lunes, 31 de marzo de 2014

Muñeca de media

Tren de las nubes

1
los hijos del cobre
salen del centro de la tierra
sacan a pasear la memoria de los ríos detenidos
en las vetas de sus cuerpos
cuencos de ternura olvidada
en ponchitos de vicuña
salen del centro de la tierra
a conquistar el aire,
a perforar el sol con sus puños minerales
y sus llantos silenciosos
los hijos del cobre
salen del centro de la tierra
a domar el viento de los andes
mientras sus huesos de marionetas
silban himnos de otro mundo,
epifanías de un dolor que nunca se acaba

2
surgen desde el fondo de los siglos
y sus ombligos de adobe y silencio
fulguran de tristeza
en la espera de un tren exhausto
que les alivie las penas
los hijos del cobre
surgen desde el fondo de los siglos
y a cambio de unas monedas
o de una sonrisa
te venden un poco sus oscuras miradas
el cuarzo impío de sus sueños
mientras que otros
-en los marsupios multicolores de sus madres-
espían incrédulos,
se resisten a nacer así:
desamparados por su propia historia,
por sus mitos enflaquecidos
en nombre de la Biblia y del “ progreso”
los hijos del cobre
salen del centro de la tierra.

Dedicado a los niños del pequeño pueblo minero de San Antonio de los Cobres que aguardan la llegada del tren para vender artesanías. El pueblo está ubicado a cuatro mil metros de altura entre valles y quebradas de la provincia de Salta del noroeste argentino.

Rodrigo Galarza
Escritor, profesor en Letras, co-fundador del Grupo Literario “Pájaro de Tinta” y director de la revista del mismo nombre, nacido en la provincia de Corrientes Argentina, en 1972.
Libros publicados:
* Soles dormidos (poemas, 1992)
* Cuentionario (1994, 1er Premio del Certamen Anual de la Asociación Correntina de Cultura Inglesa)
* Diluvio en la memoria (poemas, 1995)
* Ráfagas de pájaros (poemas, 1997-Premio Edición “Rosalina Fernández de Peirotén, Asociación Santafesina de Escritores)
* Relámpagos de crepúsculos (poemas, 2000, Edit. Pájaro de Tinta)
* El desierto de la sed (Amargord, 2005, Madrid)
* Odiseo en Lavapiés (Amargord,2007, Madrid)
* Parque de destrucciones (El suri porfiado, Buenos aires 2008, Amargord, Madrid, 2008)
Actualmente vive en Madrid; se desempeña como editor del sello Amargord, dirige la revista de estudios poéticos y la colección de poesía latinoamericana así como el ciclo de poetas en vivo de la misma casa.

domingo, 30 de marzo de 2014

A mi bandera


Página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria,
núcleo de inmenso amor desconocido
                que en pos de ti me arrastras,
¿bajo qué cielo flameará tu paño
que no te siga sin cesar mi planta?

Cuando el rugido del cañón anuncia
el día de la gloria en la batalla,
tú, como el ángel de la inmensa muerte,
                te agitas y nos llamas.
¡Allá voy, allá voy sobre las olas,
allá voy, allá voy sobre la pampa
bajo el cañón del enemigo injusto
a levantarte un trono en la muralla!

¡Ah, que la sombra de la noche eterna
me anuble para siempre la mirada
si un día triste viéramos mis ojos
               huyendo en la batalla,
página eterna de argentina gloria,
melancólica imagen de la patria!

Juan Chassaing

miércoles, 26 de marzo de 2014

Viejo con árbol

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
–Ojo con la vía –alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
–No pasan trenes, casi –lo tranquilizaba Norberto.
Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
–¿No vino la hinchada? –ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo–. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
–La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá –bromeó alguno.
–Por ahí es amigo del referí –dijo otro.
Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha –casi a desgano, aprovechando para desperezarse– cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
–¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? –medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso.
El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
–No –sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí.
El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado.
–Música– dijo después, mirándolo de nuevo.
–¿Algún tanguito? –probó el Soda.
–Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
–Pero le gusta el fútbol –le dijo–. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
–Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte –dictaminó después–. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
–Mire usted nuestro arquero –efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra–. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales –se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba–. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
–Vea usted –el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un corner– el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando el viejo arreció.
–Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
–Y escuche usted, escuche usted... –lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido–... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
–Y vea usted a ese delantero... –señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado–... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
–¿Qué cobró? –balbuceó indignado.
–¿Cobró penal? –abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha–. ¿Qué cobrás? –gritó después, desaforado–. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
–... ¿Y eso? –se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
–Y eso... –Vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra– ... Eso es el fútbol.

Fontanarrosa, Roberto
Usted no me va a creer  2003
Ediciones de la Flor S.R.L.

El nido ausente

Solo ha quedado en la rama
un poco de paja mustia
y, en la arbolada, la angustia
de un pájaro fiel que llama.

Cielo arriba y senda abajo,
no halla tregua a su dolor,
y se para en cada gajo
preguntando por su amor.

Ya remonta con su queja,
ya pía por el camino
donde deja en el espino
su blanda lana la oveja.

