Mañana. Estío. Resol. El pedregal de la sierra parece crujir en el entendimiento de la lumbre. Sobre la plancha de una peña lisa, como si se asara, una lagartija se solea. Su traje de luces concentra el sol y los esmaltes de todo un verano, y su presencia habla de los tres reinos: animal, pues se ve en ella una bestezuela; vegetal, por asemejarse a una ramita verde; y mineral, por parecer hecha de cobre y mica. Y también recuerda los cuatro antiguos elementos: la tierra, en su arcilla animada; el agua, en su aspecto de charco con verdín, al sol; el aire vibrátil, en el espejo que la circunda; y el fuego, en el vivo llamear de sus brillos.
Así, inmóvil, hierática, es una pequeña deidad egipcia tallada primorosamente, desde el acucioso triángulo de su cabeza de ojos chispeantes, los soportes de sus patas, la sierpe de su cuerpo, hasta el látigo de su cola que se prolonga en un cordelito, apéndice este que, en caso de peligro, si se la a presa por él, lo corta de una dentellada, abandonandolo, y durante varios minutos queda ese apéndice retorciéndose entre saltos, como una lombriz recién desenterrada.
Recibe toda la luz y la recrea, tocándola en reflejos y colores. El mismo sol parece mirarla fijamente, y esa mirada del sol también la capta y, como un espejo, la proyecta acrecentada. Toda ella es una obra de arte acabada y perfecta, logro de un artista mágico… Hasta la piedra en que se asienta, gris y opaca, contribuye a realzarla.
Viendo esa talla inimitable, acude a mi mente una leyenda de tierras aztecas, leída no recuerdo dónde y titulada “La lagartija de esmeraldas”:
“Érase que se era un padrecito santo que moraba al pie de una sierra, entre las inocentes criaturas del Señor, y al que todos los pobres de la región acudían en sus tribulaciones. En una mañana como ésta, acudió a él un indio menesteroso en demanda de algo con qué aplacar el hambre de su mujer y sus hijos. Lo halló en el sendero, cerca de su morada, y con voz de sentida angustia le narró sus penas, pidiéndole ayuda para remediarlas.
El buen padrecito, que por darlo todo nada tenía, sentíase conmovido por tanta miseria, y hondamente apenado por no poder aliviarla; y así conmovido y apenado, púsose a implorar la Gracia Divina. Mientras rezaba mirando a su alrededor, sus ojos se posaron en una lagartija que a su vera se soleaba, y alargó hacia ella su mano, tomándola suavemente. Al contacto de esa mano milagrosa, la lagartija se trocó en una joya de oro y esmeraldas que entregó al indio diciéndole:
-Toma esto y ve a la ciudad y en alguna prendería empéñalo, que algo te darán por ello.
Obedeció el indio y, con lo obtenido, no sólo remedió su hambre y la de los suyos, sino que pudo comprar alguna hacienda que luego prosperó, y cuando su situación fue holgada, años después, pensó que debía restituir al legítimo dueño aquella joya que de tanto provecho le había sido. La desempeñó y en una hermosa mañana estival volvió con ella en busca del padrecito, a quien halló en el mismo sitio del primer encuentro, aunque mucho más viejo y, de ser ello posible, más pobre.
-Padrecito querido -díjole el indio-. Aquí le vuelvo esta joya que usted una vez me dio y que tanto me ha servido. Ya no la necesito, tómela usted, que con ella acaso pueda socorrer a otro. Muchas gracias, y que Dios lo bendiga…
El viejecito nada recuerda ya. Con aire distraído la toma, depositándola con suavidad sobre un peñasco. Nuevamente, y por el milagro de sus manos, aquel objeto precioso vuelve a ser lo que antes había sido, una lagartija, que echa a andar lenta en dirección a su cueva.”
Juan Burghi
Zoología lírica, págs. 115-117
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