La idea de que las palabras no sólo dan cuenta de una cosa,
sino que hacen posible modificar a voluntad la condición y el estado de esa
cosa, es una idea que gobierna el pensamiento mágico, no al científico. El
origen de esa creencia es muy antiguo, anterior incluso al nacimiento de la
ciencia misma.
No obstante, la forma en que hablamos y las expresiones que
usamos, representan una forma singular de percibir el mundo.
Todos los saberes de una ciencia son inseparables de las
palabras y de los símbolos en los que se expresan, es decir, del idioma en que
se comunican las personas en general, y los científicos en particular.
Con el fin de identificar, caracterizar y entender su objeto
de estudio, los científicos construyen una terminología original.
Algunas veces usan palabras corrientes, con un significado
diferente al habitual. Otras veces, directamente inventan nuevas palabras. Con
el tiempo y su uso recurrente, muchos vocablos específicos de la ciencia acaban
por incorporarse al lenguaje común.
Ante un descubrimiento los científicos deben, además,
nombrar al nuevo objeto encontrado. Por
ejemplo, los astrónomos guardan para sí la facultad de denominar a los astros
que descubren tanto genéricamente (por ejemplo, de acuerdo a sus propiedades:
planetas, cometas, galaxias, etc.) como a cada ejemplar dentro de su tipo.
Durante siglos, muchos preferieron nombres de seres y
lugares mitológicos.
La razón de esa conducta debería buscarse tal vez en la
época en que el cielo era un espacio divino y los astros eran dioses o seres
fabulosos. Por ejemplo, los nombres actuales de los planetas principales
(Mercurio, Venus, etc.) tienen origen en mitos de la antigua Grecia.
Quien primero intentó designar un astro con el nombre de un
ser humano real, fue el italiano Galileo Galilei, en 1609.
Usando su primitivo telescopio descubrió cuatro satélites
alrededor de Júpiter y los denominó Astros Mediceos en honor a Cósimo de Medici
II, el Gran Duque de Toscana, quien lo habría beneficiado en más de una
ocasión.
Tiempo después, se impuso la tradición y aquellos mundos
recibieron nombres mitológicos, los que perduraron hasta la actualidad. Ellos
son: Io, Europa, Calisto y Ganímedes, individuos que habrían despertado un amor
entrañable en el dios Júpiter.
El siguiente intento fue en 1781, cuando William Herschell
descubrió un nuevo planeta más allá de Saturno.
Lo nombró Estrella de George como ofrenda a George III,
entonces rey de Inglaterra.
Pero poco después, a sugerencia del astrónomo Johan Galle y
bajo la presión de la comunidad científica, que proponía continuar la costumbre
de endiosar los astros, el nuevo planeta acabó denominándose Urano. No
obstante, Herschell siguió llamándolo Estrella de George el resto de su vida.
A fines de 1800, todos los planetas más allá de la Tierra tenían nombre de
varón: Marte, Júpiter, Saturno y el mencionado Urano.
El 1º de enero de 1801, el monje Giusseppe Piazzi halló un nuevo planeta entre Marte y Júpiter. Lo denominó Ceres Ferdinandea, una combinación de un nombre
mitológico (la diosa Ceres) y un nombre real, Fernando, el rey de Sicilia,
donde vivía Piazzi.
Años más tarde se recortó su parte “humana” y hoy ese astro,
bastante más pequeño que la
Tierra , se conoce simplemente como Ceres.
Al año siguiente, 1802, cuando Heinrich Olbers halló un
nuevo planetita también le dio nombre de diosa: Pallas.
Con el avance en las técnicas de observación y detección
astronómicas, y mediante una búsqueda exhaustiva, durante el siglo XIX se
descubrieron centenares de pequeños planetas en las zonas vecinas a Ceres y
Pallas.
Por la apariencia que presentan al ser fotografiados,
semejante a la de las estrellas, los planetitas genéricamente se denominaron
asteroides (aster: estrella y oide: forma) y sus descubridores acordaron en
continuar la usanza impuesta por Piazzi y Olbers. Así, la mayoría se denominó
con nombres de divinidades femeninas.
Cuando comenzaron a escacear las diosas griegas, siguieron
egipcias, luego romanas y en seguida diosas de diversas culturas. Y cuando no
era una diosa, fue una semidiosa o sencillamente el nombre de una mujer
destacada de aquellas civilizaciones (por ejemplo, el asteroide Nº 201:
Penélope) o bien el nombre de una de sus ciudades (Roma, nombre del Nº 472).
De ese modo el Sistema Solar se pobló de astros con nombres
femeninos hasta 1898, cuando Gustav Witt descubrió el Nº 433, el primer
planetita que llevaría nombre de varón: Eros (un dios más conocido por su
nombre latino: Cupido). Así, se quebró definitivamente la costumbre de usar
nombres femeninos, pero no la de usar personajes míticos.
Algunos años después, en 1921, en el Observatorio de La Plata (Argentina) el
astrónomo Jhoannes Hartmann descubrió que Eros no era esférico como Ceres, sino
de forma ovaloide (parecido a una papa).
Sin embargo, tal hallazgo no fue el que más impactaría en la
prensa, sino otro del mismo astrónomo, sólo unos meses después. En noviembre de
ese año, Hartmann anunció el descubrimiento de un nuevo asteroide: el Nº 965,
el primer planetita descubierto desde nuestro país.
Con enorme emoción, Hartmann lo denominó Angélica, en
ofrenda a su esposa, Angelika Scheer, con quien tenía tres hijos (una mujer y
dos varones) y que en aquel 1921, cumplirían 40 años de matrimonio.
En la actualidad se conocen millares de asteroides en el
Sistema Solar. De ellos, más de un centenar fueron descubiertos desde Argentina
posteriormente a Angélica, la mayoría desde el Observatorio de San Juan.
Sus nombres son diversos. Algunos recuerdan a próceres de
nuestra historia (Belgrano, San Martín, etc.), a ciudades (La Plata , San Juan, etc.),
regiones (Calingasta, Cuyo), premios nobel (Hussay, Leloir) y otras
denominaciones más insólitas (por ejemplo, el Nº 2309, bautizado Mr. Spock, por
el alienígena de la serie televisiva “Viaje a las estrellas”).
Como curiosidad, vale comentar que hubo un tiempo en que un
decreto oficial condicionó la denominación que debía darse a los nuevos
planetas descubiertos desde Argentina. Por esa causa, algunos asteroides llevan
nombres que refieren a esa época, por ejemplo: Evita, Abanderada, Mártir y
Descamisada. Quizás hubiesen tenido idéntica denominación independientemente
del decreto, pero su existencia los hace nombres subordinados, dudosamente
espontáneos.
Finalmente, la mayoría de nuestros planetitas recuerdan a
destacados astrónomos argentinos: Aguilar, Itzigsohn, Jaschek o Sérsic, entre
muchos otros. Una costumbre instalada en otros países como una manera singular
que adquirió la comunidad astronómica para celebrarse a sí misma, bastante
alejada de la intención de Hartmann cuando inició la cuenta vernácula.
Afortunadamente, las palabras no son aquello a que se
refieren. Las categorías y los nombres de los astros, son sólo una forma de
representarlos, no son los astros. Y cada uno puede nombrarlos en el lenguaje
que más le plazca.
Horacio Tignanelli, La ciencia, una forma de leer el mundo
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