domingo, 25 de mayo de 2014

Embarazo sospechoso (Parte 6 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Los paraguayos pasaron a su lado y siguieron por el camino de tierra. No se habían alejado más de cincuenta metros cuando el comisario se puso a correr hasta alcanzarlos.
—A ver vo —dijo dirigiéndose, de improviso, a la muchacha—. ¿De cuántos mese tas gruesa?
—Y, de siete, don...
—¿Pero quien pa es usté, para hacer esa pregunta? —se encrespó la vieja.
—Soy el comesario, doña, y sepa que no me gusta que se hagan las cosas'e contrabando.
—Que pa va a ser'e contrabando, m'hija tiene su marido.
—No, me refiero al otro, al que lleva ahí adentro, pues... —explicó el comisario señalando el vientre de la muchacha—. ¿Queré pa que la desnude aquí nomá pa ver qu'es lo que lleva encima?
Palideció la joven ante el aire resuelto, e imploró:
— ¡No!... ¡No!... Son unoj cigarro nomá.
— ¡Unoj cigarro! Con lo que teñe allí tendría pa fumar un año.
—Son pa nojotro nomá —exclamó la vieja—; perdóneme comesario.
—Güeno. Por esta ve les perdono, pero tienen que saber que esaj cosas tienen que terminar sino quieren que las meta n'el calaboso.
—Ta bien, gracias —dijeron las mujeres.
La que parecía ser la madre no pudo con el genio y preguntó:
—¿Cómo pa supiste usté que no era de verdá l'embaraso?
—Por la manera'e caminar, cheama... Cuando una mujer está ansina anda con la cabeza p'atrás y la panza tirando p'adelante y ésta iba derecha como si se hubiera tragao un palo'e escoba, endemá...
— ¿Endemá qué?
—Que con esas ancas salidas p'atrás y finitas como'e potranca no puede engañar a naides. Laj mujere, cuando llevan una criatura adentro se ponen anchas'e caderas, pues... y basta'e esplicasione que no soy partera... Pero arricuerdensén que no quiero maj contrabando...
—No ha de, comesario. ¡Adiós!
-¡Adiós!
Don Frutos se dio vuelta e inició el regreso sonriendo picarescamente bajo sus ralos bigotes de puntas caídas.
El agente Ojeda apareció subiendo la barranca y, cuadrándose torpemente a su frente informó:
—Po allá abajo sin novedá, don Fruto...
—Güeno, seguime... Vamoj a hacer la ronda por el pueblo.

sábado, 24 de mayo de 2014

Ojeda se incorpora como agente (Parte 5 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Obedeció el otro y se pusieron a conversar y como el camorrero andaba sin ocupación, enseguida quedó incorporado como agente.
—Pero mirá... —advirtió don Frutos— que tenés que sufrir largo por la paga...
—No importa, don... Yo me vua arreglar, pero siempre me ha gustao nicó ser utoridá...
—Ta bien, pero no pa que te abuses 'e loj otro ¡eh!
—No ha de, comesario.
—Güeno, aura vamoj pa ver el local...
Salieron del negocio, pero ya, adentro, quedó flotando en el ambiente la hombría de don Frutos.
Don Pablo, un viejo tropero, retiró de la boca el grueso cigarro paraguayo, escupió a un costado y sentenció:
—Macho'l hombre... ¿No?
— ¡Aja! —asintió el otro.
Los demás no dijeron nada, pero su silencio era la muda rúbrica para su coraje.
Pasaron cinco días y don Frutos se encontraba en el patio del boliche de don Pedro, viendo jugar una partida de bochas de la cual era juez. Sentado junto a una rústica mesita fumaba tranquilamente y daba sus fallos. De rato en rato su mirada se extendía sobre el río que corría próximo al pie de la barranca, se detenía sobre las islas cercanas o en la copa verdeante de los árboles que circuían el lugar.
De pronto vio atracar una canoa y descender a varias personas que se alistaron para empezar a subir por el tortuoso sendero. El agente Ojeda, que andaba por las cercanías, echó un vistazo a sus sencillos equipajes y les dio la venia para seguir. Eran una vieja paraguaya, su hija, en avanzado estado de gravidez, y un muchacho que había manejado los remos.
Terminó el partido, y los jugadores se disponían a concertar otro, cuando don Frutos los abandonó yendo al encuentro de los recién llegados.

viernes, 23 de mayo de 2014

El cambá Ojeda (Parte 4 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Al oírlo hubo un cuchicheo en las mesas, el cantor dejó su instrumento sobre la silla y se acercó, mientras el comerciante decía:
—Mucho gusto, Pedro Ibáñez, a sus órdenes.
—Fruto Gómez, y lo mesmo digo.
El moreno, sarcástico, intervino:
—Sabe, don, que aquí la tierra es mala pa los comesarios. No dura uno ni pa rimedio...
En el fondo se oyeron algunas risas semicontenidas.
El nuevo funcionario miró de arriba abajo al impertinente y respondió despreciativo:
—Me parece que al señor no me lo han presentao...
Luego, con todo cálculo, escupió a los pies del otro.
—¡Conque guapo, no! —rugió el moreno y, sacando su puñal, dijo agresivo: —Aura me vua a presentar, pero con esta tarjeta' e macho.
El comisario, sin inmutarse, lo acució:
—No jugues con esas cosas qu'en una d'esas te vas a pegar un tajo.
—A vos es a quien vua a tajear ¡añamem-bú!...
—Pudiendo... no te hago cargo.
Rápido como la luz el morocho avanzó el brazo para la puñalada, pero su antagonista, más veloz aún, empuñó la fusta que llevaba colgando de una cadenilla en la muñeca y le pegó un golpe seco en la mano que le hizo caer el arma. Enseguida la levantó para volver a castigar, pero el otro lo atajó humilde:
—Ta bien... No se altere, don... Era pa probarlo, nomá...
—¿Y ya está convencido?
—Sí, don, y cuente conmigo pa lo que guste mandar. Mi nombre es Pedro Ojeda, pero me dicen El cambá Ojeda.
Don Frutos sonrió y dijo:
—Alzá tu cuchillo y vení a tomar una copa.

