viernes, 29 de junio de 2018

Portugueses

1) El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2) -¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3) Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4) -¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5) -¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6) -¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7) -¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8) -¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9) -¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10) a. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11) a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12) -Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada. -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa. El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.


El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo. El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.
El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.

Rodolfo Walsh 

La quena

No la flauta del dios, alegre avena
del bosque griego, en que trinar solía:
es flauta cual paloma en agonía
la que en las noches de los Andes suena.

¡Cuan profundo lamento el de la quena!
la quena, en medio de la puna fría,
desenvuelve su larga melodía
más penetrante cuanto más serena.

Desgranando las perlas de su lloro,
en el hueco de un cántaro sonoro;

y entonces finge en la nocturna calma,
soplo del alma convertido en viento,
soplo del viento convertido en alma…






José Santos Chocano 
 Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, 
pág 228

Retazo del paisaje

Entre silbidos ásperos y roncos gritos
surgen las estaciones de los pueblitos,
cuando la jadeante locomotora
se destaca de golpe, negra y sonora.

Después, todo se calla como dormido
tras el convoy que parte, que al fin se ha ido.
Y aparecen desiertos los dos andenes
esperando que arriben futuros trenes.

Yo no sé por qué causa ni por qué arte
nos llena de congojas un tren que parte.
La estación, que resulta pesada y lisa,
para lo más urgente se hizo de prisa.

Y el pueblito que ahora la juzga chica
en profusión de pólipo se multiplica.
Tiene un cordón de sauces muy bien cuidado
y los gorriones saltan en su tejado.

Y cuelga en el alero desde un tirante
la campana de bronce, limpia y sonante.
Cuando la levantaron a campo abierto
parecía perdida sobre el desierto.

El sol de mediodía, como en un tajo,
cae materialmente de arriba abajo.
Yo no sé por qué causa ni por qué arte
nos llena de congojas un tren que parte…

Bajo su gorra negra muy galoneada
un hombrecillo grita con voz airada.
Luego, torna el silencia que se amodorra
detrás del hombrecillo bajo su gorra.

Y bordeando la vía, cuyos reflejos
el recodo lejano borra a lo lejos,
un paisano galopa la carretera
con sus perros que llevan la lengua afuera.

Ernesto Mario Barreda
Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, 
pág 206

Vallistos


Llegaron de mañanita, arreando una tropa de mulas gordas, de pelaje fino. Al paso de la madrina, sonaba el cencerro. Eran hasta cuatro los vallistos: venían de la Poma, de la lejana Poma. La tropa de mulas hizo un huelgo en un terreno baldío, a la vera de una de las calles de Abra-Pampa. Apeáronse los vallunos y a la hila se dirigieron al boliche de Quispe, el cokanis. Yo estaba sentado en un banco, cuando penetraron, haciendo sonar las pesadas rusas. Gastaban antiparras, puyos de vicuña, sombrero ovejuno con barboquejo. Tenían la tez bruna y lustrosa; el bigote escaso. 
Ya Quispe, el cokanis, me había dicho: 
-Éstos son buenos clientes: traen plata salteña. De aquí se llevarán una petaca llenecita de quintos bolivianos… ¡Y como no!... Fíjese, son cuatro ellos y como veinte mulas… La Compañía minera los ha contratado. Mañana empezarán a cargar no sé cuántos tirantes de quebracho y de hierro. Y no es poco… Los caminos son de cerro y casi siempre cuesta arriba, pura piedra. ¡Donde llegan sus mulas, no llega ni el diablo! 
Quispe les saludó cariñosamente, les palmeó las espaldas y les ofreció cuanto tenía para vender: coca, del tambor en ese instante abierto; harina de maíz, lustrosa y dulce; alcohol tucumano de noventa y cinco arriba; pan de mujer y rusas recién llegadas, de cuero fuerte; les enseñó pretales, frenos, pellones y coronas adornadas con piel de tigre. 
-Caro… caro… todo caro, señor. 
-Barato, tirado y de muy buena clase… 
Ellos, los vallistos que venían desde la lejana Poma, pusieron en las palmas de las manos algunas hojas de coca. Quispe no se cansaba de mirarles. 
-No está ardida todavía… 
-No está. 
-Mas después, quién sabe de qué laya estará. 
-Es coca nueva… Coca como ésta no han de encontrar en toda Abra-Pampa, aunque la busquen con vela… Vayan a lo del turco, o a lo del coya chaile; verán cómo ellos los venderán coca ardida… 
-¿Es nueva? 
-Es nueva. 
No se habían sacado las antiparras. Sus rostros tostados, producían una impresión de angustia y desaliento. Creo que compraron una libra de coca y tres botellas de alcohol. Después, un largo silencio. 
-¿Qué tal el viento? 
-Fiero, señor. 
-¿Corre por la tarde? 
-Todo el santo día. Las mulas se nos querían volver, se nos querían volver, tan fiero soplaba… 
-¿Levanta greda? 
-Y arena del cerro. 
-Y arena de los peladares. 
Yo les miraba el rostro tostado, los labios partidos, las antiparras negras, sus puyos castaños, los reacios pantalones de barragán, los botines patrias, duros como palos, y pensaba en las desiertas pampas, en las quiebras angostas, en las cuestas pobladas de cardones y pasacanas, en los salares bermejos que ellos cruzaron, a la zaga de sus mulas. 
-Fiero el viento, señor… A ver, vea cómo se me han puesto los ojos –me dijo uno de los vallistos, de cara enjuta, joven lampiño, quiscudo. Y se quitó las antiparras-. A ver, vea, señor. 
Tenía irritado el ruedo de los párpados. 
-¡Amigo! 
-La arena, señor… Se nos rasgaron los labios; el frío, el viento… 
Los otros vallistos me miraban ahincadamente como diciéndome: “Nosotros también anduvimos por pampas desiertas, por quebradas pedregosas, por ríos secos; repechamos por cuestas blanquizcas. De noches, mientras las mulas olfateaban buscando qué comer, nos dormimos al raso, sobre la montura. Y ni así nos dejó tranquilos el viento de las cordilleras.” 
-El viento, el frío, señor… 
-¿Muchas jornadas? 
-Siete y ocho días también, según las mulas. Éstas que traemos son de una remesa nueva. Allá, en los salares, se nos querían volver… 
En uno de tantos repechos, divisé la tropa. Iban las mulas gordas, de pelaje fino, cargadas con sendos tirantes de quebracho y de hierro. Hasta Abra-Pampa habían llegado de vicio, como se dice vulgarmente. Uno de los vallistos, enhorquetado en un macho, hacía la punta; los otros iban zagueros, volviendo sin prisa, con mucho regalo, el acuyico verde; miraban las cuestas vestidas de huari-cocas y maichas, los morros blancos de donde manaba agua de roca, y los mogotes azulencos. ¡Tanto caminar, tanto lidiar para ganares unos pesos! 

