Al viudo don Pedro Almirón le conocían en Tapibara-Cué
dos debilidades: la pesca y su avaricia. Antes había tenido una tercera: la
hija, pero un viajante, deslumbrado por sus encantos, y quizá por la fama de
rico que gozaba el viejo, se la llevó. Al tiempo volvieron, ya santificada su
unión por el matrimonio, en busca del perdón paterno y de ayuda económica para
instalar un hogar. El padre le concedió lo primero a regañadientes, y le dio lo
segundo con cuentagotas.
—Pa vivir tienen mi casa… —les dijo— y pa comer mi
mesa; ¡total! ande han comido dos, pueden comer tres.
Sin embargo no añadió a la olla familiar ni una pizca
más de sal de lo acostumbrado, ni sacrificó una sola de las aves de corral a la
gula del yerno, conformándose con brindarle su habitual potaje de porotos,
charqui y, de vez en vez, los productos de la selva y del río desde que si era
un diestro cazador no era menos hábil pescador. Al poco tiempo de estar con la
pareja un día le dijo al hombre:
—Ahí tenés l’arado y el tobiano. Desde mañana podes
empesar a preparar la tierra pa'l maíz.
El viajante que ya se aburría en ese ambiente pueblerino
y padecía por la falta de dinero, antela perspectiva de arruinar sus manos en
las rudas tareas campesinas, lió sus petates y, decepcionado, regresó con la
mujer a la ciudad. Eso había pasado hacía ya unos cuatro años pero, de cuando
en cuando, solía aparecer en el pueblo, ya solo, ya con la esposa y después de
días de renegar con el viejo se alejaban llevando unos pesos arrancados a su
afán avaricioso. La soledad parecía haber vuelto al anciano más duro y
codicioso. No solamente no se le conocía vicios sino que se limitaba a vivir de
lo que la tierra, el monte o el Paraná le ofrecían. Sin embargo, en sus campos
engordaba la hacienda que él vendía, de tiempo en tiempo a buenos precios,
ignorándose el destino del dinero.
—Pa mí —decía el cabo Leiva mientras le cebaba mates
al comisario— que debe tener enterrada una botija enllena 'e monedas…
—No, m'hijo —le contestó don Frutos—, plata que cái en
sus manos la entrega a su tocayo, don Pedro, el bolichero, pa que la ponga n'el
banco…
—Pa qué quedrá tenerla si no la va a gastar
—reflexionó el cabo—. Yo si la teniera lo primero me compraba una acordiona,
dispué el moro 'e don Zenón y póngale farras y carreras hasta quese acabara.
—Hay mucha gente así —terció el oficial Arzásola— a
quienes les gusta juntar cosas solo por el placer de tenerlas… Es casi como una
enfermedad que los lleva a coleccionar los objetos que son de su agrado.
—Yo pa coleusionar mi ufisial, coleusionaba mujeres
—interrumpió el subalterno
con una estrepitosa carcajada.
—Seguí, m'hijo —intervino don Frutos—, y vos Leiva
ceba mejor ese mate qu'está más lavao que cara 'e gato.
—Es así, comisario…—continuó el oficial— hay coleccionistas
de las cosas más extrañas. Unos juntan cuadros, otros cajas de fósforos, algunos
botones, hay muchos que se arruinan por juntar estampillas y a otros les da por
juntar dinero para que sus herederos después lo gasten…
—Lo mesmo le va a pasar a don Pedro —dijo el
comisario— tanto privarse l viejo pa que alfinal tuito se lo farreen el yerno
qu'es un liendre y la pavota 'e la hija.
— ¿Ansina que hay muchos que juntan estampillas,
ufisial? —preguntó pensativo el cabo Leiva.
—Sí, cabo, hay quienes tienen miles y miles…
— ¡Gente loca! —exclamó el aludido—. La de cartas que
haberán de tener qu' escrebir los hijos pa gastarse tuita esa herencia y cómo
se les va a secar la lengua 'e tanto pegarlas en losobre…
— ¡Uf! —dijo Arzásola con fastidio y renunció a darle
ninguna otra explicación.
La presencia de Rodolfo Ardevaca, el marido de
Lindora, la hija de don Pedro, no pasó inadvertida para nadie en el poblado. Era
un tipo taimado, que hablaba con voz engolada y tenía opiniones terminantes
sobre todos los asuntos. A cada momento destacaba que era "un hombre
derecho" y que "era capaz de morir por sus ideas". Los contertulios
del boliche lo llamaban, a sus espaldas, El fantasmón, y fingían creer la sarta
de mentiras que continuamente deslizaba en su conversación.
—Pa mí que debe ser más falluto que picana 'e sauce,
apenitas uno la clava se ruempe –decía Leiva.
—Es de esa clase de personas que ocultan tras la cortina
de su charla insubstancial la profundidad de su vaciedad mental —aseguró
Arzásola.
—Será como decís, m'hijo —aceptó el comisario—, pero
por aquí nojotros decimos que soncomo la caña tacuara güeca por dentro y que se
quiebra 'e nada.
—Parece qu'esta ves no vino a sacarle plata 'l viejo
—intervino el cabo.
—Ande ha d'ir el güey que no are… prorrumpió
sentencioso don Frutos.
—Pero ¡cómo no! pa casar siempre tiene munsión patera
y de laj otras interrumpió el cabo Leiva.
—Pero no, comesario, si nú hace más que comprarle chiches
pa llevarle. Dise que aura tiene ungüen empleo y que sólo vino a hacerle una visita…
—¡Aja!
—Parece que usted desconfía, don Frutos. ¿Tiene por
azar alguna premonición? —interrogó el oficial.
—No, cabo, no… —explicó el oficial— dije premonición y
no munición…
—¿Eso pa qué es?
—La intuición de lo que va a ocurrir, un palpito…
—¡Ah! sí… sí… vos queras decir la corazonada que
decimos loj criollos —aclaró don Frutos.
—Exactamente… Eso se llama científicamente premonición…
—Pa decir verdá y no quiero ser mal pensao, la venida
d'ese mozo no me gusta nada. Eso estodo…
—En cambio yo sí que tengo una premunición fulera
—volvió a intervenir Leiva mientras le ofrecía un mate a su superior.
—¿Guala, m'hijo? Desembucha…
—Tengo la permunisión de que va a llover porque me
están doliendo los callos 'e los pieses…
— ¡Señor!... ¡Señor!...—suspiró Arzásola y salió al
patio a mirar las estrellas, pero sólo vio en la negrura del firmamento el
marchito y amarillo rostro de la luna.
Pasaron tres o cuatro días sin que suceso alguno
empañara el cristal rutinario de la vida pueblerina, cuando, una madrugada en
que bostezaban los hombres adormilados en las sillas, y el mate inactivo
también abría su negra boca junto al fogón, entró casi corriendo el forastero.
— ¡Comisario!... ¡Comisario!… -exclamó.
—Aquí estoy, señor, no grite —le dijo don Frutos
pachorrientamente.
Arzásola y Leiva se incorporaron de los asientos donde
dormitaban y se acercaron inquisitivos.
—¿Qué ocurre?
—¡Un accidente!... ¡Un terrible accidente!...
—¿Dónde?
—En la orilla del río, señor. Fuimos a pescar con mi
suegro y él subió a una piedra para arrojar la línea y perdió pie… Sufrió un vahído
o… ¡qué sé yo!... la cuestión es que cayó al agua y no volvió a aparecer…
—Pero si don Pedro era de áhi pa nadar… —exclamó el
cabo— y enseguida hubiera salido…
—Vamo p'allá —ordenó don Frutos—, a lo mejor se pegó
una zambullida pa embromarlo y lo encontramos por allí.
Rápidamente fueron al lugar indicado, que se encontraba
en las cercanías, al pie de las altas barrancas. Ya las primeras luces de la aurora
despintaban de sombras la fachada del día y a su lechosa claridad se podían
distinguir los accidentes del terreno. El río corría rumoroso y pequeñas olas
venían a romperse contra la estrecha playa terrosa flanqueada por los altos
murallones de la escarpada orilla cubierta por la espesa vegetación tropical.
