jueves, 28 de julio de 2022

La muerte de un personaje

Fermín Ponce trabaja ahora en una capital de provincia, en un diario de la tarde.
Como a todos los hombres de su edad, con frecuencia le ocurre que se distrae pensando en su vida anterior, en el campo, principalmente, o en aquellos pueblos que recorrió durante largos años.
Estaba revisando unos originales cuando un compañero de trabajo le dio la noticia. Al principio no entendió de qué se trataba... Si tendría que hacer una necrología o una referencia histórica... ¿El que fue gobernador de la provincia... o el novelista? Había oído, un personaje... Gálvez.
Pero era Juan Gálvez. Su personaje. Galvi.


Fermín Ponce salió temprano de su chacra. Tenía que arreglar en el almacén del Saladero la cuestión tracto. Había que aprovechar el tiempo bueno. Tenía un Triunfo, un arado de cinco discos y cien hectáreas que dar vuelta, rastrear y sembrar en 30 días.
Cuando cruzó la cañada, su caballo iba rompiendo escarcha. Lindas heladas. En pocos días más iban a purgar la tierra.
En la cabecera de la chacra lindante, Gálvez, de culero puesto, ya estaba arando. Lindos animales los de don Galvi. Bien cuidados los caballos, porque el hombre, por resabios de su vida de estancia, no quería atar ni montar yeguas. Sus caballos eran aparentes para el carro o el arado, y también para andar.
Ponce se detuvo a conversar con el vecino. Don Juan estaba contento. La mañana fresquita, después de la helada, era como de vidrio transparente. El aire parecía que podía cortarse con la mano, que iba a quebrarse en pedazos. Entraba a los pulmones con fuerza, como si fuera algo consistente. Ponía en la piel un suave ardor, empañaba las vistas...
Fermín Ponce siguió para el Saladero. Al vandear el terraplén casi lo tapó el caballo. Se le abrió a tiempo y lo ayudo a levantarse del barro removido. Buena porquería estaban haciendo los gringos de la cuadrilla con los terraplenes. Y pensar –rezonga– que desde los patrones abajo, todo el mundo tenía que aponderar el trabajo de estos hombres... Los criollos no sirven para nada, dicen. El sábado se maman y el lunes no se presientan a trabajar... En cambio, los gringos, en sus carpas, cuanti más lo que hacen el domingo se emborracharse con vino, cantar un poco, pero el lunes, cuando toca la campana, ya están con la pala al hombro... Y –piensa Fermín Ponce– ispiando el reló pa medir las cuatro horas...
Pero, hágales entender usted estas cosas a los patrones, que nunca ven el trabajo de los hombres. Ellos llegan en auto, cuanti más a caballo, hasta la punta del terraplén. Se arriman, golpiándose las botas lustradas con las fustas, y le preguntan dos o tres pavadas al capataz, al gringo grandote ése que les da la comida a los peones, y que d´eso nomás ya saca un jornal... Le preguntan cualquier cosa. Ven a los hombres, grandotes, arremangados, con las palas llenas de tierra. Las carpas aseadas. La gran mesa cargada de platos y botellas de vino, y observan satisfechos ese ambiente de trabajo y de abundancia; de orden y limpieza, y en seguida piensan y lo dicen, nomás, muy campantes, que: Vean pues la diferencia... Llega usté a un rancho criollo y parece que la gente ni siquiera comiera. La cocina pelada. Cuanti más una pavita al fuego... para el mate.
Y claro. Los piones criollo ganan veinticinco pesos y están cargaus de hijos, y los gringos, hombres solos, ganan sus güenos jornales, hoy aquí, mañana allí... Carancho que comió, voló...
Lindo país, caracho.


