El hombre que fue a esperarme al aeropuerto de Cambá Punta, en
Corrientes, era un antiguo poblador de esa región, un tipo experto,
con una de esas caras sacadas de un cuento de Hemingway.
"Así que piensa entrar al Ibera", me dijo. "Si puedo", contesté.
"Qué equipo trae", quiso saber. "Esto" (le mostré una bolsita de
plástico con el cepillo de dientes y la máquina de afeitar). "Entrar es
fácil", me alentó. "Lo difícil es salir."
Nos miramos, con el Mayor, en la penumbra de la isla. El agua contreaba sobre el junco en plena laguna Trin y pleno estero del Ibera, y sé que tuvimos al mismo tiempo la misma idea: robarles por un rato la canoa grande a los baquianos y cazar nosotros el yacaré.
Ellos se habían ido con el fotógrafo, en el bote chico. Antonio botaba y Varbona llevaba la escopeta y la linterna; buscaban la luz roja, insomne, que dibujaban los ojos del yacaré, el gran poblador de esas regiones. Eran como las nueve de la noche y el silencio y la canoa, blanqueada por la luna, descansaban a nuestro pies en el canal. Volvimos apurados a la casa. Peco dormitaba sobre el catre de lona, bajo los altos naranjos. Tal vez nos reímos, o el Mayor hizo algún ruido con los cargadores del fusil, porque la alta silueta se levantó de un salto.
–¿Adonde van? –y en seguida, comprendiendo–: Me llevan –dijo.
Ya se calzaba las botas.
Nos tomamos el vino que había quedado de la comida y salimos. El Mayor traía su Mauser 1909 y Peco manejaba el botador de tacuara, como vimos hacer a Antonio, el baquiano, esa mañana. Para salir del angosto canal tardamos el doble que los baquianos, pero al fin recibimos el viento y la luna en la cara y nos reímos en silencio.
Pensábamos no alejarnos de la orilla del embalsado y volver apenas cambiara el sudeste. Yo empuñaba la linterna y barría el junco lejano, esperando esa respuesta rojiza, los ojos que nunca vinieron. Rato después fui el primero en sentir cómo el agua se filtraba a través del colchón de paja verde que cubría el fondo de la canoa. Me paré de un salto y metí la mano en el enjaretado. Había diez centímetros. Nos miramos buscando algo para achicar, hasta que el Mayor señaló las botas de goma que yo llevaba puestas. Me saqué una y empecé, mientras Peco viraba la canoa.
LOS COLCHONES FLOTANTES
Ahora botaban los dos, pero el viento nos apretaba contra el juncal, obligándonos a recorrer cada accidente de la orilla. La arboleda de la isla se nos había perdido media hora antes. En algún punto lejano vimos un fogonazo sin ruido: debía ser el flash del fotógrafo. Yo contaba mecánicamente mis movimientos; ya llevaba más de cien golpes con la bota, y el agua crecía siempre.
–Parece que hay un rumbo –dije, y se rieron. Tres kilómetros al norte, el baquiano Varbona vio los destellos de nuestra linterna.
–Deben ser los gringos –resumió.
Éramos. El Mayor respondía al arduo nombre de Néstor Lucas Brailterd Poccard, que los correntinos de la ciudad reducían a Pocar, y nosotros, a "Che, Mayor". Peco, el abogado de Resistencia, se llamaba Eric Edwin Tissembaum. Era el mismo que me había ido a esperar al aeropuerto de Cambá Punta, que me había dicho aquello de que "Entrar es fácil, lo difícil es salir". Y ahora, cinco días después, parecía que iba a tener razón.
Recordé involuntariamente los datos que conocía del lugar: allí la laguna tenía dos metros quince de profundidad, y el embalsado en partes sostenía, y en partes no, el peso de un hombre. En un hueco de un albardón vimos los ojitos brillantes de un pichón de nutria, al alcance de la mano, pero no hicimos el menor esfuerzo por capturarlo. El agua seguía entrando.
ALGO PARA RECORDAR
Después, en un recodo, apareció la arboleda de la isla. Oímos voces. Parado al borde del canal, sobre el colchón flotante que es la sustancia misma del estero, el fotógrafo Barabino preparaba el flash y decía:
–Aguántense un poquito más que los saco.
Segundos después recibía su castigo: metió el pie en un pozo que no figuraba en sus mapas, y casi se va al fondo. Le entró agua en la cámara y el testimonio de nuestro ignominioso regreso se perdió.
