Ha muerto N.N. Era enemigo mío de los buenos, esto es, de los que no engañaban, de los claros. Y yo he llorado, a mi manera, su muerte, y creo que he de notar bastante su vacío. La atmósfera en la que habitualmente nos desenvolvemos está entretejida con hilos de muy distintas filiaciones. Los del cariño y los de la amistad son unos; los de la envidia y la enemistas son otros. Lo curioso es que dependemos tanto de aquéllos como de éstos y que el telón de fondo en el que nuestras vidas descansan acusa el relieve de todas esas varias desinencias. La ufanía del éxito, cuanto llega, si llega, ofrece dos caras muy diferentes y nos hace amable por razones contradictorias. Nos engalanamos con sus efímeras rosas, tanto para el júbilo de los que no nos quieren, como para el reconcomio de los que nos detestan. N.N. era enemigo mío a título gratuito, este es, por pura exuberancia de sus malos humores. En el análisis de conciencia a que me sometí, cuando le vi definido como tal, no me hallé responsable de ninguna culpa –intemperancias, malignidades, agresiones- que justificara su hostilidad. Sin embargo, yo –que tengo la certeza de no haber sido el blanco de sus inquinas y de que, en este instante, muchos podrían estar escribiendo mi mismo artículo, porque razanos había dado, a diestro y siniestro para que se le hicieran hasta con multicopista- contaba siempre, a despecho de mi absoluta inocencia, con sus votos contrarios, con sus venenosas insidias, hasta con sus pequeñas calumnias. Eso sí, es probable que el daño que infirió en su vida, tanto a mí como a cuantos distinguía con su encono, no fuera excesivo, pero si no resultó mayor es porque no pudo. Había nacido para el resentimiento, como otros nacen con signo opuesto, para la generosidad. Tenía la sonrisa difícil a la dicha ajena y una mordedura vegonzante le asaltaba el alma siempre que alguno en su inmediato contorno, obtenía, del destino, recompensas.
Ahora es menester decirle, al menos protocolariamente, que descanse en paz. Pero el corazón humano es de tal índole y está construido con tan sutiles resortes, que lo protocolario se me convierte de pronto en autenticidad cordial. Hoy pienso que su memoria me asaltará isócronamente, como la de aquellos que amé y no están ya a mi lado. Y la razón es ésta: que uno, deseoso de interrumpir la marcha del tiempo, aspiraría a fijar el minuto en que vive, a suspender el flujo de los días, sin que avanzaran más, a guardar intacto el cuadro en que nos movemos como figurantes. Y para que todo no sea en él ni luz ni sombras, para el juego de los claroscuros, necesitamos también de esos enemigos que se nos van, amados a la manera en que los enemigos que se nos van, amados a la manera en que los enemigos pueden serlo, un poco con el despecho de no haber sabido atraerlos a nuestra lealtad y, al fin y al cabo, imprescindibles, en dosis calculadas con prudencia, para nuestra circulación de hombres. Y es que la vida, como el organismo que tolera ciertos principios tóxicos hasta un porcentaje dado, puede llevar sobre sí, y no resultarnos amarga, un lastre de enemigos que no rebase un límite discreto. Sobre todo si aquéllos son como este al que consagro en una hora de póstuma recuerdo mi definitivo adiós: franco, denodado y directo; por cuya desaparición acepto pésames y análogos al cual se los deseo, si no hay otro medio que tener algunos a cuantos quiero bien.
Joaquín Calvo-Sotelo
29 de abril de 1949
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