A unos doscientos metros del rancho de doña Belén
pasaba el arroyo. El continuo correr de las aguas había abierto una especie de
valle poco profundo, donde crecía en profusión toda clase de árboles de la
zona, particularmente guayabos que daban su nombre en la dulce lengua indígena,
a la pequeña corriente: Arroyo Arazá.
Los hijos de doña Belén solían perderse en la fronda
verde y húmeda para hartarse con los frutos del ñangapirí, del guapurú, del
guapoó y con las exquisitas guayabas.
Para tenerlos sujetos a su vera, especialmente en las
horas de la siesta, la vieja solía narrarles espantables historias de los seres
misteriosos que poblaban los montes.
-Matá nomás pajaritos, vos, Bailón, que un día de
éstos te vas a encontrar con el Pyragüé -decía dirigiéndose al menor de sus
críos, un chicuelo de ocho años, que volvía de sus correrías con varias
avecillas colgadas del cinco y la mortífera "honda" en la mano.
-¡Bah! -contestaba el muchachuelo- le pego un hondazo
y salgo disparando.
-Sí, eso decís vos, pero él se convierte en un
pajarito que se viene cerca y cuando le vas a tirar vuela y así te va llevando…
llevando… cada vez más adentro hasta que te perdés.
-¡Qué pa me voy a perder junto al arroyo! -se burlaba
el chico- Si lo conozco como la palma de la mano…
-¡Ajá!… -no se daba por vencida la madre- Pero allí te
agarrará el Curupí, que es un enano feo y malo, con los pies para atrás y come
a la gente…
Y así seguía hablándole del Pombero, que es un demonio
de perversos instintos y cuyo silbido se oye en el silencio de los bosques
llenando de temor a los cazadores, del Cuarajhy Yara o, "dueño del
Sol", con su roja cabellera y su andar silencioso.
Los niños la oían con indiferencia y no pocas veces se
reían sin disimulo de sus amenazas, haciéndola rezongar admonitora.
-Sí, ríanse nomás… ríanse… y, sobre todo, vos,
Deolinda, da el mal ejemplo a tus hermanos y andá a la siesta a bañarte en el
arroyo que algún día te vas a acordar de mí.
La muchacha bajaba la cabeza respetuosa, pero,
disimuladamente, le guiñaba un ojo a sus hermanitos y cuando la anciana,
después del almuerzo, se iba a acostar en la frescura de una pieza, ellos,
subrepticiamente, salían de correrías entrando a saco en las quintas de los
alrededores, para ir a comer en la soledad del monte las sandías o melones que
podían hurtar de los cultivos.
* * *
Jack Whiteleaf había nacido en Inglaterra, junto a las
márgenes del Tweed. Su padre trabajaba en un astillero y el niño creció a la
sombra de cascos a medio terminar y jugó junto a los diques de aguas quietas.
Posiblemente, al ver botar los barcos terminados, aprendió de ellos su sed de
lejanías.
Ese ambiente de mástiles y quillas, fijó su destino de
marino. Cuando ya pudo decidir su vida, trepó a uno de ellos y paseó por los
siete mares su alborotada y roja cabellera. Así llegó un día a Buenos Aires y
otro, subió por el Paraná a bordo de un "naranjero", en viaje hacia
Corrientes. Pero los ojos de una morena y la fuerte caña paraguaya, le hicieron
perder la noción del tiempo y, cuando llegó al puerto el día de la partida, ya
hacía horas que el carguero había vuelto aguas abajo con rumbo a Bella Vista.
Jack, entonces, llevado por su afán de aventuras,
decidió volverse caminando para conocer un poco de esa región tan llena de
paisajes. Pero lo hizo por el camino de la costa, porque sabía que un día la
tierra firme habría de cansarlo y añoraría su errabundo hogar de marinero. El
río amigo habría de conducirlo a un puerto y, en los puertos, siempre hay
trabajo para un hombre que conozca su oficio.
Días y días había andado por senderos de tierra, la
bondad del clima le permitía dormirse, por las noches, bajo la luz de las
estrellas y la bondad de la gente le hacía encontrar siempre un plato de
comida, un puñado de frutas o un jarro de agua fresca. Muy pocos eran los que
aceptaban sus monedas y muchos los que ofrecían.
-Si quiere quedarse, don, le haremos un lugarcito…
Pero él seguía siempre con hambre de horizontes y sed
de lejanías. Cuando llegó a orillas del Arazá ya estaba ávido del olor a
alquitrán y sal marina. La siesta tropical derretía ardores de fiebre en el
paisaje. El vallecito verde y fresco le hizo acelerar el paso. El sudor corría
a torrentes sobre su rostro pecoso y la cabeza le quemaba como una fragua.