Pobre pájaro afligido
que solo sabe cantar
y, cantando, llora al nido
que ya nunca ha de encontrar.
Leopoldo Lugones

Renovación de farola de papel

Asiento para bici

lunes, 24 de marzo de 2014

Maceterito con broche

Santa Milanesa

La señorita Silvia entró al aula, pero nadie se dio cuenta. Joaquín y Ariel se estaban peleando por la milanesa de Javi, quien trataba de recuperarla de las manos de Juampi, que se la quería regalar a la dulce Julieta para ver si ella quería ser su novia, aunque Guada y Macarena le habían avisado que nunca iba a lograr que Juli fuera su novia dándole una milanesa robada…
–Pero yo no se la robé, Javi me pidió que se la tenga para que no se la sacaran
Joaquín y Ariel. ¡Él me la dio, y lo que se da no se quita!
–Pero vos se la quitaste! –dijo Florcita.
–No –insistió Juampi–. Yo hice uso de mis derechos, acá hay libertad de culto… “Yo creo en la milanesa, y la quiero tener cerca para que me ayude a conseguir novia!”.
–¿No era que se la querías dar a Juli, la milanesa?
–Justamente, porque creo en ella, la milanesa me iba a ayudar a que Juli sea mi novia, yo le iba a cambiar la milanesa por un beso! ¿No oyeron hablar de la campaña “Una milanesa por un beso”?
–¡Es “Una golosina por un beso”, Juampi! ¡Y aparte, no tenés derecho a darle esa milanesa, porque no es tuya!
–¡Ustedes siempre censurándome! ¡Déjenme ejercer la libertad de prensa!
–¿Qué?
–¡De expresar mis ideas por medio de una milanesa!!! Yo tengo derecho a expresarme y no puede ser que, porque Javi tenga una milanesa y yo no, Julieta no quiera ser mi novia! ¡¡¡Eso es discriminación, están impidiéndome ser libre de tener la novia que yo quiera!
–Mirá, Juampi –este fue Ariel, que es muy bueno en matemáticas, y por eso siempre está en los detalles–, nome parece que la milanesa sea un buen sistema… yo si quisiera que Julieta fuera mi novia, le traería una lechuga de mi huerta!
–¡Vos sabés mucho de matemáticas, pero no sabés nada de amor! –le gritó Ramón–. Yo a Juli le regalaría un kilo de zanahorias, de esas que cultivamos en mi casa…
–¿Y por qué, Ramón? –preguntó Florcita.
–¡Ay, Florcita! ¡Es obvio!!! Un kilo de zanahorias de la huerta, es mucho más romántico! –se metió Guada.
–No, mucho más romántico sería un tomate, o una cebolla de mi huerta –saltó Lautaro–; mi abuelito las cultiva, y hace unas ensaladas exquisitas!
–¡Qué va a ser romántica la cebolla! –le dijo Lucas.
–Sí, es romántica… mi abuelito cada vez que corta una, se pone a llorar de la emoción!
–No, mucho más romántica es una milanesa…– siguió Juampi– y enmi casa cultivamos milanesas!
–Jajajajaá! –este fue Ariel, que es muy bueno en matemáticas, y por eso sabe mucho de milanesas–, las milanesas no se cultivan, Juampi!
–Ah, ¿no? Bueno, ¡debe ser por eso que no tenemos ninguna…!
–A mí me parece que para una novia, lo mejor es la rúcula –dijo Javi.
–¡No seas rudículo!!!
–¿Rudículo?
–Sí, es un injerto de “rúcula y “ridículo”.
–Y vos no seas “zapatonto”, mezcla de zapallo y tonto.
–¡A mí me encantaría que me regalaran una endivia! –dijo Macarena.
–¡No seas endiviosa! –dijo Guada.
–Nosotros, en el jardín tenemos “albaca” –dijo Lucas.
–Es “albahaca”, con hache –lo corrigió Ariel.
–¡Para que sepas, en mi jardín tenemos albahaca de las dos clases, con hache y sin hache!
–¿Y cuál es la diferencia? –preguntó Florcita.
–Que la hache es muda –dijo Lucas.
–Bueno, digan lo que quieran, pero yo tengo derecho a pedirle a Julieta que sea mi novia a cambio de una milanesa –siguió Juampi.
–Y yo, a ofrecerle un kilo de zanahorias de mi huerta.
–Y yo... me siento con la libertad de ofrecerle un montón de verduras distintas cultivadas por mí, y que ella elija la que más le gusta –dijo Ramón.
La señorita Silvia decidió intervenir:
–Chicos, ¡veo que están hablando de derechos
y libertades!
–Claro, seño… –siguió Juampi–, porque tenemos derecho y libertad de hablar, escuchar, y ¡comer milanesas!
–Sí, Juampi, pero Javi también tiene derecho a comerse su milanesa sin que nadie se la quite. Y todos ustedes tienen derecho a aprender ¡y eso también es usar la libertad, porque cuanto más sepan, más libres van a ser!
–¿Cómo es eso, seño?, ¿qué tiene que ver “saber” con ser libre?
–Bueno, por ejemplo, es muy importante, para ser libre, saber que uno es libre, que tiene derechos…
–Claro, derecho a comerte una milanesa, derecho a tener novia, derecho a preguntarle a tu novia si quiere una milanesa.
–O preguntarle a una milanesa si quiere ser tu novia.
–¡O si la milanesa quiere ser la novia de un tomate de mi huerta!
–O a preguntarle a un amigo si te daría una milanesa para que vos puedas preguntarle a una chica si aceptaría ser tu novia a cambio de una milanesa.
–Y si uno sabe hacer una milanesa, ni siquiera tiene que pedirle a un amigo.
–Ya veo –dijo Juampi–, saber hacer milanesas es bueno para conseguir novia.
–No sé, Juampi –dijo la señorita–, porque puede ser que Juli no quiera ser tu novia aunque hagas milanesas, o que quiera serlo igual, si no las hacés. Ella también es libre de ser tu novia o no.
–Uy, seño, pero entonces, pormás libre que sea y pormásmilanesas que tenga Juampi, se va a quedar sin novia –dijo Lucas.
–Bueno, esa es otra cosa que hay que saber: que la libertad es de todos y todas.
–Menos de las milanesas, seño, ¡ellas no pueden elegir que uno las coma o no!
–¡¡¡Libertad a las milanesas, libertad a las milanesas!!! –gritaron Ezequiel y Leandro –, ¡las milanesas tienen derecho a saber y a tener novia!
–¡Libertad a las zanahorias! –se sumó Lucas.
–¡Rúcula libre e independiente! –gritó Javi.
–Uhhh… ¡no digan más pavadas!!! –este fue Ramón.
–No, Ramón, ellos tienen derecho y libertad de pedir lo que quieran, aunque algunas cosas sean imposibles.
–Claro, es imposible que las milanesas sean libres, ¡porque son muy ricas y la gente se tienta!
–Seño, usted dijo que si uno sabe, es más libre, pero ¿y si uno no sabe? –otra vez Lucas.
–Si uno no sabe, pregunta; Lucas preguntá –le dijo suavemente Guada.
–¿Qué cosa preguntá?
–Preguntá a Juli si quiere ser tu novia, preguntá a tu mamá, a tu papá, a tu abuelo, a la maestra o a un amigo cómo se hacen las milanesas; pregunta cualquier cosa, lo que uno quiere preguntar –dijo Guada–, ¿entendés, Juampi?
–Sí, Guada, creo que entiendo… la libertad es poder preguntar lo que uno quiera. 