Fausto Burgos 
De Relatos puneños de pastores, arrieros y tejedores, encontrado en Tomado de Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, pág 211

miércoles, 27 de junio de 2018

Collar de mostacillas


Las Cuatro Libertades

Pensar y lo que piensas decirlo libremente
sin ira y sin agravios
sin orillos que reduzcan el vuelo de tu mente
ni mordaza en el labio.

Recitar, sin sordinas, tu oración milenaria
que sube al infinito,
sin sombra que oscurezca la luz de tu plegaria
ni turbe la sagrada dignidad de tu rito

Desplegar el fecundo valor de tu energía
sin pena ni embargo,
para ganar en calma tu pan de cada día
y ofrecer, a quien ames el fruto de tu brazo

Vivir sin la tortura de infamias imprevistas,
en paz contigo mismo y al amor de tu credo
vivir en el disfrute total de tus conquistas,
sin rubor y sin miedo.

Ramiro Hernández Portela
Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, 
pág 106

martes, 26 de junio de 2018

Alabanza del ala y del trino

Tierra mía, fragante y deleitosa,
hoy cantaré la gracia florecida
del ala que te puebla numerosa.

Aquél que el alma tenga entristecida
a éstos mis valles venga, encantadores
y habrá de verla pronto renacido.

Aquí los milagrosos picaflores
llegan con la profunda primavera
a decirles secretos a las flores.

La copetuda urraca vocinglera 
las arabias decora y los olivos
y el plátano y el olmo y la morera.

Sangrientos fogariles fugitivos
el churrinche y el pechocolorado
loan a Dios con sus plumajes vivos.

El carpintero, todo empenachado,
su nido labra, y el feliz jilguero
vuela del hondo cielo enamorado.

Solícito y jovial limpia el hornero
su casa, y el quejón une su gozo
a la nevada alcurnia del boyero.

Entre el fragante matorral umbroso
silba la endomingada martineta
de traje gris y de bonete airoso.

La rauda y zigzagueante tijereta
corta la seda azul de la mañana
para hacerle un pañuelo a su poeta.

El cernícalo al alto cielo gana,
y eléctrico en el aire aguarda y pinta
de pardo la celeste porcelana.

Más arriba una cruz grande y retinta
verás, y es que distiende por la altura
el negro jote imaginaria cinta.

Sabrás que la alborada es ya madura
cuando la diuca entre el follaje deja
oír su voz divinamente pura.

¡Oh trino y ala de la tierra mía;
voces de Dios de mi cuyano suelo,
gracia, color, dulzura y melodía!

¡Loado seas, Rey del alto cielo,
en el trino, en la pluma y en el vuelo!
¡Señor: seas loado en tu alegría,
que es la infantil del pájaro y la mía!


Alfredo R. Bufano
Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, 
pág 18

Romance del niño solo

El niño no tuvo infancia
peros de llenó de sueños.
Con ellos jugando anduvo
por los valles y los cerros.

Con sombras de soledad
forjó sus gigantes, luego;
y con los árboles hizo
corro de monjes y legos.

En el lomo de la tarde
cabalgó tras la quimera.
Y en noches de luna estuvo
pintando en blanco la aldea.

Barcas livianas y azules
miró en las nubes ligeras,
y con velas de la lluvia
limpió tristezas eternas.

Música de sol y luna
oyó detrás de la reja
donde el llanto de las horas
hilvanó pena tras pena.

Y en oleajes de infinito
se hizo amigo del silencio.
El niño no tuvo infancia
pero se llenó de versos.

Después los hombres la hablaron
en un lenguaje altanero
que de nada le servía
para andar por valle y cerro.

Entonces llamó se angustia
a los gigantes de negro
que en los antros de la noche
deambulaban con el miedo.

Y su voz se hizo plegaria
y su verso se hizo ruego,
pero ni vientos ni lluvias
nunca más le respondieron.

¿Por qué se mezcló en la vida
el niño que, desde lejos,
trajo en el alma desnuda
enorme carga de sueños?

De este pobre desdichado
ni viejas memorias quedan.
Por andar entre los hombres
se olvidó de las estrellas.

