El administrador de la estancia The Green Land,' más
conocida en Capibara-Cué por L 'estansia 'e loj inglese, se golpeó con la fusta
la brillante caña de charol de la bota, de su pierna izquierda y dijo:
—El caso es muy delicado, don Frutos… Desde hace algún
tiempo vienen desapareciendo cosas del poder de nuestros huéspedes.
—¿Qué cosas, por ejemplo?
—Una cigarrera de oro de la señora López Arango, un
anillo con un topacio de la señora Schinck, la cartera con $200 al señor Da Souza
y, ayer, un prendedor de la señorita Morgan. Al principio pensé que serían
pérdidas o extravíos, pero la repetición de los mismos es sospechosa.
—¿Por qué no denunció al principió? —deslizó el
oficial Arzásola.
—Nuestros huéspedes son todas personas de dinero y no
quieren escándalo.
—¿Podría ser alguno de la servidumbre? —prosiguió el
sumariante.
—Así lo creíamos al comienzo, pero los criados son de
toda confianza y hace años vienen desempeñando las mismas funciones, sin que
nunca ocurriera nada. Por otra parte, registramos sus ropas y pertenencias sin
hallar los objetos perdidos.
—¿Y cómo pa jue lo 'e ayer? —preguntó el comisario.
—La señorita Morgan dice que, cuando despidió a la
mucama, a las 10 de la noche, todavía tenía el broche. Después estuvo jugando
al bridge con las otras damas y que, luego, al ir a su dormitorio, lo dejó
sobre el "toilette" para darse primeramente una ducha, porque la
noche era calurosa. Cuando salió del baño fue a la cama, directamente, y esta
mañana, al despertarse, recordó que no había guardado la joya y al intentar
hacerlo ya no la encontró.
—¿La mucama pudo haber vuelto?
—No, señor. La servidumbre se retira a las 10 de la
noche y está alojada en otra sección completamente separada. Los huéspedes
viven en un ala del chalet, con una sola puerta de acceso cuya llave está siempre
en mi poder.
—Tonses, pa mi ver, tiene que ser algún güespe
nomá sentenció don Frutos.
—Es absurdo, señor comisario —protestó el
administrador—Todos son gente de alcurnia e intachables antecedentes…
—Pu acá solemos decir: Tuitos somo onraos, pero el
poncho no aparece.
—¿Y qué desea de nosotros?
Interrumpió el oficial, viendo al visitante un poco
molesto por la crudeza de las sugerencias de su superior.
—Me gustaría que uno de ustedes fuese a la estancia como
invitado y tratase de aclarar el asunto, pero sin hacer preguntas enojosas y
con mucho tacto ya que son gente de sociedad y muy puntillosa.
—¿Loj hombre tamién? —preguntó don Frutos.
—Los hombres más, todavía.
—Cha digo, yo creí que sólo las mujeres tenían puntillas.
—No, quiere decir que se enojan fácilmente. —aclaró
Arzásola.
—Güeno —accedió don Frutos—, esta tarde lo vua mandar al
ofisial que sabe andar entre esaclase 'e personas y comer con tuito ese
cubierterío que le ponen. Yo apenas si sé usar el cuchillo, la cuchara y el
tenedor y hasta me bastan los dedos y el cuchillo cuando es asao…
Desde que los visitantes de la estancia eran
completamente ajenos a la zona convinieron en presentar a Arzásola como al hijo
de un estanciero de las vecindades y fijaron la hora en que iría, por la tarde,
tras lo cual el administrador se retiró. Luego el comisario dijo al cabo Leiva:
—Agarra 'l máuser y te cruzas pa l'isla. Vas y matas
un yacaré a loj grahdote y…
—Ta güeno, mi comesario —dijo el aludido y salió a
cumplir su diligencia.
—Vo Ojeda —mandó al agente— toma esto $ 50 y decile *l
almacenero que te la cambee por plata paraguaya que abulta mucho.
Enseguida, dirigiéndose a su ayudante, le dijo:
—En cuanto a vo m'hijo, escúchame bien…
Le dio una serie de instrucciones y finalizó:
—Tonse, te acercas a la ventana y hasé una señal con
la linterna que yo vua dir.
Míster Henry Williams, uno de los dueños de la
estancia fue el encargado de introducir aloficial en el círculo selecto de sus
amistades.
—El señor Luis Arzásola…
La señora Schinck, alta, flaca y seca, apenas si movió
la cabeza en un esbozo de saludo. En cambio sus dossobrinas, las señoritas
Isabelle Morgan y Elsie Best le sonrieron complacidas.
—¿Juega al tenis, señor Arzásola? —preguntó la primera.
—Un poco.
—Muy bien, si quiere, mañana podemos practicar.
—Complacido.
La marquesa de Encinares lo miró a través de sus
impertinentes con aros de oro y preguntó:
—¿Emparentado seguramente con los condes de Arzásola y
Mendia de San Sebastián?
—No, señora. Mi familia, que yo sepa, ha sido siempre
de la clase media.
Y así fue conociendo al esposo de la marquesa, un buen
hombre obeso y calvo, dueño de una hilandería, al señor López Arango y señora y
a varios otros invitados. Una joven llamada Arlette Dubois, novia del hijo de
Mr. Williams, le preguntó:
—¿Ha leído usted a Mallarmé, señor Arzásola?
—Sí, señorita, y también a Apollinaire, aunque
prefiero a los poetas ingleses, Shelley, por ejemplo.
—Igual que yo —intervino Elsie Best, y, en seguida,
prosiguieron hablando de literatura.
Cumpliendo las instrucciones de don Frutos sacaba a
cada instante su abultada cartera y repartía tarjetas como si fuera un
provinciano ostentoso. Antes de la cena, dijo como al descuido a la señorita
Morgan, pero con voz suficientemente audible para todos:
—Bueno, voy a dejar esta pequeña maleta en mi pieza.
No acostumbro a andar con tanta plata encima, pero, como vine a vender una
tropa de novillos…
—Yo que usted, señor Arzásola… —empezó la señorita Morgan.
Pero una fría mirada de la señora Schinck la detuvo.
—¿Qué iba a decir, señorita?
—Nada, era algo sin importancia.
—Con su permiso, entonces.
Fue a su habitación, se colocó unos guantes y cambió
los billetes de la cartera por otros que le había dado don Frutos y estaban en
una caja. Distribuyó los suyos en los bolsillos y, dejando la cartera sobre la
mesa de luz, salió cerrando solamente la puerta con tela metálica que impedía
la entrada de insectos detrás de la cual se veían perfectamente los objetos de
la pieza. Luego fue a reunirse con los demás, bebió unos copetines, bailó con
las jóvenes y durante lacena conversó animadamente con sus compañeros
ocasionales. Terminada ésta pasaron al salón de fumar a contar anécdotas y
tomar café, mientras las damas se retiraban, por un momento, a sus
alojamientos, para volver al rato al comedor ya arreglado para las partidas de
naipes, ajedrez, damas o dominó según sus preferencias. Arzásola también fue a
su cuarto, vio que de la mesita de luz había desaparecido la cartera, pero no
se afligió. Se acercó a la ventana y encendió y apagó tres veces la luz de una
linterna que guardaba entre sus ropas, luego de lo cual se fue a integrar una
partida de poker. A las 10 de la noche se retiraron los sirvientes y sólo
quedaron los invitados, el bufetero y el administrador. Después de un rato se
oyeron unos golpes a la puerta y el último de los nombrados acudió a abrir.
—¿Quién podrá ser a estas horas? —dijo míster
Williams.
—Alguna mucama que se olvidó de hacer algún encargo.
—sugirió la señora de Schinck.
Pero todos callaron cuando vieron al administrador
avanzar seguido por la torpe figura de don Frutos.
—Güeñas noches, señor Güilliams —dijo a modo de introito—;
pasaba por estas cercanías y quise dentrar a saludar a sus convidados…
—El señor es don Frutos Gómez —explicó el dueño—,
comisario de Capibara-Cué.
—Antonio López Arango —dijo el más próximo y le tendió
la mano.
Don Frutos se la estrechó y luego hizo el gesto
característico en él de mesarse la barba.
—Mi señora —volvió a agregar el primero.
Entonces, haciendo una reverencia al estilo palaciego,
el comisario se inclinó sobre la mano como si fuera a besarla, pero sin llegar
a ella.
—¡Qué versallesco! —dijo la impetuosa señorita Morgan—
Preséntemelo.
El oficial así lo hizo y don Frutos repitió el gesto.
Los invitados se esforzaban por reprimir una sonrisa, pero don Frutos prosiguió
saludando a todos en idéntica forma. Luego dijo:
—Aura, don Güilliams, quiesiera haular con usté y
l'alministrador siempre que los demás medeán su lisensia.
—Concedido —dijo la alegre Isabelle Morgan e imitó burlescamente
la reverencia.
Los tres hombres se retiraron hacia una oficina y los demás
continuaron comentando las anticuadas maneras del funcionario lugareño. Al rato
el administrador se acercó a Arzásola y le dijo:
—¿Podría venir conmigo un ratitó?
El oficial lo siguió y la señorita Best preguntó a su
prima, la señorita Morgan:
—¿Para que lo querrán?
—A lo mejor para completar una mesita de poker, porque
ya se le adelantó el marqués. Cuando el oficial entró en la oficina encontró a
míster Williams visiblemente excitado, diciendo:
—No puedo aceptar tal cargo y responsabilizo a usted
por las consecuencias.
—Pero sí don Güilliams, yo me responsabilo.
—¿Qué ocurre, señores? —interrogó el marqués— Es algo
horrible, increíble… Pero yo me lavo las manos en este asunto.
—Deje nomá que yo le vua esplicar —continuó
imperturbable don Frutos— El caso es que aquí han andao perdiéndose cosas.
—Hoy a mí me robaron la cartera —agregó Arzásola.
—¡Y yo qué tengo que ver con ello! No pretenderá usted
que… —se indignó el aristócrata.
—Usté no, pero su mujer sí —dijo don Frutos.
—¡Cómo se atreve a decir semejante insolencia!
—Sencillo, porque le tendí una trampa y cayó.
—Si usted no estuvo por acá…
—Yo no, pero mi oficial sí…
—El señor… el señor… ¿no es hijo de un estanciero,
entonces?
—Apenas si oficial de policía —contestó el aludido.
—Pero es absurdo… —intervino el dueño—. Es una acusación
monstruosa… ¿Cómo puede probarlo?
—Registrando la pieza. Allí estarán las cosas robadas,
pues…
—Usted no puede estar seguro de ello.
—Y güeno, vamoj a ver. La plata que l'ofisial puso en
la cartera estaba frotada con Pasmicle.
—¿Qué es eso?
—Almizcle. Una substancia odorífera que tienen algunos
saurios. —explicó el oficial.
—Exacto; es el tufo que echan los yacareses y que
tienen n'unas bolsitas: dos en las carretillas y dos en la cola; la catinga es
juerte y dura pa salir.
—No entiendo. —siguió diciendo míster Williams
mientras el marqués estaba pálido e inquieto.
—¡Pero si está claro! Cuando yo le daba la mano a loj
hombres y dispué me la pasaba por la barba era pa sentirle l'olor. Con las
damas era más fásil porque al inclinarme sobre la mano le podía ver si jedía a
yacaré, y la de la marquesa tenía un olor que se sentía a pesar del perfume, y tonses
me dije: Ésta es la que sacó la plata.
—¿Basta! No siga que tiene razón. —concedió el
marqués— Pagaré lo que sea, pero que el asunto no se haga público. Mi pobre
mujer ha vuelto a las andadas, aunque ya la creía curada, porque la pobre es
cleptómana…
—Pa mí es robona. —expresó don Frutos— Y pa la
justicia igual que todos, ansí qué me la vuallevar.
Mas el dueño, el administrador y el marqués arguyeron
tanto, prometiéndola llevar al otro día, y como no había, por otra parte, una
acusación formal, don Frutos accedió a no detenerla por el momento. Pero en
lugar de la inculpada, a la otra tarde, se apareció el diputado del
departamento con míster Williams y el marqués.
—Vea, comisario —le dijo el primero—, vengo de
conversar con la señora y todo ha sido una broma. Aquí tiene la cartera del
oficial con el dinero.
—Pero yo ya hice 'l sumario.
—Archívelo, don Frutos, archívelo.
Y como el comisario no ignoraba que el legislador con
una palabra podía dejarlo en la calle, cumplió con lo ordenado.
En los tiempos de miseria que siguieron al año 1930,
en las escuelas funcionaban "comedores escolares" donde los niños
recibían la limosna del mendrugo que no podían ganar sus padres por la desocupación
imperante en el país. El de Capibara-Cué pasaba por momentos angustiosos, y el
director, Osvaldo Bertelli, acudió al comisario en busca de ayuda y consejo.
—Ya no sé qué hacer, don Frutos. El almacenero me da
maíz pisado para el locro, algunos padres mandan mandioca y porotos, pero los
más de los días debo darles solamente el maíz sancochado.
—Es que tuitos pu acá andan de la cuarta al pértigo…
¿Y los estancieros no dan carne?
—Prometen, prometen… pero se olvidan.
—Güeno, ya veré lo que se puede hacer.
Estuvo cavilando un rato y después preguntó al
oficial:
—¿Cómo pa era l'enfermedá 'e la marquesa?
—Cleptomanía. Es un caso psicopático por el cual algunas
personas sienten como una fuerza irresistible que las impulsa a cometer esos robos.
—Ya sé, es maj o meno lo que pasa con l'alcool: el
rico se divierte y el pogre se emborracha, aquí l'infelí es un ladrón y el
copetudo padece de…
—Cleptomanía.
Una luz de astucia brilló en los ojos de don Frutos y luego
de un rato llamó al cabo Leiva para decirle:
—Aura que me acuerdo, cuando lo tengas a tiro al
Ánacleto Vallejos, l'hijo 'e doña Abstinencia, le decís que lo quiero haular.
Pasaron los días y una tarde Bertelli llegó contento a
decir:
—Vea, don Frutos, bien dice el refrán: "Dios
aprieta pero no ahoga". Resulta que enterado de loma que andaba el
comedor, Ánacleto Vallejos me ha dado unas gallinas, después un cordero, más
tarde otra vez gallinas y, ayer, me trajo un cuarto de res. El que vino furioso,
en cambio, fue el administrador de la estancia a denunciar que personas desconocidas
saqueaban los gallineros y los galpones.
—Ta bien, vua dir a vigilar —contestó don Frutos.
Pero el tiempo pasó y los hechos siguieron
repitiéndose, por lo que el afectado montó guardia por su cuenta y así
consiguió apresar al culpable, a quien trajo una mañana, con las manos atadas a
la espalda y custodiado por dos peones.
—Aquí tiene al delincuente y espero, don Frutos, que
le haga sentir el rigor de la ley. —dijo al dejarlo.
—Ta güeno —respondió el comisario—. Vua a estudiar
l'asunto.
Grande fue la cólera del administrador cuando supo que
el ladrón, que no era otro que Ánacleto Vallejos, andaba en libertad por el pueblo,
a las pocas horas de haber sido dejado en la comisaría. Fue furioso a
interpelar a la autoridad exigiendo explicaciones.
—Vea, don —repuso don Frutos—, he descubierto que el pogre
no es ladrón sino enfermo.
El otro quedó con la boca abierta y el comisario
prosiguió:
—Sí, padece de anacletomanía…
—¿Y eso qué es?
—Una manía de Anacleto p'ayudar a loj niño 'e la escuela.
Como naides lo hace…
—Pido que se haga justicia.
—Bien, al sumario lo tengo listo, está en yunta con el
de la marquesa, pero… ¿por qué no le haula a don Güilliams? Si él lo esige vua
mandar los dos a la capital al juez, para que los examine ya que si me hase que
lo do sufren 'e la mesma cosa…
Pero don Williams prefirió echar tierra sobre el
asunto y, después de hablar con don Frutos para retirar la denuncia, le dijo:
—Y ahora, comisario, dígale al director de la escuela
que desde mañana haga retirar diez kilos de carne de la estancia para los
niños.
—Gracias, don Güilliams, y pierda cuidado que si
alguno se quiere contagiar 'e la anacletomanía lo vua curar a rebencazos.
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