viernes, 31 de octubre de 2014

¿Por qué soy Correntino…?

¿Por qué soy Correntino…?
Porque en Corrientes nací
Y llevo sangre ´e indio
De esa raza guaraní
Que a fuerza ´e lanza y cuchillo
Fue forjando su destino.
Porque no le tengo miedo
Al sufrimiento, al peligro…
Y estando en un entrevero
Le hago frente al enemigo,
Y porque sé jugarme entero
Pa´ defender a un amigo!
Porque nunca busco pleito
Pero si hay que pelear… ¡peleo!
Y si hay que defender… ¡defiendo!
Yo no se me achicar…!
Tampoco se agrandarme
Pa´ sobrar a los demás.
Porque soy como quebracho
Que no se dobla jamás…!
Porque soy hombre ¡bien macho!
Y a todos sé respetar
Sin dejarme avasallar
Cuando me tiran el lazo.
Porque lo que valgo… ¡sé bien!
Y también sé lo que peso!
Y nunca me van a ver
Haciendo mal de profeso!
Y vivo a é ser por eso
Sin ningún remordimiento.
Porque soy alegre y sencillo
Como el pájaro cantor,
Como él abrigó mi nido
Y doy entero mi amor
Cuando soy correspondido…!
Y ¡no sé lo que es traición!
Porque no conozco enredos
Y no me gustan lisonjas,
Porque vivo como puedo
Y muy poco sé de modas…
Gasto lo que me da el cuero
Y lo que gano me sobra!
Porque de tata aprendí
A ser leal y sincero,
Él un día nació aquí
Y fue un honrado resero
Bien pobre… ¡y supo vivir
Mirando siempre hacia el cielo!
Porque mi mama también
Nació en tierra Taragüi
Y a ser cristiano de ley
Me enseño desde gurí,
Y más hombre debía ser
Cuanto más sabía sufrir!
Por eso y por mucho más
Soy correntino chamigo,
Porque se también llorar
Con el llanto de un niño
Que mendigando está el pan
De trigo o del cariño.
Porque jamás digo ¡ay!…
Porque el dolor se sufrir
Y expreso en un “sapucay”
Mi alegría de vivir!
Porque me sé descubrir
Y aunque no sepa rezar,
Siempre he de venerar
A la Virgen de Itatí,
Porque mi Patrona… ¡Ella!
Es de raza guaraní…
Porque como yo es morena
Y quiso quedarse aquí
Por gaucha y porque es buena
Pa´ ayudarnos a vivir!
……………………………………………………
Tú pregunta chamigo
Creéme que me gustó,
A medias te he respondido
Comprendé… es la emoción!
Te debo pa´ otra ocasión
Cuando me sienta tranquilo
Toita lo contestación
De… por qué soy Correntino…

Angelica Díaz Colodrero de Beltran
Profundo Sentir, págs. 43-45.

Halloween 2014!!!


jueves, 30 de octubre de 2014

Instantes

Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.

Jorge L. Borges

martes, 28 de octubre de 2014

No existe un día más hermoso que el día de Hoy

La suma de muchísimos ayeres forma mi pasado.
Mi pasado se compone de recuerdos alegres...tristes...
Algunos están fotografiados y ahora son cartulinas donde me veo pequeño, donde mis padres siguen siendo recién casados, donde mi ciudad parece otra.
El día de ayer pudo haber sido un hermoso día...
Pero no puedo avanzar mirando constantemente hacia atrás. 
Corro el riesgo de no ver el rostro de quienes marchen a mi lado.
Acaso el día de mañana amanezca aún más hermoso...
Pero no puedo avanzar mirando sólo el horizonte.
Corro el riesgo de no ver el paisaje que se abre a mi alrededor.
Por eso, yo prefiero el día de hoy. Me gustaría pisarlo con fuerza, gozar de su sol o estremecerme con su frío, sentir como cada instante me dice ¡¡¡Presente !!!
Sé que es muy breve, que pronto pasará, que no voy a poder modificarlo luego ni pasarlo en limpio...
Como tampoco puedo planificar demasiado el mañana: es un lugar que todavía no existe.
Ayer fuí. Mañana seré: Hoy soy.
Por eso hoy te digo que te quiero...
hoy te escucho...
hoy te pido disculpas por mis errores...
hoy te ayudo...
hoy comparto contigo lo que tengo...
hoy me separo de ti sin guardarme ninguna palabra para mañana...
Porque hoy respiro, transpiro, veo, pienso, oigo, sufro, huelo, lloro, trabajo, toco, río, amo...
Hoy.
Hoy estoy vivo.
Como tú.
Elsa I. Bornemann

