Un cazador de ocasión, observador y filósofo por temperamento, de espíritu analítico y sagaz, a quien yo mucho quería, mató en sus andanzas cinegéticas uno de esos patos negros de cuerpo aplastado y cabeza de víbora, que suelen verse como pegados en las grandes piedras de nuestros arroyos y a los que nadie molesta por ser "pato hediondo".
Cuando nuestro hombre llegó con su pato a la linda casa en donde se hospedaba, fue recibido con ruidosa hilaridad: la gente reía a carcajadas, alguien disculpaba el error del cazador, pero las mujeres, sobre todo, se apretaban la nariz y mirábanse a los lados, como dispuestas a huir.
-¡Puff, el pago hediondo!
-Solamente a usted se le puede ocurrir matar un pato hediondo!
-¡Dios mío, qué disparate!
-¿Y para qué lo trae?
-Para que lo comamos en el almuerzo -dijo el cazador.
Todas las manos se dirigieron hacia él, y una exclamación, mezcla de terror y asco, hizo vibrar el aire.
-Pero, díganme con calma, señoras y señores, ¿han probado alguna vez un pato hediondo?
-¿Nosotras? ¡Sólo que estuviéramos locas de remate!
-¿Y ustedes, caballeros?
-¡No, hombre! ¡Cómo quiere...!
-Pues entonces probémoslo, y en último caso que me lo preparen para mí: experimentaremos -dijo el cazador.
La cocinera se apoderó del pato.
Cuando en medio del almuerzo apareció la sirvienta con el pobre animal tendido de lomo sobre una gran fuente de porcelana floreada, engalanado con brillante lechuga, discos de tomates rojos y redondelas de huevos; las canillas tiesas y envueltas en papel picado, parodiando calzones, el pescuezo en forma de interrogante, y las alas contraídas y rígidas, un profundo silencio reinó en el comedor. Sin embargo, en todas las caras relampagueaban risas ocultas, comprimidas, prontas a estallar como bombas al primer contacto.
-Vamos a ver, traigan para aquí ese animal! -dijo el interesado, haciendo crujir el trinchante contra la chaira-. Quien se anime a comer esto, que avise -agregó, y la hoja reluciente del cuchillo se hundió silenciosa en el cuerpo del pato, buscando con afán sus coyunturas.
-La verdad es que no se siente ningún mal olor -replicó la señora dueña de casa, con cierta indecisión, pero alcanzando el plato para que la sirvieran.
Sea por imitación o por lo que se quiera, el hecho es que todos siguieron el ejemplo de la valiente dama y probaron el pato.
-¡Delicioso! -exclamó la señora, en plena lucha con un muslo.
-¡Espléndido! ¡Riquísimo! -dijeron todos en coro.
-Pero ¿quién habrá sido el bruto que se le ocurrió llamarle pato hediondo?-refunfuño el viejo abuelo, chupeteando un ala con fruición, y haciendo chasquir su labio caído y embadurnado de aceite-. ¡Vean no más las consecuencias de un prejuicio! -dijo- Si no hubiera sido ese animal, y no me refiero al pato, no sería yo quien viene a probar esta delicia allá a los setenta años, cuando un estornudo es capaz de hacerme volar los pocos dientes que en mi boca bailan la danza macabra. ¡Ah, los prejuicios! -prosiguió el abuelo, meneando la cabeza y haciendo correr por sus labios el ala del pato a estilo de flauta.
-Los prejuicios, con todas sus variaciones y corolarios -agregó un comensal- han hecho y hacen más daño a la humanidad que todas las tiranías. Ellos envuelven al hombre en una malla casi imperceptible, pero tan resistente, que imposibilita todo movimiento, todo pensamiento, toda acción. En el camino de la vida, producen el efecto del jabón en el rail: la locomotora llega haciendo retemblar la tierra, resoplando y arrojando a borbotones fuego, vapor y humo; un impulso platónico la anima; nada puede impedir su paso; pero de pronto la veis titubear como espantada; sus grandes ruedas motrices se resuelven en el mismo sitio sin avanzar un palmo; sus largas y brillantes palancas accionan con desesperación, semejando los brazos de un náufrago; duchas de vapor abren silbando las válvulas y se arrojan al espacio, perforando el aire con sus conos blancos. El monstruo gime envuelto en una nube. Se oye el golpe seco y sucesivo de los vagones que vienen llegando: el tren se ha detenido. De qué se trata? Simplemente de un poco de jabón extendido sobre los rails.
Las preocupaciones sin fundamento, los prejuicios, es decir, los patos hediondos, son el jabón que detiene la marcha de ese tren que llamaremos progreso.
En la gran laguna, más o menos turbia, denominada sociedad, no se puede uno mover sin que vuelen por bandadas los patos hediondos.
-Ha ¿leído usted a tal autor?
-¿Yo? Pero, mi amigo, ¡si ése es un loco!
(O bien puede decir un beato, un incrédulo, un fanático, según el cliente interrogado.)
-¿Un loco, dice?
-Sí, pues.
-¿Qué obra es la que usted conoce de ese loco?
-¿Yo? Ninguna
-¿Y entonces...?
-Sí, pero todo el mundo dice que es un loco.
Pato hediondo.
-Si va usted a las sierras, no se descuide con los chelcos; su mordedura es terrible, le prevengo; mil veces, usted sabe, peor que la de la víbora: pregunte usted a cualquiera y verá.
-Pero si casualmente he preguntado a cuanto habitante de la sierra encontré con cara de verídico, y me dijeron lo que usted; sin embargo, ellos no habían visto jamás "por sus propios ojos" una persona o animal envenenados por el chelco, lo que no quita que le tiemblen. Después, usted sabe que, según los naturalistas, no existe animal de cuatro patas y cola que sea venenoso.
-No lo dudo, amigo, pero no se descuide; mire que deben ser muy ponzoñosos.
Pato hediondo, también. Y así, de esta suerte, veremos volar patos en todas direcciones, oscureciendo el aire con sus negras alas.
Martin Gil,
Antología, págs. 43-46
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