jueves, 22 de mayo de 2014

Don Frutos arriba a Capibara-Cué (Parte 3 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Capibara-Cué era un modesto poblado de la costa correntina, enclavado en una áspera barranca del Paraná. En un principio fue apeadero de contrabandistas, pero, luego se fueron asentando pescadores, nutrieros, exiliados paraguayos, gente que iba de paso y concluía por afincarse, etcétera.
Un día el vapor, que hacía la carrera entre Corrientes y Posadas, se detuvo para bajar una carga para la estancia de unos ingleses que estaban en las cercanías, luego otros establecimientos solicitaron la misma franquicia y la escala se hizo periódica, lo que contribuyó a su progreso.
Cerca del almacén de don Pedro, se trazó el lineamiento de una plaza, a un costado se hizo un rancho para la comisaría y, más allá, otro para escuela.
Así fue creciendo con el correr del tiempo hasta que, una tarde, un jinete entró por las calles del pueblo, en un tordillo sudado y se dirigió al boliche.
Ya habían caído las primeras sombras de la noche y, en un rincón se encontraban varios parroquianos enzarzados en una partida de truco, mientras otros oficiaban de mirones. En la esquina opuesta un moreno motoso rasgueaba desacompasadamente en la guitarra mientras cantaba a la sordina:
Alfonso lomas... Alfonso lomas... 
y asííí... se llama y aquel paraje... 
y aquel paraje...
El forastero ató su caballo al palenque y entró al negocio. Algunos levantaron la cabeza para observarlo, pero, al rato, siguieron entregados a sus ocupaciones. Arrimándose al mostrador, Gómez pidió:
—Sírvame una caña juerte...
Don Pedro así lo hizo y, curioso, inquirió:
—¿Va de paso o viene a quedarse?
—Vengo a quedarme —respondió el interrogado y, luego, en voz audible, pero sin alardes, informó:
—Soy el nuevo comesario.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Don Frutos es nombrado comisario (Parte 2 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Cuando andaba por el filo de los cincuenta años, Eduvigis, su mujer, enfermó de pasmo, según dijo la curandera y en menos de una semana murió.
La pérdida agobió a Frutos de tal manera que su cabellera, hasta entonces negra y brillante, pareció cubrirse de ceniza, su rostro se arrugó y perdió su anterior aire alegre y desenvuelto.
Don Juan Román, gran conocedor de hombres, comprendió la causa de su transformación y una tarde lo llamó a su despacho:
—Mira, Frutos —le dijo—, vos la querías mucho a la Eduvigis.
—Ansí es, don Juan, por qué lo vua negar.
—Bueno, si seguís rondando por acá donde todo tiene el perfume de su recuerdo, dentro de poco tiempo la vas a seguir al cementerio.
Frutos lo miró en silencio.
—Como yo te aprecio mucho —continuó el estanciero— y mañana o pasado me podes hacer falta, he resuelto que te vayas de aquí...
—¿Me echa, patrón? —preguntó el hombre, dolorido.
—No m'hijo. Es para tu bien y, también, para mi conveniencia, que te alejo de la estancia. Sólo quiero que vayas de comisario a Capibara-Cué.
—¿Y Pastor Amarilla?
—No sé quién le agujereó la cabeza de un balazo. La gente anda medio entonada por esos lugares y por eso te mando a vos para que pongas orden.
Y como las decisiones de don Juan Román no se discutían el paisano salió a preparar sus cosas, ensilló su caballo y puso rumbo a su nuevo destino.

martes, 20 de mayo de 2014

Juan Román, el cherubichá (Parte 1 de El arribo de Don Frutos Gómez)

Durante muchos años Frutos Gómez fue el hombre de confianza de don Juan Román, en su estancia de San Luis del Palmar. Colorado por generaciones, sirvió a su caudillo con fidelidad ejemplar, ya como soldado en algunas de las patriadas que tiñeron de rojo el suelo de la provincia guaraní, o simplemente como capataz en ese establecimiento, donde la voluntad del cherubichá, don Juan, era la única ley.
Allí caían no pocos forajidos con largas cuentas pendientes con la justicia: cuatreros, desertores o, simplemente, gente sin trabajo que estaba segura de encontrar en ella alimento y protección. Nadie les pedía papeles ni les indagaba sobre su pasado, pero, eso sí, se les exigía una obediencia ciega al régimen de la estancia.
Bandoleros curtidos en mil peleas, allí, por una mala contestación o por una chambonada en sus labores, se sometían mansamente a ser azotados o estaqueados, sin siquiera esbozar una protesta. Es que sabían que don Juan Román podía enterrarlos por vida en los presidios, hacerlos degollar con un cuchillo mellado en cualquier picada de los montes o concederles la remisión de sus pecados.
Él era el cherubichá, suerte de señor feudal, amo de vidas y haciendas, y con esa resignación gregaria del ignorante hacia los jefes, por él vivían, sufrían y se hacían matar.
Don Juan Román tenía tropilla de todos los pelos, pero sus hombres eran de un solo color: elrojo, que lucían desafiantes en los pañuelos que rodeaban sus cuellos o en las vinchas que anudaban a su frente.
Frutos se crió a su lado. Fue para él asistente, guardaespalda y confidente. Muchas veces lo acompañó a la capital provinciana o a Buenos Aires, cuando don Juan Román desempeñaba alguna función pública, otras vigiló sus intereses en la estancia, cuando el dueño estaba ausente. Toda esa experiencia sirvió a su espíritu observador, a su inteligencia natural y a su instintiva sagacidad y, no pocas veces, el caudillo omnipotente basó sus resoluciones en el juicio de ese sentencioso paisano que le era, a la vez servidor y amigo.

domingo, 18 de mayo de 2014

A la izquierda del roble

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
en el que uno puede sentirse árbol o prójimo
siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos.


El secreto es apoyarse digamos en un tronco
y oír a través del aire que admite ruidos muertos
cómo en Millán y Reyes galopan los tranvías.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico siempre ha tenido
una agradable propensión a los sueños
a que los insectos suban por las piernas
y la melancolía baje por los brazos
hasta que uno cierra los puños y la atrapa.

Después de todo el secreto es mirar hacia arriba
y ver cómo las nubes se disputan las copas
y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ah pero las parejas que huyen al Botánico
ya desciendan de un taxi o bajen de una nube
hablan por lo común de temas importantes
y se miran fanáticamente a los ojos

como si el amor fuera un brevísimo túnel
y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.

Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble
(también podría llamarlo almendro o araucaria
gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)
hablan y por lo visto las palabras
se quedan conmovidas a mirarlos
ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero es lindísimo imaginar qué dicen
sobre todo si él muerde una ramita
y ella deja un zapato sobre el césped
sobre todo si él tiene los huesos tristes
y ella quiere sonreír pero no puede.

Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico

ayer llegó el otoño
el sol de otoño
y me sentí feliz
como hace mucho
qué linda estás
te quiero
en mi sueño
de noche
se escuchan las bocinas
el viento sobre el mar
y sin embargo aquello
también es el silencio
mírame así
te quiero
yo trabajo con ganas
hago números
fichas
discuto con cretinos
me distraigo y blasfemo
dame tu mano
ahora
ya lo sabés
te quiero
pienso a veces en Dios
bueno no tantas veces
no me gusta robar
su tiempo
y además está lejos
vos estás a mi lado
ahora mismo estoy triste
estoy triste y te quiero
ya pasarán las horas
la calle como un río
los árboles que ayudan
el cielo
los amigos
y qué suerte
te quiero
hace mucho era niño
hace mucho y qué importa
el azar era simple
como entrar en tus ojos
dejame entrar
te quiero
menos mal que te quiero.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero puedo ocurrir que de pronto uno advierta
que en realidad se trata de algo más desolado
uno de esos amores de tántalo y azar
que Dios no admite porque tiene celos.

Fíjense que él acusa con ternura
y ella se apoya contra la corteza
fíjense que él va tildando recuerdos
y ella se consterna misteriosamente.

Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico

vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
sólo de a ratos parecía
que iba a vivir
que iba a vencernos
pero los dos fuimos tan fuertes
que lo dejamos sin su sangre
sin su futuro
sin su cielo
un niño muerto
sólo eso
maravilloso y condenado
quizá tuviera una sonrisa
como la tuya
dulce y honda
quizá tuviera un alma triste
como mi alma
poca cosa
quizá aprendiera con el tiempo
a desplegarse
a usar el mundo
pero los niños que así vienen
muertos de amor
muertos de miedo
tienen tan grande el corazón
que se destruyen sin saberlo
vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
y qué verdad dura y sin sombra
qué verdad fácil y qué pena
yo imaginaba que era un niño
y era tan sólo un niño muerto
ahora qué queda
sólo queda
medir la fe y que recordemos
lo que pudimos haber sido
para él
que no pudo ser nuestro
qué más
acaso cuando llegue
un veintitrés de abril y abismo
vos donde estés
llevale flores
que yo también iré contigo.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
que sólo despierta con la lluvia.

Ahora la última nube a resuelto quedarse
y nos está mojando como alegres mendigos.

El secreto está en correr con precauciones
a fin de no matar ningún escarabajo
y no pisar los hongos que aprovechan
para nadar desesperadamente.