Con el caballo de tiro y chapaleando el barro suelto, Fermín Ponce sale a lo seco, acomoda
los cueros, y le mete galope para el Saladero. Menos mal que después de llorarle al encargau, consiguió el crédito para el querosén y el aceite pa el estrator, como dicen los criollos. Regresa al filo del medio día y atraviesa por las casas de Gálvez.
La callecita parte las poblaciones justamente por la mitad. Pasa por las casas, propiamente, y el galpón. La casa es un rancho de una pieza grande y una cocina pegada, de barro y techo de paja. Un gran tala, sombra, palenque y enramada y un ombú, hacen guardia al patio, chiquito, muy bien barrido. El corral redondo, más allá, y debajo de un ceibo de ramas retorcidas, una fragua, de esas chichas, para templar las rejas.
Al pasar, sale de la cocina la mujer de Galvi, que lo saluda y le alarga un mate. Pero está apurado por llegar a su rancho, y sigue. Debajo del tala, con los pies metidos en una media lata de querosene, aseándose, está don Juan. Siempre recordará Fermín Ponce ese cuadro. El hombre, con los pies en el agua, sentado, por fin descansando, mientras toma los mates que refrescan y permiten un ligero alivio.
Fermín Ponce saluda a Galvi, y pasa.
¿Cuántos años?...
Fermín Ponce dejó de ser colono. Hace muchos años que no sube un caballo, ni pisa tierra de labranza con los pies desnudos. Poco a poco se le han ido borrando los paisajes del campo de la memoria, se le ha ido desvaneciendo la angustia de la tierra malograda. Pero cada vez que evoca esos episodios de su vida, aparece junto al tala, debajo del tala, Galvi, sentado en su banquilla de ceibo, con los pies metidos en la media lata de querosene, el sombrero sacado, la cara tranquila, los ojos serenos, todo el cuerpo en descanso, como si se lo amansara el agua.


La muerte de un hombre no tiene nada de particular. Miles y miles mueren todos los días en el mundo. La particular es que mueran de muerte extraña; que mueran desarraigados de su propia muerte. Todos los días Fermín Ponce lee, tiene que leer, crónicas de muertos. Son vecinos arraigados; profesores; señoras de la sociedad, de esas que han prodigado el bien con espíritu cristiano; niños también, niños que llevan el luto a conocidos hogares de nuestra sociedad. Pero nunca leyó en ninguna crónica, la noticia de la muerte de esos hombres que conoció y llegó a estimar y querer. Méndez murió de anónima muerte, como debía ser. No salió en los diarios, porque murió labrando un parante de algarrobo negro en el potrero cinco de San Joaquín, y lo encontraron a los dos o tres días, pasado el pobre. Crisanto, Ramírez, Galván, murieron en la isla, en la chacra, en la estancia. Los enterraron en cualquier parte, donde encontraron campo santo. No eran vecinos arraigados, ni espíritus abiertos a las sugestiones del bien, ni habían muerto a una edad en que mucho se podía esperar de las condiciones de su inteligencia y generosidad.
Cuando más, como en el caso de Martínez, la crónica recogió su nombre por ahí, entre montón de inexactitudes del parte policial. Nacho Martínez.
¿Cómo es posible –piensa Fermín Ponce– hacer la necrología de doña Januaria, cuya últimos ayes recogió un viejo loro que asustó la infancia de Adriana, una noche de terrores puebleros? Y cómo describir la muerte de Chajá, esa muerte heroica, esa muerte solitaria disputada a brazo partido al Paraná embravecido, cuando llevaba el mensaje de míster Cálverston al Saladero... Un mensaje pidiendo un naipe de pócker. Si. Resultaría por demás pueril y sin sentido.
En cambio, esas muertes honorables, muertes de euremia a de síncope cardíaco, en casas confortables y rodeados, los muertos, de la codicia de los herederos y del odio de los sirvientes, son más aparentes, fuera de toda duda, para el sentido artículo o el discurso mortuorio.
Gálvez casi llegó a morir de esta última muerte. Casi murió como un vecino de arraigo cualquiera. Fermín Ponce la tenía dispuesta, le había anticipado, mejor dicho, una muerte accidental, una muerte violenta y trágica.
Recuerda el sinnúmero de accidentes sufridos pro Gálvez; cuando lo aplastó la estiba de bolsas de lino; cuando lo corneó la vaca con cría chica; cuando lo apretó el caballo; cuando el gringo Chupino le abrió la barriga de una puñalada.
¿De qué otra manera podía morir Gálvez?
El compañero le preguntó si era el mismo. Y claro. No podía ser otro.
Desalojado de la chacra por el bañado que el terraplén embotelló en el campo que arrendaba, no pudo dar buen fin a sus sueños de agricultor, a su angustia de independencia. Malvendió sus herramientas y caballos, y con cuatro lecheras, la chata y una muda de caballos, se instaló en el suburbio del pueblo.
Allí, entre la miseria circundante, era un hombre de posibles, independiente, con un pasar, al decir de sus vecinos.
Dio una mano a los más pobres. Vendió leche. Hizo changas con el carro. Cambió el culero y el calzoncillo por el pantalón y las polainas de lona y los gruesos zapatos patrias por zapatillas sport. Y por culpa del más chico de los muchachos, que iba a la escuela, fue socio de la cooperadora. Alcanzó a concurrir a una asamblea, bastante incómodo dentro del trajo negro y los botines.
Y antes de llegar a aclimatarse al suburbio, a ese vivir entre el pueblo y el campo que es como vivir en una tierra de nadie, un día amaneció tieso en la marquesa.
Lo enterraron con todas las de la ley. En coche fúnebre lo pasaron por la iglesia donde hisoparon el cajón, y lo llevaron hasta el cementerio. Menor mal que los caballos del fúnebre estaban gordos y eran dos buenos pingos, cuidaus a pesebre, y que tiraban parejo.
Un hombre de la cooperadora leyó un discurso y el corresponsal del diario de la capital mandó la noticia dando cuenta del entierro del caracterizado vecino don Juan Gálvez.
Pero era otra gruesa mentira, porque Juan Gálvez, el verdadero Juan Gálvez, murió con el culero puesto el mismo día que quemó los techos de paja de sus ranchos del 1 de San Bernardo y embarcó a la mujer y a los hijos en la chata. Murió casi al salir del campo, arreando unas lecheras.
No le han puesto la cruz al borde del camino, porque Juan Gálvez era un hombre entero, sufrido, valiente, curtido por la miseria, y le escabulló el cuerpo al pasado y al presente, les cuerpió la vida y el cuerpo entero y se hizo olvido en las marchas del tiempo, en la memoria de sus aparceros y hasta en el recuerdo de Fermín Ponce, un poco perplejo ante la aparente y pronto explicada duplicidad de uno de sus personajes.