De a uno en fondo pasamos al otro bote. No me di vuelta a mirar lo que pasaba con la canoa, pero el Mayor me asegura que terminó de hundirse cuando desembarcamos.
Temíamos que Varbona estuviera irritado por nuestra salida, pero más bien se le notaba un gesto divertido que no comprendimos. Esa mañana habíamos atravesado con la canoa averiada toda la laguna Trin y la Medina, seis personas y el equipo, sin la menor dificultad. La embarcación tenía a proa un rumbo de veinte centímetros de diámetro que Varbona, supimos después, tapaba con barro antes de salir en cada viaje.
Dormimos al raso. Los mosquitos me habían picado en el Tigre, me picaron luego en Corrientes y en Mercedes, pero esa noche de noviembre no había mosquitos en el Ibera.
Sé que soñé y que un nuevo paisaje, laberíntico, arrasador, angélico en la tersura de sus flores y el cristal de sus aguas, demoníaco en el irresistible crecimiento de raíces, hojas, espinas, púas, dientes, había entrado para siempre en la materia de mi sueño. Por ahí tengo un camino siempre abierto al Ibera.
EL ROSTRO DE LA LEYENDA
La balsa que unos viejos de carbón de ceniza taciturna movían a mano sobre el río Corrientes; los campos de Caá-Guazú donde Paz le dio un baile a Echagüe; el santuario del gaucho Gil que a la orilla del camino devuelve en curaciones y milagros populares su oscura muerte de matrero; las calles rojas de Mercedes, centro ganadero, 25.000 habitantes, seis o siete cuadras pavimentadas, dos prostíbulos legales y otros clandestinos; la próspera siesta de Curuzú Cuatiá, donde fuimos a buscar a Chacho Puyol para que nos llevara a casa de su madre, al borde del estero. Mercedes otra vez, y el calor, y las suaves cuchillas verdes. Todo eso quedaba atrás mientras el jeep se bamboleaba, ya de noche, por un camino que alternaba durezas de basalto con hondonadas de manteca. Nos quedamos en un pozo y hubo que sacar el jeep casi a pulso. La pick-up que nos prestó Vialidad regresaba ya a Mercedes, sin intentar el cruce del último tramo. Siete horas para hacer 60 kilómetros: ese camino empezó a explicarme el enigma del Ibera.
A medianoche estábamos en La Armenia, donde Armenia Sandoval de González, viuda de Puyol, mantiene una finca, un puesto sanitario y una vieja tradición de delicadeza y hospitalidad. Esa casa centenaria con su techo de palma y su recóndito aljibe fue nuestro campamento y nuestro mirador sobre el estero, que empezaba una legua más lejos. Capivarí se llamaba ese paraje, que tiene unos 1.000 habitantes y es la cuarta sección del departamento de Mercedes. Al elegirlo como punto de entrada a las dos lagunas meridionales –Trin y Medina–seguíamos la ruta clásica de las expediciones. Por allí habían pasado Azara y D'Orbigny, y el capitán Uhart. Es seguro que en doscientos años casi nada había cambiado. Cada uno de esos hombres desafió un mito y encontró una realidad menos peligrosa y más bella. Pero, sobre sus evanescentes rastros, la leyenda volvió siempre a cerrarse, como la vegetación insobornable del estero.
La capital correntina alimenta asiduamente el espejismo. De sus 150.000 habitantes, unos cien, quizás, se han internado alguna vez en el Ibera. Los demás creen saber que islas enteras cambian de lugar, que las plantas acuáticas se cierran imprevistamente sobre cualquier embarcación, que en inaccesibles refugios viven centenares de forajidos, que la piraña devora al nadador y la yarará fulmina al intruso.
LAS ESPALDAS LIVIANAS
Eso era lo que veníamos a ver. En la ciudad de Corrientes nos movimos rápido. Cuatro meses antes, una expedición de Vialidad y del Ejército, encabezada por el mayor Braillard y el ingeniero Romero Fonseca. había perforado una vez más el mito. En pocas horas conseguimos que el mayor Braillard estuviera dispuesto a ahogarse en beneficio del periodismo, como antes estuvo dispuesto a hacerlo en beneficio de la ciencia.
Romero Fonseca proyectó sus slides y su impecable información técnica. Ángel Mórtola, presidente de Vialidad, puso a nuestra disposición los recursos de la más importante repartición provincial. Unos minutos de conversación nos aseguraron un Cessna del Aeroclub Mercedes.
