otra mala sed que le quemaba el
alma. Así pasaron varios días hasta que una tarde Paolo dijo sonriente:
—Todo está muy bien, pero yo debo trabajar o sino la
tierra no produce.
Agapito se alzó inmediatamente para retirarse, pero el
hombre apoyándole la mano en los hombros, lo obligó suavemente a sentarse de
nuevo.
—No, usted quédese amigo, que desde que ha empezado a
visitarnos, Anita se ha puesto más contenta. Además, solo saldré por un rato para
ver el regadío y enseguida volveré.
Él iba a protestar, pero miró los ojos claros de la
mujer, sus cabellos levemente dorados, la piel blanca donde se transparentaban
las venas azules y se quedó. La invitación formaba parte de un plan que el
ambicioso Paolo se había trazado después de ver cómo Vallejos y algunos otros
habían vendido a buen precio sus haciendas mestizadas…
—Nosotros somos los únicos zonzos —le había dicho a su
mujer—, todos los demás han mejorado su ganado mientras nosotros seguimos con
los animales guam'pudos y silvestres.
—Pero corres el riesgo que si se da cuenta se enoje con
nosotros y es tan bueno…
—Yo también sé que es bueno, pero ya descubrí el medio
de hacerlo sin peligro.
—De todos modos estaría mal hecho.
—Anda con tus escrúpulos. Así nunca vamos a salir de
pobres. Mira, cuando él venga por la tarde entretenelo de cualquier manera
hasta que yo vuelva. ¡Total!, no será más de una hora…
—¡No! —protestó ella—Está mal, muy mal…
Pero él no hizo caso de sus protestas y terminó por
convencerla. Cuando los dos quedaron solos se estableció entre ellos una
especie como de complicidad, pero, simulando indiferencia, siguieron hablando
de una novela que el mozo le había traído hacía unos días. De pronto se sintió
en la lejanía el vibrante mugido del toro, Agapito se levantó, pero ella,
temerosa que pudiera sorprender al marido, le tornó de la mano y le dijo:
—No se vaya, todavía… explíqueme este párrafo que no alcanzo
a comprender.
El contacto de la piel suave enardeció al hombre que
pudo, sin embargo, contenerse y empezó a leer con voz temblorosa:
—"…la castellana de Andelís, miró al hombre que
había entrado subrepticiamente…"
Nuevamente el toro, volvió a mugir y Agapito tornó a callar,
pero ella que se había puesto a su lado aproximó al suyo su cuerpo joven. El sintió
apoyarse contra un brazo los senos erectos, miró los ojos celestes, brillantes con
el resplandor del sol, la boca de labios pulposos y vaciló.
—Siga… —le dijo ella.
— ¡No! —protestó él— tengo que irme.
Pero Ana recordó las palabras del marido: "Entretenelo
de cualquier manera… de cualquier manera…" Y, venciendo todos sus pudores,
le tomó de los brazos.
—No se vaya… —repitió.
Entonces, Agapito se olvidó de la amistad, de su
código de honor y hasta del toro y, arrojándose sobre la boca entreabierta,
sació en ella el hambre de besos que lo consumía.
Para las fiestas de Navidad venía un cura desde la
capital a celebrar oficios religiosos y a poner en gracia de Dios a los
matrimonios, pecadores, difuntos o criaturas que necesitasen de su bendición. En
esa oportunidad eran muchos los bautismos que se celebraban y, don Frutos, que
había sido designado padrino de uno de los hijos del Tuerto Andino se encontró
en la sacristía con Agapito que venía de desempeñar igual papel con el primogénito
de Paolo Sacco. Después de haber cumplido con sus obligaciones y arrojado
puñados de monedas a los chillones muchachitos que esperaban en la puerta a los
gritos de "¡Que viva el padrino!… ¡Que viva el padrino!", los dos
amigos fueron a la comisaría a tomar unos amargos. Don Frutos lo hizo sentar y
se acomodó él también en una silla. Recibió el primer mate, lo saboreó
golosamente y después de haberlo concluido dijo como al descuido:
—¿Te diste cuenta, muchacho, 'e una cosa?
—¿De qué, don Frutos? —contestó Agapito, mientras
recibía su mate.
—Que el gringo Sacco es rubio, tirando a colorao, la
mujer es rubia, tamién y, sin embargo, el hijo le ha salido con el pelo y los
ojos negros.
El joven no contestó empeñado en seguir chupando un
mate que ya hacía un rato había vaciado nerviosamente.
—Sí, es como te decía —prosiguió el viejo—, en esas
cosas 'e la naturaleza uno nunca sabe… Será Tagua, el viento o ¡qué sé yo!,
pero a veces suelen pasar esas cosas. Los padres rubios y el hijo con el pelo
negro, ansina casi como el tuyo. ¿Caso curioso, no? ¡Y entrega de una ve ese
mate que por más que queras ordeñarlo chupando ya no da más leche!
En Otros cuentos correntinos. Pp. 51-57
Huemul, junio de 1979.
En El toro la acción transcurre en tono de jocoso humorismo; haciendo jugar la historia de las clandestinas mezclas del toro, con los amores de Agapito y la mujer de Pablo, con sus lógicos resultados, logra una sutil gracia, sin caer en lo escabro so a través de un lenguaje pleno de sobreentendidos. Pero particularmente valioso es el trazado de la psicología de los personajes, donde entra en conflicto, más allá de la anécdota, el enfrentamiento de dos mentalidades que chocaron en nuestro proceso nacional y de cuya progresiva asimilación se ha forjado nuestro actual ser argentino: el criollo y el inmigrante, con sus respectivos procederes y sobre todo con sus peculiares concepciones acerca de las tareas campesinas, que ilustran dos épocas bien definidas de la evolución del país.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p.14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina
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