Don Juan, doña María, Pepita están sentados ante la chimenea; las llamas
bailan, ondulan, lamen la negra losa del hogar. Han llamado allá fuera, en la puerta.
—¿Quién será?—dice doña María.
—No sé — dice don Juan—. Serán Perico y Lola...
—Hombre—replica doña María—, ¿crees que con este tiempo que hace se habrán
atrevido a salir de casa?
Ha caído durante todo el día una espesa nevada; la inmensa llanura sembradiza
que rodea la vieja ciudad, está blanca; los olivos son penachos blancos; las cepas
de las viñas, sepultadas en la nieve, son montoncillos blancos; tal vez por los
caminos se ven las hondas huellas de las ruedas de un carro y las pisadas
—que cruzan a una parte, quu tornan luego a la otra—de un viandante...
—Son ellos—dice doña María, oyendo hablar en el zaguán.
Y de pronto, en la puerta de la sala, se oye una voz clara, fina, de
mujer, que dice:
—¡Buenas noches!
Y otra voz sonora, recia, de hombre, que también dice:
—¡Buenas noches!
¿No habéis reparado nunca en la jovialidad, en la fuerza, en la expansión
íntima y profunda de esta pequeña frase? En los pueblos esta pequeña frase tiene
un significado que no tiene en ningún otro paraje. Hemos estado todo el día en
nuestros bancales, en nuestras viñas; hemos hablado del riego, de la poda, de la
siembra; tal vez hemos leído un rato en uno de estos libros llenos de polvo que
hay en un estante que nunca se abre; acaso nos hemos aburrido dos horas en el Casino;
si es el tiempo de moler la aceituna, nos hemos pasado por la almazara y hemos visto
cómo chorrea el aceite en los cofines, que las prensas aprietan, y por la noche,
tras la cena, nos sentamos ante la lumbre. Entonces es cuando oímos este breve grito
de «buenas noches»; en las manos tenemos las tenazas con que estamos tizoneando;
nosotros suspendemos nuestra tarea y volvemos la cabeza.
—¡Caramba!—exclama don Juan—. Yo creí que no vendrías esta noche.
—Y ¿qué íbamos a hacer solos en casa? —observa doña Lola.
—Yo no tengo miedo al frío—dice jovialmente don Pedro, recogiéndose la capa
y sentándose en una silla.
Y después, haciendo una transición en tono grave:
—Oye, ¿ha venido hoy a hablarte Luis?
—No; ¿por qué lo preguntas?—replica don Juan.
—Le he visto—dice don Pedro—esta mañana en la Herrada...
—¿Has estado esta mañana en la Herrada?— le ataja don Juan.
—Sí, he ido a ver qué tal marcha la aceituna; creo que el martes comenzaré
a cogerla... He encontrado a Luis cuando volvía; hemos hablado sobre un cambio que
quiere hacer contigo, del majuelo que tiene en la Fontana por el bancal tuyo de
los Calderones; él me ha preguntado si a tí te parecería ésto aceptable. «Hombre,
no sé—le he dicho yo—; lo más que puedo yo hacer es indicárselo a Juan cuando le
vea esta noche.»
Don Juan, que tiene las tenazas en la mano, se inclina sobre el fuego y remueve
ligeramente los leños en silencio; acerca una brasa que se había distanciado un
poco; da la vuelta, para que se queme bien, a un grueso tronco de olivera.
Y tras breve silencio pregunta lentamente:
—¿Dices que el majuelo de la Fontana por el bancal de los Calderones?
—Eso me ha dicho—replica don Pedro.
Don Juan torna a hurgar el fuego. Doña María, doña Lola y Pepita, que
cuchicheaban, han callado. El viento ruge, a intervalos, fuera; se oye de tarde
en tarde, allá a lo lejos, el golpeteo de una ventana, de una de estas ventanas
locas, inquietas, misteriosas, que golpean en las noches de viento en un sobrado,
en una trastera, en una cámara, en uno de esos cuartos en los que no se entra casi
nunca, y que en nuestra niñez nos han causado un vago espanto. Las llamas bailan,
ondulan. Se oyen unas largas, graves campanadas...
—Hombre, te diré—exclama al cabo don Juan; después se detiene un poco.
—¿Es el bancal de los Calderones?—pregunta doña María, que ha estado esperando
a ver lo que decía don Juan, y que ya no puede contenerse.
—Eso quiere Luis—dice don Pedro—; él tiene sólo, separado de sus
labores, el majuelo de la Fontana, mientras a*vosotros puede conveniros el cambio,
porque al lado de él tenéis las tierras de la Solana...
—Sí—dice don Juan—; pero yo creo que el bancal de los Calderones es mucho
mayor que el majuelo de la Fontana.
—No te lo niego—replica don Pedro—; pero ten en cuenta que el majuelo tiene
muy buenas cepas, que ya podrán producir bastante este año.
Se hace otro largo silencio. En las paredes hay dos, tres lienzos viejos,
patinosos, negruzcos; las perdices están inmóviles, metidas en sus jaulas; de cuando
en cuando, alguna abre sus ojuelos redondos, ribeteados de rojo, se remueven un
poco y da unos sonoros picotazos en los recios barrotes de mimbre. Otra vez suenan
a lo lejos, en el viejo reloj de la ciudad, unas campanadas largas, graves. Las
llamas corren tenues, azules, sobre los recios troncos. Don Pedro, que ha acabado
de liar un cigarro, da unas ligeras palmadas y hace otra transición— del tono
grave al tono jovial.
—¡CaraMba, Pepita!—exclama—. Tú, ¿qué dices? ¿Te gusta más el bancal de los
Calderones o el majuelo de la Herrada?
Pepita es una muchacha delgada, blanca, rubia; su cara es finamente, suavemente
ovalada; en sus ojos, anchos, grises, hay unas tenues ojeras azules. Pepita tiene
sus manos, blancas, largas, cruzadas sobre las rodillas. Pepita enarca las cejas
sonriendo, separa sus manos, y dice:
—Yo no sé, don Pedro; las dos cosas serán buenas...
—¡Nada, nada!—replica don Pedro con un aire de importancia cómica—; aquí
no podemos dar un paso sin que tú nos digas lo que hemos de hacer...
Luego, viendo cómo asciende y se disipa el humo del cigarro, exclama de pronto
en un tono más familiar, más íntimo:
. —Oye, ¿a que no sabes a quien he visto esta tarde en la calle de la Abadía?
Pepita se sobresalta un poco; tal vez aparecen unos vivos carmines en sus
mejillas, unos carmines que hacen que resalte el tono de oro de estos rizados,
sedosos, deliciosos aladares rubios que Pepita tiene sobre las sienes. Don Pedro
guarda un momento silencio; acaso se complace viendo esta leve y callada angustia
de Pepita. Después dice:
—He visto a Rosarito con Antonio; dicen que han hecho ya las paces, y por
lo que yo he visto, no cabe duda de que las han hecho muy bien.
La suave y armoniosa curva del pecho de Pepita ondula un poco; por fin, lo
que ha dicho este malicioso y enredador don Pedro no era lo que ella temía.
—Sí, sí—exclama Pepita con esa precipitación y jovialidad con que hablamos
cuando vemos pasado un peligro que se cernía sobre nosotros—. Sí, sí. ¡Anda!, pues
si Rosario estaba enferma desde que la dejó Antonio, y era ella la que quería
volver a tener relaciones...
—Yo — dice doña Lola — los he visto esta tarde a las dos, en la novena de
la iglesia vieja.
Se hace otro largo silencio. Fuera, en la calle retumban, de rato en rato,
los pasos precipitados, sonoros, de un transeúnte. Estos pasos que oímos de
noche, en la soledad, en el silencio, tienen un ruido extraño. Las calles están
obscuras, desiertas; acaso allá en la remota lejanía se oye la voz plañidera, larga,
de un sereno; tal vez—si estas viejas ciudades tienen ferrocarril—se percibe también
el silbato apagado, imperceptible, de una locomotora. Y entonces, de todos estos
ruidos—los pasos, la voz, el silbido, el golpeteo de la ventana, el crujir de los
troncos en la chimenea, los picotazos rítmicos de las perdices—, entonces, de todo
ésto se forma como una síntesis suprema, como un coro profundo, misterioso, que
es la voz eterna, incomprendida, de las cosas.
Don Pedro tizonea con las tenazas; doña María, doña Lola y Pepita charlan.
¿Será ya tarde? El viejo reloj torna a sonar. Ha llegado la hora de recogerse. Cuando
todos salen a la puerta para despedirse, en la negrura de la noche destaca el blanco
vago, indeciso, de la nieve que tapiza la calle; en los retablos brillan los
farolillos, que el viento hace oscilar.
Y las dos siluetas de Don Pedro y de done Lola se alejan con un ruido de
pasos sonoros, se pierden a lo lejos...