La expedición Braillard-Romero había rendido tributo a la leyenda. Veinticinco hombres de oficialidad y tropa, seis técnicos de Vialidad, toneladas de equipo y armamento, incluyendo una barcaza de desembarco, ocho días de exploración bajo rigurosas medidas de seguridad y supervivencia, 200.000 pesos de costo por parte de Vialidad, y otro tanto, quizá, de Ejército.
Gracias a ellos, sabíamos ahora que ese despliegue era innecesario para nuestros fines. Pero triunfaba la inclinación al dramatismo.
En la lista de cosas imprescindibles que me esbozó un joven oficial figuraban la vacunación previa y el suero antiofídico; la pastilla antipalúdica y el cloro para el agua; el carbón vegetal y los borceguíes de cuero; la carpa y los mosquiteros. Por supuesto, no llevamos nada de eso, y nos alegramos cuando hubo que caminar.
DESDE EL AIRE
El Cessna llegó a recogernos a la pista de cuatrocientos metros de La Armenia y poco después, despegamos hacia el estero. Casi en seguida se dibujó ante nosotros la forma redondeada de laguna Trin, con su cuello de cisne al noroeste y, más lejos, la alargada laguna Medina: un paisaje de almanaque, la apoteosis del kodachrome, pero real y palpitante en la tibieza de la mañana, con el pausado movimiento del oleaje, los manchones de oro pulverizado de las plantas acuáticas florecidas sobre el azul de las lagunas y el aleteo de una garza blanquísima midiendo la transparencia de la altura.
Lo demás era el embalsado, el engarce inacabable de los espejos de agua: una llanura de felpa de tonos ocres y pardos que condescendían al verde en las arboledas, parecidas a los montes de las estancias.
En realidad, si uno se distraía un momento podía creer que volaba sobre campos incultos, y no sobre las más vastas extensiones de vegetación embalsada, flotante, conocidas por el hombre en todo el mundo.
En torno a uno de esos montes el piloto descubrió un círculo y luego tomó distancia para una pasada rasante. Era la isla del Disparo, nuestra meta del próximo día. Desde treinta metros de altura vimos gente asomada a una choza y manos que saludaban en un paisaje de naranjos, timbóes y guayabos. El mensaje del Mayor para Floriseldo Varbona, que habría de ser nuestro baquiano, cayó entre zapallos de la huerta, mientras el Cessna enfilaba al noreste, rumbo a la isla de los Villagra, en la laguna Trin.
El sobrevuelo esclarece el interrogante de la vida humana en el estero. La unidad habitable es siempre una isla arbolada, a veces cultivada, generalmente redonda, de una a veinte hectáreas, rodeada de embalsado, donde el poblador abre y mantiene a serrucho un canal de cien a quinientos metros de largo y del ancho de su canoa, que lo comunica con el espejo de agua y de ahí con algún "puerto" o cabecera en tierra firme. Donde hay isla sin canal, no hay población permanente, aunque haya vivienda. En el estero cerrado no hay ni quiere haber vida humana estable: sólo el paso transitorio del cazador que con la sobria "provista" en la maleta se interna durante días o semanas, caminando sobre el anegadizo colchón del embalsado, en busca de la nutria o el lobito, del yacaré o el carpincho.
LAVADO DE CEREBRO
Uno de estos cazadores es Bernardino Díaz. Resulta extraño verlo, con su aspecto y su habla de gaucho, atravesando el campo a pie, una nutria en cada mano. Uno busca por costumbre el caballo, que no existe porque este hombre es la adaptación del paisano al estero, donde el caballo es inútil.
Díaz es un gaucho cazador, y esto quiere decir caminador. Cada quince días deja el rancho que ocupa con su madre, compra sus provisiones y "se mezquina" para adentro llevando sus trampas y su chuza. Solitario anda sobre el embalsado distancias que resultan enormes.
–¿Con qué camina?
Sorprendido, se mira los pies.
–Y... con alpargatas, nomás.
Pero lo más seguro es que ande descalzo. El embalsado cede al pisarlo, y el agua sube hasta los tobillos o la mitad de la pierna. El cazador tiene una forma especial de caminar, curvando el pie para repartir mejor el peso sobre el lecho de plantas. Si el piso se hunde demasiado, tiende una tacuara y la usa de puente o fabrica unas muletas (ñandupuí) que crean nuevos puntos de apoyo. Come lo que lleva o lo que caza. Cuando lo agarra la noche en descampado, corta junco y hace una "cama" que permanece seca.
En medio de esa vegetación torrencial e indiferenciada, cada mata, cada árbol distante tienen para él un significado preciso. Si se extravía, le basta observar un rato la marcha que describe la sombra de un palito. De noche se guía por las estrellas. Alguna vez estas cosas le fallan: el hombre simplemente no sabe dónde está. Entonces se tiende boca abajo y olvida todo, vacía su cabeza de recuerdos y sensaciones. Entre lo que olvida, está aquello que lo ha confundido. Cuando se para de nuevo, ya está orientado; él no sabe cómo, pero es así.
Con estos métodos, Bernardino Díaz llega a internarse diecisiete leguas en el estero, en viajes que duran hasta veinte días.
LAS ISLAS FLOTANTES
Por la noche el Mayor convocó a "reunión de oficiales", desplegó sus cartas y explicó la ruta. El equipo ya escaso que traíamos se redujo al mínimo: una manta y un arma larga por persona.
A las cinco de la madrugada el jeep nos llevó entre espinillos y senderos fangosos a la última tranquera de la estancia de Tressens. De allí seguimos a pie un kilómetro entre malezales que de golpe se convertían en selva sobre el barro. En esta marcha de una hora vimos salir el sol. A las 6.50 estábamos al borde del estero, en el punto convenido donde nos esperaban los baquianos.
Un palmar exuberante cubre allí la costa. El embalsado marginal tiene mil quinientos metros de ancho, y el canal que lleva a laguna Trin nace frente a una isla que llaman del Cerrito.
Floriseldo Varbona, 35 años, era un hombre corpulento, rubicundo, de ojos chicos y maliciosos. Llevaba ropa de gaucho: bombacha oscura y rastra metálica. Antonio Ugarte, 32, bronceado y taciturno, bombacha y camisa clara y un exótico casco de corcho.
En la canoa de Varbona entrábamos cómodamente los dos baquianos y los cuatro expedicionarios. Antonio empuñó el botador y nos internamos en el angosto canal, bajo una nube de garzas, caracoleros y chajás. El camalote florecía hermosamente en racimos lilas y en las orillas prevalecía el junco que llaman piríancuá.
En algún recodo del canal donde el avance es difícil aprovechamos para bajar y pisar el embalsado. La sensación es extraña: eso nos sostiene y se hunde al mismo tiempo, como un colchón de resortes. Su superficie exuda agua que crece despacio. En realidad es una masa de tallos y raíces que pueden tener hasta dos metros de espesor. No apoya en el fondo de la laguna y por eso cede. Con el tiempo y la pausada acumulación de tierra acarreada por el viento llegan a crecer pastos terrestres; luego arbustos y árboles; para entonces lo que empezó como masa vegetal acuática, se ha diferenciado en isla o "puerto" en tierra firme, cuando no en raro y casi mítico "mogote" (isla arbolada flotante) que alimenta las pesadillas de los agrimensores.
HISTORIAS DE GRINGOS
A las 7.40 entramos en laguna Trin. Antonio, parado a popa, lanzaba el botador por delante, en dos golpes lo hacía tocar fondo y proyectaba la canoa en largos y rápidos avances. Las aves habían desaparecido o se mantenían lejanas: apenas si en el junco cantaba un bailarín o ardía la brasa de Juan Soldado. Cuando el Mayor quiso probar su Máuser, debió elegir un biguá a ciento cincuenta metros de distancia. Le pegó en la cabeza.
–Zapallo –comentó Varbona, aunque no pudo disimular la admiración.
El espejo de la laguna era simplemente azul, pero su entraña desplegaba una transparencia de acuario. Grandes masas musgosas de ortigas simulaban bosques sumergidos entre cuyas copas se veían, hasta un metro de profundidad, pececitos plateados y violetas. Después entramos en esa zona que desde el aire aparece como grandes manchones de oro. Aquí domina una planta de hoja flotante, chata y acorazonada, con un tallo filiforme y florcitas amarillas apenas sumergidas.
Antonio botaba en silencio, mascando su tabaco en cuerda, marca Quebracho, "que ataja el hambre y es bueno para los dientes", pero Varbona sostenía con nosotros un punzante duelo. A través de las cámaras fotográficas, del grabador sospechoso, del Máuser infalible, se sentía sometido a un cotejo o una inquisición y contragolpeaba en ráfagas de filoso humorismo.