Carlos Abregú Virreira

lunes, 25 de junio de 2018

El Patio

Para mi hermano Rodolfo 

En Guipúzcoa las casas tienen un patio común, un gran patio, al cual convergen las habitaciones todas de una manzana o bloque. 
Merced a él, muchas categorías sociales se codean. Si vais por la calle, veréis la enorme diferencia que hay entre los ornamentados balcones de un entresuelo y los elementales barandalillos de hierro de un quinto piso; entre las colgaduras de damasco de un principal y los visillos de lienzo de una buharda. Pero si os asomáis al patio, al gran patio, al luminoso patio, las diferencias son mucho menos sensibles: no hay sino anchos muros agujereados, rectangularmente y en monótonas líneas, por las ventanas. 
Y estas ventanas son todas iguales, o casi iguales. 
Las categorías se marcan más bien por las diferentes alturas. 
Los pobres están siempre arriba, en comunión de aspiraciones con los tejados y con los gatos. 
Los ricos siempre abajo, pegados a la tierra, a ella asidos, de ella enamorados, exprimiéndole todo el jugo de que es capaz, pensando con posesivos: «mi casa», «mi quinta», «mi cortijo», «mi villa» y «mi automóvil», que liga todos estos «mis» con una vertiginosa cadena invisible. 


Por la noche, los muros blancos se puntean de luces. 
El gran patio está obscuro, y así como en la mañana todas aquellas ventanas convergían a una misma luz, hoy convergen a una misma sombra, como muchas vidas a un mismo dolor. 
En la vasta área del patio van proyectándose los rectángulos luminosos por los cuales pasan siluetas diversas. 
En el relativo silencio, la diversidad de rumores se desmadeja, se precisa; y entonces la completa imagen de la existencia está en algunos metros cuadrados. 
Asomaos a un balcón y será como si os asomaseis a la vida. 
Todas las edades, todos los trabajos, todas las locuras están allí. 
Vosotros veis escenas que no es dado ver a los en ellas directamente interesados. 
Veis, dentro del rectángulo de una ventana, al viejo que dormita, mientras en el rectángulo de la inmediata, su mujer, jamona capitosa, coquetea con el primo que está de visita. 
Veis a los lacayos reir de los amos, que majestuosamente comen, separados de ellos por un muro que para vosotros no existe. 
Oís fragmentos de conversaciones que voltejean en el aire. 
Y, a veces, a una ventana solitaria asoma la silueta de una mujer joven. 
¡Oh las mujeres jóvenes que asoman por la noche a las ventanas solitarias! 
¡Oh las mujeres jóvenes que interrogan a la noche desde las ventanas solitarias! 
¡Oh mis lejanos veinte años, clavados en la acera, como veinte espías llenos de zozobra y de amor, frente a una ventana solitaria! 


A lo lejos, el mar enrolla y desenrolla sus olas con el mismo rumor apagado de hace un siglo, de hace veinte siglos, de hace centenares de siglos. 
Y lamiendo las playas de la ciudad luminosa, de la ciudad culta y festiva, de la ciudad de placer, él continúa siendo salvaje. 
¿No habéis notado que el mar es el único que, en esta perenne transformación de las cosas conserva su sello de virginidad primordial? 
El hombre lo ha modificado todo, ha cambiado la faz de la tierra. La ha desensilvecido para levantar, en vez de sus bosques milenarios, ciudades maravillosas; ha cultivado los campos, los ha dividido en heredades, los ha medido y clasificado. Ya no podéis ir a ninguna parte con la esperanza de encontrar las huellas de Dios en la creación. Los propios astros misteriosos, eclipsados por los focos eléctricos, opacados por el humo de las chimeneas que ensucian el cielo, apenas si con débil parpadeo aciertan a hacer signos de luz a vuestro espíritu. Si pretendéis escuchar la voz sonora y potente de las cascadas que cantaban en la noche, no lo lograréis tampoco. El hombre se ha apoderado de toda la fuerza de la catarata para mover sus fábricas. Ya no desfleca el río cristalino su diáfano caudal irisado… 
Pero no os desconsoléis, vosotros los que ansiáis fortificaros en el regazo de la naturaleza, vosotros los que deseáis acercaros a su alma enorme y divinamente hospitalaria: id hacia el mar incólume. A él no ha logrado imponerle su sello el hombre. 
La montaña y el valle y la cascada han capitulado; el mar no capitula. Es el mismo que fraguaba continentes en el principio, cuando el planeta, caliente y envuelto en densos vapores, parecía pender aún de la nebulosa generadora. 
En vano la osadía de la quilla hiende la ola. Jamás dejará una huella. La onda móvil la mecerá mientras le plazca, y luego la tragará y la triturará en su seno. 
Venid al mar, espíritus libres, almas fuertes o inquietas. ¡El mar no tiene dueño! Es nuestro, y él sólo puede darnos aún en el planeta la vasta, la poderosa impresión cósmica, genésica, que la pobre tierra esclavizada no acierta ya a producir. 
Y pienso en estas cosas mientras me asomo al patio, al patio ensombrecido, adonde convergen muchas ventanas, como convergen muchas vidas a un mismo dolor. 

Amado Nervo

sábado, 23 de junio de 2018

Collar de cuentas


El toro (Velmiro A. Gauna)

Agapito Etchebere era hijo de vasco y de correntina. Del uno heredó la tozudez y, de la otra, el pelo negro e hirsuto, un temperamento irritable y un corazón generoso y, de ambos, una educación más o menos sólida y una pequeña estancia en las cercanías de Capibara-Cué, bien poblada de hacienda que, periódicamente, enviaba a los mercados de la capital. Pero sus vacas semimontaraces con guampas agudas, mirar salvaje y patas largas conseguían precios muy bajos en las subastas, por lo que decidió mejorar su plantel con un toro de buena sangre. Para ello hizo drenar los pantanos y lagunas de sus campos, instaló molinos con bebederos para evitar el peligro de las lombrices, hizo sembrar con alfalfa varias parcelas y colocó bañaderos para combatir la garrapata. Los vecinos se reían y comentaban:
—¡Ta loco el Agapito!…
—Se va a gastar toda la plata que le dejó el padre con esas fantasías.
—L'hasienda hay que dejarla así como se ha criau… a campo —decían los criollos viejos.
Indiferente a todas las críticas e impermeable a los sarcasmos, Agapito siguió sus innovaciones y, a poco, sus vaquillonas fueron más llenas de carne, sus vacas más pródigas en leche y sus novillitos más cotizados en los mercados. Entonces fue cuando el joven debió luchar para defender el toro de la ambición de sus vecinos que pretendían mejorar su hacienda sin más preocupación que hacer saltar a sus vacas el alambrado del campo. Pero Agapito, que había gastado sus buenos pesos no se acomodó a ese pretendido contrabando de sangre vacuna y reforzó bien las cercas. Además él mismo se cuidaba de efectuar las recorridas porque, en el bochorno de la siesta, un peón se duerme en cualquier sombra y más si algún comedido le ofrece unos pesos para que mire hacia otro lado.
—Y yo no estoy dispuesto —se quejaba Agapito a don Frutos, el comisario— que unos cuantos vivos refinen sus haciendas a costa mía.
—Pero m'hijo… ¿Acaso tenes prueba que ellos haigan hecho trabajar al toro por su cuenta?
—No, pruebas no tengo… Yo no los he visto y no he podido sorprenderlos, pero…
—Continua m'hijo.
—Que esos picaros tienen terneros con el mismo pelaje que mi toro, que el Crisanto Vallejo, con todas sus vacas yaguanés tiene ahora vaquillonas y novillitos de pelo colorado…
— ¡Bah! ¿Y eso qué?
—Que según las leyes de la eugenesia, de vacas y toros pampas tienen que salir terneros pampas y no mestizos como ellos tienen…
—Mira, Agapito, vo decile a la Ugenia ésa que se deje de chismes y no te lleves de cuentos de mujeres… ¿Guala pa es la Ugenia que decís? ¿La hijastra 'e Verón o la mujer 'l Tuerto Andino?
—¡Qué Eugenia ni ocho cuartos! Yo me refiero a la eugenesia, la ciencia que trata del mejoramiento de la raza.
—¡Tamién vo con las macanas que salís!… Pero golviendo a lo tuyo, si no tenes prueba no puedo proceder y no vayas a denuncear al santo cuete que algunos d'esos son cosquillosos pa'l jierro.
—No se la van a llevar de arriba porque yo tampoco me he criado a galpón, don Frutos.
—Sí, ya lo sé, Agapito, pero pa que te vas a haser mala sangre sin motivo. Vo sabes qu'en esascosas la naturaleza es caprichosa… A lo mejor algo que queda entre los yuyos y qu'el viento lleva o Tagua arrastra. Yo una ve supe tener una planta 'e lima cerca 'e un naranjo y las naranjas me salían con gusto a lima…
—Sí… sí… pero sepa, don Frutos, que vaca ajena que yo vea en mi campo la voy a curtir a balazos —dijo el joven enojado y se dispuso a retirarse.
—Teñe cuidao, m'hijo —le respondió don Frutos—, no ocurra que sea tu toro el que se meta en chacras ajenas. Vece suele pasar…
Se pasó la mano por la cara y terminó acariciándose la barba para concluir filosófico:
—Sí, Agapito, vece suele pasar…

