Era don Antonio
Solar, por los años de 1558, uno de los vecinos más acomodados de esta ciudad
de los Reyes. Aunque no estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca,
llegó a tiempo para que, en la repartición de la conquista le tocase una buena
partija. Consistió ella en un espacioso lote para fabricar su casa en lima, en
doscientas fanegadas de feraz terreno en los valles de Supe y Barranca y en
cincuenta mitayos o indios para su servicio.
Para nuestros
abuelos tenía valor de aforismo o de artículo constitucional este refranejo: -
Casa en la que vivas, viña en la que bebas, y tierras cuantas veas y puedas.
Don Antonio formó
en Barranca una valiosa hacienda, y para dar impulso al trabajo mandó traer de
España dos yuntas de bueyes, acto a que en aquellos tiempos daban los
agricultores la misma importancia que, en nuestros días, a las maquinarias por
vapor que hacen venir de Londres o de Nueva York. “Iban los indios, (dice un
cronista) a verlos arar, asombrados de una cosa para ellos tan monstruosa, y
decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, empleaban aquellos
grandes animales”
Fue don Antonio
Solar aquel rico encomendero a quien quiso ahorcar el Virrey
Blasco Núñez de Vela, atribuyéndole ser autor de un pasquín en que, aludiéndole
a la misión reformadora que Su Excelencia traía, se escribió sobre la pared del
tambo de Barranca: Al que me echare de mi casa y hacienda, yo lo echaré
del mundo.
Y pues he empleado
la voz encomendero, no estará fuera de lugar que consigne el
origen de ella. En los títulos o documentos en que a cada conquistador se
asignaban terrenos, poníase la siguiente cláusula: “Item, se os encomiendan
(aquí el número) indios para que los doctrinéis en las cosas de nuestra fe”
Junto con las yuntas
llegáronle semillas o plantas de melón, nísperos, cidras, limones, manzanas,
albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de
Castilla no conocidas por los naturales del país, que tal hartazgo se darían de
ellas cuando a no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después,
bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, se publicó un bando que los
curas leían a sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a los
indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales efectos mataserrano.
Llegó la época en
que el melonar de Barranca diese su primera cosecha, y aquí empieza nuestro
cuento.
El mayordomo
escogió diez de los melones mejores, acondicionándolos en un par de cajones y
los puso en hombros de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.
Habían avanzado los
conductores algunas leguas y sentáronse a descansar junto a una tapia. Como era
natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos y se
entabló en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.
-¿Sabes hermano –
dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena-, que he dado con la manera de
que podamos comer sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de la
tapia que no viéndonos ella comer no podrá denunciarnos.
La sencilla
ignorancia de los indios atribuía a la escritura un prestigio diabólico y
maravilloso. Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino
espíritus, que no solo funcionaban como mensajeros, sino también como atalayas
o espías. La opinión debió parecer acertada al otro mitayo, pues sin decir
palabra, puso la carta tras la tapia, colocando una piedra encima, y hecha esta
operación se echaron a devorar, que no a comer, la agradable e incitante fruta.
Cerca ya de Lima,
el segundo mitayo se dio una palmada en la frente, diciendo:
-Hermano, vamos
errados. Conviene que igualemos las cargas; porque si tú llevas cuatro y yo
cinco, nacerá alguna sospecha en el amo.
-Bien discurrido,
dijo el otro mitayo.
Y nuevamente
escondieron la carta tras otra tapia, para dar cuenta de un segundo melón, esa
fruta deliciosa, que, como dice el refrán, en ayunas es oro, al mediodía es
plata y por la noche mata: que, en verdad, no la hay más indigesta y
provocadora de cólicos cuando se tiene el “pancho” lleno.
Llegados a casa de
don Antonio, pusieron en sus manos la carta, en la cual le anunciaba el
mayordomo el envío de diez melones.
Don Antonio, que
había contraído compromiso con el arzobispo y otros personajes de obsequiarles
los primeros melones de su cosecha, se dirigió muy contento a examinar la
carga.
-¡Cómo se entiende,
ladronzuelos!...- exclamó bufando de cólera- El mayordomo me manda diez melones
y aquí faltan dos- y don Antonio volvía a consultar la carta.
-Ocho, no
más, taitai -contestaron temblando los mitayos.
-La carta dice que
diez, y ustedes se han comido dos por el camino... ¡Ea! Que le den una docena
de palos a estos pícaros.
Y los pobres
indios, después de bien zurrados, se sentaron mohínos en un rincón del patio,
diciendo uno de ellos:
-¿Lo ves, hermano? ¡Carta
canta!
Alcanzó a oírlo don
Antonio y les gritó:
-Sí, bribonazos, y
cuidado con otra, que ya saben ustedes que la carta canta.
Y don Antonio
refirió el caso a sus tertulios y la frase se generalizó y pasó el mar.
Ricardo Palma
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