Recuerdo que en aquel tiempo aún había muchos terrenos baldíos en los barrios de Buenos Aires. Los llamaban "huecos", con diferentes sobrenombres según sus características: el del pozo, el del arbolito, los tachos, etcétera. En ellos solíamos penetrar en nuestras correrías de pequeños traviesos, buscando "huevitos de gallo". Así llamábamos a unas plantas que crecían entre yuyos y malezas, y cuyo fruto semejante a un huevecillo de color marfil, tenía un gusto dulzón muy particular.
Una tarde, con dos compañeritos de aventuras, penetramos en uno de esos huecos, el que llevaría luego el nombre de nuestra historia. Andábamos en busca de frutos cuando vimos en un rincón, junto al muro, acobardado y mirando con ojos lastimeros, a un gato manco. Aún le sangraba la patita. Quién sabe qué extraño accidente habría sufrido. Compadecidos de él fuimos en busca de alimentos, y luego de tranquilizarlo con nuestras caricias, le construimos con ramas y lata un pequeño refugio.
Todos los días, hiciera o no buen tiempo, le llevábamos de comer, y allí lo hallábamos casi siempre en la precaria cuevita, atento a nuestra llegada.
Una tarde lluviosa que jugábamos en el zaguán de casa, nos acordamos del pobre gato y, a pesar del tiempo y la mojadura, fuimos a verlo. Al llegar nos sorprendió encontrarlo fuera de la casilla, mojándose con la fina llovizna. Al acercarnos oímos débiles maullidos. Enseguida comprobamos que el animalito había cedido su refugio a alguien más desgraciado que él: una pobre gatita con dos hijitos recién nacidos, abandonada y huérfana de todo afecto.
Siempre recuerdo a aquel pobre gato manco, con su mirada triste, mojándose bajo la lluvia.
Ricardo L. Castaño (Capital)
Revista Anteojito N°1, pp. 18
8 Octubre 1964
https://archive.org/details/anteojiton18octubre1964/page/n17/mode/2up
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