De trecho en trecho, enormes piedras como monstruos antediluvianos asomaban en
las aguas sus moles oscuras y brillantes. Sobre una de ellas, de unos cuatro
metros de altura, encontraron la línea del desaparecido pescador.
Todavía un pedazo de carne estaba clavado en el
poderoso anzuelo, mientras otros pedacitos estaban en un tarrito caído en el
suelo.
—Mira, Rodolfo, —me dijo explicó el hombre a sus
acompañantes— voy a sacar un lindo sábalo para que lo comamos en el almuerzo.
Cebó el anzuelo, subió a la piedra y, cuando estuvo arriba, cayó… ¡y no volvió
a aparecer!… Aquí todavía están sus cosas…
—¿Y usté no iba a pescar, don? —preguntó don Frutos.
—No, yo no sirvo ni para sacar mojarras… ¿Pero si
acuerda 'e tuito lo que le dijo su suegro?
—Palabra por palabra. Anoche le comenté que me
gustaría comer un sábalo asado porque lo habían ponderado muchísimo en el negocio
de don Pedro y el pobre, por hacerme el gusto, me invitó a que lo acompañara a
pescar esta mañana…
—¿Y qué más le dijo?
—"Vamos a ir a un lugar de la costa que yo
conozco. Estos días andan picando mucho y me parece que voy a sacar dos o tres…"
—¿Y entonces vinieron acá a sacar doraos? —le dijo.
—No, comisario, dorados no, sábalos… Todavía cuando
ponía la carne en el anzuelo, agregó:"Vas a ver mi hijo que con esto me
saco uno de dos o tres kilos…"
—¡Aja!
Poco a poco el sol ascendía por el horizonte y ya su
luz bañaba de oro los seres y las cosas.
En medio del río se veían algunas canoas de
pescadores. Don Frutos sacó el silbato y lo hizo sonar en el silencio matinal.
Luego agitó sus brazos en un llamado y los hombres de las embarcaciones enfilaron
hacia el lugar. Apenas hubo atracado uno de ellos, preguntó:
—¿Qué pa sucede, don Frutos?
—¿Tene pateja?
—Tengo.
—Güeno, m'hijo, vamoj a rastrear por esta parte pa ver
si encontramos el cadáver 'e don Pedro…
—¿Don Pedro Almirón, el viudo pa?
—El mesmo. Se persignó el pescador e inquirió:
—¿Cómo pa jue que vino a ahugarse?
—Se cayó 'e esa piegra y no se le vio más…
—Se haberá golpeao contra algo que lo azonzó…
—Dejuro —asintió el comisario.
Los otros hombres, enterados del suceso, también
prestaron su colaboración y los policías se instalaron en las canoas para
dirigir la búsqueda. Se distribuyeron por la zona y metódicamente tiraban al
agua la pateja con sus potentes garfios que arrastraban por el fondo y
retiraban con pedazos de ramas, latas viejas y otros objetos. Después de una
media hora consiguieron enganchar el cuerpo y a costa de grandes esfuerzos lo alzaron
al bote. Inmediatamente se dirigieron a la cercana orilla y allí lo extendieron
sobre la playa. Don Frutos, separó de un brazo al yerno que se había arrojado
sobre los restos y lloraba agrandes gritos y le dijo:
—Déjeme verlo…
El viejo Almirón, vestido con sus ropas habituales
estaba lejos de haber adquirido majestad con la muerte. Tenía el abdomen
levemente hinchado, los ralos cabellos pegados al rostro y una gran palidez. El
comisario, ayudado por el cabo, puso de espaldas al difunto y en la parte
posterior del cráneo vio las señales de un fuerte golpe.
—Pegó con la cabeza en alguna piegra y se haberá
dismayao, por eso no salió —explicó Leiva.
Pero don Frutos, incorporándose con gesto fiero,
exclamó:
—¡Cabo!… Póngale las esposas a ese hombre… Es un
creminal.
Ardevaca protestó en todos los tonos y amenazó con
tremendos castigos pero el cabo le colocó las manillas y agregó:
—Y no te quedrás haserte 'l loco y disparar porque te
vua a curtir a sablazos.
El oficial, asombrado, pero sin querer entrometerse,
aleccionado por experiencias anteriores, se limitó a decir:
—Pero, don Frutos, ¿está seguro?
—Seguro, m'hijo. Vamoj pa la casa 'el dijunto y vas a
ver…
Dejando a unos oficiosos vecinos que se encargaran de
transportar el cadáver a la comisaría, don Frutos seguido por Arzásola, Leiva,
el preso y varios curiosos se trasladó a la casa de don Pedro Almirón. Una vez
en ella el comisario observó, detenidamente el patio y yendo hacia un montón de
ramas que estaban junto a la cocina, listas para ser empleadas en el fuego,
rebuscó entre ellas. Luego, enarbolando un trozo de urunday, dijo:
—Con esto le pegó el golpe.
Sarcástico, Ardevaca preguntó:
—¿No habrá sido con esa otra que es más gruesa?
—No, señor, jue con ésta. No ves que entuavía está húmeda.
A ésta la lavó pa sacarle la sangrey la escuendió. Si hubiera echao un balde 'e
agua sobre todas a lo mejor no la hubiera podido distinguir.
—Son estupideces suyas que le van a costar muy caro.
Don Frutos, sin hacerle caso, siguió mirando en derredor,
y de pronto indicó:
—Di aquí lo sacó en una carretilla 'e mano y lo llevó
pa'l río. Vean qué marcada está la güeya por el peso 'l finao; jue, lo tiró al
agua, puso las cosas en la costa pa tratar 'e engañarme, golvió con la
carretilla vaciada y ricién me jue a avisar…
El oficial que había seguido el rastro dio con el
pequeño vehículo en un galpón.
—Aquí está, don Frutos… En el borde hay unas manchas
oscuras.
Se inclinó para observarlas mejor y aseguró:
—Son marcas de sangre y, además, hay cabellos pegados
que parecen ser del muerto…
Vencido por esas evidencias el yerno confesó:
—Sí, yo lo maté… Discutimos porque no quiso ayudarme y
ciego de ira le di un golpe con lo primero que encontré. Al principio creí que
sólo se había desmayado, pero cuando lo vi inmóvil y sin vida, me asusté y
quise hacer aparecer como un accidente para salvarme de ir a la cárcel…
Una vez que el asesino estuvo a buen recaudo don
Frutos reclamó a gritos su ración de mate, en tanto que el oficial sumariante
mantenía la mirada fija sobre él.
—Pero, che —dijo al fin el comisario—, tengo tizne 'n
la cara que me miras tanto ya que por bonito nú ha de ser…
—No, don Frutos, lo miro y lo admiro…
—Entonces no empeces con tus macanas ni vengas con la
premunición o el sirco análisi.
—Sólo quisiera hacerle una pregunta.
—Métele, nomás, te doy lisensia.
—¿Cómo hizo para saber lo que había pasado?
—Dentré a sospechar cuando me mintió n'el río.
—No me di cuenta. Todo lo que decía parecía lógico.
—¡Claro! Porque sos pueblero. Primero mintió cuando
dijo que don Pedro le había asegurao que picaba mucho 'n la orilla y eso no
podía ser porque 'l agua está infestada 'ecamarones…
—¡Y eso qué tiene que ver!
—Mucho, porque los camarones son pa los péscaos como
los mosquitos pa las personas. No lojdejan tranquilo y loj ahuyentan y por eso
loj otro pescadore se corrieron pa' medio 'l río.
—¿Y después, don Frutos?
—Porque con esa línea y ese anzuelo con carne nú iba a
sacar sábalos. Pa'l dorao la carne, pa'l pacú la masa y pa'l sábalo la pateja o
la fija. El sábalo no muerde, chupa y hay que clavarlo n'ellomo u di ande venga…
Un pescador como don Pedro no podería haber dicho esa barbaridá.
—No sabía de esas cosas…
—¡Qué vas a saber si vos sos tamién pueblero y uste de
l'único que saben del pescao es el gusto que tiene! Y vos Leiva, traeme 'l mate
que con tanta charla si me ha quedao la de hablar seca como lengua 'e loro.
Velmiro A. Gauna