Libertad, Rudy e Iñaki

viernes, 21 de marzo de 2014

Poema del árbol

La gracia de tu rama verdecida
Antonio Machado

Árbol, buen árbol, que tras la borrasca
te erguiste en desnudez y desaliento,
sobre una gran alfombra de hojarasca
que removía indiferente el viento...

Hoy he visto en tus ramas la primera
hoja verde, mojada de rocío,
como un regalo de la primavera,
buen árbol del estío.

Y en esa verde punta
que está brotando en ti de no sé dónde,
hay algo que en silencio me pregunta
o silenciosamente me responde.

Sí, buen árbol; ya he visto como truecas
el fango en flor, y sé lo que me dices;
ya sé que con tus propias hojas secas
se han nutrido de nuevo tus raíces.

Y así también un día,
este amor que murió calladamente,
renacerá de mi melancolía
en otro amor, igual y diferente.

No; tu augurio risueño,
tu instinto vegetal no se equivoca:
Soñaré en otra almohada el mismo sueño,
y daré el mismo beso en otra boca.

Y, en cordial semejanza,
buen árbol, quizá pronto te recuerde,
cuando brote en mi vida una esperanza
que se parezca un poco a tu hoja verde...
José Ángel Buesa

Un caballo caído

¡Cómo duele ver un animal enfermo! Ellos, los animales, también sufren, lo mismo que nosotros, y sin embargo no siempre tenemos compasión para ellos.
¡Un caballo caído! Ya no tiene fuerzas para seguir andando, para tirar de su carrito, para trotar por las callejas, para andar pastando por el baldío, que está, ahora, lleno de florecillas azules, rosas, blancas...
-¿Te entristece verlo sufrir?
-El caballo es tan noble, tan bueno, tan trabajador...
-A mí también me apena. También los caballitos nos ayudaron hacer la patria. Cargaron al chasque, llevaron las armas; con nuestros soldados entraron en batalla; algunos cayeron como héroes en el campo de lucha; otro siguieron la marcha, haciendo leguas y leguas para llevar la libertad a otros paises. Y en la paz arrastraron arados, tiraron de las varas de galeras, de carros, y de coches; sirvieron en todas las labores de la tierra y fueron siempre inseparables compañeros del hombre de campo... ¡Amigos tan nobles y tan leales no tuvo nunca!
Como en un rezo, Alcides comenzó a recitar en voz baja los versos de Roldán:

Caballito criollo del galope corto,
del aliento largo y el instinto fiel,
caballito criollo que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él.

