Al pintor Zuloaga.
Cuando yo entro en la casa, un perro se pone a ladrar.
—¡Calla, «Carlín»!—dice doña Isabel.
—Buenas tardes, doña Isabel—le digo yo a doña Isabel—. ¿Y don Tomás? ¿Ha salido ya?
El perro se llega hasta mi, con la cabeza baja, gruñendo sordamente. Una voz grita desde el despacho:
—¿Es usted, Azorin? Pase usted.
Yo entro en el despacho. Don Tomás está subido en una silla, con las manos tendidas hacia la parte superior de un armario en que aparecen colocadas ocho o diez sombrereras. Don Tomás coge una y la baja; luego va bajando las otras.
—Estoy aquí buscando un sombrero- me dice.
—Pero estos son sombreros de copa—le digo yo examinando las sombrereras.
—Si, éstos son de copa; pero yo estaba buscando uno ancho que debe de estar por aquí.
—Y ¿todos estos sombreros son de usted? — le pregunto yo.
—Todos son míos; aquí tengo yo la historia de mi vida—dice él.
—Ya sé que ha sido usted un elegante-;-torno a decirle yo.
—Entonces se podía vestir—vuelve a decirme él—; pero ahora no hay ningún sastre que corte una levita como aquéllas.
Don Tomás saca de una sombrerera un sombrero de copa.
—¿Ve usted este sombrero?—me dice— Este lo llevé yo a la reunión que celebraron los romeristas en el teatro de la Comedia el año...
Don Tomás permanece un momento pensando; después pregunta:
—Azorín, ¿usted no sabe en qué año se celebró la reunión de los romeristas en el teatro de la Comedia?
—Yo no sé, don Tomás—le contesto yo—; pero tengo idea de que debió de ser allá por 1898.
—¿Está usted seguro? ¿No fué antes de la otra reunión que tuvimos en la Exposición Universal de Barcelona?
Don Tomás, mientras pronuncia estas palabras, saca otro sombrero de otra sombrerera.
—Este es—dice, enseñándomelo—el sombrero que yo me puse para asistir a esa reunión de Barcelona.
—Y teniendo sombreros en casa, ¿por qué se compraba usted cada vez un sombrero? le pregunto yo.
—Le diré a usted—contesta él—; yo iba a Madrid de tarde en tarde. Llegaba a Madrid, compraba un sombrero, luego lo traía aquí, y cuando tenía que volver al cabo de algunos años, ya había pasado de moda y era preciso comprar otro.
Don Tomáá ha sacado otro sombrero de otra sombrerera.
—Aquí tiene usted éste—dice, levantándolo a la luz—; éste casi está bien aún. Este lo compré para asistir a la última reunión que celebramos en el frontón de Jai-Alai el año...
Don Tomás torna a quedarse pensativo.
—¿Recuerda usted, Azorín, cuándo fué la reunión de Jai-Alai?
—No sé, don Tomás—le contesto—; me parece que fué en 1900 o en 1899.
—No, no—dice don Tomás—; yo creo que fué antes. Yo estrené entonces una levita que debo de tener por aquí.
Y rápidamente don Tomás abre un ropero y comienza a revolver americanas, pantalones, gabanes, chaquets.
Doña Isabel aparece en la puerta.
—¡Pero, Tomás!—exclama doña Isabel— Mira que ya va siendo tarde...
Don Tomás se vuelve con una levita colocada en el hombro.
—¡Voy, voy!—grita don Tomás—. ¿Os habéis arreglado ya? Lo malo será que el temporal siga esta tarde...
Don Tomás se pone precipitadamente un sombrero blanco. Todos salimos a la entrada. Y se oye un rumor de sedas, un taconeo ligero, rítmico, una tos fina: Juanita aparece, viva, nerviosa, tocada con una mantilla blanca y con unos claveles en la mano.
—Mamá—ha dicho Juanita dirigiéndose a doña Isabel; pero, de repente, se ha detenido, como sintiendo reparo en decir lo que iba a decir. Juanita tiene un rostro ovalado, suavemente moreno, con transparencias e irisaciones de bronce, de un bronce delicado, pálido, que sólo se ve de tarde en tarde, por azar maravilloso, en las mujeres morenas.
Los ojos de Juanita son grandes, negros; una luz misteriosa, que parece que se enciende vivamente de pronto y de pronto se apaga, los ilumina. Los labios son carnosuelos, rojos. Los pies son pequeños, agudos, arqueados, con una curva suave sobre los altos y sutiles tacones; los puntos y calados de una media negra de seda dejan transparentar la piel blanca, sonrosada. Y como rasgo final que completa nuestro retrato, en las sienes de Juanita aparecen unos aladares finos, sedosos, rizados, que ponen sobre la tez ambarina un trazo de negrura. Un pintor de las cosas de España jurarla que Juanita no podía ser de otro modo.
— Mamá—dice Juanita por segunda vez, enseñándole los claveles a doña Isabel. Pero un trueno acaba de retumbar, lejano, apagado.
—¿Está tronando?—pregunta doña Isabel.
—Sospecho que esta tarde hay también lluvia— dice don Tomás.
—Mamá—dice por tercera vez Juanita, ya impaciente, nerviosa—, mamá, ¿cómo me pongo los claveles?
—La secretaria—dice doña Isabel sonriendo—, la secretaria ha dicho que se pueden llevar en la cabeza y en el pecho.
—¡Sí, si!—exclama Juanita riendo vivamente, en tanto que la línea de su pecho se mueve con ligeras ondulaciones.
—¿Qué secretaria es esa?—pregunto yo.
—Es la secretaria de «La Ultima Moda», a quien consultan las suscritoras, y ella contesta a lo que le preguntan.
—Verá usted—dice Juanita—. Y rápida, con un rumor de seda y de taconeos rítmicos, desaparece y torna a aparecer con un periódico en la mano.
Nosotros le hemos preguntado cómo se llevaban los claveles para ir a los toros—dice doña Isabel.
—Y ella—continúa Juanita—contesta lo siguiente: «Los claveles se llevan en la cabeza; pero también pueden prenderse en el pecho. Estos claveles, generalmente, son rojos; sin embargo, se pueden usar también blancos, haciendo con los dos colores una linda combinación.»
—¡Estamos enterados!—dice don Tomás, dando en el suelo con su bastón.
La luz comienza a disminuir; retumba otro trueno pavoroso, tremendo.
—Ya tenemos encima el chaparrón—observa don Tomás.
Todos callamos consternados y nos asomamos a la puerta para mirar las nubes plomizas que cubren el cielo. Un faetón, uno de estos faetones pesados, venerables, simpáticos, de los pueblos, acaba de detenerse ante el portal.
—Ramón—le dice don Tomás al criado que lo conduce—. Ramón, ¿qué le parece a usted? ¿Nos mojaremos esta tarde?
Ramón sonríe y contesta:
—Me parece que sí, señor.
Brilla un relámpago vivísimo; un trueno estalla con un ruido seco y formidable. Y comienza a caer una lluvia densa, cerrada. Allá abajo, en la feria, la gente corre despavorida y abre precipitadamente los paraguas.
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