Como no podía resignarse a tener su toro constantemente a galpón y tampoco quería favorecer la pillería de sus vecinos, Agapito redobló la vigilancia, especialmente en las horas de la siesta, horas en que tenía fundadas sospechas se producían las violaciones a sus dominios. Volvía una tarde, sudoroso y cansado, de unas de esas recorridas cuando, a mitad del camino, acertó a pasar frente al rancho de Paolo Sacco, quien no hacía mucho tiempo había empezado a poblar esa parte en compañía de Ana, su mujer.
—¡Eh!… Don Agapito… —dijo el vecino apareciendo bajo el alero— ¿Qué anda haciendo a estas horas? Abájese a tomar algo fresco o se va a insolar.
Un poco por no desairar la invitación y otro poco porque la rubia Anita era algo digno de contemplarse, el mozo aceptó y descendió. Le hicieron pasar a la habitación que hacía de comedor, le alcanzaron un vaso de vino con rodajas de limón mediado con fresca agua del pozo que aplacó su sed. Conversaron un largo rato y, al despedirse, el hombre invitó:
—Venga cuando quiera, don Agapito. Para nosotros es una alegría y especialmente para ésta que no tiene con quien hablar porque los demás vecinos son todos criollos y como Anita gusta de hablar de libros y de viajes no la entienden…
—¡Ah, sí! pues yo tengo en casa varias novelas si quiere…
Brillaron los ojos de la mujer.
—Sí, por favor, tráigalas… Las que yo tengo las he leído ya dos o tres veces…
Fiel a su palabra Agapito volvió al otro día con unos libros, una sed que le secaba la garganta y otra mala sed que le quemaba el alma. Así pasaron varios días hasta que una tarde Paolo dijo sonriente:
—Todo está muy bien, pero yo debo trabajar o sino la tierra no produce.
Agapito se alzó inmediatamente para retirarse, pero el hombre apoyándole la mano en los hombros, lo obligó suavemente a sentarse de nuevo.
—No, usted quédese amigo, que desde que ha empezado a visitarnos, Anita se ha puesto más contenta. Además, solo saldré por un rato para ver el regadío y enseguida volveré.
Él iba a protestar, pero miró los ojos claros de la mujer, sus cabellos levemente dorados, la piel blanca donde se transparentaban las venas azules y se quedó. La invitación formaba parte de un plan que el ambicioso Paolo se había trazado después de ver cómo Vallejos y algunos otros habían vendido a buen precio sus haciendas mestizadas…
—Nosotros somos los únicos zonzos —le había dicho a su mujer—, todos los demás han mejorado su ganado mientras nosotros seguimos con los animales guam'pudos y silvestres.
—Pero corres el riesgo que si se da cuenta se enoje con nosotros y es tan bueno…
—Yo también sé que es bueno, pero ya descubrí el medio de hacerlo sin peligro.
—De todos modos estaría mal hecho.
—Anda con tus escrúpulos. Así nunca vamos a salir de pobres. Mira, cuando él venga por la tarde entretenelo de cualquier manera hasta que yo vuelva. ¡Total!, no será más de una hora…
—¡No! —protestó ella—Está mal, muy mal…
Pero él no hizo caso de sus protestas y terminó por convencerla. Cuando los dos quedaron solos se estableció entre ellos una especie como de complicidad, pero, simulando indiferencia, siguieron hablando de una novela que el mozo le había traído hacía unos días. De pronto se sintió en la lejanía el vibrante mugido del toro, Agapito se levantó, pero ella, temerosa que pudiera sorprender al marido, le tornó de la mano y le dijo:
—No se vaya, todavía… explíqueme este párrafo que no alcanzo a comprender.
El contacto de la piel suave enardeció al hombre que pudo, sin embargo, contenerse y empezó a leer con voz temblorosa:
—"…la castellana de Andelís, miró al hombre que había entrado subrepticiamente…"
Nuevamente el toro, volvió a mugir y Agapito tornó a callar, pero ella que se había puesto a su lado aproximó al suyo su cuerpo joven. El sintió apoyarse contra un brazo los senos erectos, miró los ojos celestes, brillantes con el resplandor del sol, la boca de labios pulposos y vaciló.
—Siga… —le dijo ella.
— ¡No! —protestó él— tengo que irme.
Pero Ana recordó las palabras del marido: "Entretenelo de cualquier manera… de cualquier manera…" Y, venciendo todos sus pudores, le tomó de los brazos.
—No se vaya… —repitió.
Entonces, Agapito se olvidó de la amistad, de su código de honor y hasta del toro y, arrojándose sobre la boca entreabierta, sació en ella el hambre de besos que lo consumía.

Para las fiestas de Navidad venía un cura desde la capital a celebrar oficios religiosos y a poner en gracia de Dios a los matrimonios, pecadores, difuntos o criaturas que necesitasen de su bendición. En esa oportunidad eran muchos los bautismos que se celebraban y, don Frutos, que había sido designado padrino de uno de los hijos del Tuerto Andino se encontró en la sacristía con Agapito que venía de desempeñar igual papel con el primogénito de Paolo Sacco. Después de haber cumplido con sus obligaciones y arrojado puñados de monedas a los chillones muchachitos que esperaban en la puerta a los gritos de "¡Que viva el padrino!… ¡Que viva el padrino!", los dos amigos fueron a la comisaría a tomar unos amargos. Don Frutos lo hizo sentar y se acomodó él también en una silla. Recibió el primer mate, lo saboreó golosamente y después de haberlo concluido dijo como al descuido:
—¿Te diste cuenta, muchacho, 'e una cosa?
—¿De qué, don Frutos? —contestó Agapito, mientras recibía su mate.
—Que el gringo Sacco es rubio, tirando a colorao, la mujer es rubia, tamién y, sin embargo, el hijo le ha salido con el pelo y los ojos negros.
El joven no contestó empeñado en seguir chupando un mate que ya hacía un rato había vaciado nerviosamente.
—Sí, es como te decía —prosiguió el viejo—, en esas cosas 'e la naturaleza uno nunca sabe… Será Tagua, el viento o ¡qué sé yo!, pero a veces suelen pasar esas cosas. Los padres rubios y el hijo con el pelo negro, ansina casi como el tuyo. ¿Caso curioso, no? ¡Y entrega de una ve ese mate que por más que queras ordeñarlo chupando ya no da más leche!

En Otros cuentos correntinos. Pp. 51-57
Huemul, junio de 1979.

En El toro la acción transcurre en tono de jocoso humorismo; haciendo jugar la historia de las clandestinas mezclas del toro, con los amores de Agapito y la mujer de Pablo, con sus lógicos resultados, logra una sutil gracia, sin caer en lo escabro so a través de un lenguaje pleno de sobreentendidos. Pero particularmente valioso es el trazado de la psicología de los personajes, donde entra en conflicto, más allá de la anécdota, el enfrentamiento de dos mentalidades que chocaron en nuestro proceso nacional y de cuya progresiva asimilación se ha forjado nuestro actual ser argentino: el criollo y el inmigrante, con sus respectivos procederes y sobre todo con sus peculiares concepciones acerca de las tareas campesinas, que ilustran dos épocas bien definidas de la evolución del país.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p.14. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina

La pesca (Velmiro A. Gauna)

Al viudo don Pedro Almirón le conocían en Tapibara-Cué dos debilidades: la pesca y su avaricia. Antes había tenido una tercera: la hija, pero un viajante, deslumbrado por sus encantos, y quizá por la fama de rico que gozaba el viejo, se la llevó. Al tiempo volvieron, ya santificada su unión por el matrimonio, en busca del perdón paterno y de ayuda económica para instalar un hogar. El padre le concedió lo primero a regañadientes, y le dio lo segundo con cuentagotas.
—Pa vivir tienen mi casa… —les dijo— y pa comer mi mesa; ¡total! ande han comido dos, pueden comer tres.
Sin embargo no añadió a la olla familiar ni una pizca más de sal de lo acostumbrado, ni sacrificó una sola de las aves de corral a la gula del yerno, conformándose con brindarle su habitual potaje de porotos, charqui y, de vez en vez, los productos de la selva y del río desde que si era un diestro cazador no era menos hábil pescador. Al poco tiempo de estar con la pareja un día le dijo al hombre:
—Ahí tenés l’arado y el tobiano. Desde mañana podes empesar a preparar la tierra pa'l maíz.
El viajante que ya se aburría en ese ambiente pueblerino y padecía por la falta de dinero, antela perspectiva de arruinar sus manos en las rudas tareas campesinas, lió sus petates y, decepcionado, regresó con la mujer a la ciudad. Eso había pasado hacía ya unos cuatro años pero, de cuando en cuando, solía aparecer en el pueblo, ya solo, ya con la esposa y después de días de renegar con el viejo se alejaban llevando unos pesos arrancados a su afán avaricioso. La soledad parecía haber vuelto al anciano más duro y codicioso. No solamente no se le conocía vicios sino que se limitaba a vivir de lo que la tierra, el monte o el Paraná le ofrecían. Sin embargo, en sus campos engordaba la hacienda que él vendía, de tiempo en tiempo a buenos precios, ignorándose el destino del dinero.
—Pa mí —decía el cabo Leiva mientras le cebaba mates al comisario— que debe tener enterrada una botija enllena 'e monedas…
—No, m'hijo —le contestó don Frutos—, plata que cái en sus manos la entrega a su tocayo, don Pedro, el bolichero, pa que la ponga n'el banco…
—Pa qué quedrá tenerla si no la va a gastar —reflexionó el cabo—. Yo si la teniera lo primero me compraba una acordiona, dispué el moro 'e don Zenón y póngale farras y carreras hasta quese acabara.
—Hay mucha gente así —terció el oficial Arzásola— a quienes les gusta juntar cosas solo por el placer de tenerlas… Es casi como una enfermedad que los lleva a coleccionar los objetos que son de su agrado.
—Yo pa coleusionar mi ufisial, coleusionaba mujeres —interrumpió el subalterno
con una estrepitosa carcajada.
—Seguí, m'hijo —intervino don Frutos—, y vos Leiva ceba mejor ese mate qu'está más lavao que cara 'e gato.
—Es así, comisario…—continuó el oficial— hay coleccionistas de las cosas más extrañas. Unos juntan cuadros, otros cajas de fósforos, algunos botones, hay muchos que se arruinan por juntar estampillas y a otros les da por juntar dinero para que sus herederos después lo gasten…
—Lo mesmo le va a pasar a don Pedro —dijo el comisario— tanto privarse l viejo pa que alfinal tuito se lo farreen el yerno qu'es un liendre y la pavota 'e la hija.
— ¿Ansina que hay muchos que juntan estampillas, ufisial? —preguntó pensativo el cabo Leiva.
—Sí, cabo, hay quienes tienen miles y miles…
— ¡Gente loca! —exclamó el aludido—. La de cartas que haberán de tener qu' escrebir los hijos pa gastarse tuita esa herencia y cómo se les va a secar la lengua 'e tanto pegarlas en losobre…

