La vieja Gregoria Taumaturga Saucedo alzó
escandalizada los brazos al cielo y clamó indignada mirando a su hija
Abstinencia:
—¡Virgen de Itatí! y… —lo que siguió a la invocación
no podría figurar en ninguno de los santorales del mundo por muy liberales que
fuesen en sus expresiones—. ¡Cómo hiciste eso!…
La muchacha bajó los ojos, se miró los pies descalzos
con los que hacía rayas en el suelo y no respondió.
—Y el sinvergüenso’e tu primo… ¡Si lo llego a
agarrar!… Aura se ha ido pa’l Chaco, ¿no?
—Dijo que era pa ganar plata pa’l casorio —trató de
disculparlo la joven.
—¿Y vo te lo creyiste? Ese ya no güelve por un tiempo
y cuando güelva vos vas a estar maj a punto que sandía en verano…
—Entonces ¿qué pa podemos hacer?
—¡Hum!… Buscar a alguien pa cargarle el mochuelo,
pues… ¿No andaba el viudo don Manuel mirando por vos?
—Sí, pero va ser difícil que aceute… es maj desconfiau
que gato andando entre perros…
—¿Y Agamenón, l’hijo’e la parda Juana?
—Ese y nada es lo mesmo… Haberá que mantenerlo a él y
a la mama.
De pronto se iluminó el rostro de la madre y exclamó:
—Y si lo enriedamos a Salustio… Es güeno, trabajador y
no va a hacer viriguaciones… Con asustarlo un poco…
—Sí, pero… ¿cómo?
—Dejame pensar… ¡Ya está…! Mirá, una siesta de estas…
Siguió el cuchicheo entre las mujeres discutiendo los
detalles del plan mientras, como a unas dos cuadras del lugar, un mozo alto, de
rostro simple y andar pausado, dejaba el caballo en el corral, llevaba la
montura y las riendas al galpón y tras lavarse en el balde colocado junto a un
pozo de brocal entraba a una modesta habitación donde una viejecilla le tenía
preparado el yantar cotidiano.
—¡Cómo has tardado m’hijo!… ¿Qué te pasó?
—Nada, mama, estuve curándole la «bichera» a un
ternero nomás.
—Güeno, apurate que de no el arroz se me va a pasar de
punto.
—Con el hambre que tengo tuito va a ser lindo.
Cariñoso el hombre se acercó a ella y levantándola
entre sus inertes brazos la alzó para besarla en la frente entre las simuladas
protestas de la madre.
—Dejame, Salustio… ¡pero!…
Volvió a ponerla suavemente en el suelo y exclamó:
—Aura sí, vaya y tráigame las cosas ricas que usté
sabe hacer…
Salustio Cáceres era el único hijo de doña Clara,
viuda de un buen hombre que murió a causa de un «pasmo», decían los vecinos y
de una infección aseguraba el médico. El hijo se crió junto a la madre y era
servicial, muy apreciado por todos, pero carente de malicias. Poco amigo del
boliche y de los bailes vivía consagrado por completo al cuidado de su
progenitora que, en los últimos años, casi no abandonaba la casa a consecuencia
de un reumatismo crónico que, inútilmente, quería combatir con friegas de grasa
de yacaré y llevando un anillo de cobre.
Unos días después el pueblo estaba como dormido bajo
el agobio del sol. Muchos seguían entregados al sopor de la siesta, pero ya
algunos se levantaban y empezaban las tareas de la tarde. Abstinencia Saucedo,
que estaba con su madre, debajo de un árbol junto al camino, dijo a esta.
—Allá sale al patio…
—Güeno… andá y hacé como te dije… Yo vua a caer
enseguida con el viejo Argüello…
Salustio dejó la casa, se desperezó alzando los
brazos, ahogó un bostezo, después, se lavó un poco junto al pozo y fue para el
galpón a retirar los elementos para su trabajo habitual en el campito vecino.
La construcción era pequeña y oscura, adentro se gozaba de una suave frescura y
se respiraba el excitante aroma de la alfalfa enfardada. El muchacho buscó una
lezna y unos tientos y se dispuso a remendar una collera a la espera que se
atenuasen un poco los rigores del sol para seguir arando.