Sin prevenciones me doy vuelta y siguen
aquellos dos a la izquierda del roble
eternos y escondidos en la lluvia
diciéndose quién sabe qué silencios.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico
aquí se quedan sólo los fantasmas.

Ustedes pueden irse.
Yo me quedo.
Mario Benedetti

jueves, 15 de mayo de 2014

Un trasnochador

—Adiós, don Juan.
—Yo creí que ya no vendría usted esta noche.
—He cenado un poco tarde.
—¿Quiere usted que demos un paseo?
—Como usted quiera.
Don Juan se detiene un instante en el portal del Casino, apoyado en su bastón, con la cabeza baja. Parece meditar profundamente. Después levanta su mirada y dice:
—¿Ha estado usted esta tarde en la Fontana?
—Sí—le contesto yo.
—Le he visto a usted pasar desde lejos; no tenía seguridad de que fuese usted, porque llevaba usted sombrilla, y no la lleva ninguna tarde...
La luz de la luna, suave, plateada, baña las fachadas de las casas; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas, sobre los blancos muros. Las lechuzas, en la torre de la iglesia, lanzan a intervalos misteriosos resoplidos. Don Juan y yo caminamos despacio. Ya hemos marchado a lo largo de una calle, después hemos torcido a la derecha y hemos atravesado una plaza, luego hemos pasado por dos, por tres, por cuatro calles más; al fin nos hemos encontrado otra vez en la puerta del Casino. Esto es fatal. Don Juan se detiene otra vez en la puerta, con la cabeza baja, apoyado en su bastón. Luego sale de sus meditaciones, levanta la vista y dice:
—¿Usted se aburrirá aquí soberanamente?
—No, don Juan—le contesto—; yo estoy aquí muy bien.
En el Casino, la concurrencia de prima noche se ha ido disgregando; en un ángulo, medio sumido en la penumbra, cuatro jugadores mueven ruidosamente las fichas del dominó sobre el mármol. Las lamparillas eléctricas lucen mortecinas. Hay algo en la atmósfera que es cansancio, tedio, monotonía indefinible...
—¿Subimos, Azorín?—pregunta don Juan.
—Subamos, don Juan—contesto yo.
Subimos lentamente por las escaleras que llevan al piso principal. De nuevo don Juan se para un momento en la puerta del salón. Yo comienzo a sospechar que hay una secreta afinidad entre las puertas y don Juan. Pero otra vez sale don Juan de sus profundas cavilaciones.
—Deme usted dos pesetas, Azorín.
Yo le doy dos pesetas a don Juan. Y entramos. Los reflejos verdes de una lámpara caen sobre un grupo de cráneos que se inclinan absortos; una voz grita: ¡Juego!
—Hemos jugado al caballo—me dice don Juan—. Yo tengo fe en ese caballo.
Transcurre un minuto de ansiedad. Luego, súbitamente, se hace un enorme respiro; las monedas tintinean.
—Hemos ganado. Azorín. ¿Le gusta a usted el siete de copas, o el dos de espadas?
—Como usted quiera; a mí me da lo mismo.
—Entonces pondremos al dos de espadas. Yo tengo simpatías por ese dos de espadas, por más que ese siete de copas...
Don Juan apunta al dos de espadas. El banquero comienza a echar lenta, suavemente las cartas; todos los ojos miran ansiosos, ávidos; la lámpara deja caer sus reflejos verdes.
—¡Juego!—grita de pronto don Juan—. Antoñico, esa postura del dos de espadas pasa al siete de copas...
Sale el siete de copas.
—¿Ve usted, Azorín?—me dice don Juan— He tenido una inspiración. Ese siete de copas era seguro.
Don Juan sigue apuntando a estas o a las otras cartas; yo observo las miradas, los gestos, el oir y venir febril de las manos sobre el tapete. ¿Cuánto tiempo transcurre así? ¿Una hora, dos horas, tres horas?
—Azorín—oigo que me dice don Juan—. tenemos ya seis duros.
—Hay que jugarlos todos—le digo yo.
El se queda un poco asombrado.
—¿Cree usted?...
—Como usted quiera; pero yo creo que debemos intentar el último golpe y marcharnos.
—Muy bien—dice resuelto don Juan—; pues lo intentaremos... ¿En qué tiene usted más fe: en la sota de bastos, o en el cuatro de oros?
—A mí lo mismo me da—le digo yo.
—Yo creo que esa sota de bastos es de confianza; sin embargo, ese cuatro de oros...
Don Luis juega a la sota. El banquero comienza a echar lentamente las cartas.
—¡Juego!—esclama de pronto don Juan—. Antoñico, esos seis duros de la sota pasan al cuatro de oros...
Sale la sota.
—¡Caramba!—grita estupefacto, desolado, don Juan.
—Don Juan—le digo yo riendo—, no hay que hacer caso...
—Hombre, Azorín, le diré a usted: yo tenía fe en la sota; es más, tenía casi la seguridad de que iba a salir; pero ese cuatro de oros..., ese cuatro...
Y comienza una larga disertación sobre las probabilidades de la sota y las del cuatro de oros...
—¿Vamos a dar un paseo?—me dice al fin.
—Vamos donde usted quiera—le digo yo.
La luz de la luna baña suave, plateada, las anchas calles; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas; reina un profundo silencio en la ciudad dormida; las lechuzas resoplan formidables, y una voz lejana canta con una melopea plañidera: «¡Sereno, la una!»
Don Juan y yo caminamos despacio.
—Don Juan—le digo—, ¿usted se acuesta tarde todas las noches?
—Yo, Azorín—me dice él—, no puedo acostarme nunca sin ver la luz del día.
Yo me quedo mirando a don Juan. ¿Puede darse un ser más extraño y más interesante que un trasnochador de pueblo? ¿Qué hacen estos trasnochadores fantásticos durante toda la noche interminable de las ciudades muertas? ¿En qué emplean las horas monótonas, eternas, de las madrugadas invernales?
—¿Y qué hace usted, don Juan, toda la noche?—le pregunto—. Aquí, en el pueblo, será difícil encontrar algo en que entretenerse...
—Le diré a usted—contesta don Juan—; a primera hora de la noche, hasta las doce o la una, estoy en el Casino; luego nos vamos tres o cuatro amigos a alguna casa y hacemos una cena, y al final, yo me marcho a casa y me entretengo en algo. El mes pasado hice un globo de periódicos; cuando trataron de empapelar la Biblioteca del Casino, yo me ofrecí a hacer el trabajo, y la empapelaba de noche, así que se marchaban todos los socios...
Pasamos por dos, por tres, por cuatro calles; cruzamos una plaza. Una ventana aparece iluminada en una casa.
—¿Qué estará haciendo Alfredo?—pregunta don Juan—. Y luego grita: ¡Alfredo! ¡Alfredo!
Un joven surge en el balcón.
—Buenas noches, don Juan, y la compañía— dice.
—¿Pero tan temprano en casa?—le pregunta don Juan.
—Me he de marchar mañana a las ocho a los Calderones, a ver cómo marcha la uva —dice Alfredo—; quiero principiar a pisar el jueves...
Nos despedimos.
—¿Quiere usted que vayamos a casa a toma algo?—dice don Juan.
—Como usted guste, don Juan—le digo yo. En la puerta, don Juan se detiene otra vez un momento, meditando profundamente. Después, me dice:
—¡Caramba, Azorín! Si yo no íjubiera tenido la mala idea de mudar la postura...
Cuando entramos en la casa, don Juan va encendiendo las lamparillas eléctricas, y pasamos al comedor. De una alacena saca don Juan vasos, una botella, un salchichón, un queso...
—Aquí hay unas chuletas, Azorín—me dice enseñándome un plato—; ¿quiere usted que las asemos?
La cocina está cerca. Hacemos fuego y asamos las chuletas; pero no encontramos la sal. Don Juan sale y abre una puerta allá en lo hondo de la entrada.
—¡Lola! ¡Lola!—grita—. ¿Dónde habéis puesto la sal?
Luego vuelve, registra un cajón del aparador y saca el salero.
¿Cuántas horas pasan mientras comemos y charlamos? ¿Una, dos, tres, cuatro? Un reloj, uno de esos relojes terribles de las casas de los pueblos, suena cuatro metálicas campanadas; cantan los gallos a lo lejos. En los vidrios de la ventana aparece una claridad vaga, opaca...
—Don Juan, me marcho—digo yo.
—Pues vaya usted con Dios, Azorín, y hasta la tarde.
La puerta hace un ruido sordo al ser cerrada. Yo miro al Oriente, que aparece encuadrado entre las dos ringlas de las casas, y lo veo teñirse de carmín, de nácar y de oro.

miércoles, 14 de mayo de 2014

La ortografía también es gente

Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie -ni siquiera material o de ensueño-, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho, tal página de Chareaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieta de un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira, en su fría perfección, de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida. Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, un la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiesta, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas.
Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de
sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa. No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de prosa que han hecho llorar. Me acuerdo, como sí lo estuviera viendo, de la noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de Vieira sobre el Rey Salomón. "Fabricó Salomón un palacio..." Y seguí leyendo, hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es -no- la añoranza de la infancia, de la que no tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica. No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa.
No me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en ortografía simplificada, sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon, como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya escupido. Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de al transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto regio, gracias al cual es reina y señora.

Fernando Pessoa
Del Libro del Desasosiego de Bernardo Soares, 12
Seix Barral, 1997
Traducción de Ángel Crespo

domingo, 11 de mayo de 2014

Una elegía

—Señor Azorín, ¿esto es una elegía?
—Amigo lector, esto es una elegía.
Se llamaba Julín. ¿Cómo os imagináis vosotros a Julín? ¿Creéis que este nombre varonil es el de algún niño rubio, vivaracho, revoltoso? No; os engañáis: Julín era Julia. Y Julia era una muchacha delgada, esbelta, con unos grandes ojos melancólicos, azules... Yo la he recordado cuando, tras largo tiempo de ausencia, he vuelto a poner los pies en esta monótona ciudad, donde ha transcurrido mi infancia. Ya bien de mañana, yo me he encaminado por las calles anchas, de casas bajas, con las puertas, a esta hora, entornadas, con los zaguanes silenciosos. El sol va bañando lentamente las blancas fachadas; de cuando en cuando se oyen las campanas rítmicas y cristalinas de la iglesia, y las herrerías, todas las herrerías de la ciudad, las herrerías negras, las herrerías calladas durante la noche, comienzan a cantar. Os diré que éstos son los instantes supremos en que despiertan todos estos oficios seculares, venerables, de los pueblos. Y si vosotros los amáis, si vosotros sentís por ellos una profunda simpatía, podéis ver a esta hora, fresca, clara y enérgica, cómo se abren los talleres de los aperadores, de los talabarteros, de los peltreros; y de qué manera comienzan a marchar los pocos y vetustos telares que aún perduran, como sobrecogidos, como atemorizados, como ocultos en un lóbrego zaguán, allá en una calleja empinada y silenciosa; y con qué joviales, fuertes y rítmicos tintineos entonan sus canciones las herrerías. Yo tengo predilección por estos hombres que forjan y retuercen el hierro: que mis amigos los carpinteros me dispensen esta confidencia, hasta ahora secreta; en estas palabras no hay para ellos ni el más ligero agravio; otro día dedicaré unas líneas cordiales a estos otros hombres, también excelentes y afables, que labran la madera. Ahora voy a sentarme en una herrería. La llama de la fragua surge briosa en el hogar; el fuelle va resoplando sonoramente; en medio del taller, el viejo yunque, patriarcal, venerable, alma de la herrería, espera el rojo hierro que ha de ser martilleado. Y el hierro es sacado de entre las brasas. Y los martillos, recios, caen y tornan a caer sobre él, y van cantando alegres su canción milenaria, en tanto que el grueso yunque parece que se ensancha de satisfacción —tal vez de vanidad—, pensando que sin él no se podía hacer nada en la herrería.
Y de rato en rato, el martilleo cesa; entonces el maestro y yo hablamos de las cosas del pueblo, es decir, del mucho o poco trabajo que hay, de las casas que se están construyendo, de lo deleznables que son—no os quepa duda de esto—los trabajos de hierro que vienen de las fábricas. Yo pienso que todas estas cerraduras, estos pasadores, estas fallebas, fabricadas en grande, mecánicamente, en los enormes talleres cosmopolitas, entre la multitud rápida y atronadora de los obreros, no tienen alma, no tienen este algo misterioso e indefinible de las piezas forjadas en las viejas edades, que todavía en las pueblos se forjan, y en que parece que el espíritu humano ha creado una polarización indestructible, perdurable...
Los martillos van cantando, cantando con sus sones clafos y fuertes; el fuelle sopla y resopla ronco. Y ahora el maestro y yo ya no hablamos de las cosechas, ni de las fábricas, ni de las casas; hablamos de los amigos que han desaparecido para siempre. Si vais a vuestro pueblo después de haber estado lejos de él, pocos o muchos años, estos recuerdos serán inevitables. Ya otro día apuntaba yo en otra parte algo de esto. ¿Qué se ha hecho de don Ramón, de don Luis, de don Juan, de don Rafael, de don Antonio? ¿Cómo acabó don Pedro? ¿Es verdad que don Jenaro hizo una casa nueva, una casa soberbia, en que él había puesto todas sus ilusiones, y murió a los ocho días de mudarse a ella? ¿Le dejó don Rafael la labor de los Tomillares a su sobrina Juanita, la hija de don Bartolomé el médico?
Y cuando yo pronuncio el nombre de Juanita, el maestro se queda un momento en suspenso, con el martillo en una mano y las tenazas en la otra, y me dice:
—¡Hombre! ¿No sabe usted que se murió Julín? ¿Se acuerda usted? Julia, la chica de don Alberto...
Yo sí me acuerdo; yo siento al oir al maestro una tristeza honda. ¿No os encanta este contraste entre un nombre varonil y una muchacha fina, blanca, suave, con los ojos azules, soñadores, pensativos, tristes? Vosotros acaso no sabréis que en los pueblos es quizá donde las muchachas son aún románticas, es decir, donde hay niñas tristes que tocan en el piano cosas tristes, que pasan horas enteras inmóviles, que leen novelas, que saben versos de memoria, y, sobre todo, que tienen sonrisas inefables, sonrisas de una ingenuidad adorable, divina. ¿No habéis visto a estas muchachas en las ferias de los pueblos, o en los bailes o paseando por el andén de la estación un día que habéis pasado en el tren y os habéis asomado soñolientos, cansados de leer un rimero de periódicos que dicen todos lo mismo?
Los martillos prosiguen con su canción alegre y fuerte; el fuelle hace «fa-fa-fa-fa...» Yo ya no puedo estar sosegado en esta herrería; una irreprimible tristeza invade mi espíritu. Cuando salgo, don Baltasar está en su puerta.
Yo le digo:
—Buenos días, don Baltasar.
El me dice:
—¡Caramba, Azorín! ¿Tanto bueno por aquí?
Don Baltasar es el fotógrafo. ¿Afirmaréis vosotros que en los pueblos hay un hombre más interesante que el fotógrafo? Que no pase jamás por vuestra imaginación tal disparate. Ya estimo también cordialmente a los fotógrafos; otro día les dedicaré también unas líneas cariñosas. Ahora voy a entrar un momento en casa de mi amigo don Baltasar. Yo quiero charlar con este hombre sencillo y ver de paso las fotografías que él tiene colocadas en anchos cuadros. Os confesaré que siempre que yo llego a una ciudad desconocida, mi primer cuidado es contemplar los escaparates de los fotógrafos. Yo veo en ellos los retratos de los buenos señores que viven en el pueblo y a quienes no conozco —y esto acaso me los hace simpáticos— y las caras, tan diversas, tan enigmáticas de estas muchachas de que antes hablaba. ¿Qué dicen estos rostros? ¿Qué ideas, qué ambiciones, qué esperanzas, qué desconsuelos hay detrás de todas estas frentes femeninas, juveniles? ¿Se podrá adivinar todo esto por los ojos, por los pliegues y contracturas de la boca, por la forma y la actitud de las manos?
Yo me acerco al escaparate de mi amigo don Baltasar. Yo voy viendo estos señores, estas damas, estas muchachas. Y de pronto mis miradas caen sobre una fotografía que me causa viva y honda emoción. ¿Lo habéis sospechado ya? Es Julín. Yo la miro absorto, olvidado de todo, emocionado.
Don Baltasar me dice:
—¿Qué mira usted, Azorín?
Yo le digo:
—Miro a Julin, la hija de don Alberto.
Don Baltasar exclama:
—¡Ah, sí! Cuando yo la retraté estaba ya muy enferma...
Julín aparece sentada en un banquillo rústico; su cara es más ovalada y más fina que cuando yo la vi por última vez; su cuerpo es más delgado; sus ojos parecen más pensativos y más grandes; sus, brazos caen a lo largo de la falda con un ademán supremo de cansancio y de melancolía. Y un abanico a medio abrir yace entre los dedos largos y transparentes...
En el zaguán de la casa reina un profundo silencio; un moscardón revuela en idas y venidas incongruentes, con un zumbido sonoro.
Yo me despido de mi amigo don Baltasar. Los martillos cantan sobre los yunques con sus sones "alegres; unas campanadas lejanas llaman a las últimas misas de la mañana. Yo camino despacio; yo digo: «Las cosas bellas debían ser eternas»...