¡Caballito criollo que de puro heroico
se alejó una tarde debajo su ombú
y en alas de extraños afanes de gloria
se trepó a los Andes y se fué al Perú!

¡Se alzará algún día, caballito criollo,
sobre una eminencia un overo en pie
y estará tallada su figura en bronce!

En la arrocera

"El ocultar las cosas es lo que las hace pudrirse…"
John Dos Passos

Vasili y Ana Finz llegaron a Villa Clara con los inmigrantes que trajo el Barón Hirsch, a fines del siglo pasado. Finz se inició en el trabajo de la tierra como aguador de arrozal y aprendió el oficio de arrocero.
Al nacer Lucien, Ana murió de eclampsia durante el puerperio. Finz arrendaba siete hectáreas con una casa de adobe y un galpón. Un ama de leche amamantó al chico hasta que cumplió un año y después, los otros hijos de Finz se ocuparon de criarlo. El muchacho creció en la arrocera, con la seguridad que le habían dado su padre y especialmente Max, el hermano mayor.
Cuando Lucien no podía conciliar el sueño, Max le hablaba de los cardos que a esa hora cerraban su flor morada, de los terraplenes donde cultivaban el arroz, de las mojarras del arroyo y tarareaba, moviendo la cabeza, el canto del cosaco: ayaya, yaya, yayaya...
Lucien miraba el cielo sin luna y pensaba que dentro de esa oscuridad estaba su madre.
Max le contaba, también, la historia del emperador que se paseaba desnudo creyendo lucir un rico traje y una calma profunda invadía al niño y quedaba dormido.
Con las faenas de la tierra los brazos de Lucien se hicieron poderosos.
Lucien, hay que dar vuelta el pan de tierra, hasta que quede esponjoso, le decía el padre.
Los Finz se protegían del sol bajo la sombra de un eucalipto, y almorzaban alguna cosa frugal, tendidos sobre el pasto. Apenas echaban un sueño y seguían trabajando. Con la entrada del sol comían con fruición, y bebían apenas una copa de vino, y hablaban de algún asunto baladí.
Después, se iban a descansar.
Lucien prefería caminar un rato, antes de que el sueño lo venciera.
En el verano se escuchaba la enérgica voz de Vasili que llamaba a los hijos y les advertía:
Va a venir la lagarta militar. Busquen a González, que cure de palabra a la lagarta.
Pronto el arroz maduraba y se podían escuchar los gritos del muchacho que llamaba al padre y a sus hermanos, para que vieran la floración.
¡Noé, Max, vengan a ver las espigas!
Cuando la cosecha era buena, los arroceros de las colonias vecinas se congregaban en torno a la casa de los Finz. Un tropel de músicos con acordeones a piano y timbales hacía sonar los primeros compases del cosachok. Max era el primero que se paraba en medio del corro de muchachos y con el pecho desnudo, abierto de brazos, daba un salto impetuoso y empezaba la danza en cuclillas golpeando el suelo con las herraduras de las botas. Después, hacía un giro en el aire, caía de nuevo en cuclillas, y continuaba bailando con gracia y desenfado.
Viejos respetables, judíos rusos, se plegaban a la danza cosaca y con pasos poderosos, como si se dejaran llevar por un placer irrepetible, cantaban, yaya yayaya...
Lucien contemplaba todo, con la cabeza llena de ruido. Llovía desde hacía una semana y los caminos estaban anegados y el arroyo Malo desbordaba; ni siquiera los caballos podían cruzar hasta la otra orilla. Lucien caminó de la mano de su padre: no tenía más de once años.
"Escucha el pampero, Lucien, dijo usted, con la cabeza inclinada, queriendo que yo escuchara el sonido preliminar del viento.
Vasili tenía la vista fija en la arrocera.
¿Va a despejar, padre?, le pregunté yo.
Usted me dijo que iba a despejar.
La arrocera era una ciénaga. El agua nos llegaba a las rodillas. Una madera podrida y una yarará enroscada cruzaron ante mis ojos; una rata muerta y un nubarrón flotaban en el agua que continuaba su empuje furioso por encima de los terraplenes.
Vasili, usted dijo que estuvo toda la noche contemplando la lluvia que caía y dijo haberse levantado de la ruina más de una vez. Pero había muchas cosas que usted no dijo..."

Así como la lagarta militar terminó el grano en unas horas; así como la lluvia lo pudrió todo, así también los Finz, no eran gente que se diera por vencida.
Preparen todo que mañana nos vamos.
¿Pero adónde?, preguntó Max.
A arrendar el campo que me ofrecieron en Carlos Casares.
Probaremos sembrar trigo.
Carlos Casares también está inundado, dijo Noé.
No querés sacrificarte, dijo Vasili, la voz ronca, la mirada clavada en Noé.
Lucien recordó que la palabra de su padre era sagrada.

"Vuelvo a verlo a usted padre, absorto, refugiado en el silencio, caminando despacio por el borde del canal. La cosecha está perdida, dice. El sol se ha escondido, la arrocera está fangosa huele a vómito. No hay viento. La tarde cae apacible. Escucho el graznido de una tijereta que cruza el aire y hay moscardones azul eléctrico que zumban por todos lados. Veo la negritud del cielo a lo lejos, escucho a los perros que lloran, y a usted padre, que murmura, y qué puedo hacer yo...
Durante más de tres horas recorrimos la arrocera anegada.
¿Cómo está el nivel del agua en la varilla?, preguntó usted a Max.
¡Mierda, sigue subiendo...!, dijo él.
¡No hable así, está perdiendo la decencia!, dijo.
Max le gritó,
¡Cree que sigo siendo ese niño a quien usted obligaba a acostarse al sol sobre una chapa de zinc caliente porque se negaba a obedecerle. Humillarse y sufrir, es lo único que le gusta!
¡Basta! Dígame que mis esfuerzos no fueron en vano..., dijo Vasili.
Y se alejó de la arrocera.
El lamento de una lechuza perturbó la tarde que caía. Miré hacia el cielo y tuve miedo lo vi todo rojo, todo sangre.
Vayamos a descansar y volveremos en cuanto baje el agua, dijo Noé.
¿Dónde está Lucien?, preguntó Max.
Pero yo que era un niño que había escuchado todo, me alejé sin decir nada. Sólo volví la cabeza, cuando sentí los brazos de Max que me envolvían,
¡Ei, Lucien, respirá hondo y chupate el viento para adentro y subite a mis hombros, voy a llevarte a babuchas!
Y me subí a sus hombros y nos fuimos trotando hasta casa."

"Mirá Lucien por allí va a venir el Mesías trayendo paz y justicia, dijo usted. Y yo que era un niño temeroso de Dios, creí verlo llegar, montado en su alazán blanco. Su cara delgada y su barba larga desaparecieron en cuanto abrí los ojos: Me quedé insomne, padre."

Lucien caminaba por la arrocera, cuando escuchó que alguien cantaba una balada en el dialecto de los abuelos y la sintió como una amenaza:
...Voy de viaje en trineo,/ a través de la estepa nevada,/ los lobos me pisan los talones...

La tierra retumbaba en sus oídos. Oyó un rumor sordo. Apuró el paso. Era seguro que la tormenta haría estragos en el semental. Al llegar a su casa escuchó que el viento empezaba a agitar con violencia los árboles. Max no había vuelto y tuvieron que esperar que la tormenta y la lluvia cesaran para buscarlo. Lo encontraron en la arrocera, exánime, con el cuerpo quemado y cubierto de barro, un rayo le había caído encima. Lo llevaron en brazos hasta la casa.
Pónganlo en el sofá con la cabeza hacia aquí. Hay que quitarle la camisa, tiene quemado el pecho, dijo Vasili, pero no tardó en darse cuenta de que Max estaba muerto y se arrojó sollozando sobre su cadáver. Lucien se ahogaba y Noé no podía pronunciar más que sonidos entrecortados.
Cerraron el ataúd y lo cubrieron con una tela negra que tenía una estrella de David en el centro, y lo velaron en el comedor de la casa. Lucien estuvo aferrado al cajón, mudo, sin poder llorar, hasta que Vera, la mujer de Noé, lo tomó de la mano y lo sacó de allí.
Los colonos, vestidos de luto riguroso, permanecían agrupados en la puerta de la casa de los Finz, con las caras rudas, llenas de estupor, hablando de él como si viviera.
Una mujer robusta y vieja irrumpió en el velorio y se abrió paso entre la gente. Dijo que había sido maestra de sexto grado del muchacho. Cuando ella vio el ataúd, un leve gemido salió de su garganta, miró a un colono que estaba a su lado y le dijo que Max era un niño rápido para los números y enseguida se fue.
Lo enterraron en el cementerio de la colonia, según la Ley de Moisés. Vasili rezó con fervor frente a la tumba del hijo y nombró a su padre, la voz apesadumbrada.
Lucien se quedó mirando los cipreses: la sombra de sus ramas temblaba en el suelo. Vio una isoca que salía de una tumba y pensó que también en ese lugar los gusanos se hacían amos de los muertos.

Perla Suez: El arresto,
Editorial Norma, Colección La Otra Orilla, Buenos Aires, 2001

jueves, 20 de marzo de 2014

El hombre que va delante de mi

¡Con qué paso seguro camina este hombre que marcha delante de mí!
Vuelve del trabajo como yo vuelvo de la escuela. Pienso que tiene un regreso feliz.
Lleva el saco al hombro y un balde de albañil en una mano. Al encontrarse con caras conocidas, saluda sonriente. De vez en cuando silba, como si con el silbido se fuera acompañando. Parece no sentir el cansancio de la labro realizada. Sin duda es le trabajo lo que le ha dado es expresión de hombre feliz. ¿En qué irá pensando para marchar así? Va tan resuelto, tan alegre... Por la calle, ¿papá traerá la misma expresión de este obrero, cuando regresa del trabajo? No hay por qué dudarlo. Todo regreso al hogar es alegre. Esperan la esposa y los hijos. ¡Cuánta ternura en el hogar, seguros bajo el techo común!
Hombre que marchas delante de mí con tu herramienta y tu pequeña felicidad, tienes toda mi simpatía. Te admiro desde mis pocos años y te deseo lo mejor del mundo y de la vida.

miércoles, 19 de marzo de 2014

El trabajo (ronda)

Cuando el oriente se tiñe
de púrpura y arrebol
todo renace al trabajo
con impulso arrollador.

