Es cierto que las mujeres romanas no eran exactamente mansos corderitos, si hacemos caso a Catón cuando afirmaba que “Todas las naciones tienen autoridad sobre sus mujeres; nosotros gobernamos todas las naciones, pero nuestras mujeres nos dominan a nosotros”. Pero en general no eran especialmente bien tratadas por sus esposos, como bien refleja el comentario de Tácito acerca de que “el verdadero romano se casa sin amor y ama sin delicadeza”.
Cicerón se casó por segunda vez a los 63 años con una virgen de 17, y sin embargo no era ni su juventud ni su belleza lo que lo había encandilado, sino su enorme fortuna. El día de la boda, uno de sus amigos le preguntó, por qué a su edad no había preferido casarse con una viuda antes que con una jovencita inexperta, y Cicerón respondió con el habitual cinismo que los romanos empleaban en estos casos:
—No te preocupes: mañana ya será una mujer experta.
A veces era la esposa la que tenía al casarse una edad respetable, como fue precisamente el caso de Terencia, la primera esposa de Cicerón, quien, después de haber estado casada con él durante más de 30 años, aún tuvo moral para contraer otros dos matrimonios después del divorcio.
“No es de la esposa de quien está enamorado, sino del rostro. Basta que aparezcan un par de arrugas en el rostro de Bibula, que su piel se torne flácida, los dientes negros o los ojos más pequeños, y su marido, Sertorio, huirá de inmediato en busca de nuevos amoríos. Y no es el propio amo, sino un liberto quien lleva este mensaje a la esposa olvidada: “Haz tu equipaje y lárgate. Te suenas la nariz con demasiada frecuencia. Viene otra que no tiene la nariz tan húmeda”.
Juvenal dedicó el más largo de sus poemas precisamente a los horrores del matrimonio, y muestra una desagradable colección de mujeres casadas cuyos vicios incluyen el adulterio con hombres, mujeres o incluso asnos. En palabras de María Teresa López de la Vieja, “no hay ningún tipo de degeneración femenina imaginable que Juvenal deje fuera de su invectiva misógina: nos las presenta introduciendo en su propia casa a un amigo supuestamente homosexual que en realidad es en la cama el más potente; o relacionándose con eunucos para no tener que recurrir a abortivos; o en el caso de las mujeres ricas que se niegan a cumplir con su función reproductora, nos las muestra engañando al marido con hijos supuestos que aquel ingenuamente acoge con júbilo”.
Y es que mientras el hombre gozaba de gran permisividad, la mujer, en cambio, debía ser casta y fértil. Se consideraba apta para el matrimonio cuando cumplía doce años, y era su deber dar hijos al Estado. Las leyes de Augusto, mientras premiaban a las mujeres que fueran madres de tres o más hijos, castigaban a las que hubieran alcanzado los 21 solteras y sin descendencia, así que la familia se ocupaba pronto de elegirles un esposo adecuado, sin que se considerara necesario que ambos se conocieran apenas. A este respecto Séneca hizo esta curiosa observación, considerada exclusivamente desde el punto de vista masculino:
“Sometemos a nuestros animales, esclavos, ropa y utensilios de cocina a una cuidadosa inspección antes de comprarlos. Únicamente la novia no es examinada, de modo que no se sabrá si no complace al novio antes de que este la haya llevado a su casa. Solo después de la boda sabrá si es una arpía, estúpida o deforme, o si tiene mal aliento o cualquier imperfección que pueda tener”.
Afortunadamente durante el Imperio las costumbres se modernizaron un poco, y encontramos en Salvio Juliano que “en caso de matrimonio, se requiere el acuerdo de ambas partes, y el consentimiento de la novia”.
En tiempos de la República se seguía un sistema patriarcal en virtud del cual el esposo tenía autoridad absoluta sobre su mujer e hijos. Durante el Imperio las mujeres fueron adquiriendo algunas libertades, esencialmente financieras. La esposa tenía control sobre su propia fortuna, y el marido no podía disponer siquiera de la dote. La mujer cuyos bienes eran considerables recurría a un administrador que solía ser uno de los libertos de la familia. A él confiaba, según Marcial, incluso su virtud en ocasiones:
“¿Quién es el hombrecillo de cabello rizado que está siempre al lado de tu esposa y susurra incesantemente cosas en su oído, con el brazo derecho sobre el respaldo de su silla? ¿Dices que se ocupa de los asuntos de tu esposa? ¡Oh, sí! Es ciertamente un hombre recto y digno de confianza, cuyo rostro delata al administrador. ¿De modo que se ocupa de los asuntos de tu esposa? ¡Ay, tonto!, es de tus asuntos de lo que se está ocupando.”