sábado, 10 de mayo de 2014

Otoño

Abandonan los árboles sus hojas
a la danza del polvo, en el camino;
y en las desnudas ramas, sus congojas
el ave canta, con doliente trino...

Rasga el arado de la tierra el seno 
y halla en el surco la semilla nido...
Tibio está el aire, de perfumes lleno,
como de húmedo suelo removido...

El sol entre sus púrpuras se arropa
mientras se va la tarde, lenta y fría;
bebe el labriego su postrera copa
y al reparo del lecho se confía... 

"Agua Mansa", 1928

La diversidad lingüística en peligro

¿Adónde habrán ido a parar los sonidos del chané, el vilela, el selknam, el haush, el teushen, el gününa küne, el allentiac y el millcayac? Nadie lo sabe. Pero los lingüistas están seguros por lo menos de algo: ninguna de esas ocho lenguas indígenas que se hablaban desde Salta hasta Tierra del Fuego ya se escuchan, y su desaparición advierte sobre el futuro de la diversidad lingüística del país.


Pero bien, para advertir el futuro hay que volver al pasado, justo antes de la llegada del “hombre blanco” a estas tierras. En ese entonces se calcula que se hablaban –no sólo en el territorio argentino- aproximadamente veinte lenguas –algunos lingüistas arriesgados estiman que hasta veinticinco-, pertenecientes a siete familias lingüísticas distintas. Tantas dudas y desacuerdos se deben a que estas lenguas son ágrafas, es decir, no quedaron registradas por escrito –salvo en los casos en que misioneros religiosos o viajeros redactaron gramáticas y diccionarios-. A lo cual se agrega que el conocimiento de algunas de ellas no permite diferenciar si se trataba de lenguas o de dialectos.
Además hay otro asunto más importante: de todas las lenguas que todavía se hablan, ¿cuántos hablantes quedan? Y aquí también hay discrepancias, porque el único censo sobre hablantes de lenguas indígenas se realizó en 1965 y no fue muy preciso, ya que “no se hizo con la intención de establecer si la gente que decía ser hablante en una determinada lengua podía expresarse en forma fluida”, opina Ana Fernández Garay, especialista en lenguas indígenas del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. A su vez, muchos aborígenes ni siquiera aclaraban que eran hablantes para no ser estigmatizados.
Pero más allá de estas salvedades, se ha detectado que las lenguas que corren más riesgo de extinción son el tehuelche, con sólo cinco hablantes, en Santa Cruz, y el chorote, en Salta, con sólo cuatrocientos hablantes aproximadamente.
Las demás, como el mapuche, el toba (con quince mil hablantes), el wichí, el mataco, el pilagá, el mocoví, el quechua (más de sesenta mil hablantes en la Argentina), el chiriguano-chané (quince mil hablantes) o el guaraní, no pasan por una situación tan grave, pero tampoco se las puede descuidar.

El retroceso lingüístico
A pesar de que lo que pasó con los indios desde la llegada del “blanco” en adelante es historia bastante conocida y lamentable, poca atención se le prestó además a la supervivencia de sus lenguas: la primera ley de educación de 1884 sólo reconoció al castellano como lengua oficial, y la lingüística recién comenzó a estudiar las lenguas indígenas en los años 60 de este siglo, pues antes se pensaba que no merecían ser estudiadas. Desde entonces, los especialistas se preguntaron por qué se dejaban de hablar. “El retroceso de las lenguas indígenas comenzó principalmente con la conquista del desierto y del Chaco durante el siglo XIX, cuando los indios fueron sometidos por los blancos y aprendieron el castellano –explica Fernández Garay-. En realidad no les quedaba otra salida si querían seguir viviendo”.
En algunos casos, esta imposición del castellano en el siglo pasado se sumó a un hecho anterior. Algunos grupos indígenas habían sojuzgado a otras comunidades y les impusieron el uso de su lengua, como ocurrió en el caso de los chané, en la provincia de Salta, que dejaron de utilizar totalmente su idioma porque así lo dispusieron los indios chiriguanos. O también sucedió con grupos tehuelches, que primero fueron derrotados por mapuches, y poco después no les quedó otro remedio que hablar el español. Por esto se entiende que hoy sólo queden cinco hablantes de tehuelche, lengua que, según advierte Fernández Garay –que recopiló leyendas, mitos y diálogos de estos últimos hablantes en u libro Testimonios de Tehuelches-, ya no se podría revitalizar. En otras palabras, la lengua tehuelche tiene los días contados. “Y la pérdida de un idioma da mucha lástima, porque junto a la lengua se pierden también los mitos, los rituales, los personajes que hacen a la identidad de cada comunidad indígena”.


El suicidio mapuche
La lengua de los mapuches o "gente de la tierra" tampoco pudo escapar al retroceso experimentado por las otras lenguas y eso que eran indígenas provenientes de Chile que fueron capaces de cambiar el panorama lingüístico y etnográfico de la Patagonia. Es que, en parte, la marcha atrás se debió al "suicidio mapuche", como se llamó a la decisión de los indígenas más de sesenta años de no trasmitir su idioma a las generaciones siguientes porque pensaban que los marcaba como algo étnicamente diferente ante una sociedad homogeneizada por el castellano, "Aunque a principios del 80 la actitud de muchos indígenas era `yo no hablo es lengua, no la conozco´ -recuerda la lingüísta-, hoy la postura a cambiado bastante. Mucha gente joven, mapuche y de otras etnias, empieza a sentirse orgullosa de su lengua materna, quiere revitalizarla y hasta valorar a sus ancestros."
Por lo visto, y antes de que sea demasiado tarde, no es poco lo que queda por hacer o, mejor, por hablar. Porque según recomienda uno de los más importantes sociólogos del lenguaje del mundo, Joshua Fishman, cuando un idioma no tiene demasiada vigencia se debe comenzar con la transmisión intergeneracional durante todos los momentos del día. Recién después los más chicos podrán ser alfabetizados en su lengua materna. Aunque vale aclarar, según Fernández Garay, la recuperación de cada lengua indígena debe ser emprendida en principio por el interés de cada comunidad: "No sirve de nada que se lo impongamos desde afuera; no hay que olvidar que nosotros,`los blancos´, ya hicimos bastante daño."

