Vive en la Selva un pájaro nocturno que al romper el silencio de las
breñas, estremece las almas con su lúgubre canto. Esa ave tiene una historia; y
es la tragedia de su origen lo que evoca su grito lastimero, ayeando entre las
arboledas tenebrosas.
En época muy remota, dicen las traiciones indígenas, una pareja de
hermanos habitaba su rancho en las selvas. Solos vivían desde la muerte de sus
padres, sin que la comunidad de su sangre hubiese atenuado las diferencias de
sus idiosincrasias antagónicas. El era bueno; ella era cruel. Amábala el
muchacho como pidiéndole ventura para sus horas huérfanas; pero ella acibaraba
sus días con recalcitrante perversidad. Desesperado, abandonaba en ocasiones la
choza, internándose en las mañanas; y amainando en el aislamiento sus iras, la
mala se apaciguaba hilando alguna vedija en la rueca o tramando una colcha en
sus telares. Vagando él triste por las umbrías, pensaba en ella; las algarrobas
más gordas, los mistoles mas dulces, las mas sazonadas tunas, llevábalas al
rancho.
Todo esto le costaba trabajo y pequeños dolores; pero ella, en cambio,
mostrábase indiferente, como gozándose en sus penas… Volvió una tarde sediento,
fatigado, tras un día de infructuosa pesquisa, pues, como reinaba la seca,
estaban yernos y en escasez los campos. Sangrábale la mano, porque al pretender
agarrar una perdiz boleada a lives y caída entre unas matas, pinchóle un uturucu-huakachina, el cactus espinoso
“que hace llorar al tigre”. Pidió entonces a su hermana un poco de hidromiel
para beberla y otro de agua para restañarse los harponazos.
Trajo ambas cosas, mas, en lugar de servírselas, derramó en su
presencia la bitijilla con agua y el tubo de miel.
El hombre una vez más, ahogó de desventura; pero, como al siguiente
día le volcara la ollita donde se cocinaba el locro de su refrigerio matinal,
la invitó para que la acompañase a un sitio no distante, donde había descubierto
miel abundante de moro-moros. Su
invitación encubría upalleros designios de venganza.
No vistió se zamarra profesional, ni los guanteletes, ni el
sachasombrero, ni llevó la bocina de las meleadas porque juzgaba fácil la
aventura. El árbol, un abuelo del bosque, era, sin embargo, de gigantesca
talla. Cuando llegaron allí, la persuadió a que debían operar con cuidado,
buscando beneficiarse del néctar sin destruir las abejas pequeñitas, pues se
referían historias de meleros desaparecidos misteriosamente a manos de un dios
invisibles que protege las colmenas… Sobre la horqueta más alta hizo pasar su
lazo; y preparó en un extremo a guisa de columpio para que subiese su hermana,
bien cubierta por el poncho, en defensa del enjambre ya alborotado por la maniobra.
Tirando al otro extremo, a manera de corrediza palanca, la solivió en el aire,
hasta llegar a la copa; y cuando ella se hubo instalado allá, sin descubrirse,
el empezó a simular que ascendía por el tronco, desgajándolo a hachazos,
mientras bajaba en realidad. Safó después el lazo; y huyó sigilosamente…
Presa quedaba en lo alto la infeliz.
Transcurrieron instantes de silencio.
Ella habló.
Nadie le respondía…
Como empezara a temer, solevantó la manta que la tapaba dejando apenas
una rendija para espiar. El zumbido de los insectos la aturdió, pues el armado
enjambre revoloteaba furioso en derredor, vibrante de alas y de trompas. Ese
rumor confuso revelaba la profundidad del silencio. ¿Qué podría ser? No
sospechaba la hora, ni el lugar. Ciega de horror y de coraje, se desembozó de
súbito, así la acribillaran las moro-moros;
y al descubrir el espacio, el vacio del vértigo la dominó… ¡Sola, sola, sola
para siempre!
Abandonada a semejante altura, sobre un tronco liso y largo sin otras
ramas que esas a las cuales se aferraban sus manos prietas en constreñir de
nudo, espiaba para ver si el hermano reaparecía por ahí. La acometían deseos de
arrojarse, pero la brusquedad del golpe amilanaba. No obstante, si parecía allá,
quien sabe si los caranchos voraces no vendrían a saciarse en ella como en las
osamentas de los animales que morían ignorados en el monte.
Mientras tanto la noche iba descendiendo en progresiva nitidez de
sombra. El sol, hundiéndose tras de los arboles, la impresionó mas soberbio que
nunca, iluminando el enorme lomo del bosque con su claridad apacible y decorado
el cielo de occidente por cosmogónicos esplendores. Luego vio aquella gran luz
aguarse hasta disolverse toda en la noche, ¡noche sin astros para mayor
desventura!... Nunca se le mostraron más pavoroso el cielo, ni mas callada la
breña. Viniéronle ansias locas de perderse en lo ignoto, de hender esa
inmensidad de arboles y tinieblas, a llenar el silencio de un solo grito.
Mas, ahora, se le añuscaba la garganta muda y la lengua se le pegaba
en a la boca con sequedad de arcilla.
Tiritaba como si el ábrego la azotara con su punzante frío y sentía el
alma toda mordida por implacables remordimientos. Los pies, en el esfuerzo
anómalo con que ceñían su rama de apoyo, fueron desfigurándose en garras de búho;
la nariz y las uñas se encorvaban; y los dos brazos abiertos en agónica
distensión emplumecían desde los hombros a las manos. Dispnea asfixiante la
estranguló; al verse, de pronto, convertida en ave nocturna, un ímpetu de valor
arrancóla del y la empujó a las sombras.
Así nació el Kacuy, y la pena que se rompió en su garganta llamando a
aquel hermano justiciero, es el grito de contrición que aún resuena sobre la
noche de los bosques natales, gritando:
-¡Turay… turay… turay…!...
Ricardo Rojas.
“El País de la
Selva”.
El argentino, pág. 121-124.
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