–Póngame ojos azules y cabello crespo –dijo cuando el fotógrafo anunció que iba a sacarlo en color, y a mis preguntas iniciales contestó en oleadas de risueño guaraní:
–Es que somos dos clases de gringos –explicó después–. Ustedes son unos gringos, y nosotros somos otros gringos. Nosotros porque hablamos en guaraní, y ustedes no están entendiendo. Y ustedes, porque nos hablan en difícil, y nosotros no entendemos.
Hechas estas salvedades, oída su voz grabada –que le produjo inocultable placer–, restablecido el equilibrio y pagados los tributos al amor propio, el esterero se comunicó con nosotros mejor que cualquier hombre de la ciudad.
LAS PIRAÑAS AUSENTES
La laguna tenía ahora reflejos de acero. Un furtivo strip-tease nos había dejado en calzoncillos mientras mirábamos con ansiedad el agua donde nadie se baña.
–Alguna vez me tiro en el invierno –admitió Varbona–para acordarme de que sé nadar. En verano, nunca.
En la cara predatoria y los dientes filosos de la palometa reside esa maldición bíblica, acuñada en infinitas historias y en casi ningún testimonio. La palometa, se dice, ataca animales y cristianos, y después de la primera sangre se abalanza en cardumen, dejando apenas los huesos pelados de la víctima. Peco Tissembaum se tiró, nadó, volvió, sin que el fotógrafo pudiera registrar la catástrofe que presagiaban los rostros adustos de los baquianos. A las diez dejamos la orilla este de la laguna y cruzamos en línea recta a la Isla del Disparo.
Ahí donde cada cosa tiene su historia, la Isla del Disparo se llama así porque en un tiempo vivieron tigres, y después llegaron hombres, y en el encuentro alguien disparó: unos dicen que los hombres, otros que los tigres, pero al final –como siempre–quedaron los hombres. De los tigres del Ibera no restan más que la memoria y las enormes trampas que se herrumbran en algunas casas viejas.
Los hombres eran ese rancho de dos piezas de barro "estanteado" con bosta de vaca y techado con paja, donde vi una cama de barrotes niquelados, dos catres, un mortero y las viejas ollitas negras de fierro, entre cueros y bolsas de maíz para las gallinas. La familia de Varbona se había ido a Concepción.
Comimos algo ya mediodía salimos de nuevo con rumbo noreste. Nos internamos en el correntoso canal Tuya, que une las dos lagunas, luego en el arroyo Caí y por fin en la laguna Medina.
LOROS PELIGROSOS
–¿Violencia? –dice con su voz tranquila el hombre vestido de paisano–. Pero mire, aquí nunca hubo nada de eso.
La mirada de Justo Aníbal Miño, comisario de Capi varí, remonta un tiempo interior que lo desborda, llega a los "guaycuruses" y sus extinguidas guerras, vuelve en busca del primer maestro, que mataron por 1860, y no encuentra memoria de sangre o delito hasta hace cosa de quince años, fecha en que –confiesa avergonzado–alguien robó un ternero.
En la casa de don Miño, que es también comisaría, no hay calabozo. Le pregunto qué hace con los delincuentes.
–Pero vea, don, es que acá no tenemos de eso. Acá es toda gente muy tranquila.
–¿Nunca detuvo a nadie?
–Bueno –recuerda el comisario, y su gesto paternal se ahonda en declives del rostro pausado–, una vez detuve a uno, porque andaba de a pie y no era conocido. Pero resultó buen hombre, ¿sabe?, así que lo solté.
–¿Ninguna muerte violenta? –exijo.
–Ah, sí, mire –me dice don Miño con su acento socarrón–, el año pasado un viejo de setenta años se cayó del caballo por accidente, y se desnucó, pobrecito.
–Seguro que tampoco hay borrachos –concluyo, casi exasperado.
–Algún que otro, pero mire –dice–, mire, si uno se emborracha en un baile, yo al otro día lo traigo y lo converso, y a ese hombre, dentro de mi escasa cultura, yo trato de llevarlo a fondo. Difícilmente vuelve a hacer otra. Porque los tengo amenazados, sabe, con unos árboles grandotes que hay en la escuela, y si me repiten, pues los llevo y les hago cortar los árboles.