Presuroso se metió entre los árboles y al llegar al curso de agua cantarina, se
tendió de bruces sobre la hierba mullida, de sus orillas, y bebió con ansia
animal su cristalina frescura. Luego observó el contorno y al ver su soledad,
se despojó de las ropas y se lanzó al abrazo refrescante de las aguas. Su roja
cabellera brillaba con reflejos metálicos cuando la herían los rayos del sol.
Después de un rato volvió a recoger sus ropas, hizo
con ellas un envoltorio y sosteniéndolo sobre la cabeza para no mojarlas, cruzó
al otro lado. Buscó el amparo de unas matas y tendió en la sombra su viril
desnudez.
* * *
Doña Belén cesó de agitar la pantalla con la cual se
daba aire fresco y, a poco, la rítmica respiración de la durmiente llegó a
oídos de Deolinda que estaba en su catre en el corredor. Ya sus hermanos Bailón
y Rito habían fugado sigilosamente y andarían por los alrededores indiferentes
al sol y a los duendes de la selva. La muchacha no podía dormir y se agitaba en
el lecho molesta e inquieta. El deslumbrante reflejo del sol hería sus negras
pupilas y sofocantes bocanadas de aire que venían desde afuera le hacían desear
la verde y fresca sombra de los árboles junto al arroyo. Lentamente se fue
deslizando al suelo y, sin hacer ruido calzó sus alpargatas. Con paso felino
cruzó el camino polvoriento que bordeaba el rancho y se internó en el monte
familiar en cuyo seno cantaba el arroyo su canción rumorosa.
Al pie de un gigantesco ceibo de flores carmesíes dejó
las ropas y se lanzó a la corriente. Nadaba con pasmosa agilidad y durante un
rato se divirtió buceando y yendo de un lado a otro en las mansas aguas del
Arazá.
Fatigada por el esfuerzo volvió a la orilla y fue
emergiendo del arroyo como una sirena indígena: réluciendo los negros cabellos
que se volcaban sobre la espalda en una lluvia de azabache, grandes los ojos de
mirar profundo, breve y roja la boca de pulposos labios, redondos los brazos,
alto y bien formado el seno núbil, amplias y rotundas las caderas, finas y
gráciles las piernas. Por un instante quedó en la margen, dejando que el agua
se escurriera por su morena piel y luego volvió en busca de su vestimenta.
Y allí, al pie del árbol, vio al
"Cuarajhy-Yara". Era alto y de cabellos dé fuego y sus ojos parecían
despedir chispas cuando se dirigía hacia ella.
Milenarias supersticiones surgiendo desde el oscuro
fondo de su instinto la dejaron paralizada. El temor estranguló el grito de
pánico en la garganta y quedó, indefensa y estática, a merced de la fantástica
aparición. Cerró los ojos y se entregó al destino.
* * *
A los pocos días Jack Whiteleaf pudo llegar a puerto y
embarcarse en un barco que acababa de llenar sus bodegas con las doradas
naranjas que rústicas carretas habían traído desde el interior de la provincia.
Pasó el tiempo y cuando Deolinda ya no pudo ocultar su
estado fue doña Belén la más escéptica en creer la historia de la muchacha.
Y, sin embargo, eran del "Cuarajhy-Yara" los
cabellos rojizos, la piel blanca y los ojos azules del primero de los hijos de
Deolinda, la bella morenita de orillas de Arazá.
Velmiro A. Gauna
La sensualidad y volubilidad que señaláramos en las mujeres jóvenes presentadas por Ayala Gauna, se ilustra en Deolinda, en el cuento El Cuarajhy-Yara, de fuerte carga sexual:
"Fatigada por el esfuerzo volvió a la orilla y fue emergiendo del arroyo como una sirena indígena: relucientes los negros cabellos que se volcaban sobre su espalda en una lluvia de azabache, grandes los ojos de mirar profunda, breve y roja la boca de pulposos labios, redondos los brazos, alto y bien formada el seno núbil, amplias y rotundas las caderas, finas y gráciles las piernas..."
Una verdadera diosa mitológica surgiendo de las aguas, tras la ritual purificación, para entregarse al amor.
Castelli, E. (s/a) Velmiro Ayala Gauna Hombre y tierra del litoral, p. 22. Ediciones Colmegna. Santa Fe. Argentina
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