Curiosamente Séneca también menciona al administrador de pelo rizado bajo cuyo disfraz se oculta un amante, y Jerónimo advierte a las mujeres cristianas para que no sean vistas en compañía de administradores de cabellera rizada.
El divorcio, que a comienzos de la República era poco frecuente, terminó estando a la orden del día. No era infrecuente que una mujer tuviera sucesivamente cinco esposos. Sin embargo, una dama de alto rango no podía deshonrarse casándose con alguien inferior. En estos casos se solía optar por el concubinato, aceptado socialmente a pesar de las críticas que conllevaba. La palabra concubinato deriva de concubinus, nombre dado al joven a quien su amo elegía como amante. El hombre podía tomar también como concubina a una esclava o a mujeres cuya condición se consideraba inferior. Entre los romanos el concubinato estaba reconocido por la ley; era parecido al matrimonio, y una concubina era prácticamente una esposa legítima, si bien carecía de su dignidad. Los hijos de estas uniones tenían la consideración de naturales, y en el reparto de la herencia salían perjudicados, pues no podían aspirar más que a la sexta parte de los bienes paternos.
A finales de la República, las mujeres que hubieran contraído matrimonio sine manu podían repudiar a sus esposos. Esta clase de matrimonio, menos pleno, determinaba que la mujer continuaba perteneciendo a la familia paterna después de casarse y conservaba sus derechos sucesorios. En el matrimonio cum manu, en cambio, quedaba plenamente sometida al marido.
Otro dato que avanza hacia la igualdad o equiparación entre ambos sexos durante el Imperio es que el estoico Musonio Rufo, que enseñó filosofía en Roma en tiempos de Nerón, declaró la igualdad intelectual de hombres y mujeres. Sin embargo, ellas no podían votar y estaban excluidas de toda función pública.
Hubo un tiempo, antes del Imperio, en el que tampoco se les permitía beber vino. Para asegurarse que no lo habían hecho, el esposo besaba a su mujer en la boca, y si comprobaba que había infringido la prohibición, tenía la facultad de castigarla severamente, tanto que no se excluía matarla a golpes. La razón principal de esta prevención contra el vino es que se creía que facilitaba la proliferación de relaciones adúlteras, un crimen que podía conllevar la muerte. Según Juvenal, “¿qué escrúpulos tiene una Venus ebria?”. Opinaba que las mujeres, desinhibidas por el vino, mantenían relaciones entre sí cuando de vuelta a casa pasaban ante el altar de Pudicitia, la personificación de la modestia y la castidad: “De noche hacen detener sus literas y se orinan en él y cubren de largas chorreadas la estatua de la diosa y se montan la una a la otra a la luz de la luna”.
Eran las mujeres quienes se ocupaban del cuidado de la casa y dirigían la educación de los niños, aunque solo el esposo tenía potestad para imponer castigos. Ellas trabajaban la lana, algo considerado símbolo de la femineidad y la honestidad. Aquellas cuyos recursos económicos lo permitían, evitaban la mayor parte de las tareas domésticas, que dejaban en manos de esclavos. El fuego y el aceite para las lámparas eran también responsabilidad suya. Debían asegurarse de contar con provisiones suficientes para poder calentar el hogar durante los meses fríos. En el campo las mujeres trabajaban la tierra y recogían las cosechas, mientras en la ciudad a menudo ayudaban a sus esposos a llevar las tiendas.
Disfrutaban de mucha más libertad que las griegas, pues los romanos no consideraban que tuvieran que permanecer encerradas en una parte especial de la casa, ni que debiera prohibírseles comer con los hombres o salir a la calle. Podían aspirar a un cierto grado de educación, estudiar griego, literatura, cantar, acompañarse con la lira y bailar. Las bailarinas hispanas conocidas como puellae gaditanae danzaban al son de los crótalos y llegaron a alcanzar gran fama. Pero la filosofía y la retórica estaban reservadas a las familias patricias. No había muchas analfabetas; de hecho algunas mujeres escribieron poesía y fueron excelentes conversadoras. Podían ejercer la medicina —normalmente en el campo de la ginecología—, la farmacología o la docencia; se les permitía asistir a festivales religiosos, a fiestas y a espectáculos en el anfiteatro o en el circo, unas ocasiones que Ovidio, en su Ars Amandi, encuentra ideales para conocer mujeres. Existen evidencias de que incluso luchaban en la arena como gladiatrices, aunque no podían aparecer sobre un escenario.
Bibliografía:
Glimpses of Roman Culture - Frederik Poulsen
Feminismo: del pasado al presente - María Teresa López de la Vieja
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