Don Muiño sin duda es mejor comisario que su antecesor, que –dice más tarde Santiago Alvarez, abriéndose la camisa y mostrando la cicatriz en el pecho–le pegó un balazo a traición. Pero eso fue hace más de diez años, y Santiago alcanzó a igualar la cuenta en el terreno sin enriquecer los cementerios de Capivarí.
Doña Armenia Sandoval, desde su puesto sanitario, tiene una visión menos beatífica que el comisario. "A veces" le llegan lastimados en riña, y recuerda a un tal Díaz, herido de bala. Pero admite que en los siete años que lleva atendiendo la sala no ha habido ningún caso de homicidio, "y ningún muerto aquí, tengo el alto honor de decirle".
En las prolijas y abnegadas planillas donde la señora Armenia viene anotando desde 1958 sus diagnósticos y medicaciones, busqué la respuesta a los más serios interrogantes sobre el Ibera. Descubrí que las picaduras de víboras y arañas, las mordeduras de yacaré y de palometas, son casi inexistentes. En cambio predominan las infecciones y llagas, el reumatismo, los forúnculos, la colitis. O sea que la pobreza, la falta de higiene y la mala alimentación son, en el Ibera como en otras partes, los enemigos más temibles. La pora, los fantasmas, las serpientes de fuego, huyeron hace tiempo del Ibera. Si de pronto se oyen en las lagunas unos gruñidos misteriosos, y un tanto bestiales, lo más probable es que sea la radio a transistores del cazador, transmitiendo el boxeo del Luna Park. Hasta un hombre iletrado aunque de fina inteligencia, como Varbona, puede dar una interpretación casi psicoanalítica del pombero, el rubio seductor de las siestas correntinas:
–Eso es ilusión o es sueño –dice–. Uno a veces sueña que duerme con otra mujer. Bueno, ellas también sueñan.
Dentro del estero, no encontré a nadie que creyera en delincuentes fugitivos. Para vivir allí hay que ser cazador, y el cazador no acepta vecindades que lo comprometan.
Hay, es cierto, algunas serpientes de gran tamaño. La curiyú mide hasta cuatro metros, pero no es venenosa ni ataca al hombre.
De todos los peligros que se atribuyen al Ibera, el único que acaso deba examinarse más a fondo es el de la palometa. Por supuesto no se trata de la piraña, como pretende la fantasía urbana. Los pobladores del estero ni siquiera conocen la palabra piraña. Pero en torno a la palometa, hay un respeto unánime.
–Es un mito más –contradice en Corrientes el ingeniero Romero Fonseca–. La palometa, o cualquier pez, puede atacarlo si usted está quieto, pero no lo atacará si nada.
El ingeniero Alberto Escarrá, del INTA de Mercedes, agrega que todos los veranos se baña con sus hijos en laguna Ibera, frente a Colonia Pellegrini, y nunca fue atacado.
El doctor Tissembaum y el mayor Braillard sustentaron en la práctica la misma opinión al bañarse en lagunas Trin y Medina.
–Lo que no haría –aclara Escarrá–sería bañarme desnudo.
Alude así a la creencia de que el órgano viril y los dedos de las manos y pies suelen ser los blancos de la agresión.
La pregunta se vuelve más intrigante si tenemos en cuenta que la palometa es vieja conocida en el Delta y Río de la Plata, donde no ataca a los centenares de miles de bañistas que coinciden con ella en el verano.
Es posible que alguna variedad de mayor tamaño cause en Corrientes alguno de los accidentes que se le atribuyen. Es posible asimismo que el redondo y achatado pez cargue con la culpa de todas las agresiones acuáticas. Pero también es probable que un estudio científico serio termine por despojar a la palometa de su sanguinaria aureola.
ULTIMAS GOTAS DE MERCURIO
Ya no son cuencos azules, son planchas de mercurio tendidas al sol, descamándose en vahos blanquecinos en la tórrida siesta, renaciendo siempre tras el móvil horizonte del avión. El topógrafo Bellingheri señala a lo lejos una raya blanca: es laguna Fernández que viene hacia nosotros, sin un bote ni una vela ni una casa ni la sospecha de un hombre. El estero amarillo se raja en venitas celestes y las islas parece que flotan en paisajes de nubes donde cielo y tierra están confundidos para siempre. Hemos volado cuarenta minutos, rozando apenas el borde del gran desierto, hasta alcanzar la raya de polvo de la ruta 14, que viene salvando arroceras y malezales y al fin se para al borde de laguna Ibera, donde la bolsa da el salto de mil quinientos metros a Colonia Pellegrini, cuadriculada en el esquematismo de sus chacras. Enfilamos hacia el norte y durante quince kilómetros el acero fundido del espejo retiene la mirada. Cuando el piloto Goñi vira la máquina, estamos de regreso y, con el sol a la espalda, la Ibera toma una repentina negrura de petróleo. Cinco minutos después ya es inútil buscarla. Y tres semanas después, mientras releo estas líneas, es de algún modo como si nunca hubiera estado allí, como si la invencible vegetación del Ibera se hubiera cerrado también sobre esta historia.