La velada

Don Juan, doña María, Pepita están sentados ante la chimenea; las llamas bailan, ondulan, lamen la negra losa del hogar. Han llamado allá fuera, en la puerta.
—¿Quién será?—dice doña María.
—No sé — dice don Juan—. Serán Perico y Lola...
—Hombre—replica doña María—, ¿crees que con este tiempo que hace se habrán atrevido a salir de casa?
Ha caído durante todo el día una espesa nevada; la inmensa llanura sembradiza que rodea la vieja ciudad, está blanca; los olivos son penachos blancos; las cepas de las viñas, sepultadas en la nieve, son montoncillos blancos; tal vez por los caminos se ven las hondas huellas de las ruedas de un carro y las pisadas
—que cruzan a una parte, quu tornan luego a la otra—de un viandante...
—Son ellos—dice doña María, oyendo hablar en el zaguán.
Y de pronto, en la puerta de la sala, se oye una voz clara, fina, de mujer, que dice:
—¡Buenas noches!
Y otra voz sonora, recia, de hombre, que también dice:
—¡Buenas noches!
¿No habéis reparado nunca en la jovialidad, en la fuerza, en la expansión íntima y profunda de esta pequeña frase? En los pueblos esta pequeña frase tiene un significado que no tiene en ningún otro paraje. Hemos estado todo el día en nuestros bancales, en nuestras viñas; hemos hablado del riego, de la poda, de la siembra; tal vez hemos leído un rato en uno de estos libros llenos de polvo que hay en un estante que nunca se abre; acaso nos hemos aburrido dos horas en el Casino; si es el tiempo de moler la aceituna, nos hemos pasado por la almazara y hemos visto cómo chorrea el aceite en los cofines, que las prensas aprietan, y por la noche, tras la cena, nos sentamos ante la lumbre. Entonces es cuando oímos este breve grito de «buenas noches»; en las manos tenemos las tenazas con que estamos tizoneando; nosotros suspendemos nuestra tarea y volvemos la cabeza.
—¡Caramba!—exclama don Juan—. Yo creí que no vendrías esta noche.
—Y ¿qué íbamos a hacer solos en casa? —observa doña Lola.
—Yo no tengo miedo al frío—dice jovialmente don Pedro, recogiéndose la capa y sentándose en una silla.
Y después, haciendo una transición en tono grave:
—Oye, ¿ha venido hoy a hablarte Luis?
—No; ¿por qué lo preguntas?—replica don Juan.
—Le he visto—dice don Pedro—esta mañana en la Herrada...
—¿Has estado esta mañana en la Herrada?— le ataja don Juan.
—Sí, he ido a ver qué tal marcha la aceituna; creo que el martes comenzaré a cogerla... He encontrado a Luis cuando volvía; hemos hablado sobre un cambio que quiere hacer contigo, del majuelo que tiene en la Fontana por el bancal tuyo de los Calderones; él me ha preguntado si a tí te parecería ésto aceptable. «Hombre, no sé—le he dicho yo—; lo más que puedo yo hacer es indicárselo a Juan cuando le vea esta noche.»
Don Juan, que tiene las tenazas en la mano, se inclina sobre el fuego y remueve ligeramente los leños en silencio; acerca una brasa que se había distanciado un poco; da la vuelta, para que se queme bien, a un grueso tronco de olivera.
Y tras breve silencio pregunta lentamente:
—¿Dices que el majuelo de la Fontana por el bancal de los Calderones?
—Eso me ha dicho—replica don Pedro.
Don Juan torna a hurgar el fuego. Doña María, doña Lola y Pepita, que cuchicheaban, han callado. El viento ruge, a intervalos, fuera; se oye de tarde en tarde, allá a lo lejos, el golpeteo de una ventana, de una de estas ventanas locas, inquietas, misteriosas, que golpean en las noches de viento en un sobrado, en una trastera, en una cámara, en uno de esos cuartos en los que no se entra casi nunca, y que en nuestra niñez nos han causado un vago espanto. Las llamas bailan, ondulan. Se oyen unas largas, graves campanadas...
—Hombre, te diré—exclama al cabo don Juan; después se detiene un poco.
—¿Es el bancal de los Calderones?—pregunta doña María, que ha estado esperando a ver lo que decía don Juan, y que ya no puede contenerse.
