viernes, 22 de julio de 2022

Rebeldías

Rebeldía: digo esta palabra, y un agridulce sabor a mentas me invade la boca –como el de aquel helado de hierbas que sorbí una tarde de verano, tras tintineantes cortinas multicolores, y en un cubo de sombras casi verdes, profundas, con filas de potes hieráticos, blancos, celestes, amarillos, ante ventiladores que oscilaban lentamente, infinitamente, como acumulando toda la génesis del frío en el vórtice del calor de las siestas, en un rincón de Paraná.
La rebeldía fue siempre ese gusto a libertad que llamaba desde los árboles en las noches de viento, cuando aullaban casi humanamente; desde el agua fraternal del “bajo”, que corría a borbotones bajo los toscos arcos de ladrillos después de las lluvias, y cuyas ondas se agrandaban alrededor de insectos dorados y trémulos, palpitantes sobre la superficie, como astillas de sol que no querían morirse; del cielo hosco de las tormentas, herido de relámpagos desesperados, que se hundían al instante en la línea espesa de la llanura, o de truenos que se posaban como inmensos monstruos de múltiples patas sobre la casa valiente de mi infancia; del camino cuyo norte y cuyo sur se encaramaban en las nubes o en las brillazones del verano, e invitaban a las botas de Peer Gynt, el que no quiso elegir, o al deambular ideal de Gide de “les nourritures terrestres”: “Natanael, lo mirarás todo al pasar y no te detendrás en parte alguna. Dite a ti mismo con razón que solamente Dios no es provisional”.
Las rebeldías tienen forma, color. Había rebeldías etéreas, azules, desflecadas en la brisa de las mañanas de los cinco años, cuando trepaba con esfuerzo hasta el último peldaño de la escalera de mano a cantar n himno al cardenal que esponjaba su penacho colorado en la jaula; rebeldías grisáceas, salpicadas de gotitas saltarinas que mojaban la garganta, listadas de vigas blancas del techo recontadas largamente, en el tembloroso rincón de las rabietas; rebeldías rojas esféricas, ágiles, cuando capitaneaba una banda de jugadores de bolitas en el patio de los pinos.
Fue siempre el ir contra los moldes acabados de la lógica, cerrados como entes aristotélicos absolutos en su normativa fríamente racional. Atraía siempre, mucho más, la clara ligereza vegetal, el vaho de la tierra en los veranos, el soplo de la noche, el trino ascendente de los pájaros, su limpio invadir cualquier frontera del aire, la carrera menuda de las aves del campo, el rítmico galope de los caballos perfilados contra el sol, sus crines volanderas sobre sus ojos fijos: mundo indócil, funámbulo, como salido de muchos cuadros de Marc Chagall.
No obstante, se fueron insinuando de a poco las leyes, con su oscuro peso heterónomo primero, que a veces, por intensamente sentido como extraño o por estar aliado con la mano del amor, derivó en una lamentable conciencia de fatalidad, de Moira contra la cual no cabían más que un suspiro, el silencio.
Sucedió aquella vez, a los nueve años. Cuando me llevaron a aquel colegio que vi como una pequeña ciudad de “Las mil y una noches”. Arcos de medio punto en las galerías, columnas que se estrechaban levemente en el capitel y en la base, pianos que desfallecían en los atardeceres, una gruta en penumbra tras un patio de granzas, la capilla minúscula, íntima, con un silencio que se paladeaba como una hostia, las sombras recogidas de las religiosas que pasaban despaciosamente, con las manos sumergidas en un oasis de mangas: un cosmos distinto, organizado, herido por agujas místicas –que llegué a querer apasionadamente tiempo después– se desplomó sobre mis 1.20 ms. de estatura.
Pero lo decisivo ocurrió en aquel viaje, en aquel auto compacto en torno de mi soledad primeriza, un auto de adultos. Oía la voz cariño de mi padre entre otras voces neutras. Hablaban del día dorado, de los primeros fríos de marzo, acaso de mi futuro. Yo sentía entonces diluirse en mí –como había visto tantas veces ahogarse los pájaros en la lluvia, la humerada luminosa del sol en el abismo imponente del anochecer, las tropas cansinas del ganado en la boca del horizonte– mi querida libertad. En aquella breve hora de viaje viví, oscuramente, como en esas guerras nocturnas del inconsciente, el arcaico dualismo de libertad y necesidad. Sólo que invertí las correspondencias, trapolé los términos: el reino de la libertad era el de la naturaleza, el de la necesidad, el del hombre. Ley inexorable, imposibilidad de evasión, órbitas y órbitas de repetido esfuerzo, espadas de Damocles: ése era el reino del hombre, apenas entrevisto antes, y en el que se me introducía de lleno a partir de aquella tarde.
Mis rebeldías se apretaron en un nudo, pero, por primera vez, no estallaron. Murieron de golpe, todas juntas, mientras nuestro automóvil, envuelto en el polvo de oro del incipiente otoño, iba dejando atrás, por el camino monótono de la llanura, la geografía exquisita de mi país de libertad.
Casi al llegar, eclosionaron en mi pecho como puños maduros los sollozos. Pero no lloré. Y quizá fue esa mi última rebeldía.

Elsa Flores
Revista La Diligencia, Julio de 1961, Año II, Viajes 9, pp. 15-17

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