Llama una esquila a los fieles 

con melancólico son,
invitando a alzar sus preces
al compás de un din, don…

La campana del taller,
vibrante y alegre al par,
llama al obrero al trabajo:
talan, tan, talan, talan…

Como un gran tirabuzón
el taladro gira ya
y perfora la madera,
rezongando: rac, rac, rac…

Enrojecida la fragua
mil chispas echa a volar,
mientras el nervudo herrero
golpea el yunque, pim, pam…

Blanca casita construyen
las manos del albañil
y la mezcla, al agitarse,
canta alegra: chis, chas, chis…

Por la quebrada desierta,
envuelto en su poncho gris,
guía el arriero sus bestias
silbándoles: s… s… s…

El labriego, el carretero,
el artista, el escritor,
todos completan un himno
que armonioso sube a Dios.

Aleteos Rosalia E. Davel de Deambrosi

El Tambor de Tacuarí

Es un grupo de argentinos

el que marcha a combatir;
es la patria quien los mueve
y es Belgrano su adalid.
Con la bala y con la idea
traen de Mayo el boletín;
y las selvas paraguayas
van abriendo el provenir
mientras juega con sus chismes
el Tambor de Tacuarí.

Rompe el aire una descarga
el cañón entra a crujir,
y un vibrante son de ataque
los empuja hacia la lid.
Bate el parche un pequeñuelo
que da saltos de Arlequín,
que se ríe a carcajadas
si revienta algún fusil,
porque es niño como todos
el Tambor de Tacuarí.

Es horrible aquel encuentro:
cien luchando contra mil;
un pujante remolino
de humo y llamas truena allí;
ya no ríe el pequeñuelo,
suelta un terno varonil,
echa su ala sobre el parche
y en redobles lo hace hervir,
que es muñeca la muñeca
del Tambor de Tacuarí.

¡Libertad! ¡Independencia!
parecía repartir
a los héroes de dos pueblos,
que entendiéndole pro fin,
se abrazaron como hermanos;
y se cuenta que de ahí
por América cundieron
hasta en Maipo, hasta en Junín
los redobles inmortales
del Tambor de Tacuarí.
Rafael Obligado

martes, 18 de marzo de 2014

Sarrió

Los amigos y admiradores del hombre ilustre quedarán consternados cuando pasen la vista por estas líneas. Sarrio está enfermo; Sarrio desaparece... Yo he llegado a media mañana a este pueblecillo sosegado y claro; el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas, calan en un ángulo de los aleros de las casas y bañaban las puertas; la iglesia, con sus dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantaba en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio, la fuente deja caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo me he detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de una golondrina, de las campanadas rítmicas y largas del vetusto reloj. Y luego he llamado en la casa del grande hombre: «tan, tan». La puerta estaba entreabierta; no era indiscreción el entrar. El zaguán se hallaba desierto; sobre una mesa he visto una palmatoria con la vela a medio consumir, un vaso vacio—tal vez de algún medicamento—y un rimero de periódicos de la provincia con las fajas intactas. Un profundo silencio reina en toda la casa; los muebles están llenos de polvo; una o dos sillas tienen el asiento desfondado. Y flota en el aire y se ve en todos los detalles algo como un profundo abandono, como una honda laxitud, como una irremediable desesperanza. «Es extraño»—pienso yo, y me siento un momento junto a la mesa, ya un poco triste, ya embargado por esa melancolía indefinible que nos hace presentir las grandes catástrofes. «Es extraño»—torno a pensar. Y me levanto; en el fondo aparece la ancha puerta del huerto, y columbro por ella el verde claro de los naranjos y el verde obscuro de los granados. Pero nadie aparece, ni se percibe el más ligero ruido en la casa. Yo entonces hago sonar unas fuertes palmadas y pregunto, gritando, a uso de pueblo:
—¿Quién está aquí?
Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extrañas, que parecen abandonadas, en que vive uno de esos misántropos de pueblo; estas casas con los muebles rotos, viejos, con las salas cerradas y polvorientas, con la cocína apagada siempre, con el pequeño huerto lleno de plantas silvestres; estas casas en que no hay nadie jamás, y en que de tarde en tarde se oye el chirrido de una puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de su único morador, que pasa. Yo conozco estas casas, pero la casa de Sarrio no era de estas casas. Un presentimiento doloroso comienza a entrar en mi espíritu. Yo doy otras recias y sonoras palmadas. Y entonces, al cabo de un breve rato, veo salir un criado por la puerta del huerto. ¿No habéis reparado en el aire especial que tienen los criados de estas casas extrañas? Son como hombres que esperan y que temen algo al mismo tiempo; llevan en su cara los signos de una preocupación, de una displicencia, de un recelo misterioso; diriase que husmean por todos los escondrijos tesoros ocultos, que piensan en mandas, en legados, y que se sienten secretamente exasperados por algo que no llega.
Yo le pregunto a este criado:
—¿Y don Lorenzo?
El me contesta:
—Está durmiendo.
Son las once de la mañana; estas sencillas palabras producen en mí una estupefacción profunda.
—Pero ¿está enfermo?—torno yo a preguntar.
El no contesta directamente a mi pregunta.
—Se levanta a las tres de la madrugada— me dice—y después se vuelve a acostar.
Yo estoy asombrado. ¿Sarrio se levanta a las tres y después se vuelve a acostar? Esto es inaudito, absurdo, Y entonces, cuando mi admiración ha pasado un tanto, me acuerdo de las tres lindas hijas de mi ilustre amigo: de Carmen, de Lola y de Pepita. Carmen era menuda y tenía el pelo castaño y los ojos azules.
—¿Y la señorita Carmen?—pregunto.
—Se casó—me contesta el criado.
Yo siento una tenue desilusión. Y pregunto por Lola. Lola era alta y tenía el cabello rubio y los dientes menuditos y blancos.
—¿Y la señorita Lola?
—Se casó también.
Yo vuelvo a experimentar otra decepción vaga. Y deseo saber qué se ha hecho de Pepita. Pepita era la más linda de las tres. Pepita era mi amiga predilecta. Pepita tocaba en el piano, con gesto lento y melancólico, «La Priere des Bardes». Pepita tenía hermosas dos cosas que prestan a la mujer un encanto irresistible, avasallador: Pepita tenía hermosas las manos y la voz. De la voz ha dicho un filósofo griego—Zenón—que «es la flor de la belleza»; de las manos no recuerdo ahora sentencia ninguna de ningún filósofo; pero no es necesario acudir a filosofías antiguas o modernas para sentirse subyugado por unos dedos largos finos, blancos, sedosos, puntiagudos, guarnecidos de simétricas uñas combadas y rosadas.
—¿Y la señorita Pepita?—vuelvo yo a preguntar, un poco indeciso, temeroso.
—Se murió—contesta el criado.
Y yo oigo estas palabras lleno de una intensa e indescriptible emoción. Ya, todo el misterio de este ambiente que flota en la casa abandonada, aparece claro ante mí. ¿Cómo los seres que hemos amado tanto pueden desaparecer de este modo tan rápido y brutal? ¿No habrá nada fijo, inconmovible, en el mundo, de nuestros amores y de nuestras predilecciones? Yo miro inconscientemente, anonadado por la tristeza, la bujía a medio consumir, el vaso vacío, el rimero de los periódicos intactos. Y de pronto oigo unos pasos sordos en el piso de arriba y percibo una voz ronca, una voz apagada, una voz doliente que llama al críado. Es la voz de Sarrio. Transcurren unos minutos; el grande hombre aparece en el rellano de la escalera. ¿Es él? ¿No es él? Sarrio camina con los píes arrastrando. Antes iba pulcramente afeitado: ahora lleva una larga barba intensa, descuidada. Antes llevaba una estupenda cadena de plata con una gruesa muletilla; ahora ya no la usa. Antes llevaba siempre, indefectiblemente, una refulgente camisa planchada, que hacía sobre el pecho un bombeo gallardo; ahora trae una camisa blanda. Yo he dicho ya en otra ocasión que un hombre que no lleva camisa nítida y aceradano puede tener talento ni energía: cuando esta proposición se publicó, algunas estimadas amigas mías se escandalizaron. Una mujer no puede persuadirse de que un hombre desprovisto de esta indispensable prenda deje de tener energía y talento. Algunas, sin embargo, llegan a convencerse; pero es ya un poco tarde...
Sarrio, siempre tan atildado, no usa camisa. ¿Queréis un detalle que revele mejor toda su lamentable decadencia? Yo he sentido ante él una honda tristeza que ha venido a juntarse a la tristeza ya sentida. Sarrio va bajando, lentamente, apoyado en la barandilla, los peldaños de la escalera. Yo le miro absorto. Hay en los pueblos hombres y mujeres, vulgares, anodinos, insignificantes, que os han encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya desaparición os causa tanto pesar como la de un héroe o la de un gran artista. ¿Dónde están don Pedro, don Antonio, don Luis, don Rafael, don Alberto, don Leandro, a quienes conocimos en nuestra niñez o en nuestra adolescencia? Tal vez todos han muerto mientras vosotros estabais ausentes, olvidados de sus figuras amables; tal vez alguno de ellos—como este Sarrio— sobrevive a la ruina de su casa, a la muerte de sus amigos, a la desaparición de todo lo que constituía el ambiente de su época. Y entonces veis estas existencias trágicas, dolorosas, solitarias, que en los caserones dé los pueblos van oscilando durante dos, tres, seis años, entre la vida y la muerte. Ya la ponderación y el equilibrio se han perdido; acaso esta dolencia ha comenzado por una ligera indisposición; luego, las catástrofes morales, los disgustos, las calamidades, han venido a abrumar el espíritu. Y poco a poco, como acontece en las pesadillas, sentimos que vamos deslizándonos por un*precipicio del que queremos salir y del que, con todo, no podemos librarnos. Así, un día es la indumentaria lo que descuidamos; otro, es la limpieza de la casa; otro, es el orden de las comidas; otro, nuestras diversiones favoritas—la caza, la música—, que vamos olvidando... Y la neurastenia va creciendo, creciendo, formidable, en el desorden de la casa, en el abandono de nuestra persona, y nosotros, ya perdidos, nos dejamos llevar, anonadados, de la corriente fatal que nos conduce a la anulación definitiva. Acaso los amigos, los, parientes, intentan un supremo esfuerzo: se hace un viaje para consultar a un médico famoso; se ponen en práctica tales o cuales medios curativos... Pero todo es inútil; los años han ido pasando; las energías de la juventud se han perdido; el ambiente que nos ha de tragar está ya formado, y son vanos y estériles cuantos esfuerzos hacemos por apartarnos de él.
¿Comprendéis ahora la tragedia de Sarrio? Cuando ha acabado de bajar la escalera, ha pasado junto a mí sin conocerme. Yo me he puesto ante él.
—¡Sarrio!, ¡Sarrio!—le he gritado. Entonces él ha permanecido un momento absorto, mirándome con sus ojos apagados, blandos; después ha abierto la boca como para decir algo que no acertaba a decir, y al fin ha exclamado con voz opaca, fría:
—¡Ah, sí! Azorín...
Y de nuevo ha caído, terrible, un silencio denso en el zaguán. No podíamos decirnosnada. ¿Qué íbamos a decirnos? No había necesidad de que habláramos nada. Hay instantes en la vida—cuando os halláis, por ejemplo, al cabo de muchos años, ante una persona que habéis querido—, hay instantes en la vida en que creéis que vais a decir muchas cosas, que vais a expresar multitud de sentimientos tumultuosos, y en que, sin embargo, os encontráis con que no se os ocurre ni aun la más vulgar de las palabras...
Yo he guardado silencio, triste y anonadado, ante el gran hombre. Y cuando he salido de la casa, he vuelto a ver en la plaza sosegada las sombras gratas y azules, las torres achatadas, los balcones cerrados; y he vuelto a oir el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan raudas por el cielo, las campanadas del viejo reloj que marca sus horas, rítmico, eterno, indiferente a los dolores de los hombres...

Dos momentos

Hay dos momentos en el día a los que siempre he dado importancia: cuando papá se despide para ir al trabajo y cuando nosotros decimos ¡hasta luego! a mamá, para encaminarnos a la escuela.
Papá nos besa a todos y sale apresuradamente hacia el cumplimiento de sus obligaciones. Yo sé que él sale en busca de nuestro pan, de nuestro libro, de nuestros vestidos; en una palabra, de nuestra tranquilidad. ¡Qué bueno es! ¡Cuánto esfuerzo debe realizar para que a los suyos no les falte nada! A veces lo notamos cansado, enfermo, y, sin embargo, no se queda en casa. Debe cumplir con las obligaciones de afuera y con las obligaciones de adentro.


Y cuando ya estamos listos para ir a la escuela nos duele abandonar a mamá. ¡Se queda tan sola! Claro está que en su soledad se entretienen trabajando en las cosas del hogar, preparando la comida de todos, arreglando los muebles, limpiando la casa, repasando la ropa... ¡Si pudiéramos quedarnos a su lado!... Pero, no. La escuela es una obligación para los niños. De allí saldremos un día, capaces y fuertes, con la inteligencia bien nutrida y el corazón bien modelado, para enfrentar a la vida y llegar a ser útiles al hogar y a la patria.

lunes, 17 de marzo de 2014

La pista de los dientes de oro

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las once de la noche.
A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.
En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.
Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y media de la noche, los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

EL ENIGMA DEL BÁRBARO CRIMEN DEL DIENTE DE ORO

Son las diez de la mañana.
El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora, hombres de diferente condición social pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
–Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.
El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:
–Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?
Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.
En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.
También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.
Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquel que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido por enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.
Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.
Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como para que no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarla. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.
La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía... El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento, el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.
Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con
el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos
de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro,
y le dice:
–Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:
–¿Cuesta mucho platinarlo?
–No; la diferencia es muy poca.
Mientras Diana prepara el torno, habla:
–A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:
–Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted? ...
–Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le dice:
–Véngase pasado mañana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores.
Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.
Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.
Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada oscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminadade un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.
Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:
–¿Qué le pasa, señorita?
Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:
–Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi –yo soy italiano–, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.
Diana lo escucha y responde:
–Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.
Lauro prosigue:
–Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
–¿No lo encontrarán a usted?
–No; si usted no me denuncia.
Diana lo mira:
–Es espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro la interrumpió, frío:
–La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:
–¿No lo encontrarán a usted?
–Yo creo que no...
–¿Vendrá usted a curarse mañana?
–Sí, señorita; mañana iré.
Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

Herederos de Roberto Arlt
Editorial Losada S.A. 1998