Santa Fe, 1941

Luis Gudiño Kramer
Revista Paraná, 1. Invierno de 1941, pp. 55-61

viernes, 22 de julio de 2022

Las alforjas vacías

Las alforjas vacías
y las manos gastadas
¡hace tanto que vivo
una vida prestada!

Se cansaron los ojos
de mirar hacia el cielo
y la voz se hizo añicos
en la puerta cerrada
¡hace tanto que vivo
una vida prestada!

Se gastaron las sendas,
envejeció el camino
y agostó el horizonte
sus estrellas pintadas
¡hace tanto que vivo
una vida prestada!

Marta Diaz Torrente
Revista La Diligencia, Noviembre-Diciembre de 1960, Año 1, Viajes 6 y 7, pág.21

Vejez

Los gráficos faciales
concluyeron la edición del alma,
que epilogó con rúbricas
el tiempo;
retiró la pupila
su procesión de antorchas
y plegaron los labios
cerrojos de silencio;
un aluvión de acíbar:
chelines de amargura
que acuñan el recuerdo
se cuajó allá muy dentro.


Marta Diaz Torrente
Revista La Diligencia, Noviembre-Diciembre de 1960, Año 1, Viajes 6 y 7, pág.21

Rebeldías

Rebeldía: digo esta palabra, y un agridulce sabor a mentas me invade la boca –como el de aquel helado de hierbas que sorbí una tarde de verano, tras tintineantes cortinas multicolores, y en un cubo de sombras casi verdes, profundas, con filas de potes hieráticos, blancos, celestes, amarillos, ante ventiladores que oscilaban lentamente, infinitamente, como acumulando toda la génesis del frío en el vórtice del calor de las siestas, en un rincón de Paraná.
La rebeldía fue siempre ese gusto a libertad que llamaba desde los árboles en las noches de viento, cuando aullaban casi humanamente; desde el agua fraternal del “bajo”, que corría a borbotones bajo los toscos arcos de ladrillos después de las lluvias, y cuyas ondas se agrandaban alrededor de insectos dorados y trémulos, palpitantes sobre la superficie, como astillas de sol que no querían morirse; del cielo hosco de las tormentas, herido de relámpagos desesperados, que se hundían al instante en la línea espesa de la llanura, o de truenos que se posaban como inmensos monstruos de múltiples patas sobre la casa valiente de mi infancia; del camino cuyo norte y cuyo sur se encaramaban en las nubes o en las brillazones del verano, e invitaban a las botas de Peer Gynt, el que no quiso elegir, o al deambular ideal de Gide de “les nourritures terrestres”: “Natanael, lo mirarás todo al pasar y no te detendrás en parte alguna. Dite a ti mismo con razón que solamente Dios no es provisional”.
Las rebeldías tienen forma, color. Había rebeldías etéreas, azules, desflecadas en la brisa de las mañanas de los cinco años, cuando trepaba con esfuerzo hasta el último peldaño de la escalera de mano a cantar n himno al cardenal que esponjaba su penacho colorado en la jaula; rebeldías grisáceas, salpicadas de gotitas saltarinas que mojaban la garganta, listadas de vigas blancas del techo recontadas largamente, en el tembloroso rincón de las rabietas; rebeldías rojas esféricas, ágiles, cuando capitaneaba una banda de jugadores de bolitas en el patio de los pinos.
Fue siempre el ir contra los moldes acabados de la lógica, cerrados como entes aristotélicos absolutos en su normativa fríamente racional. Atraía siempre, mucho más, la clara ligereza vegetal, el vaho de la tierra en los veranos, el soplo de la noche, el trino ascendente de los pájaros, su limpio invadir cualquier frontera del aire, la carrera menuda de las aves del campo, el rítmico galope de los caballos perfilados contra el sol, sus crines volanderas sobre sus ojos fijos: mundo indócil, funámbulo, como salido de muchos cuadros de Marc Chagall.
No obstante, se fueron insinuando de a poco las leyes, con su oscuro peso heterónomo primero, que a veces, por intensamente sentido como extraño o por estar aliado con la mano del amor, derivó en una lamentable conciencia de fatalidad, de Moira contra la cual no cabían más que un suspiro, el silencio.
Sucedió aquella vez, a los nueve años. Cuando me llevaron a aquel colegio que vi como una pequeña ciudad de “Las mil y una noches”. Arcos de medio punto en las galerías, columnas que se estrechaban levemente en el capitel y en la base, pianos que desfallecían en los atardeceres, una gruta en penumbra tras un patio de granzas, la capilla minúscula, íntima, con un silencio que se paladeaba como una hostia, las sombras recogidas de las religiosas que pasaban despaciosamente, con las manos sumergidas en un oasis de mangas: un cosmos distinto, organizado, herido por agujas místicas –que llegué a querer apasionadamente tiempo después– se desplomó sobre mis 1.20 ms. de estatura.
Pero lo decisivo ocurrió en aquel viaje, en aquel auto compacto en torno de mi soledad primeriza, un auto de adultos. Oía la voz cariño de mi padre entre otras voces neutras. Hablaban del día dorado, de los primeros fríos de marzo, acaso de mi futuro. Yo sentía entonces diluirse en mí –como había visto tantas veces ahogarse los pájaros en la lluvia, la humerada luminosa del sol en el abismo imponente del anochecer, las tropas cansinas del ganado en la boca del horizonte– mi querida libertad. En aquella breve hora de viaje viví, oscuramente, como en esas guerras nocturnas del inconsciente, el arcaico dualismo de libertad y necesidad. Sólo que invertí las correspondencias, trapolé los términos: el reino de la libertad era el de la naturaleza, el de la necesidad, el del hombre. Ley inexorable, imposibilidad de evasión, órbitas y órbitas de repetido esfuerzo, espadas de Damocles: ése era el reino del hombre, apenas entrevisto antes, y en el que se me introducía de lleno a partir de aquella tarde.
Mis rebeldías se apretaron en un nudo, pero, por primera vez, no estallaron. Murieron de golpe, todas juntas, mientras nuestro automóvil, envuelto en el polvo de oro del incipiente otoño, iba dejando atrás, por el camino monótono de la llanura, la geografía exquisita de mi país de libertad.
Casi al llegar, eclosionaron en mi pecho como puños maduros los sollozos. Pero no lloré. Y quizá fue esa mi última rebeldía.

Elsa Flores
Revista La Diligencia, Julio de 1961, Año II, Viajes 9, pp. 15-17

jueves, 21 de julio de 2022

Campanario

Sobre la noche limitada de faroles
débiles retazos de luz innecesaria,
hacia el estímulo de las calles desiertas
rompiendo la chatura de los techos
las costumbres recíprocas y el gesto repetido
la monotonía sin aristas de espacios precisos
la noche pesada de veredas abiertas
con un cielo demasiado grande
y una muralla de campo enemiga del asfalto
una luna abandonada de miradas
y una indefinida zona donde no canta el grillo
ni pasa el automóvil
y un sueño arrastrado
y una esperanza inevitable de un amanecer sin aurora,
sólo el campanario con el reloj iluminado
líneas verticales con raíces de tierra
conjugadas de estrellas y campanas en al cruz de la veleta.
Allí está,
socorrida presencia de mis ojos
sobre territorios sin espacio y sin tiempo
sobre días iguales
duro metal, dura voz espaciosa
apetencia de aires, apetito de sombras.
No pueden conjugarse la estrella y la campana
impedida de ladrillos y una savia de costumbres...
cuanto silencio para que yo lo oiga,
me aferro como un agonizante a esta altitud única,
espero el repique de las campanas
pero será de nuevo un amanecer sin aurora.

Santa Fe, agosto 1958
Jorge Vázquez Rossi
Revista Arte Litoral, N°4, Septiembre-Octubre de 1958, Año 1, pág. 1