De pronto sintió chirriar la puerta y Abstinencia
penetró corriendo y moviendo los brazos con desesperación:
—¡Salustio!… ¡Salustio!…
—¡Eh!… ¿Qué te pasa? —díjole asombrado.
—Ayudame… Un alacrán se me metió dentro’e la blusa y
me va a picar…
Conocedor de la gravedad de la picadura de estos
animalitos el joven se acercó y ya iba a meter la mano en la abertura del
cuello, cuando se detuvo, indeciso y pudoroso.
—Apurate Salustio que me corre por dentro. ¡Uy!…
—Es que… no puedo… no puedo desabrochar…
—¡Qué me muerde!… ¡Tirá y rompé aunque sea!
La muchacha se echó a llorar y Salustio con
movimientos torpes asió un borde del género, pero Abstinencia con un rápido
esguince, hizo que la débil tela se rasgara.
—¡Oh!… —se asustó él, pero ella despojándose de la
vestidura enseñó el corpiño que apenas comprimía los henchidos senos y,
aproximándose urgió:
—Sacalo, aura, sacalo…
Sin saber lo que hacía el hombre llevó sus manos hacia
el cuerpo de la mujer, cuando chirrió la puerta y penetró doña Gregoria
acompañada por un viejo y exclamó:
—¡Peina!… Ahí está… pe… ¡pero qué es esto!
La joven se apretó contra el desconcertado Salustio y
gimió en alta voz:
—Jué él… mama, jué él…
—¡Yo!… —se asombró el inculpado—. Si te estaba
buscando un alacrán…
—Güen alacrán estás vos, Salustio —intervino el
viejo—. Aura vas a tener que arreglar esto o vas a dir preso por sinvergüenso y
abusador…
—Déjemelo a esa fiera —tronó doña Gregoria e intentó
abalanzarse contra el mozo, pero Argüello la contuvo y ordenó:
—Mejor vamoj a denuncear el caso a la comesaría… Vos
venís como estás. Abstinencia y yo vua a salir’e testigo… ¿Alacrán?… ¿Quién te
va a creer ese cuento?
Don Frutos Gómez, el comisario, alojó al consternado
Salustio en el calabozo y volvió a su oficina donde ya se hallaban el cabo
Leiva y el oficial Arzásola.
—Che, Leiva —dijo apenas entró—, decile al agente que
noj cebe unoj mates y dispués vení que quiero hacerte unaj priguntas…
—¡A la orden, comesario…! —respondió Leiva y salió a
cumplir con lo ordenado para regresar casi de inmediato.
—Güeno… —prosiguió el superior—, ¿vo oyiste lo que
dijo la vieja Rigoria Tomapurga?
—Gregoria Taumaturga… —corrigió el oficial.
—Ta bien, la vieja Rigoria, entonces que es más fácil…
—Oir la oyí, pero entuavía no lo compriendo…
—Salustio es un temperamento primitivo que, dominado
por la pasión, cedió paso a sus instintos más brutales e hizo lo que hizo…
—Será che oficial, pero lo mesmo no lo creo.
—Pero… ¡ustedes vieron cómo estaba la pobre muchacha!…
Tenía toda la blusa destrozada ¿y supongo que no creerán en el cuento del
alacrán?
—¿Y por qué no?… Loj alacrane ‘e por aquí pican juerte
y la gente les tiene un miedo grande…
—Además está el testimonio de un vecino, el señor
Arguello, que es insospechable…
—Tiene tuita la razón, oficial —siguió el cabo— pero
hace tiempo que conozco a Salustio y a su mama, doña Clara y sé que son güenas
presonas.
—Todos son buenos hasta que se descarrilan.
—La pobre doña Clara ha’e estar sufriendo por esta
acusación —exclamó don Frutos—. Me da una lástima…
—Cuando la justicia está de por medio no podemos ser
sentimentales… El culpable debe pagar su delito…
—¿Y si no hubo delito?… Mirá que Salustio niega
l’acusación y pa mí su palabra es tan güena como la de ella…
—Lo que yo creo —intervino Leiva— es que Ña Rigoria y
la Astinencia buscan engancharlo al Salustio pa que trabaje pa ellas…
—No está mal pensau… Consiguen un marido pa la hija y
un hombre pa que laj mantenga…
—No lo pienso así —insistió Arzásola—. ¿No consideran
que él puede negarse al casamiento y preferir ir a la cárcel con lo que no
ganarían nada?
—¿Y quién le mantiene a la madre de mientras tanto?…
La pobre está medio impedida y Salustio es capá hasta’e casarse con la vieja
Rigoria con tal de poder quedarse y ayudar a su mama, pues…
—¿Y no podería echarle tierra al asunto? —sugirió el
cabo.
—La ley debe cumplirse, señor comisario —expresó el
oficial.
—¿Y quién te dice que no va a cumplirse?… Aura pa que
veas como estoy dispuesto a que se cumpla vua a mandar a Leiva pa que las cite
a Ña Rigoria, a l’hija y al viejo Arguello pa mañana por la mañana a fin de
risolverlo tuito’e una ves…
Un zorzal cantaba en algún árbol próximo y los gallos
desgranaban en el claro aire matinal la sonora mazorca de sus cantos. Salustio
se sentó en el borde del lecho y pensó que nadie iría a buscar la lechera y que
el ternero estaría mugiendo inútilmente en el corral.
—¿Qué dirá mi mama? —pensó—, y no acertó a explicarse
la extraña complicación en que se hallaba metido.
Oyó ruido de pasos y vio que don Frutos llegaba, abría
la puerta de su encierro y venía a colocarse a su frente.
Respetuosamente se levantó y saludó:
—Güenos días, don Frutos…
—Güenos días, m’hijo… ¿En qué estabas pensando?
—Cosas mías, don Frutos…
—¿A lo mejor pensabas en l’alacrán o en l’Astinencia?
Lo miró con tristeza y se lamentó:
—Usté también no me cree… ¿Qué pa le vua a hacer?…
Pero no estaba pensando n’eso sino’n la lechera. Mi pobre mama no va poder dir
a campearla…
—No te apurés por eso… Ya lo mandé a Leiva pa que le
diera una manito.
—Muchas gracias, don Frutos…
—No tenés por que m’hijo y aura haulame con tuita
sinceridá.
—Prigunte nomás…
—¿Vo hiciste pa eso que dicen que hiciste?
—No, don Frutos… Yo estaba cosiendo nicó una collera
cuando dentró ella y me dijo que le había dentrau un alacrán y que se lo
sacara…
—Pero… ¿cómo tenía la blusa tuita rompida?
—Jué ella a loj apurones… decía que ya la estaba
picando nicó…
—Y cómo don Arguello dice que cuando dentró vo la
tenía a loj apretones.
—Jué ella, don Frutos… Me dijo: «Busca… busca…» y
cuando dentraron me puso los brasos encima, pues…
Lo miró con ojos cándidos y preguntó:
—¿No me cre, pa, don Frutos?
El comisario vio su franca mirada y afirmó:
—Te creo m’hijo y anque tuito esté en contra’e vo vua
a haser lo imposible pa librarte… Pero no te enojés conmigo por lo que te haga,
¡eh!…
—No ha de, don Frutos…
—Vas a sufrir un poco, pero va a ser pa tu bien…
Unas horas más tarde, respondiendo a la invitación
formulada, llegaron los citados por el comisario.
Arzásola que tenía a su cargo la redacción del sumario
leyó la acusación y preguntó:
—¿Se ratifican en lo expuesto?
—Sí, señor…
—¿Entonces si Salustio no se casa con tu hija tengo de
mandarlo preso?
—Así es, don Frutos… —replicó la madre.
—¿Por qué pa no pensás en doña Clara, que está
enferma, y retirás la denuncia?
—insinuó el funcionario policial.
—¿Y quién pa piensa en mi pobre hija?… ¡Hum!
—Está bien… andá Leiva y trailo al muchacho…
Salió al cabo y se llegó al calabozo, miró al joven y
le dijo:
—¿A ver cómo estás pa dir a riclarar?
Lo observó cuidadosamente y sentenció:
—Tenés los dientes sucios… Tomás, limpiátelos…
Le alargó un cepillito sobre el cual colocó una
abundante cantidad de pasta dentífrica. Salustio empezó a restregarse la
dentadura vigorosamente y una abundante espuma le cubrió los labios.
En ese momento Leiva le ordenó imperioso:
—¡Tendé laj manos…!
Imposibilitado de hacer preguntas por la espuma que le
llenaba la boca, pero dócil, como de costumbre, el otro así lo hizo y el cabo
le ciñó las esposas, luego retirando el cuello de la camisa vació adentro el
contenido de un frasquito.
Salustio, sorprendido, abrió los ojos y después trató
de llevar las manos a la espalda, pero las cadenillas se lo impedían de manera
que empezó a agitarse inquieto y a lanzar escupitajos. En seguida echó a correr
hacia la sala mientras Leiva le seguía gritando:
—¡Salustio!… ¡Salustio!… ¡Vení pa acá…!
Arrojándose contra las paredes y dando saltos de
energúmeno el joven llegó a la oficina, se detuvo un segundo pero luego
retorciéndose y agitándose como un poseído, con la cara cubierta de espuma y
gritando como un loco, arremetió contra doña Gregoria que estaba de pie, junto
a la puerta y que por la fuerza del impacto rodó por el suelo, y siempre
aullando salió escapado hacia la calle perseguido por el cabo y el agente
quienes pronto le dieron caza y lo trajeron a la rastra, luchando contra el
pobre joven que se debatía terriblemente.
—Vayan y delen un baño enseguida… —mandó don Frutos—,
ansina se va a calmar…
—Pero… ¿qué tiene?… ¿Se ha güelto loco? —interrogó
doña Gregoria.
—No… ya se le va a pasar… Al pobre le suelen dar estos
arranques pero denantes que haiga que mandarlo al manicomio va a pasar mucho
tiempo —explicó el comisario.
—No sabía que juera enfermo —dijo don Arguello.
—Por eso es que la madre no deja que vaya al boliche
ni a loj bailes, no sea que le dea un ataque y haga macanas… —continuó don
Frutos.
—¡No, mama!… Yo no me quiero casar con ese… —saltó
Abstinencia—. ¿Y si una mañana le da la locura, agarra un cuchillo y empieza a
loj tajos?
—Son cosas’e la vida m’hija, pero si vo lo tratas bien
no te va a dar mucho trabajo…
La vieja que había estado acumulando rabia estalló:
—¿Quiere decir que encima’e tener una hija loca tengo
que cuidar a un chiflau, también?… ¡No se embroma’l Gobierno!… Nojotros se
vamo…
—Un momento, señora… está la denuncia.
—¡Qué denuncia ni denuncia! Yo no quiero saber nada…
—No m’hija —se gozaba el comisario— aura que está por
escrito vas a tener que casarte nomás…
—¡Ni nunca!… Si tuito fue una cosa que me hiso hacer
mi mama… El pobre infeli ni siquiera me ha tocau…
—Ta bien… entonces che oficial hacele firmar que
retiran la acusación…
El oficial redactó rápidamente el desestimiento y las
mujeres lo signaron complacidas de verse libres de cargar con el insano.
Cuando se fueron el vecino se disculpó:
—Perdone, don Frutos, a mí también me engañaron… Yo
dentré y loj vide medio entreveraus asi que creyí lo que decían… ¡Pobre
Salustio! Se salvó ‘e una pero tiene otra maj grave encima.
—No tiene nada, aura nomás lo van a trair pa que lo
vea…
—Pero si yo lo vide a loj gritos, saltando, echando
espumas y portándose como un loco.
—Eso pa que veas que no hay que confiar mucho en los
ojos… La espuma era ‘el dentrífico con que Leiva le hizo limpiar loj dientes y
loj saltos que daba era porque el cabo le echó dentro’e la camisa y en la
espalda un frasco enlleno’e hormiguitas coloradas que saben picar fiero y el
pobre con laj manos esposadas no podía ni rascarse…
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