¿QUÉ ES EL IBERA?
El sistema del Ibera (incluidos los esteros del Río Carambolas) cubre 7.150 kilómetros cuadrados, casi la décima parte de la provincia de Corrientes, sin duda, la zona de esteros más grande del mundo. De esa superficie apenas 400 kilómetros cuadrados son lagunas y riachos. La más conocida y accesible es la laguna Ibera; la más grande, la Luna. Adán exploró la Trin y la Medina, y sobrevoló la Fernández y la Ibera. Las lagunas Galarza, Paraná –y otras de menor extensión–completan el panorama. El resto es embalsado, un colchón de paja, ramas y barro que flota sobre el agua.
A las lagunas Trin y Medina se entra por Concepción o por Capivarí. La ruta 14 atraviesa por balsa el extremo sur de la Ibera, en Colonia Carlos Pellegrini. La ruta 12, a Posadas, bordea el estero por el Norte. Al río Carambolas se entra por la antigua misión jesuítica de Loreto.
Atravesando en el corazón de la provincia, el Ibera es un formidable obstáculo para las comunicaciones. La expedición Vialidad-Ejército (julio del '65) tenía como fin principal el estudio de un camino que a travésdel estero uniera Concepción con ruta 14 y Mercedes. El costo sería tan formidable que el ingeniero Romero Fonseca se ha limitado a sugerir dos terraplenes en las terminales y una balsa Concepción-Capivarí. Hay, por cierto, proyectos más grandiosos: disecar el Ibera, o a la inversa convertirlo en un vasto lago o construir una serie de diques aprovechando los levantamientos paralelos que parecen surcarlos. La realización de uno o varios de esos proyectos beneficiaría a una zona de 30.550 kilómetros cuadrados, con 100.000 habitantes, que abarca los departamentos de Santo Tomé, San Martín, Paso de los Libres, Mercedes y Alvear. Esta zona alberga 1.200.000 cabezas de ganado vacuno, 1.340.000 lanares, 1.000.000 de porcinos, 65.000 equinos. Produce 30.000 toneladas de arroz, 2.000 de yerba y 550 de té. Gran parte de esta producción transita caminos pésimos, en rústicos carretones. El transporte de una tonelada de arroz de las zonas marginadas a los centros de consumo llega a costar 8.500 pesos (costo normal: 1.500 pesos).
La población interna del estero no figura en los censos. La exploración realizada por Adán permite asegurar que es ínfima. Aunque hay centenares de islas teóricamente habitables, sólo unas pocas están de hecho habitadas. En la laguna Trin hay dos, en la Medina, otras dos; al sobrevolar la Fernández, Adán observó una que podría estar poblada. La existencia de vivienda en esas islas no da certeza de población: los cazadores tienen refugios temporarios.
Nelson Goñi, 30 años, 3.000 horas de vuelo como instructor del Aeroclub Mercedes, estima que hay 70 núcleos poblados en todo el estero. Elias Masso, piloto de la gobernación, reduce esa cifra a 15. El ingeniero Romero Fonseca se inclina más por este cálculo que por el de Goñi. La diferencia podría radicar en el sistema de "refugios", que no son viviendas permanentes. Si promediamos estos datos y atribuimos 6 personas a cada núcleo habitado, los 250 pobladores del estero del Ibera nos dan uno de los coeficientes demográficos más exiguos del país: algo más de un habitante cada treinta kilómetros cuadrados. En resumen, el Ibera es uno de nuestros más vastos desiertos.
Rodolfo Walsh
El violento oficio de escribir, Obra periodística (1953-1977)
Pp. 113-120
1995, Segunda edición: enero 1998
Espejo de la Argentina, Planeta
Revista Adan Año 1 Noviembre de 1966 Nro. 5
No hay comentarios.:
Publicar un comentario