Era en 1840, año 31 de la Libertad, 25 de la Independencia y 11 de la Confederación Argentina, según rezaba la terminología oficial implantada por Rozas. Frente al macizo edificio del histórico cabildo de Santa Fe, cuyas paredes desprovistas de chapiteles y columnata, se van hundiendo lentamente sin agrietarse sus amarillentos revoques, -un hermoso caballo pangaré lujosamente enjaezado con un apero criollo, tascaba la coscoja y escarbaba el suelo con los delgados remos.
Un mocetón de cuya cintura colgaba un sable corvo y lucía en la cinta del chambergo puntiagudo una ancha divisa roja con emblemas federales, tenía del cabresto el caballo que se revolvía inquieto como si sintiera apuro por correr libre en la campiña que desarrollaba a lo lejos su paisaje verdeante.
Clavada por el regatón en la arena de la calle se veía una larga lanza cuya moharra brillaba al sol con reflejos rápidos de bruñida lámina. El viento hacía ondular suavemente la pequeña banderola adornada con flecos de oro, en cuyo centro se destacaban -negras y fatidicas- aquellas tres letras -F o M- que fueron el credo de un partido poderoso…
Dos hombres aparecieron conversando bajo la galería del cabildo.
De mediana talla el primero, de rostro trigueño, y ojos grandes, enérgicos y negros como, su cabello, vestía sencillamente a pesar de su alta jerarquía militar, -era el general don Juan Pablo López, heredero en el mando, de su hermano don Estanislao, el famoso caudillo de la federación, gobernador vitalicio de Santa Fe desde 1818 a 1838 en que falleció.
El otro, joven de 25 años, de ojos verdosos e inquietos y cabellera rubia y rizada, era el teniente Vergara uno de los vencedores en El Tala contra Rodríguez del Fresno, en el Arroyo de Cayastá contra Vera, y cuya lanza se había teñido en la sangre del indio salvaje en la feroz matanza de Loreto.
Hablaron algunos instantes y se despidieron. El oficial-saltó sin tocar el estribo al brioso pangaré que se encogió tembloroso al sentir el acicate en los ijares, se aproximó a la lanza, la empuñó con mano vigorosa poniéndola en ristre, y, dirigiéndose al general, dijo:
-¿Y qué más ordena V. E. para Buenos Aires?…
-Nada, teniente. Digalé al Restaurador que aquí estamos siempre firmes y listos; ¡que viva sin cuidado de estos maulas de unitarios!
El oficial saludó con una inclinación de cabeza y picando la espuela partió a galope hacia el sud, a galope tendido.
López permaneció de pie mirando al que se alejaba hasta que lo perdió de vista tras un recodo de la calle y sólo quedó flotando una bruma ligera de polvo gris que el viento dispersaba.
Un corpulento negro se acercó a brindarle un mate que el caudillo saboreaba lentamente, mientras el moreno -en su oficio de gaceta palaciega- le iba noticiando de todas las menudencias que por aquellos tiempos informaban la chismografía en la tranquila villa de la Vera Cruz…
La tarde iba cayendo. Las primeras sombras del triste crepúsculo avanzaban en la llanura rumorosa apagando los resplandores del sol que lanzaba sus postreras llamaradas al sepultarse en la línea movible de las aguas del Paraná.
Una brisa fría, cortante, azotaba el rostro del oficial y su asistente que rumbo al sudeste se internaban a campo traviesa esquivando las poblaciones.
Pronto se extinguieron totalmente las luces del día y la noche encendió en las llanuras del cielo las primeras, blanquecinas estrellas. La cruz del sur rasgó la densa tiniebla alzando en el lejano horizonte 1os cuatro puntos luminosos de sus brazos eternamente abiertos, como un faro del desierto. Pero el cielo empezó de pronto a ponerse sombrío, obscuros nubarrones cruzaban en tropel barridos por el viento pampero, y una lluvia de gotas pesadas -que caían como chuzazos- se desencadenó dejando a los viajeros con las ropas chorreando agua y sin saber qué camino seguir.
Era sin duda bien afligente la situación del pobre oficial -portador de importantes comunicaciones para Rozas- extraviado en la pampa bajo la lluvia inclemente, sin más compañero que el fiel soldado y la lanza que oprimía con mano nerviosa mientras su mirada giraba ansiosa buscando un rayo de luz que le indicara el rumbo perdido.
¿Y si esa luz era del vivac enemigo e iba a caer indefenso en manos de los que tanto habla combatido? Cuál sería su suerte, no era difícil preverlo; las prácticas de la guerra no. eran muy humanitarias con los prisioneros en aquellos tiempos de ruda barbarie en que las represalias sangrientas parecían haber autorizado toda clase de atrocidades. El ivoe victis! del galo flotaba implacable como un rugido de fiera ávida de sangre…
Estas tristes cavilaciones se hablan apoderado del militar que marchaba al paso de su cabalgadura, dejándose llevar inconsciente, abatido y sombrío. De pronto levantó la frente altanera y como lanzando un reto al destino:
-Sigamos -dijo con voz resuelta y clavando las espuelas al caballo se perdió en las sombras de la noche.
Vagaron largo tiempo sin rumbo, hasta que una pequeña luz apareció centelleando en la tiniebla como el ojo de un cíclope guardián misterioso de aquellas soledades. El soldado -un valiente probado en muchas peleas a cuchillo delante del palenque en las pulperías o en la raya del andarivel en las carreras-, sintió sin embargo erizársele el pelo cuando oyó decir al teniente:
-Aquél ha de ser el fogón de algún rancho, vamos allá a secarnos la topa que me estoy tullendo de frío.
-Mire teniente, que puede ser la luz mala de un alma en pena -se atrevió, a objetar el soldado, que en gnorancia supersticiosa creía en esas consejas tan arraigadas en nuestros campos.
-Sí, como almas en pena vamos a quedar, si en lugar de un rancho es el campamento de una partida de salvajes unitarios… Pero de todo 'modos entre morirnos de frío o morir peleando, prefiero lo último, ¡qué diablos!, pues ya el brazo se me va entumeciendo de llevar la lanza ociosa.
Con esta fanfarronada de guapo, el asistente cobró ánimo y haciendo sonar el sable dentro de la vaina agregó resuelto:
-Lo que es éste tampoco tiene pereza y, si la ocasión se presenta, su filito ha de probar que no lo maneja un manco…
La alegría tornó a sus espíritus y bromeando sobre muertos y aparecidos llenaron junto al cerco de una estancia en cuya cocina chisporroteaba una alegre fogata. Un escuadrón de perros se abalanzó a darles la más hostil acogida, castañeteando los dientes enfurecidos. Un viejo paisano apareció y llamándolos por sus nombres, les distribuyó algunos rebencazos para alejarlos, e invitó a los desconocidos a que se bajaran.
Los caballos fueron atados a soga dentro del rastrojo para tenerlos a mano, y media hora más tarde encima de una tosca mesa, humeaba una fuente de suculento puchero con choclos.
La dueña de casa, una viuda joven aún, pidió al militar que la acompañara a compartir la cena. Aquél no se hizo repetir el ofrecimiento y acercó su silla con intención de devorar en vez de comer, tal era el hambre que traía; pero en ese mismo instante apareció una hermosísima muchacha -linda y fresca como las margaritas silvestres, de ojos rasgados y rostro moreno al que hacían marco dos
trenzas negras, lustrosas y pesadas que caían sobre la espalda e iban a terminar bajo la curva ondulante de las caderas.
La joven le tendió la mano y fue a tomar asiento al lado opuesto frente al oficial, que desde aquel momento apenas probó la comida por lanzarle miradas furtivas.
Terminada la cena y después de haber charlado durante un buen rato, la madre puso término a la agradable velada, despidiéndose del teniente que iba a seguir viaje en cuanto apuntara el lucero.-
La niña tomó de la fuente la más dorada- mazorca y un jarro de leche, y acercando una silla a la pared trepó al respaldar y sobre una cornisa los colocó cuidadosamente. Descendió ágil y sonriendo estrechó la mano del huésped ocultándose a sus miradas ansiosas tras la muralla de algarrobo que la madre interpuso cerrando la puerta de su dormitorio…
Todo quedó en silencio en el sosiego de la noche cuya quietud sólo interrumpía de tarde en tarde, el balido de la oveja que en el corral vecino buscaba al hijo abandonado mientras dormía entre las matas del carrizal, o el grito de alerta de los teru-teros defendiendo el nido de las comadrejas cebadas.
Entretanto el oficial se revolvía en el lecho sin conciliar el sueño soñando despierto con la imagen de aquella criatura bella, que dormía a pocos pasos, castamente protegida en su inocencia de aquel devaneo amoroso que turbaba el corazón del militar como un presagio vago de ventura.
Mas el hambre le hizo olvidar de tales deliquios y un pensamiento travieso cruzó por su imaginación:
-¡Qué diablos! -se dijo- a que me estoy enterneciendo con amoríos imposibles, dentro de pocas horas me alejaré de su lado y tal vez mañana la lanza de un salvaje me tienda panza arriba en una cuchilla. No, lo que es yo no aguanto más el hambre.
Y deslizándose del lecho, buscó a tientas en la obscuridad la silla que la joven dejó arrimada a la pared, y una vez encontrada trepó resueltamente, su mano se agitó en el vacío rastreando el objeto deseado, -el plato con el choclo cocido y el jarro de leche.
Tropezó por fin con la cornisa donde descansaron aquellas verdaderas manzanas de oro del jardín de [las] Hespérides que ningún dragón custodiaba; la mano corrió confiada sobre la tabla, cuando de pronto: ¡Zás! un ruido seco como el de un tronco añoso que se raja hirió sus oídos y un dolor agudo se extendió por todo su brazo. Pretendió retirar la mano y no pudo, estaba cazado por una garra invisible que lo oprimía en sus músculos acerados, y cuyos dientes penetraban en la carne a cada tentativa de escape. Al mismo tiempo percibió netamente la voz jubilosa de la niña que desde la pieza vecina gritaba: -¡Máma, cayó el matrero!
Entonces comprendió su espantosa situación, había sido sentido, no tardarían en venir y lo encontrarían colgado como un racimo, en un traje que no distaba mucho del adánico. Se debatió con valor por arrancarse de la garra maldita, sus uñas se clavaban en la pared desesperadamente, los pies buscaban en vano un punto de apoyo pues la silla que lo sostenía había rodado por el suelo, y encima de ella los calzoncillos, mudos acusadores del delito vergonzante, estaban allí, caídos como un baldón sobre el pavimento…
La viuda y la hija aparecieron trayendo luz, y, conteniendo apenas la risa arrimaron la mesa a la pared; ¡y fué esa pequeña mano que hacía un instante soñaba cubrir de besos largos y apasionados, la que lo libertó de la trampa donde se había cazado en vez de la rata dañina para quien se armaba todas las noches!
El teniente, rojo de vergüenza explicó tartamudeando su aventura. -Creía que en el jarro habían colocado agua y como sintiera mucha sed se levantó para beberla.
Las dos mujeres se dieron al parecer por satisfechas y lamentando la desgraciada equivocación lo dejaron solo volviendo al lecho abandonado. Pero no bien se hubo cerrado la puerta, sintió la risa comprimida de la muchacha, que estallaba en una carcajada estrepitosa, sonora, de esas que hacen saltar las lágrimas de placer…
A esa misma hora el oficial ordenaba al soldado que ensillara y montando apresuradamente se alejó maldicíendo de aquella luz -mala que lo, condujo al hogar, donde tuvo tan venturoso ensueño y qué la más brutal de las realidades acababa de disipar.
La lluvia había cesado, la luna blanca, serena, rodaba silenciosa en el fondo del cielo. Miró por última vez la tranquila casita rodeada de álamos enhiestos y sombrías higueras, y se perdió en la pampa solitaria, guiado por la trémula lumbre de las estrellas…
Muchos años después, un noble anciano -cuyo nombre ha resonado más de una vez en la historia de Entre Ríos, desde la memorable jornada de Caseros en que combatió bajo las órdenes del general Urquiza-, nos refería esta aventura rigurosamente histórica de su juventud, y agregaba riendo alegremente:
-Siempre que veo la mazorca de un choclo cocido o una trampa abierta esperando a una rata dañina, de entre el montón informe de mis recuerdos, se levanta la dulce imagen de aquella hermosa muchacha de ojos y trenzas negras, que gritó una noche con voz jubilosa:
-¡Máma, cayó el matrero!
Recuerdos de la Tierra de Martiniano Leguizamón
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