Por Valeria Román, Página 12, 16/08/1997

miércoles, 7 de mayo de 2014

Sosa, el güey (Velmiro A. Gauna)

Había cesado de llover. El "urú", encargado de la torrefacción de la yerba, acomodó las ramas en el "barbacuá" para que el fuego no las tostara demasiado, se pasó el dorso de la mano por los irritados ojos y clavó la mirada en el trozo de paisaje que alcanzaba a divisar. Las gotas aún temblaban sobre el verde de las hojas, el río bramaba en su estrecho cauce y breves arroyuelos se descolgaban de las altas barrancas. Sobre el fondo rojizo de la tierra misionera el agua brillaba con reflejos de sangre.
-Mesma que los surcos que dejan los latigazos en las espaldas de los "mensús" - pensó don Sinecio y empuñando una horquilla de madera movió las ramas.
Cortó un trozo de cuerda de tabaco brasileño y empezó a masticarlo golosamente.
De las estrechas picadas del monte vecino comenzaron a llegar los "tariferos" con sus "raídos" o sea la cosecha de yerba sobre las fuertes espaldas. Entre ellos, soeces y altivos, con sus altas botas, la fusta en la mano y el revólver al cinto venían los "capangas", brutales delegados de la autoridad del patrón.
Se detuvieron cerca del "barbacuá" y el capataz empezó a pesar las cargas gritando en alta voz la cantidad para que un compañero las fuera anotando en el menguado haber del trabajador.
-¡Cruz Alarcón, doce arrobas...!
-¡José Maidana, ocho y medio...!
-¡Paulo Sosa, diez!...
-¿Cómo diez! - intentó protestar el afectado, pero el capataz replicó fiero:
-¡Diez arrobas y escasas...!
Un "capanga" empuñó la fusta amenazador y Paulo Sosa se resignó.
-Güeno, diez, creiba que eran más...
Y así seguían las mediciones a gusto y capricho del encargado frente a la impotencia y la angustia de los "mensús".
Don Sinecio, el "urú", seguía moviendo las hojas y viendo cómo los peones iban acercándose a sus ranchos a comer sus mezquinas pitanzas de maíz hervido, porotos negros o charqui con fariña.
Algunos chicuelos raquíticos de piernas delgadísimas y enormes vientres jugaban con infantil inconsciencia por los senderos y unas pocas mujeres salían de sus ranchos al encuentro de los hombres.
El "urú" lanzó al aire un grueso escupitajo y reflexionó en voz alta dirigiéndose a su ayudante, un paraguayo imberbe.
-Si es como yo te digo, Lucindo, la vida es como las jembras, naide sabe lo que escuenden...
-Ansí ai de ser, Ño Sinecio...
La noche tendió su gastado poncho de sombras, donde quedaron prendidos los abrojos lucientes de un millón de estrellas, recogidos en los infinitos caminos del cielo.
-Sí, muchacho, es como yo te digo -repitió el "urú" - la vida y las jembras tuitas son lo mesmo...
Un "suindá" chistó en la sombra y el viejo se interrumpió diciendo:
-¡Cruz diablo!
Luego se persignó temeroso.
* * *
Paulo Sosa había venido con su mujer, una muchacha de escasos diecisiete años, con quien se había "juntado" en Villa Rica. Vestida con traje de hombre: amplias bombachas, blusa flotante, pañuelo al cuello y gran sombrero, había Pasado inadvertida al hambre sensual de los "capangas". Por las mañanas iba con su hombre al monte y mientras éste cortaba las ramas de la yerba-mate ella procedía a "zapecarlas". Para ello buscaba la leña del María Preto, el espinillo y otras plantas no resinosas. El "zapecado" debe hacerse el mismo día de cortadas las ramas porque sino las hojas se ennegrecen, se marchitan y desprenden. Además para ese primer tostado, no debe usarse leña con resina porque ésta les quita su aroma y les contagia su olor particular.
Con la ayuda el "raído" de Paulo Sosa era siempre el más pesado y por eso los otros "tariferos" le habían bautizado "Caá-yarí", la abuela de la yerba.
Pero un día, don Carlos, el administrador, alcanzó a verla y quedó prendado de su belleza adolescente.
Entonces fue a verlo a Sosa y la pidió "prestada" como si en vez de una mujer hubiera sido un caballo, una silla o una mesa. El hombre firme; pero respetuosamente, desoyó las promesas y desechó las amenazas y para él empezaron las persecuciones. Los enviaban a "tarifar" a los lugares más enmarañados, allí donde había que cansar el brazo abriendo picadas hasta dar con un árbol de pobre follaje, le robaban en el peso de los "raídos" y le cargaban el doble en el precio de las provisiones.
Un día, Fonseca, uno de los "capangas", ordenó:
-Mañana saldrás a "descubertear" con Joao Francisco y el indio Yarará...
-Yo vine a "tarifar", no de "descubertero"...
-Vos vas a dir donde te manden... - rugió el otro.
-Güeno... -asintió manso-. ¿Y mi mujer?
-Se quedará aquí a esperarte... ¿No te la pensarás Ilevar?
-¡Ajá!... - fue su único comentario.
Un mes pasó en el monte con sus compañeros, abriendo picadas con el machete, durmiendo al raso, acosados por los mosquitos y los insectos, sufriendo lluvias y padeciendo hambres hasta que dieron finalmente con un grupo de las codiciadas plantas, las marcaron y volvieron con la noticia. Sucios, haraposos y flacos cayeron al campamento. Después de dar la novedad, Paulo Sosa fue a su rancho y lo encontró vacío.
-¿Y mi mujer? - preguntó a Fonseca que lo había seguido.
-Se cansó de esperarte y se mandó a mudar. Creo que está con el brasilero Guimaraes... - fue la respuesta brutal.
-¡Ajá!... - dijo Sosa tranquilamente.
Luego de asearse, se tendió en el lecho y durmió pesadamente hasta el otro día.
Y como si nada hubiese pasado estuvo a la mañana siguiente con los "tariferos". De boca de ellos fue conociendo la verdad: A su mujer la habían llevado a la fuerza a casa del administrador, allí la tuvo éste por espacio de una semana y, luego, como le había gustado a Guimaraes que vino a visitarlo, se la vendió por sesenta pesos.
-¡Ajá!... - dijo Sosa y siguió cortando ramas con su machete.
Cuando al caer la tarde, volvían los peones del campamento, el paraguayito solía decir al viejo "urú":
-¡Véalo a Sosa! Manso como un güey y eso que le robaron la "cuñ á"...
Don Sinecio lanzaba un grueso escupitajo negro y luego decía sentencioso.
-Si es como yo te digo, muchacho, el remanso no hace bulla y es el que traga más gente...
-Ansí ai de ser, don Sinecio... ansí ai de ser...
* * *
Para el mes de junio, Sosa terminó su "conchaho" y fue a la administración a arreglar sus papeles. Don Carlos y los "capangas" se mantuvieron alertas, con las armas al alcance de las manos, temerosos que, a último momento, estallara la contenida rebelión del "mensú".
Pero no ocurrió nada y Sosa, humildemente, se retiró de la oficina y marchó hacia el harco que esperaba, no lejos de la costa para llevarlo junto con otros pocos que también habían terminado su contrato a Posadas, la capital del "oro verde". Pasaron los días y una mañana de agosto volvió Sosa al campamento. Tras él venía, coqueta y sensual, una morocha de grandes ojos negros, boca encendida y cuerpo ondulante. Cubría su cabeza con un mantón verde y tenía ambos brazos envueltos en largos guantes blancos.
El propio don Carlos salió al encuentro de la pareja.
-¿De vuelta, Sosa?
-Ansina es, patrón... Me fui a buscar otra "cuñá" porque solo no me hallo.
-Está bien, Sosa, está bien... Allí tenés un rancho desocupado y sabés que tenés cuenta abierta en la proveeduría.
-Gracias, patrón, gracias... - dijo Sosa y seguido de su mujer fue al rancho que le había señalado.
Lucindo, el paraguayito, dijo al verlo, dirigiéndose al "urú".
-¿Vido, Ño Sinecio, que golvió don Sosa?
-Vide.
-Y trajo una mujer nueva pa don Carlos... Si es un güey... un güey...
Don Sinecio dejó de mascar su bolo de tabaco y replicó:
-Pero aunque sean guampas'e güey lo mesmo tienen punta y dentran... Si es como yo te digo, müchacho, la vida y las jembras naides saben lo que escuenden.
Observó el fuego y señaló al peoncito:
-Andá, da güelta a esas ramas que se están tostando mucho.
* * *
A1 tercer día don Carlos, que andaba rondando el rancho de la recién llegada, la vió arreglándose el cabello en el interior de la habitación semi en penumbra.
Entró y le dijo:
-Se te van a gastar esos lindos ojos en la oscuridad.
-¡Qué esperanza! Si yo veo bien...
-¿Y qué cosas ve?... ¿Su hermosura?
-Zalamero había sido...
La voz cálida y prometedora enardeció aún más al hombre. Se acercó a ella y le acarició el cabello.
-Parece seda... - dijo.
Las manos tremantes bajaron al seno opulento y se cerraron como garfios.
La mujer intentó resistirse y amenazó:
-¡Váyase! Que a lo mejor viene mi hombre...
-¡Qué va a venir! Si está en el monte. Por lo menos hasta dentro de cinco horas no va a aparecer.
-Pero... ¿y los otros?
-Los otros no van a decir nada... - respondió él y cerró la puerta. Luego la tomó en brazos y la llevó al lecho.
Sus labios ávidos se durmieron en la boca húmeda y sensual que se entregó sin resistencias.
Se despojaron de las ropas y se llenaron de caricias. Ella, sin embargo, conservaba sus guantes.
-¡Sacátelos!... - ordenó entre dominador y solícito.
-¡No!... pidió ella.
-¡Sacátelos!... - reiteró imperioso.
Obedeció la mujer y un leve olor a carne corrompida inundó el recinto.
-Alguna rata muerta - pensó don Carlos y volvió a besar golosamente a su compañera. Sus labios se hundieron con fruición en los labios ardientes. Las manos de ella pasaron lentamente sobre el cuerpo desnudo del hombre. Estaban calientes y húmedas y dejaban un rastro viscoso sobre la piel.
-Será el sudor... -pensó-. ¡Claro, si las tenía enguantadas...!
Y para olvidar fue besándole las mejillas, la garganta, los hombros... Pero el olor a podredumbre seguía hiriéndole la pituitaria.
Más tarde, al sentarse en el borde del lecho para volver a vestirse, le preguntó:
-Decime, negra, ¿de dónde te fue a sacar el Sosa ése?
-¿A mí?
-Sí, a vos.
-Me robó.
-¿De dónde?
-Del lazareto de isla Cerrito, frente a Corrientes -dijo la mujer y el hombre sintió que un sudor frío lo cubría-. Tres años estuve enferma... dicen que con lepra, pero ahora estoy casi sana -continuó y abriendo la puerta para que entrara la claridad mostró las manos y los brazos hechos dos llagas nauseabundas-. Ves, cuando se me curen éstas...
Mas don Carlos dando un grito tremendo de pavor y de asco escapó del rancho y se lanzó a correr desnudo por los caminos. De vez en cuando se detenía y se cubria de tierra y de hojas restregándolas con fuerza contra el cuerpo como para limpiarse de aquellas caricias que le ardían en la piel, hasta que, de pronto, rompió a reír enloquecido y se internó corriendo por una picada del monte.
Después de intensa búsqueda lo encontraron a los tres días revolcándose en un charco, casi muerto de hambre y de frío.
Ya nunca más recobró el juicio.
Paulo Sosa y su mujer aprovecharon la confusión y escaparon o los mataron en el monte.
Nadie supo más de ellos.