— ¡Uf! —dijo Arzásola con fastidio y renunció a darle ninguna otra explicación.
La presencia de Rodolfo Ardevaca, el marido de Lindora, la hija de don Pedro, no pasó inadvertida para nadie en el poblado. Era un tipo taimado, que hablaba con voz engolada y tenía opiniones terminantes sobre todos los asuntos. A cada momento destacaba que era "un hombre derecho" y que "era capaz de morir por sus ideas". Los contertulios del boliche lo llamaban, a sus espaldas, El fantasmón, y fingían creer la sarta de mentiras que continuamente deslizaba en su conversación.
—Pa mí que debe ser más falluto que picana 'e sauce, apenitas uno la clava se ruempe –decía Leiva.
—Es de esa clase de personas que ocultan tras la cortina de su charla insubstancial la profundidad de su vaciedad mental —aseguró Arzásola.
—Será como decís, m'hijo —aceptó el comisario—, pero por aquí nojotros decimos que soncomo la caña tacuara güeca por dentro y que se quiebra 'e nada.
—Parece qu'esta ves no vino a sacarle plata 'l viejo —intervino el cabo.
—Ande ha d'ir el güey que no are… prorrumpió sentencioso don Frutos.
—Pero ¡cómo no! pa casar siempre tiene munsión patera y de laj otras  interrumpió el cabo Leiva.
—Pero no, comesario, si nú hace más que comprarle chiches pa llevarle. Dise que aura tiene ungüen empleo y que sólo vino a hacerle una visita…
—¡Aja!
—Parece que usted desconfía, don Frutos. ¿Tiene por azar alguna premonición? —interrogó el oficial.
—No, cabo, no… —explicó el oficial— dije premonición y no munición…
—¿Eso pa qué es?
—La intuición de lo que va a ocurrir, un palpito…
—¡Ah! sí… sí… vos queras decir la corazonada que decimos loj criollos —aclaró don Frutos.
—Exactamente… Eso se llama científicamente premonición…
—Pa decir verdá y no quiero ser mal pensao, la venida d'ese mozo no me gusta nada. Eso estodo…
—En cambio yo sí que tengo una premunición fulera —volvió a intervenir Leiva mientras le ofrecía un mate a su superior.
—¿Guala, m'hijo? Desembucha…
—Tengo la permunisión de que va a llover porque me están doliendo los callos 'e los pieses…
— ¡Señor!... ¡Señor!...—suspiró Arzásola y salió al patio a mirar las estrellas, pero sólo vio en la negrura del firmamento el marchito y amarillo rostro de la luna.
Pasaron tres o cuatro días sin que suceso alguno empañara el cristal rutinario de la vida pueblerina, cuando, una madrugada en que bostezaban los hombres adormilados en las sillas, y el mate inactivo también abría su negra boca junto al fogón, entró casi corriendo el forastero.
— ¡Comisario!... ¡Comisario!… -exclamó.
—Aquí estoy, señor, no grite —le dijo don Frutos pachorrientamente.
Arzásola y Leiva se incorporaron de los asientos donde dormitaban y se acercaron inquisitivos.
—¿Qué ocurre?
—¡Un accidente!... ¡Un terrible accidente!...
—¿Dónde?
—En la orilla del río, señor. Fuimos a pescar con mi suegro y él subió a una piedra para arrojar la línea y perdió pie… Sufrió un vahído o… ¡qué sé yo!... la cuestión es que cayó al agua y no volvió a aparecer…
—Pero si don Pedro era de áhi pa nadar… —exclamó el cabo— y enseguida hubiera salido…
—Vamo p'allá —ordenó don Frutos—, a lo mejor se pegó una zambullida pa embromarlo y lo encontramos por allí.
Rápidamente fueron al lugar indicado, que se encontraba en las cercanías, al pie de las altas barrancas. Ya las primeras luces de la aurora despintaban de sombras la fachada del día y a su lechosa claridad se podían distinguir los accidentes del terreno. El río corría rumoroso y pequeñas olas venían a romperse contra la estrecha playa terrosa flanqueada por los altos murallones de la escarpada orilla cubierta por la espesa vegetación tropical. De trecho en trecho, enormes piedras como monstruos antediluvianos asomaban en las aguas sus moles oscuras y brillantes. Sobre una de ellas, de unos cuatro metros de altura, encontraron la línea del desaparecido pescador.
Todavía un pedazo de carne estaba clavado en el poderoso anzuelo, mientras otros pedacitos estaban en un tarrito caído en el suelo.
—Mira, Rodolfo, —me dijo explicó el hombre a sus acompañantes— voy a sacar un lindo sábalo para que lo comamos en el almuerzo. Cebó el anzuelo, subió a la piedra y, cuando estuvo arriba, cayó… ¡y no volvió a aparecer!… Aquí todavía están sus cosas…
—¿Y usté no iba a pescar, don? —preguntó don Frutos.
—No, yo no sirvo ni para sacar mojarras… ¿Pero si acuerda 'e tuito lo que le dijo su suegro?
—Palabra por palabra. Anoche le comenté que me gustaría comer un sábalo asado porque lo habían ponderado muchísimo en el negocio de don Pedro y el pobre, por hacerme el gusto, me invitó a que lo acompañara a pescar esta mañana…
—¿Y qué más le dijo?
—"Vamos a ir a un lugar de la costa que yo conozco. Estos días andan picando mucho y me parece que voy a sacar dos o tres…"
—¿Y entonces vinieron acá a sacar doraos? —le dijo.
—No, comisario, dorados no, sábalos… Todavía cuando ponía la carne en el anzuelo, agregó:"Vas a ver mi hijo que con esto me saco uno de dos o tres kilos…"
—¡Aja!
Poco a poco el sol ascendía por el horizonte y ya su luz bañaba de oro los seres y las cosas.
En medio del río se veían algunas canoas de pescadores. Don Frutos sacó el silbato y lo hizo sonar en el silencio matinal. Luego agitó sus brazos en un llamado y los hombres de las embarcaciones enfilaron hacia el lugar. Apenas hubo atracado uno de ellos, preguntó:
—¿Qué pa sucede, don Frutos?
—¿Tene pateja?
—Tengo.
—Güeno, m'hijo, vamoj a rastrear por esta parte pa ver si encontramos el cadáver 'e don Pedro…
—¿Don Pedro Almirón, el viudo pa?
—El mesmo. Se persignó el pescador e inquirió:
—¿Cómo pa jue que vino a ahugarse?
—Se cayó 'e esa piegra y no se le vio más…
—Se haberá golpeao contra algo que lo azonzó…
—Dejuro —asintió el comisario.
Los otros hombres, enterados del suceso, también prestaron su colaboración y los policías se instalaron en las canoas para dirigir la búsqueda. Se distribuyeron por la zona y metódicamente tiraban al agua la pateja con sus potentes garfios que arrastraban por el fondo y retiraban con pedazos de ramas, latas viejas y otros objetos. Después de una media hora consiguieron enganchar el cuerpo y a costa de grandes esfuerzos lo alzaron al bote. Inmediatamente se dirigieron a la cercana orilla y allí lo extendieron sobre la playa. Don Frutos, separó de un brazo al yerno que se había arrojado sobre los restos y lloraba agrandes gritos y le dijo: 
—Déjeme verlo…
El viejo Almirón, vestido con sus ropas habituales estaba lejos de haber adquirido majestad con la muerte. Tenía el abdomen levemente hinchado, los ralos cabellos pegados al rostro y una gran palidez. El comisario, ayudado por el cabo, puso de espaldas al difunto y en la parte posterior del cráneo vio las señales de un fuerte golpe.
—Pegó con la cabeza en alguna piegra y se haberá dismayao, por eso no salió —explicó Leiva.
Pero don Frutos, incorporándose con gesto fiero, exclamó:
—¡Cabo!… Póngale las esposas a ese hombre… Es un creminal.
Ardevaca protestó en todos los tonos y amenazó con tremendos castigos pero el cabo le colocó  las manillas y agregó:
—Y no te quedrás haserte 'l loco y disparar porque te vua a curtir a sablazos.
El oficial, asombrado, pero sin querer entrometerse, aleccionado por experiencias anteriores, se limitó a decir:
—Pero, don Frutos, ¿está seguro?
—Seguro, m'hijo. Vamoj pa la casa 'el dijunto y vas a ver…
Dejando a unos oficiosos vecinos que se encargaran de transportar el cadáver a la comisaría, don Frutos seguido por Arzásola, Leiva, el preso y varios curiosos se trasladó a la casa de don Pedro Almirón. Una vez en ella el comisario observó, detenidamente el patio y yendo hacia un montón de ramas que estaban junto a la cocina, listas para ser empleadas en el fuego, rebuscó entre ellas. Luego, enarbolando un trozo de urunday, dijo:
—Con esto le pegó el golpe.
Sarcástico, Ardevaca preguntó:
—¿No habrá sido con esa otra que es más gruesa?
—No, señor, jue con ésta. No ves que entuavía está húmeda. A ésta la lavó pa sacarle la sangrey la escuendió. Si hubiera echao un balde 'e agua sobre todas a lo mejor no la hubiera podido distinguir.
—Son estupideces suyas que le van a costar muy caro.
Don Frutos, sin hacerle caso, siguió mirando en derredor, y de pronto indicó:
—Di aquí lo sacó en una carretilla 'e mano y lo llevó pa'l río. Vean qué marcada está la güeya por el peso 'l finao; jue, lo tiró al agua, puso las cosas en la costa pa tratar 'e engañarme, golvió con la carretilla vaciada y ricién me jue a avisar…
El oficial que había seguido el rastro dio con el pequeño vehículo en un galpón.
—Aquí está, don Frutos… En el borde hay unas manchas oscuras.
Se inclinó para observarlas mejor y aseguró:
—Son marcas de sangre y, además, hay cabellos pegados que parecen ser del muerto…
Vencido por esas evidencias el yerno confesó:
—Sí, yo lo maté… Discutimos porque no quiso ayudarme y ciego de ira le di un golpe con lo primero que encontré. Al principio creí que sólo se había desmayado, pero cuando lo vi inmóvil y sin vida, me asusté y quise hacer aparecer como un accidente para salvarme de ir a la cárcel…
Una vez que el asesino estuvo a buen recaudo don Frutos reclamó a gritos su ración de mate, en tanto que el oficial sumariante mantenía la mirada fija sobre él.
—Pero, che —dijo al fin el comisario—, tengo tizne 'n la cara que me miras tanto ya que por bonito nú ha de ser…
—No, don Frutos, lo miro y lo admiro…
—Entonces no empeces con tus macanas ni vengas con la premunición o el sirco análisi.
—Sólo quisiera hacerle una pregunta.
—Métele, nomás, te doy lisensia.
—¿Cómo hizo para saber lo que había pasado?
—Dentré a sospechar cuando me mintió n'el río.
—No me di cuenta. Todo lo que decía parecía lógico.
—¡Claro! Porque sos pueblero. Primero mintió cuando dijo que don Pedro le había asegurao que picaba mucho 'n la orilla y eso no podía ser porque 'l agua está infestada 'ecamarones…
—¡Y eso qué tiene que ver!
—Mucho, porque los camarones son pa los péscaos como los mosquitos pa las personas. No lojdejan tranquilo y loj ahuyentan y por eso loj otro pescadore se corrieron pa' medio 'l río.
—¿Y después, don Frutos?
—Porque con esa línea y ese anzuelo con carne nú iba a sacar sábalos. Pa'l dorao la carne, pa'l pacú la masa y pa'l sábalo la pateja o la fija. El sábalo no muerde, chupa y hay que clavarlo n'ellomo u di ande venga… Un pescador como don Pedro no podería haber dicho esa barbaridá.
—No sabía de esas cosas…
—¡Qué vas a saber si vos sos tamién pueblero y uste de l'único que saben del pescao es el gusto que tiene! Y vos Leiva, traeme 'l mate que con tanta charla si me ha quedao la de hablar seca como lengua 'e loro.
Velmiro A. Gauna