—Eso quiere Luis—dice don Pedro—; él tiene sólo, separado de sus labores, el majuelo de la Fontana, mientras a*vosotros puede conveniros el cambio, porque al lado de él tenéis las tierras de la Solana...
—Sí—dice don Juan—; pero yo creo que el bancal de los Calderones es mucho mayor que el majuelo de la Fontana.
—No te lo niego—replica don Pedro—; pero ten en cuenta que el majuelo tiene muy buenas cepas, que ya podrán producir bastante este año.
Se hace otro largo silencio. En las paredes hay dos, tres lienzos viejos, patinosos, negruzcos; las perdices están inmóviles, metidas en sus jaulas; de cuando en cuando, alguna abre sus ojuelos redondos, ribeteados de rojo, se remueven un poco y da unos sonoros picotazos en los recios barrotes de mimbre. Otra vez suenan a lo lejos, en el viejo reloj de la ciudad, unas campanadas largas, graves. Las llamas corren tenues, azules, sobre los recios troncos. Don Pedro, que ha acabado de liar un cigarro, da unas ligeras palmadas y hace otra transición— del tono grave al tono jovial.
—¡CaraMba, Pepita!—exclama—. Tú, ¿qué dices? ¿Te gusta más el bancal de los Calderones o el majuelo de la Herrada?
Pepita es una muchacha delgada, blanca, rubia; su cara es finamente, suavemente ovalada; en sus ojos, anchos, grises, hay unas tenues ojeras azules. Pepita tiene sus manos, blancas, largas, cruzadas sobre las rodillas. Pepita enarca las cejas sonriendo, separa sus manos, y dice:
—Yo no sé, don Pedro; las dos cosas serán buenas...
—¡Nada, nada!—replica don Pedro con un aire de importancia cómica—; aquí no podemos dar un paso sin que tú nos digas lo que hemos de hacer...
Luego, viendo cómo asciende y se disipa el humo del cigarro, exclama de pronto en un tono más familiar, más íntimo:
. —Oye, ¿a que no sabes a quien he visto esta tarde en la calle de la Abadía?
Pepita se sobresalta un poco; tal vez aparecen unos vivos carmines en sus mejillas, unos carmines que hacen que resalte el tono de oro de estos rizados, sedosos, deliciosos aladares rubios que Pepita tiene sobre las sienes. Don Pedro guarda un momento silencio; acaso se complace viendo esta leve y callada angustia de Pepita. Después dice:
—He visto a Rosarito con Antonio; dicen que han hecho ya las paces, y por lo que yo he visto, no cabe duda de que las han hecho muy bien.
La suave y armoniosa curva del pecho de Pepita ondula un poco; por fin, lo que ha dicho este malicioso y enredador don Pedro no era lo que ella temía.
—Sí, sí—exclama Pepita con esa precipitación y jovialidad con que hablamos cuando vemos pasado un peligro que se cernía sobre nosotros—. Sí, sí. ¡Anda!, pues si Rosario estaba enferma desde que la dejó Antonio, y era ella la que quería volver a tener relaciones...
—Yo — dice doña Lola — los he visto esta tarde a las dos, en la novena de la iglesia vieja.
Se hace otro largo silencio. Fuera, en la calle retumban, de rato en rato, los pasos precipitados, sonoros, de un transeúnte. Estos pasos que oímos de noche, en la soledad, en el silencio, tienen un ruido extraño. Las calles están obscuras, desiertas; acaso allá en la remota lejanía se oye la voz plañidera, larga, de un sereno; tal vez—si estas viejas ciudades tienen ferrocarril—se percibe también el silbato apagado, imperceptible, de una locomotora. Y entonces, de todos estos ruidos—los pasos, la voz, el silbido, el golpeteo de la ventana, el crujir de los troncos en la chimenea, los picotazos rítmicos de las perdices—, entonces, de todo ésto se forma como una síntesis suprema, como un coro profundo, misterioso, que es la voz eterna, incomprendida, de las cosas.
Don Pedro tizonea con las tenazas; doña María, doña Lola y Pepita charlan. ¿Será ya tarde? El viejo reloj torna a sonar. Ha llegado la hora de recogerse. Cuando todos salen a la puerta para despedirse, en la negrura de la noche destaca el blanco vago, indeciso, de la nieve que tapiza la calle; en los retablos brillan los farolillos, que el viento hace oscilar.
Y las dos siluetas de Don Pedro y de done Lola se alejan con un ruido de pasos sonoros, se pierden a lo lejos...

Volverán las oscuras golondrinas

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales,
jugando llamarán;
pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar;
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
esas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aun mas hermosas,
sus flores abrirán;
pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
esas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
¡así no te querrán!
Gustavo Adolfo Becquer

sábado, 25 de octubre de 2014

El habla castellana

Alfonso X el Sabio y colaboradores.
Miniatura de las Cantigas de Santa María

El idioma castellano tiene por base el latín. Cuando los romanos conquistaron la Iberia, impusieron el latín como idioma general, procedimiento que, por otra parte, emplearon con todas sus colonias.
En latín se habían escrito ya lo que se llama obras clásicas; esto es: obras en que la galanura del decir había llegado a tan alta perfección, que aun hoy, constituyen modelos para la enseñanza de la literatura.
Es difícil fijar la época en que el castellano constituyo un idioma aparte con formas diversas del latín vulgar que hablaba el pueblo.
Se presume que la transformación empezó cuando el Imperio Romano fue invadido por los bárbaros del norte. La complicada construcción latina era indudablemente difícil; en consecuencia, el latín vulgar debió adulterarse en palabras; luego se modificaría la construcción, adoptando el pueblo poco a poco la de los invasores que era mas sencilla.
Además del latín, del cual derivan la mayor parte de las voces, entran en el castellano elementos germánicos, griegos, árabes y de otros idiomas.
El poema del Mio Cid es el primer monumento de la literatura española que ha llegado hasta nosotros; pertenece al siglo XI.
Don Alfonso el Sabio (sig. XIII) fue el primero de los reyes de España que ordeno que las cartas de ventas y contratos se celebrasen en lengua española; sin embargo, en las universidades no se empleo por entonces el castellano sino el latín.
En 1256 empezó a componerse el Libro de las Partidas, que es el primer libro que fijo y ensancho el castellano, siendo notables la precisión, claridad y gracia con que están escritas. En su composición intervinieron muchas personas.

Isondú,
pág. 18

viernes, 24 de octubre de 2014

La luz mala

Larga tropa de carretas
Atraviesa la llanura
Bajo la eterna hermosura
De los radiantes planetas.
Al tardo paso sujetas
De los bueyes, enfilados,
Salvan lomas y quebradas,
Y en el trébol florecido,
Haciendo aspero ruido,
Hunden las ruedas pesadas.

Vénse allí en el claroscuro
De mil vagos resplandores,
Oscilar sus conductores
Sobre el pértigo inseguro.
De llegar no tiene apuro
A su rancho el picador;
Pero, músico y cantor,
Entretiene su camino
Con algún triste argentino
Que llora ausencias de amor.

La Cruz del Sud, suspendida
Sobre los campos desiertos,
Tiende los brazos abiertos
Hacia la tierra dormida.
Y en la sombra sumergida
Aquella inmensa región,
Llena de mistica unción,
Por el trébol perfumada,
Está a sus plantas postrada,
Como en perpetua oración.

Súbito brilla a lo lejos
Una luz… la luz maldita,
Cuya historia nunca escrita
Saben jóvenes y viejos.
Vedla: lanza mil reflejos;
Se detiene y humo exhala;
Incendia el campo; resbala
Retorciéndose maligna;
Y cada uno se persigna,
Murmurando: -“La luz mala!”

-“Es el alma de un hermano,
Que, desterrada del cielo,
Solitaria y sin consuelo
Vaga errante por el llano;
Un espíritu cristiano,
De crueles ansias lleno,
Que, de la noche en el seno,
Nos ha pedido otras veces
Una cruz y algunas preces
Que le tornen justo y bueno.”

Asi dicen, y entre tanto,
Esquivando sus destellos,
Rezan juntos todos ellos,
Olvidados ya del canto;
Y ven, tremulos de espanto,
Como la luz resplandece
Y chispea, y desparece,
Y con nueva brillantez
Ilumina, y cada vez
Más y más grande parece.

Ora se hunde en el bajio,
Ora corre por la loma,
Pero siempre avanza, y toma
Por momentos nuevo brio.
Del horizonte sombrio
Se aproximo a cada instante,
Y hace atrás y hacia adelante
Huyen las sombras inquietas,
Y se acerca a las carretas
Como un ojo centellante.

Y, mientras lleno de horror
Trás esfuerzo sobrehumanos,
Se cubre con ambas manos
Todo el rostro de picador,
El penacho de vapor
Suelto al aire, rauda, altiva,
Rumorosa y convulsiva,
Cual un potro desbocado,
Para hirviendo por su lado
La veloz locomotiva.

Mal haceis vuestro camino
Paso a paso y lentamente,
Al alcance del torrente,
Antiguo pueblo argentino!
¡Cantad himnos al destino,
Y cuando en noche serena
Brille una luz, no os de pena,
No temáis, criollos, por eso,
Que en la vías del progreso
La luz mal es la luz bueno!

Rafael Obligado 
En Declamador, pp. 119-122

La necesidad de comunicarse es profunda (segunda parte)

El teléfono, la radio, la televisión y la cinta magnetofónica hacen todo esto. Igual lo hacen nuestros sentidos; recogen información de nuestros alrededores, la convierten en señales de nervios y las proyectan al cerebro. 
El telégrafo Cooke-Wheatstone de 1830, 
uno de los primeros en funcionar por 
el sistema electromagnético, 
tenía cinco agujas colocadas en medio de una celosía.

El telégrafo Morse consistía en una fuente de energía eléctrica, una llave de transmisión, un receptor en forma de un resonador electromagnético, y el cable de unión. Al presionar sobre la llave se activaba el electroimán del resonador. El imán entonces hacía mover el resonador con un clic que se podía percibir. Como complemento a su aparato, Morse ingenió su célebre clave de puntos y rayas. Cada letra y cada número tenían su propia identidad; la letra «a», por ejemplo, era «punto-raya». La más ligera transmisión sobre la llave transmitía un punto. Si se mantenía una pequeña fracción de segundo más, enviaba una raya. 
Después de una prolongada discusión en el Congreso sobre el absurdo proyecto de Morse, el gobierno le concedió 30.000 dólares para construir una línea telegráfica entre Baltimore y Washington. Utilizando pequeños platos de cristal como aisladores, ensartó su cable en postes a lo largo del camino. El primer mensaje fue transmitido por el hilo telegráfico el 1 de mayo de 1844. Habiéndose enterado que los liberales, reunidos en un Congreso nacional en Baltimore, habían designado a Henry Clay y Theodore Frelinghuysen sus candidatos para las elecciones a Presidente y Vicepresidente, el ayudante de Morse, Alfred Vail, en su pulsador cerca del empalme de Anápolis, transmitió: «La candidatura es Clay y Frelinghuysen». 

Estas palabras, el primer destello de noticias en la historia, ganaron la delantera a los delegados que regresaban en tren a Washington por una hora y cuatro minutos. El 24 de mayo, durante las ceremonias oficiales en el Tribunal Supremo, Morse despachó a Baltimore el primer mensaje oficial de su telégrafo, un pasaje de la Biblia: «¡Lo que Dios creó!». Las pulsaciones que dio cubrieron la distancia entre las dos ciudades en poco menos de 1/4900 de segundo. 
Telégrafo Morse
Al cabo de dos años, la red de líneas telegráficas se extendía desde Washington a Portland, Maine, al norte, y hasta Milwaukee por el oeste. No se reconocía universalmente que fuera una ventaja, ni mucho menos. En un distrito, los labradores derribaron kilómetros del tendido, convencidos que extraía la electricidad del aire, perturbaba el tiempo y era la ruina de las cosechas. No obstante, no se pudo evitar el empuje inevitable que había de llevar las líneas hasta el lejano Pacífico. En 1861 dieron término los trabajos y los valientes jinetes del Pony Express hicieron historia. Cinco años más tarde el vapor Great Eastern consiguió tender el cable transatlántico permanente de Cyrus H. Field, desde Irlanda a Trinity Bay en Terranova. Los habitantes de la costa atlántica casi enloquecieron. Pensar que ayer lo que tardaba 12 días por vapor podía transmitirse por la clave de Morse desde Nueva York a Londres en unos minutos. 
El ingenio de Morse, con su incesante tic-tac, transmitiendo sus mensajes de clave en las estaciones de ferrocarril y oficinas de telégrafos, pronto llevó a los hombres de imaginación a pensar que si tales sonidos se podían enviar por medio de la línea, también se podría enviar la voz humana de la misma manera. 
El soñador destinado a realizar esta hazaña era un joven escocés de pelo oscuro y aspecto byroniano que vivía en Boston, Alexander Graham Bell. Profesor de elocución y lectura por observación del movimiento de los labios, Bell decidió emplear sus conocimientos de acústica y del sistema auditivo humano para desarrollar un mecanismo que convirtiera las ondas sonoras de la voz humana en una corriente eléctrica fluctuante y viceversa. 

Una salpicadura y sus consecuencias 
Cierto día de junio de 1875, Bell estaba sentado en su laboratorio con un aparato receptor pegado a su oído. En otra habitación, un ayudante, Thomas A. Watson, ajustaba una lengüeta de acero unida a su transmisor experimental. Watson dio un toquecito a la lengüeta. Sus vibraciones llegaron hasta Bell por la línea en un sonido débil, pero inconfundible. Al año siguiente, en la vivienda de Bell, él y Watson montaron un transmisor perfeccionado y empezaron las pruebas. El 10 de marzo de 1876 Bell estaba en su despacho y Watson en una habitación contigua. Al hacer los ajustes preliminares, Bell hizo caer una botella de ácido que le salpicó la ropa. «¡Mister Watson, exclamó, venga, le necesito!» Watson oyó las palabras claramente, la primera oración transmitida por teléfono. 
1876, primer teléfono
Fue corriendo. Más tarde, en el mismo año, Bell, que entonces había cumplido los 29 años, recibió de la Oficina de Patentes de los EEUU la número 174.465, que resultó ser una de las patentes individuales más valiosas que jamás haya sido expedida. La versión del primer teléfono de Bell, hoy refinada y producida en cantidades, es casi un aparato indispensable; en 1962 había en todo el mundo unos 150 millones en uso. 
Incluso cuando Bell utilizó su invento como un servicio comercial en 1878, otro sueño empezó a ocurrírsele a los hombres. Ya tenían pruebas que la voz humana, así como la clave de punto y raya de Morse, podía ser enviada efectivamente por medio de un hilo. ¿Por qué?, empezaron a preguntarse, ¿por qué un hilo? Las líneas eran de montaje costoso; las tormentas las hacían caer. ¿Es que la milagrosa electricidad podría hacer posible una máquina para enviar mensajes a través del aire, sin hilos? 
En 1894, tras muchos meses de experimentos, un inspirado joven italiano que contaba sólo 20 años, Guglielmo Marconi, invitó a su madre al laboratorio que tenía en el ático de su casa cerca de Bolonia. Cuando ella estaba mirando, apretó un botón. Aunque no había alambres de conexión, sonó un timbre en la sala, dos pisos más abajo: La transmisión inalámbrica era un hecho conseguido. Marconi obtuvo de su padre un préstamo de 5.000 liras, entonces unos mil dólares, para proseguir el desarrollo de su invento. Tres años más tarde, en Inglaterra, envió mensajes cifrados por telegrafía sin hilos a distancias de 13 kilómetros. De ahí en adelante sólo fue cuestión de construir transmisores de mayor potencia, receptores de mayor sensibilidad, de refinamiento en los aparatos y en la técnica. Dos años más tarde, Marconi pudo lanzar un mensaje por telegrafía sin hilos al otro lado del Canal de la Mancha, y muy pronto, los acorazados de la escuadra británica, en ejercicios tácticos, se comunicaban con los otros a distancias de sesenta millas. 

Una conquista con tres puntos 
Marconi y su telégrafo
A continuación, Marconi atravesó el Atlántico. En una pequeña estación experimental de telegrafía sin hilos en Signal Hill, St. John's, Terranova, el 12 de diciembre de 1901 aplicó a su oído un auricular conectado a su aparato receptor, ajustado con gran precisión. Sobre la estación, a unos 130 metros de altura, una gran cometa surcaba el helado y ventoso firmamento, unida al extremo de una fina antena de alambre de cobre. A la hora precisa de las 12:30 de la tarde, hora de Terranova, Marconi oyó lo que le tenía en tensión y lo que esperaba oír, una señal concertada de antemano desde su poderoso transmisor en Cornualles, Inglaterra. Tres breves clics llegaron entre los ruidos y chillidos estáticos, tres puntos, la clave Morse de la letra «S». En 1/86 de segundo, una llamada de un hombre a otro había cubierto 2.170 millas de océano. 
El concepto tras de este momento épico no había, ciertamente, llegado a Marconi como un relámpago de procedencia desconocida. Fue su genio para montar y perfeccionar las ideas y diseños de otros, principalmente de dos físicos que habían estudiado la dinámica de las ondas electromagnéticas, el vibrante mar invisible que nos rodea, lo que hoy distribuye fielmente más allá del horizonte humano, las numerosas señales de radio y televisión. 
El primero de estos físicos era James Clerk Maxwell, de la Universidad de Cambridge. Maxwell calculó las ecuaciones básicas de electromagnetismo, y en 1865 las utilizó para postular la existencia de ondas electromagnéticas que viajaban por el espacio con la velocidad de luz de 300.000 kilómetros por segundo, radiando de su origen como las ondas en una charca irradian desde el punto del impacto de una piedra que se ha tirado. El segundo físico, Heinrich Hertz, de Alemania, confirmó las hipótesis de Maxwell a fines de los 1880, por medio de dos instrumentos, un oscilador o transmisor y un detector o receptor.
Esquema del aparato generador de ondas
electromagnéticas construido por Hertz.
Hertz era capaz de enviar ondas electromagnéticas a través del aire con el oscilador, e interceptarlas con el detector, aunque los instrumentos no estaban conectados en forma alguna. Estas ondas, llamadas durante mucho tiempo ondas hertzianas, son lo que hoy llamamos ondas de radio. 

Las múltiples características de una onda 
Poco a poco sus características sobresalientes fueron descubiertas. Su tipo de oscilación, o frecuencia, era fantástico, abarcando de 500.000 ciclos a más de dos millones de ciclos por segundo. Algunas podían seguir la curvatura de la tierra. Todas podían penetrar y atravesar muchas sustancias. Al concentrarlas y radiarlas en frecuencias muy elevadas, incluso a través de la niebla y la oscuridad, retrocedían reflejadas como un eco de luz, a los receptores cerca del transmisor, la pista más tarde para el radar. 
La radiotelegrafía de Marconi producía señales de clave, discernibles de la siguiente forma: Al apretar el pulsador se cerraba el circuito eléctrico. Esto hacía saltar una chispa un espacio entre dos bolas de metal separadas a poco más de un milímetro de distancia. La chispa producía ondas de radio que pasaban por la antena y salían al aire en series discontinuas de puntos y rayas, que la persona situada al otro extremo podía oír y descifrar. Los transmisores de hoy envían, no unas series discontinuas, sino emisiones constantes de ondas de radio. Al apretar una llave de emisión, el operador puede modificar, o «modular», la forma de las ondas. Estas modulaciones son las que el receptor traduce de nuevo a sonidos. 
A los pocos años de la introducción del radiotelégrafo de Marconi, el aire era un caos de señales de tiempo, informes sobre el estado atmosférico, emisiones de buques en alta mar, y la cháchara de algunos operadores. El receptor podía seleccionar el transmisor que deseaba oír por medio de un aparato llamado capacitor variable, que eliminaba otras frecuencias. 
Las técnicas básicas de la radio permanecen casi lo mismo hoy que en los tiempos de Marconi, aunque, naturalmente, con adelantos y refinamientos importantes. Uno de ellos ha sido el paso de la radiotelegrafía a la radiotelefonía, al adaptar el transmisor de teléfono al transmisor de radio; las ondas de radio, en vez de ser moduladas por medio de claves telegráficas, fueron moduladas por medio de señales eléctricas creadas por sonidos dirigidos a un micrófono. Un segundo adelanto de incalculable importancia fue el
Tubo de vacion de Fleming.
desarrollo del tubo de vacío, un mecanismo de una sensibilidad electrónica muy elevada que podía detectar las señales de radio con mayor eficacia que los detectores de cristales de los primeros tiempos, y amplificar- las tanto en la recepción como en la emisión, con objeto que pudieran ser enviadas a mayor distancia y reproducidas con más fuerza y claridad. 
El tubo de vacío fue inventado en 1904 por un inglés, John Ambrose Fleming, como resultado de las observaciones que hizo Edison respecto a sus primeras lámparas de incandescencia, pero que, irónicamente, nunca prosiguió. El tubo de Fleming recogía las ondas de radio tal como venían de la antena y las convertía de oscilaciones en un fluir de corriente, continuo y en un sentido. En 1907, el doctor Lee De Forest, ingeniero americano, construyó un tubo mejorado que fue llamado tríodo, o audión. Un nuevo diseño mejorando el circuito le fue añadido en 1914 por E. H. Armstrong, postgraduado de ingeniería eléctrica de la Universidad de Columbia, que aumentó considerablemente la sensibilidad del audión. 
Debido a su capacidad para aumentar las señales eléctricas más débiles con gran fidelidad, el tubo de vacío resultó ser la clave de todas las maravillas de la electrónica moderna, desde el radar hasta el electrón microscópico, desde la televisión a los computadores. 
Edison junto a su fonografo.
La transición de la máquina mecánica a la máquina electrónica no fue tan evidente e impresionante como en la evolución del fonógrafo y el cine sonoro. Según fue concebido en principio, el fonógrafo, la «máquina parlante», era un diseño mecánico para reproducir las ondas de sonido. Un artista cantaba o tocaba en una bocina. Las vibraciones hacían temblar una aguja de acero y que imprimiese un patrón sobre un cilindro de cera que giraba (más tarde un disco). Cuando un fonógrafo casero tocaba un disco duplicado, su aguja reproducía sus vibraciones originales contra una membrana o diafragma que las convertía de nuevo en ondas de sonido.

jueves, 23 de octubre de 2014

El ideal de Montaigne

—¿Dice usted que era un hombre jovial?
—Completamente jovial; cuando yo le serré el cráneo...
—¿Le serró usted el cráneo?
—Lo hice como médico forense; Alejandro era uno de mis mejores amigos; éste es uno de los trances más dolorosos que me han ocurrido en la vida.
—¿Cómo murió ese hombre?
—Murió como habla vivido: sin tristezas ni dolores, sin causar pesadumbre a nadie.
—Ese era el ideal de otro hombre a quien yo estimo también mucho y que vivió hace tres o cuatro siglos: el filósofo Montaigne. Este filósofo quería morir en una posada. «Vivamos y riamos entre nuestras gentes, y vayamos a lamentarnos y morir entre las desconocidas», decía él.
—Alejandro era uno de esos hombres que llevan una alegría absurda por donde van.
—Entre todas las alegrías, la absurda es la más alegre: es la alegría de los niños, de los labriegos y de los salvajes, es decir, de todos aquellos seres que están más cerca de la Naturaleza que nosotros. ¿Cómo era Alejandro?
—Era alto, grueso, con el cuello recio y la cabeza pequeña.
 —¿Era rico?
—Estaba bastante bien; pero se gastó toda su fortuna divirtiéndose y viajando. Cuando murió ya le quedaba muy poco; la muerte vino a tiempo.
—¿No tenía hijos?
—Era soltero; él decía que no sentía ansias porque su nombre se perpetuase en el mundo.
—Ese es otro punto de semejanza con el filósofo que antes he citado. Este Montaigne tampoco deseaba ver perpetuada su estirpe. «Yo me consuelo fácilmente de lo que sucederá en el mundo después que yo me marche», escribía él. ¿Dice usted que Alejandro viajaba?
—Iba con frecuencia a Madrid; allí llegó a ser muy conocido. Un día entró en un café y mandó decir que todo lo que estaban tomando los concurrentes lo pagaba él. «¿Quién paga? ¿Quién paga?»—iban preguntando los parroquianos. Y entonces él, cuando todos estaban mirándole, se subió a una mesa y comenzó a pronunciar un discurso con palabras incongruentes.
—Estaría alcoholizado.
—No, no se emborrachaba jamás; lo que el gustaba era comer bien y mucho. Esta fué la causa de su muerte.
—¿Murió de apoplegía?
—Sí, señor. Estábamos una noche de broma en el Casino viejo... ¿Usted no ha conocido el Casino viejo?
—No, señor.
—Desapareció hace ya muchos años. Estábamos allí una noche cenando, y Alejandro no estaba con nosotros. Todos lo echábamos de menos. Pero Alejandro no podía faltar: pronto lo vimos asomar por la puerta. Entonces comenzó la alegría... Yo recuerdo que después de la cena, cuando trajeron el café, yo cogí una copa, la llené de ron y se la ofrecí a Alejandro.
El la tomó y la tuvo un momento en la mano: luego se la bebió. Pero cuando apartó la copa de los labios hizo una mueca de disgusto y me dijo estas palabras, que parece que aún estoy oyendo: «Esta copa me ha sabido a veneno».
—¿Por qué dijo eso?
—No sé; tal vez era un presentimiento. El ron no tenia nada; todos bebimos de él... Cuando ocurría ésto era la una de la noche. Yo me marché, porque me gusta madrugar. «Hasta mañana», le dije a Alejandro. «¿Vendrás por aquí?», me preguntó él. «Sí, después de comer», contesté yo. Conmigo se vinieron también tres o cuatro amigos, pero Alejandro se quedó allí con dos o tres más, que eran los más bullangueros.
—¿Qué hacían allí?
—Charlaban y bebían. Lo que pasó después yo lo sé porque me lo ha contado muchas veces el conserje. Alejandro, cuando asistía a estas francachelas, tenía por costumbre bailar al final una danza de su invención.
—¿La había inventado él?
—Podía muy bien haberla inventado: era una serie de saltos y de piruetas estrafalarias. Esa noche bailó también. Los demás tocaban las palmas y cantaban, y él saltaba en medio del corro con su corpachón gordo. Pero, de repente, así que había ya bailado un gran rato, se apartó del grupo y fué a sentarse a una mesa. Ya en la mesa, puso el codo sobre el mármol, apoyó la cabeza en la palma de la mano y cerró los ojos.
—¿No les extrañó ésto a los demás?
—No, de ningún modo; los demás estaban un poco bebidos; aparte de que esto de que Alejandro se pusiera a dormir después de una comilona era cosa corriente.
—¿Y qué hicieron cuando Alejandro comenzó a dormir?
—Se marcharon. Alejandro, cuando cerrólos ojos, dio unos ronquidos. «Ya está durmiendo Alejandro»—dijeron todos, y se fueron. Entonces el conserje hizo que su mujer trajera una manta y una almohada, las pusieron en el suelo y, entre los dos, cogieron a Alejandro para acostarlo. Tenga usted presente que cuando Alejandro acabó de dar los ronquidos de que he hablado antes, ya estaba muerto. El conserje me ha referido muchas veces que, cuando él y su mujer cogieron a Alejandro para acostarlo, él dijo: «¡Demonio, lo que pesa esta noche don Alejandro!.,.» Así pasó la noche Alejandro. Al día "siguiente el conserje entró en el salón y vio que aún estaba tal como él lo dejara. «¡Don Alejandro! ¡Don Alejandro!»—le gritó. Pero Alejandro no se movía; entonces le tiró de un brazo, le tiró de una pierna y vio, horrorizado, que la pierna y el brazo estaban rígidos... Yo le hice la autopsia el mismo día; le serré el cráneo y creí que no llegaba nunca a la masa encefálica. ¡No he visto nunca unos huesos tan recios! Dentro no había más que una chispita de cerebro.
—De modo que, ¿será preciso no tener sesos para ver alegre la vida?
—Es posible...