Velmiro A. Gauna

lunes, 5 de mayo de 2014

El buen Juez II

Apenas los matinales y ambulantes vendedores de la ciudad manchega comenzaban a lanzar al aire con sus lenguas incansables sus pintorescos gritos, tales como «¡Carbón!», «¡El panadero!», cuando don Alonso, ya vestido y compuesto, bajó al comedor en busca del cotidiano chocolate. Pero don Alonso no baja hoy como otros días. Doña María observa en él algo indefinible, extraño, y le pregunta:
—Alonso, ¿has dormido mal? Lola, la cuñada, le mira también, y dice:
—Parece que has dormido mal, Alonso.
Y Carmencita observa, asimismo, el rostro cenceño del buen caballero, y afirma en redondo:
—Papá, tú has dormido mal.
Don Alonso, que va mojando pausadamente los dorados picatostos en la aromática mixtura, se detiene un momento, mira cariñosamente a las tres mujeres y sonríe. Esta sonrisa de don Alonso es maravillosa; es una sonrisa henchida de una luz desconocida, magnética; es una de esas sonrisas históricas que sólo le es dable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos, Y cuando don Alonso ha acabado de sonreír, se ha metido en la boca la suculenta torrija que durante un momento ha estaso suspensa en el aire. Mas, ni doña María, ni Lola, ni Carmencita quedan satisfechas con la sonrisa de don Alonso; ellas no han visto la trascendencia incalculable de esta sonrisa; ellas son sencillas, ingenuas, amorosas, y no pueden sospechar que este chocolate, que esta mañana están ellas tomando en familia, figurará en los fastos de la humanidad. Pero don Alonso baja la cabeza sobre la jicara con un gesto de profunda meditación. Doña María comienza a consternarse; Lola se pone triste; Carmencita mueve su rubia y linda cabeza y no sabe qué pensar.
—Alonso—dice doña María—, a tí te pasa algo.
—Sé franco con nosotras, Alonso—añade Lola.
—Papá—grita Carmencita—, dínos lo que te sucede.
Don Alonso levanta la cabeza y las envuelve a las tres en una de esas miradas largas, sedosas, con las que, en los trances difíciles de la vida, parece que acariciamos a las personas que queremos.
—No os preocupéis—les dice, sonriendo de nuevo—, no os preocupéis: no me sucede nada...
Y el buen caballero se levanta y coge el bastón. Doña María, Lola y Carmencita permanecen sentadas, calladas, como anonadadas, como desconcertadas por una fuerza misteriosa, por un efluvio que ellas no aciertan a explicar, en tanto que don Alonso, erguido, gallardo, sale del comedor y aparece luego en la calle.
Don Juan está en su puerta con las manos cruzadas sobre el chaleco.
—Buenos días, don Juan — le dice don Alonso.
—Buenos nos los dé Dios—grita don Juan.
Don Antonio está más allá, en su portal, columbrando una nubecilla que asoma por el horizonte.
—Buenos días, don Antonio—le dice también don Alonso.
—A la noche lo diremos—contesta don Antonio, que es algo observador de los fenómenos naturales y, por lo tanto, un poco escéptico.
Don Pedro aparece inmóvil en su acera, observando una moza que pasa con su cesta.
—Buenos días, don Pedro—dice por tercera vez don Alonso.
—No sería malo, no sería malo—contesta don Pedro mirando a la mozuela y dando a entender con ésto que con ella no pasaría él mal el día.
Y ya está don Alonso—después de haber saludado también a don Rafael, a don Luis, a don Leandro, a don Crisanto y a don Mateo, de los cuales no hablaremos por no fatigar al lector—, ya está don Alonso sentado ante una mesa en que hay una escribanía de plata y varios rimeros de folios blancos. Detrás de don Alonso, bajo un dosel, destaca un Cristo. Todo ésto quiere decir —ya se habrá comprendido— que don Alonso se halla ya en funciones, o sea que ha llegado el momento en que el buen caballero va a administrar esta cosa sutilísima, invisible, casi fantástica, que se llama Justicia y que los hombres aseguran que no existe sobre la tierra. Mas por esta vez yo afirmo que esta cosa delicada y formidable va a hacer su aparición en esta sala. Don Alonso está decidido a ello, y éste es el motivo de aquella sonrisa estupenda que ni doña María, ni Lola, ni Carmencita han comprendido. ¿Añadiré que don Alonso ha dictado ya sentencia en el pleito que examinaba anoche? ¿Podré pintar la estupefacción, el asombro inaudito que se ha apoderado de todo el pequeño mundo judicial al conocer esta sentencia? ¿Cómo haré yo para que os figuréis la cara que ha puesto don Fructuoso, el abogado más listo de la ciudad manchega, y el ruido peculiar que ha hecho al contraer los labios don Joaquín, el procurador más antiguo?
Por la tarde, después de comer, en el Casino, un breve silencio se ha hecho a la llegada de don Alonso. Ya conocéis estos silencios que se producen cuando se acerca a un grupo un hombre de quien a la sazón se ocupan todas las lenguas; estos silencios, o son un homenaje involuntario, o son una reprobación discreta.
Pero, de todos modos, el silencio es prontamente roto y la charla torna a surgir entusiasta u opaca, según se trate de uno o del otro caso citado. ¿De cuál se trata ahora? En realidad, no hay motivo para abominar de don Alonso por la sentencia dictada esta mañana. Don Fructuoso y don Joaquín, que han perdido el pleito, afirman que es un disparate mayúsculo; pero en el Casino nadie llega hasta sentirse tan tremendamente indignado..
—Es una sentencia rara—dice don Luis.
—No existe precedente ninguno que la justifique—añade don Rodolfo, un viejo que estudió el año 54 Derecho civil en la Central con don Juan Manuel Montalbán y Herranz.
—Sin embargo—se atreve a decir Paco, un abogado joven que es un poco orador y que ha leído dos o tres discursos de Santa María de Paredes—, sin embargo, si atendemos a un interés social, colectivo; un interés superior que se remonte sobre las personalidades, sobre el derecho individual, para...
Pero los señores graves no le dejan seguir. —¡Hombre, Paco, hombre!—grita don Leopoldo, un poco indignado—. Usted saca de quicio la cuestión.
—¡Caramba, Paco!—dice don Pedro—. Está usted hoy verdaderamente terrible.
—¡Pero, por Dios, Paco!—observa con voz meliflua don Juan—. Usted pretende destruir los fundamentos del orden social...
Sin embargo, Paco no pretende destruir nada; Paco es una excelente persona. Y después de discutir un rato, Paco, que va a casarse dentro de un mes con la hija de don Luis, conviene con éste en que es una sentencia rara la dictada por don Alonso, y aun llega a afirmar con don Rodolfo que no es posible encontrarle precedentes.
¿Necesitaré decir después de ésto qué género de silencio se ha producido en la tertulia a la llegada de don Alonso? ¿Diré que era algo así como un silencio entre irónico y compasivo? ¿Tendré que añadir que luego, en el curso de la conversación, han abundado las alusiones discretas, veladas, a la famosa sentencia? Pero don Alonso no ha perdido su bella y noble tranquilidad. «El verdadero hombre honrado—dice La Rochejoucauld en una de sus máximas—es aquel que no se pica por nada.» El buen caballero ha dejado que hablasen todos; él sonreía afable y satisfecho; después, a media tarde, ha dado su paseo por la huerta.
Mas, entretanto que discurría por los escondidos senderos, apartado de la ciudad, la ciudad se iba llenando del asombro y de la extrañeza que la sentencia de por la mañana produjera primeramente entre los leguleyos. Y al anochecer, el buen caballero ha regresado a su hogar. Ya las criadas habían traído a la casa los ruidos y hablillas de la calle. Durante la cena, doña María, Lola y Carmencita han guardado silencio; pero al final, doña María no ha podido contenerse y ha dicho:
—Alonso, ¿qué es eso que dicen por ahí que has hecho?
Lola ha insinuado:
—Las muchachas nos han contado...
Y Carmencita, poniendo unos ojos tristes, ha suplicado:
—Papá, cuéntanos lo que ha sucedido.
Don Alonso ha contestado:
—No ha sucedido nada.
Pero doña María ha insistido:
—Alonso, algo será cuando murmura la gente.
—No nos ocultes nada, Alonso—ha tornado a decir Lola.
—Papá—ha exclamado Carmencita—, papá, no nos tengas así.
Y don Alonso ha sonreído y ha dicho:
—No ha sucedido nada. Esta mañana, cuando me habéis preguntado, yo me he hecho un poco el interesante, y vosotras os habéis llenado de preocupaciones; y no había más sino que yo, en vez de pasar la noche durmiendo, la había pasado trabajando. Ahora os veo también alarmadas, y no sucede otra cosa sino que yo he dictado hoy una sentencia apartándome de la ley, pero con arreglo a mi conciencia, a lo que yo creía justo en este caso. Yo no sé si vosotras entenderéis ésto: pero el espíritu de la Justicia es tan sutil, tan ondulante, que al cabo de cierto tiempo los moldes que los hombres han fabricado para encerrarlo, es decir, las leyes, resultan estrechos, anticuados, y entonces, mientras otros moldes no son fabricados por los legisladores, un buen juez debe fabricar para su uso particular, provisionalmente, unos moldes chiquitos y modestos en la fábrica de su conciencia...
Doña María, Lola y Carmencita han tratado de sonreír; pero algo les quedaba allá dentro.
—Ya sé—ha continuado don Alonso—, ya sé que a vosotras os preocupa lo que las gentes van diciendo. No se me oculta que la ciudad está alborotada; pero esto no es extraño. Sobre la tierra hay dos cosas grandes: la Justicia y la Belleza. La Belleza nos la ofrece espontáneamente la Naturaleza y la vemos también en el ser humano; mas la Justicia, si observamos todos los seres grandes y pequeños que pueblan la tierra, la veremos perpetuamente negada por la lucha formidable que todas las criaturas, aves, peces y mamíferos mantienen entre sí. Por esto, la Justicia, la Justicia pura, limpia de egoísmo, es una cosa tan rara, tan espléndida, tan divina, que cuando un átomo de ella desciende sobre el mundo, los hombres se llenan de asombro y se alborotan. Este es el motivo por lo que yo encuentro natural que si hoy ha bajado acaso sobre esta ciudad manchega una partícula de esa Justicia, anden sus habitantes escandalizados y trastornados.
Y don Alonso ha sonreído, por última vez con esa sonrisa extraordinaria, inmensa, que sólo le es dable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos...