...Unas campanas me despiertan; son tres campanas: dos hacen un «tan, tan» sonoro y ruidoso, y la tercera, como sobrecogida, temerosa, canta, por bajo de este acompañamiento, una melodía larga, suave, melancólica. Cervantes oiría entre sueños, todas las madrugadas, como yo ahora, estas campanas melodiosas. Aún es de noche; todavía la luz del alba no clarea en las rendijas de la puerta y de la ventana. Y me torno a dormir. Y luego, las mismas campanas, el mismo acompañamiento clamoroso y la misma melopea suave me tornan a despertar. Ya la luz del nuevo día pinta rayas y puntos vivos en las maderas de las puertas. Unas palomas ronronean en el piso de arriba y andan con golpes menuditos sobre el techo; los gorriones pían furiosos; silba un mirlo a lo lejos... El campo está verde; en la lejanía, cuando he abierto la ventana, veo una casa blanca, nítida, perdida en la llanura; cerca, a la izquierda, un vetusto caserón, uno de esos típicos caserones manchegos, cerrados siempre, muestra sus tres balcones viejos, con las maderas despintadas, misteriosas, inquietadoras.
He salido de la estancia a la galería; he bajado luego la angosta escalerilla, y me he detenido en el patio un momento; la posada es una antigua casa de ladrillo, ruinosa; se levanta en la calle del Rosario, esquina a la del Ave María, dos calles netamente españolas. Tal vez en esta mansión habitaba un hidalgo terrible; los balcones están también cerrados, y las maderas están también alabeadas y ennegrecidas. Un elevado palomar sobresale en la parte del edificio que forma esquina, y de ahí el nombre que esta posada lleva: «La Torrecilla ». Tal vez en esta mansión habitaba un hidalgo terrible. Esquivias es un pueblo de tradición señoril y guerrera. Consultad las «Relaciones topográficas», todavía inéditas, ordenadas por Felipe II. Esquivias —dice el Cabildo contestando al Monarca en 1576, ocho años antes del casamiento de Cervante—, Esquivias cuenta con 250 vecinos, y entre éstos, 37 son hijosdalgo de rancia cepa. Y estos hijosdalgo se llaman Bivares, Salazares, como el padre de la novia de Cervantes; Avalos, Mejías, Ordóñez, Barrosos, Palacios, como la madre de la novia de Cervantes; Carriazos, como uno de los héroes de «La ilustre Fregona»; Argandoñas, Guevaras, Voz medianos, Quijadas, como el buen don Alonso. «En letras—añaden los del Concejo—no tienen noticia de que haya habido en Esquivias personas señaladas; pero en armas ha habido muchos capitanes y alféreces y gente de valor.» De aquí eran, vosotros conoceréis sus nombres, el capitán Pedro Arnalte, «que murió en Alcalá de Benaraz, y le mataron los moros»; el capitán Barrientos, el capitán Hernán Mejía, el capitán Juan de Salazar, el alférez Diego de Sobarzo, el alférez Alonso Mejía, el alférez Pero de Mendoza, que, como sabéis, «fué el primero que puso la bandera cuando se ganó la Goleta, y el emperador Carlos V le dio doscientos y cincuenta ducados por ello». «Y asimismo—concluyen en su relación los vecinos—ha habido mucha gente de armas en años pasados en servicio de los reyes, y al presente los hay en Flandes y con el Sr. D. Juan.»
Esquivias es un viejo plantel de aventureros y soldados; su suelo es pobre y seco; de sus 2.505 hectáreas de tierra laborable no cuenta ni una sola de regadío; la gente vegeta mísera en estos caserones destartalados, o huye, en busca de la vida libre, pictórica y errante, lejos de estas calles que yo recorro ahora, lejos de estas campiñas monótonas y sedientas por las que yo tiendo la vista... El día está espléndido; el cielo es de un azul intenso; una vaga somnolencia, una pesadez sedante y abrumadora se exhala de las cosas. Entro en una ancha plaza; el Ayuntamiento, con su pórtico bajo de columnas dóricas, se destaca a una banda, cerrado, silencioso.
Todo calla; todo reposa. Pasa de tarde en tarde, cruzando el ancho ámbito, con esa indolencia privativa de los perros de pueblo, un alto mastín que se detiene un momento, sin saber por qué, y luego se pierde a lo lejos por una empinada calleja; una bandada de gorriones se abate rápida sobre el suelo, picotea, salta, brinca, se levanta veloz y se aleja piando, moviendo voluptuosamente las alas sobre el azul límpido. A lo lejos, como una nota metálica, incisiva, que rasga de pronto la diafanidad del ambiente, vibra el cacareo sostenido de un gallo.
Recorro las callejas y las plazas, voy de un lado para otro, aletargado por el hálito caluroso de la primavera naciente. Las puertas están abiertas y dejan ver los patizuelos empedrados de guijos, con una parra retorcida, con un evónimos pomposo. De la calle de la Fe paso a la de San Sebastián, de la de San Sebastián a la de la Palma, de la de la Palma a la de Caballeros; hay algo en los nombres de estas calles de los pueblos castizos que os atrae y os interesa sin que sepáis por qué. Un momento me detengo en la callejuela de la Daga. ¿Hay nada más ensoñador y sugestivo en una vieja casa que estos anchos corredores desmantelados, sin muebles, silenciosos, con una puerta pequeña? ¿Hay nada más sugestivo en una vieja ciudad que una de estas callejas cortas—como la de la Daga— en que no habita nadie, formada de tapias de corrales, acaso con el ancho portalón—siempre cerrado— de un patio, y que tiene por fondo el campo, tal vez una loma cubierta de sembrado?
Mi contemplación dura un instante: otra vez camino por las callejuelas angostas. «La suerte de las casas que hay en este lugar —dicen los vecinos en 1576—son con sus patios y con alto algunas, y son de tierra tapiada y de yeso.» Las grandes rejas sobresalen adustas; los colgadizos enormes de las viejas portadas de los patios avanzan rendidos y desnivelados por los años. Yo voy leyendo los diminutos tejuelos en que con letras chiquitas y azules se indica el nombre de las calles. Y uno de ellos, de pronto, me sobresalta. Fijaos bien; acabo de leer: «Calle de doña Catalina»... Y luego doy la vuelta a la esquina y leo en otro azulejo: «Plazuela de Cervantes». Esto es verdaderamente estupendo y terrible; indudablemente, estoy ante la casa del novelista. Y entonces me paro ante el portal y trato de examinar esta casa extraordinaria, portentosa. Pero una anciana —una de estas ancianas de pueblo, vestidas de negro, silenciosas—surge de lo hondo y se dirige hacia mi. Acaso—pienso—yo, un forastero, un desconocido, estoy cometiendo una indiscreción enorme al meterme en una casa extraña; yo me quito el sombrero y digo, inclinándome: «Perdón; yo estaba examinando esta casa». Y entonces, la señora vestida de negro me invita a entrar. Yen este punto—por uno de esos fenómenos psicológicos que vosotros conocéis muy bien—, si antes me pareció absurdo entrarme en una casa ajena, ahora me parece lógico, naturalísimo, el que esta dama me haya invitado a trasponer los umbrales. Todo, desde la nebulosa, estaba dispuesto para que una dama silenciosa invitara a entrar en su casa a un filósofo no menos silencioso. Y entro tranquilamente. Y luego cuando aparecen dos mozos que me parecen cultos y discretos, los saludo y departo con ellos con la misma simplicidad y la misma lógica. La casa está avanguardada de un patio con elevadas tapias; hay en él una parra y un pozo; el piso está empedrado de menudos cantos. En el fondo se levanta la casa; tiene dos anchas puertas que dan paso a un vestíbulo, que corre de parte a parte de la fachada. El sol entra en fúlgidas oleadas; un canario canta. Y yo examino dos grandes y negruzcos lienzos, con escenas bíblicas, que penden de las paredes. Y luego, por una ancha escalera que a mano derecha se halla, con barandilla de madera labrada, subimos al piso principal. Y hétenos en un salón de la misma traza y anchura del vestíbulo de abajo; los dos espaciosos balcones están de par en par; en el suelo, en los recuadros de viva luz que forma el sol, están colocadas simétricamente unas macetas. Adivino unas manos femeninas suaves y diligentes. Todo está limpio; todo está colocado con esa simetría ingenua, candorosa—pero tiránica, es preciso decirlo—de las casas de los pueblos. Pasamos por puertas pequeñas y grandes puertas de cuarterones; es un laberinto de salas, cuartos,- pasillos, alcobas, que se suceden, irregulares y pintorescas. Este es un salón cuadrilongo que tiene una sillería roja, y en que un señor de 1830 os mira, encuadrado en su marco, encima del sofá. Esta es una salita angosta con un corto pasillo que va a dar a una reja, a la cual Cervantes se asomaba y veía desde ella la campiña desmesurada y solitaria, silenciosa, monótona, sombría. Esta es una alcoba con una puertecilla baja y una mampara de cristales; aquí dormían Cervantes y su esposa. Yo contemplo estas paredes rebozadas de cal, blancas, que vieron transcurrir las horas felices del ironista...
Y luego otra vez me veo abajo, en el zaguán, sentado al sol, entre el follaje de las macetas. El canario canta; el cielo está azul. Ya lo he dicho: todo desde la nebulosa estaba dispuesto para que un filósofo pudiera gozar de este minuto de satisfacción íntima en el vestíbulo de la casa en que vivió la novia de un gran hombre. Pero he aquí que un acontecimiento terrible—tal vez también dispuesto desde hace millones y millones de años—va a sobrevenir en mi vida. La cortesía de los moradores de esta casa es exquisita: unas palabras han sido pronunciadas en una estancia próxima, y yo, de pronto, veo aparecer, en dirección hacia mí, una linda y gentil muchacha; yo me levanto, un poco emocionado: es la hija de la casa. Y yo creo ver por un momento en esta joven esbelta y discreta—¿quién puede refrenar su fantasía?—a la propia hija de D. Hernando Salazar, a la mismísima novia de Miguel de Cervantes. ¿Comprendéis mi emoción? Pero hay algo apremiante y tremendo que no da lugar a que mi imaginación trafague. La joven gentilísima que ha aparecido ante mi, trae en una mano una bandejita con pastas, y en la otra, otra bandejita con una copa llena de dorado vino esquivieño. Y aquí entra el pequeño y tremendo conflicto; lances de éstos ocurren todos los días en las casas de pueblo; mi experiencia de la vida provinciana—ya lo sabéis— me ha hecho salvar fácilmente el escollo. Si yo cojo—decía— una de estas pastas grandes que se hacen en provincias, mientras yo me la como, para sorber después el vino, ha de esperar esta joven lindísima, es decir, la novia de Cervantes, ante mí, es decir, un desconocido insignificante. ¿No era todo ésto un poco violento? ¿No he columbrado yo acaso su rubor cuando ha aparecido por la puerta? He cogido lo menos que podía coger de una de estas anchas pastas domésticas y he trasegado precipitadamente el vino. La niña permanecía inmóvil, encendida en vivos carmines y con los ojos bajos. Y yo pensaba luego, durante los breves minutos de charla con esta familia discreta y cortesana, en Catalina Salazar Palacios— la moradora de la casa en 1584, año del casamiento de Cervantes— y en Rosita Santos Aguado—la moradora en 1904, una de las figuras más simpáticas del próximo centenario. Mi imaginación identificaba a una y otra. Y cuando ha llegado el momento de despedirme, he contemplado por última vez, en la puerta, bajo el cielo azul, entre las flores, a la linda muchacha—la novia de Cervantes.
Y he querido ir por la tarde a la fuente de Ombídales, cerca del pueblo, donde tenía sus viñas la amada del novelista. Predicho estaba que yo había de pasear en compañía del señor cura—digno sucesor del presbítero Pérez, que casó a Cervantes—y de D. Andrés el Mayorazgo. Ya no existen los viñedos que la familia Salazar poseía en estos parajes; los majuelos del Herrador, de Albillo y del Espino han sido descepados; la fuente nace en una hondonada; una delgada hebra de agua surte de un largo caño de hierro, clavado en una losa, y va a rebalsarse en dos hondos charcazos. Anchas laderas, arañadas por el arado, se alejan en suaves ondulaciones a un lado y a otro. La lejanía está cerrada por una pincelada azul de las montañas. Llegaba el crepúsculo. «Este es — ha dicho el señor cura—el paseo de los enamorados, en Esquivias.» «Por aquí—ha añadido el Mayorazgo con énfasis irónico—he visto yo, cuando los trigos están altos, muchas y grandes cosas.»
La noche va llegando: por Poniente, el cielo se ilumina con suavidades nacaradas. La llanura inmensa, monótona, gris, sombría, está silenciosa: aparecen tras una loma las techumbres negruzcas del poblado. Las estrellas fulguran como anoche y como en toda la eternidad de las noches. Y yo pienso en las palabras que durante estos crepúsculos, en estas llanuras melancólicas, diría el ironista a su amada— palabras simples, palabras vulgares, palabras más grandes que todas las palabras de sus libros.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario