Policarpo Almeida era el «gracioso» de Capibara-Cué.
Tal si su misión en la tierra fuese la de reírse de los demás o gozar
poniéndoles en ridículo, siempre estaba exprimiendo su ingenio para colgar un
mote reidero a sus semejantes o jugarles alguna mala pasada.
Fue él quien bautizó con el apodo de «Sandía con
patas» al gordo y petiso contador de la barraca de don Serra, de sus labios
salió el calificativo de «Bella Vista» para Benedicta Romero, que tenía el ojo
izquierdo desviado, y se le atribuía el sangriento «Ña Toribia» que enfurecía a
Santiago Carballo, ya que ponía al descubierto sus dos debilidades: la nariz
deprimida y una voz aflautada.
Pero esas eran minucias comparadas con algunas de las
«ocurrencias» que, de tiempo en tiempo, sacudían el letargo pueblerino y
rodaban de boca en boca manteniendo su prestigio de humorista ignorante y
bárbaro.
Una noche revolucionó al pueblo porque, de improviso,
la campana de la iglesia colocada entre dos altos postes comenzó a sonar
alocadamente. Muchos pensaron que se trataba de un incendio y empezaron a
alistar los baldes, otros se imaginaron una invasión enemiga y apelaron a las
armas para encontrarse, al final, que se trataba de un pobre perro al que
habían atado de la cola a la soga de la misma y, en su desesperación, sacudía
violentamente el badajo y causaba tal alboroto.
—¡Cosas de Poli!… —se dijeron, pero como no había
pruebas en su contra nada se pudo hacer para castigarlo, aunque la beata doña
Gumersinda, a quien pertenecía el animalito, desde entonces le negó el saludo.
Cierta vez, en el galpón del almacén de don Pedro
adonde había ido a parar a consecuencia de excesivas libaciones encontraron al
viejo Pedro Castro, que tenía el orgullo de unas barbas apostólicas, con todo
un lado de la cara cuidadosamente rasurado con una tijera de tusar, operación
que hubo hecho aprovechando del profundo sueño alcohólico en que se hallaba
sumergido.
Al verse en el espejo, con la mitad del rostro desnudo
y la otra cubierta de una abundante pilosidad, el viejo Castro se puso como
loco y empuñando su facón buscó a Policarpo por todo el pueblo sin poder
hallarlo, ya que el mozo había abandonado el lugar con rumbo al Chaco, donde
estuvo trabajando varios meses y cuando retornó ya se habían calmado los
furores de Castro a quien le había empezado a crecer una nueva barba.
Pero lo que fue motivo de innumerables comentarios fue
la broma que jugara a Lindoro Alsina. A este, que se había ido a bañar en el
río, en un lugar apartado, a la caída de una tarde calurosa, le robó las ropas
que dejara en la orilla y lo puso en la situación de un nuevo Adán.
El pobre mozo tuvo que esperar que avanzase la noche,
acribillado por los mosquitos, para volver al rancho, ocultándose entre los
árboles, pero, para su desgracia, próximo a la meta, una vecina que había
salido al patio por ¡no se sabe qué! diligencia al ver esa extraña aparición,
en medio de las sombras, lo tomó por un fantasma y lanzó tales alaridos que
convocó a media población con el comisario don Frutos Gómez a la cabeza. Este
sacó al infeliz Lindoro de atrás de unas barricas adonde se había ocultado y
como primera providencia lo condujo a su rancho donde, cuidadosamente
arregladas, encontraron las perdidas ropas sobre la cama.
—¡Cosas de Poli!… —dijo el cabo Leiva que acompañaba
al funcionario, pero este, llamado a declarar juró y perjuró que no había sido
él por lo que debió ser dejado en libertad.
—Ta güeno —le dijo don Frutos—, vua a creer en tu
inosencia, pero no te olvidés’e una cosa…
—¿De qué, don Frutos?
—De que cuando uno se ríe mucho, a la final le suelen
saltar las lágrimas, pues…
Pero si el comisario lo absolvió no lo hizo así
Lindoro que, en la primera ocasión que lo tuvo a tiro en el almacén de don
Pedro, le aplicó tan tremendo silletazo en la cabeza que hubieron de aplicarle
cinco puntos.
Don Frutos fumaba un grueso cigarro y miraba cabecear
somnoliento al oficial Arzásola cuando rompió el silencio de la noche el
reclamo del silbato del cabo Leiva a la distancia.
Rápidamente el oficial sacudió su modorra y se irguió:
—¿Oyó, don Frutos? —dijo.
—Sí, es Leiva… ¡Vamos!…
Salieron y montaron los caballos que estaban delante
del local para perderse por las calles de tierra, en medio de los ladridos de
los perros, y conducidos en su rumbo por las llamadas intermitentes del pito
policíaco.
Así llegaron frente a una modesta casa, cuya puerta
abierta arrojaba un rectángulo de luz en las sombras y delante de la cual ya
empezaban a agolparse algunos vecinos.
Descendieron sin pérdida de tiempo y penetraron a la
modesta habitación para encontrar a Leiva que ayudaba a doña Belén, la
curandera del pueblo, en la atención de un hombre herido tirado sobre un catre.
—¿Qué pasó, cabo? —interrogó don Frutos.
—Lo que pasó no sé, lo que sé es que cuando pasaba por
la calle pa hacer la ronda oyí unos quejidos y me acerqué. Estaba tuito oscuro
y cuando dentré trompesé con Poli cruzau’n la puerta. Prendí la lámpara, lo
coloqué en’l catre, le atajé la sangre como pude y mandé por doña Belén pa que
lo cuidara.
—Nu es nada —intervino la vieja—, ya le puse unos
trapos quemaus en la herida y lo vendé bien. Es apenas un chuzazo’n la panza
pero que no dentró’n las tripas ¡Gracias a Dios!… Ta medio asonsau nomá por la
pérdida’e sangre…
—¿No podrá haular?…
—A ver… démole un trago’e caña pa entonarlo.
Leiva le alcanzó una botella y doña Belén introdujo el
gollete entre los labios del hombre y dejó caer un abundante chorro.
Enseguida Policarpo abrió los ojos y saludó con voz
débil.
—Güenas noches, don Frutos…
—Güena… ¿Vo sabé quién te clavó, Poli?
—No comesario, golví dende l’almacén y apenitas
dentre’n la pieza alguien me barajó con una puñalada. Me tiré al suelo pa pasar
por muerto y quedé allí hasta que me encuentró’l cabo, pues.
—¿Y no tené una idea por un casual de quién pudo ser?…
—Poder, poderían haber sido muchos, pero de siguro no
sabería decir quién.
—Ta güeno, dormite y descansá que ya vua a buscar por
mi cuenta…
Dejando a Almeida confiado a los buenos oficios de la
«médica», ducha en esa clase de menesteres, los policías regresaron a su local.
Una vez allí, mientras sorbían unos mates que les alcanzaba el agente,
comenzaron a hacer suposiciones sobre el presunto culpable.
—Pa mí —expuso Leiva—, el caso es má clarito que
caldo’e enfermo. No puede ser otro que don Pedro Castro; arricuérdensen qu’el
hombre quedó muy sentido cuando l’afeitó la mitá’e la barba…
—¡Ajá! —asintió don Frutos—. A lo mejor…
—Mis sospechas en cambio, se dirigen hacia Lindoro
Alsina —manifestó Arzásola—. El ridículo a que lo sometió dejándolo desnudo fue
de los que no se perdonan así nomás…
—Endemás en el almacén lo chichoneaban de lo lindo
—agregó el comisario—. Se la pasaban priguntándole si no se va a bañar o cosas
por el estilo…
—Será, pero yo sigo con l’idea de don Castro —insistió
Leiva.
—Y qué pa me dicen’e Santiago Carballo? —acotó don
Frutos.
—¡Salga d’ahí che comesario!… Si Ña Toribia ni
siquiera calza faca’n la cintura. Es blandito pa ande lo busquen.
—No hay que fiarse del aspecto externo de los seres
—intervino el oficial—. Algunas veces ciertas tormentas psíquicas mueven
remolinos de pasiones que se desencadenan en actos impulsivos e irrefrenables.
—¿Qué pa dijo? —exclamó el cabo y quedó abriendo la
boca.
—Pa mi ver —aclaró don Frutos—, dijo que por el
aspecto tierno de no sé qué va a venir una tormenta’e no sé qué y va a ver un
remolino’e no sé qué y por eso lo mejor es ir para la cama… ¿No te parece?…
—Tiene razón che comisario —siguió Leiva con la
broma—, aunque con el cielo tuito estrellau como está, dificulto que haiga
tormenta’e ninguna clase…
Al otro día citaron a don Pedro Castro y a Lindoro
Alsina, pero estos pudieron dar cuenta cabal de sus movimientos y salieron
libres de toda inculpación.
—Los cité —le decía don Frutos al oficial—, pa
hacerles un gusto pero yo sabía que nu eran ninguno’e esos dos…
—Sin embargo no he quedado enteramente convencido de
su inocencia —se empecinó Arzásola.
—No m’hijo… Esos dos son capaces de pelearle al mesmo
diaulo si viene al caso, pero frente a frente y no a traición. Si el viejo lo
habiera agarrao al Poli justo cuando lo peló, lo achura sin asco, te lo juro,
pero dispués, cuando ya se le pasó la calentura’e la sangre es incapaz’e nada.
Lindoro, tamién, ya se dio el gusto de romperle una silla’n la cabeza… El que
se escuendió en la sombra, pegó el tajo y se mandó a mudar sin saber si lo
achuró o no tiene que ser muy poco hombre, casi diría con algo’e mujer… Si,
m’hijo, n’esto hay mucho’e mujer pa mi manera’e pensar…
—Tonces vamos a ver a «Ña Toribia» que entuavía no
sabemos si es hombre o se quedó en proyeto —terció Leiva.
—El mozo ese, Santiago Carballo —añadió Arzásola—,
según me informé en el almacén, tuvo ayer por la tarde una reyerta con el
herido y casi fueron a las manos…
—¡Vaya si tuvo reyeta!… Porque fue yeta y media la de
«Ña Toriba» al toparse con Poli y querer alzarle la mano. ¡Y ni siquiera un mal
cuchillo tenía! Poli sacó su «fariñera» y lo sacó a planazos al pogre infeliz…
—Ta güeno… —asintió don Frutos—. Vamos a visitarlo a
ver lo que tiene que decir.
Apenas golpearon las manos una mujer de edad madura y
rasgos enérgicos salió a recibirlos.
—¿Qué quieren? —preguntó agresiva.
—Venimos a ver a tu hijo, Eulalia…
—¿Y pa qué?…
—Se lo diremos a él…
—Nu está… Se jué pa Ramada Paso…
—Sí estoy mama… Entuavía no me he ido —la interrumpió
un mozo de nariz achatada y voz aguda, que salió de la pieza.
—Váyase pa adentro y déjeme arreglar esto —se encrespó
la mujer.
—No, señora —le replicó el hijo con firmeza—, ya le
dije que dende aura en adelante yo resolveré mis asuntos.
Doña Eulalia entró refunfuñando y Santiago Carballo
quedó frente a la comisión.
—¿Pa qué me buscaba, comesario?…
—Pa saber si juiste vo quien lo tajeó anoche al Poli…
—¿Yo?… ¡Vamos, don Frutos, si sabe que nunca alcé
cuchillo!…
—¡Qué no!… ¿Y ese que llevás en la cintura?…
—No alcé, dije, pero dende hoy día es otra cosa. Ya
estoy cansao que mi madre me tenga atau a sus polleras y he resuelto dirme pa
Ramada Paso pa hacer otra vida. Aquí me estaban haciendo la vida imposible con
las burlas…
—¿Por eso quisiste pelearlo al Poli n’el almacén?…
—Sí, pero, ¿qué iba a hacer desarmau sino darle más
motivo pa abusar de mi? Como sabe que la festejo a la Benedicta empezó a
decirme si hacía mucho que no iba pa Bella Vista o si me gustaba estar mirando
«contra’l Gobierno» y otras cosas hasta que no pude más.
—¿Y por eso te vas de aquí?…
—Sí, don Frutos. Peleé con mi vieja, pero estoy
risuelto. Vua a dirme a otro lado pa hacerme gente y golver por Benedicta, si
me espera…
—¡Ajá!… Pero primero haseme un servicio…
—Lo que se le ofresca, don Frutos…
—Mirá, andá ahí al medio’e la calle…
Obedeció Santiago y se plantó en plena luz del sol.
—Ya estoy. ¿Y aura qué hago?…
—Venite otra ves p’acá pero dejate allí la sombra.
—No puedo, comesario. Ella me sigue pa donde me voy…
—Es cierto y lo mesmo te va a seguir la fama pa tuitos
laus. Si en verdá querés ser hombre quedate aquí y empezá a demostrarlo con
acciones.
Titubeó un momento Santiago y luego exclamó:
—¡Sabe que tiene razón! Me vua a quedar y ya van a
ver…
—Güeno, m’hijo, pero aura decime con franqueza:
¿juiste vos quién le hizo ese sucio a Polí?…
—¡Di ande, don Frutos!… Dispués que me maltrató en
lo’e don Pegro me juí pa casa ‘e Benedicta y le dije’e mi propósito’e dirme.
Dispués vine aquí y estuvimos alegando tuita la noche con mama, que es güena,
pero pa salvarme ‘e peligros me crió medio maricón…
—Ta bien, te creo, Santiago… —le respondió don Frutos
y se despidió.
Cuando reiniciaron la marcha Arzásola, poniendo su
caballo a la par del de su superior, comentó:
—Estamos como al principio. Si es que ese mozo dijo la
verdad.
—Vamos pa casa’e la novia pa ver si no nos mintió.
—¿Nu habrá sido la vieja Eulalia pa vengar al hijo?
—deslizó Leiva.
—¡Vaya a saber! —se limitó a contestar el comisario.
Benedicta salió a recibirlos con los ojos enrojecidos
por el llanto.
—Vengo a trairte una güena noticia m’hija —saludó don
Frutos.
—No sé que’e güeno puede haber pa mí.
—Que el Santiago ya no se va. Se queda aquí pa mostrar
que es un hombre’e verdá…
—¡No se va! —pareció cantar la moza—. ¡Gracias
Virgencita’e Itatí…!
Luego se puso a llorar nuevamente.
Don Frutos la miró y sonriendo añadió:
—Aura que Santiago se queda, formá tu rancho con él y
ricordá que con un hombre basta en la casa…
Calló la moza sorprendida y alzó hasta el viejo sus
ojos asombrados.
—Entonces Ud. sabe…
—Nada m’hija. L’único que sé es que pa ser felices,
uno solo debe llevar los pantalones y la mujer no debe meterse a hacer cosas’e
hombre. Me entendés…
—Sí, don Frutos…
—Güeno…, ¡adiós! y no se olviden’e invitarme pa’l
casorio…
Trotaron un rato y el oficial continuó:
—¿Y el culpable de la herida de Policarpo? Todavía no
lo hemos descubierto.
—¡Bah! Dejate’e macanas… Pa mí que se hirió el mesmo.
Vos sabés que como es tan bromista a lo mejor nos quiso hacer un chiste pa
confundirnos. Olvidate’e tuito lo pasau y vamos a ver si Ojeda tiene listo’l
churrasquito.
Velmiro A. Gauna
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