Hace rato que ha salido el sol, pero como lo oculta la tormenta que cubre el horizonte desde el Oeste hasta el Sur, parece que fuera menos tarde de lo que es en realidad.
El padre de Mario duerme todavía: duerme con ese anonadamiento absoluto en que suele caer un hombre cuando, después de enormes fatigas, logra por fin conciliar el sueño. Es posible que si no lo recordasen, durmiendo todo el día sin mover un dedo, en aquella cama y en aquel ambiente propicio de oscuridad y de silencio; pero la mamá de Mario, que entre de pronto en la alcoba como un torbellino blanco, no solamente le despierta, sino que le hace incorporarse en el lecho como movido por un resorte.
-¿Qué?
-¡Ay, Juan!...
-¿Qué?... ¿Qué te pasa?...
-¡Los chicos, Juan, los chicos!
Aquí el padre se asusta de veras.
-¿Qué?... ¿Qué tienen los chicos?
-¡No están en su cuarto, Juan!...
-¿Cómo que no están?... ¿Dónde van a estar?...
Y el padre de Mario, mal despierto aún, hace un esfuerzo mental enorme, tratando de explicarse aquel misterio, cuando la mamá, acudiendo en su auxilio, insinúa entre afligida y diplomática:
-Yo creo que no se hayan atrevido a irse al campo a buscar el perro, pero no están en ninguna parte y se viene una tormenta espantosa…
-¡A ver!... ¡Déjame vestir!... ¡No te digo!... ¡Ah, pero yo los voy a arreglar!
-¡No te enojes, Juan!
-¡No me enoje!... Los peones…, ¿no anda alguno por ahí?
-No, Juan, ya se han ido todos…
-Fíjate si está ahí, en la quinta, mi caballo…
La mamá de Mario acude a la ventana:
-Sí, Juan, está…
-¿Y en qué se han ido, entonces?
-¡Ah!... Yo no sé, Juan…
-¡Bueno, déjame que me vista, pues!
Y en seguida, y mientras la mamá en su angustiada impaciencia se retuerce las manos haciendo como que mira hacia el campo por la ventana de la alcoba, el padre gruñe, a tiempo que se calza las botas:
-¡Lo voy a arreglar!... ¡Cuando yo te digo que es loco el muchacho ése!
La tormenta está muy alta y, en medio de un calor sofocante, el padre de Mario desespera ya de hallar a sus hijos, cuando Sergio, que anda de recorrida por el otro cuadro y que le ve desde lejos, le alcanza a gran galope:
-¡Güen día, patrón!
El patrón sujeta su gran caballo picaso empapado en sudor y cubierto de espuma:
-¡Hola, che!
-¿Ha visto qué tormentita? ¡Ahura se me hace que vamo a tener agua en devera!...
-Sí… Los chicos, decime, ¿no has visto a los chicos?
-¿Los chicos?... No. –Y el mozo agrega, extrañado-: ¿Qué?... ¿Qué andan tan de mañana en el campo?
-¡Sí, hombre!... ¡El asunto del perro ése!
-“¡Ah, ah!”… Y el gaucho, que juntamente con su “¡Ah, ah!” se ha alzado en los estribos para pasear sobre el lomo de los pajonales amarillos su profunda y serena mirada de bagual, exclama casi al punto: ¡Vea el anca´el petiso overo?...
-No… ¿Dónde?
-Aquí mesmo, derechito al cardo… ¿No ve?
-¡Ah, sí!... Hasta luego…
Y sin más, el padre de Mario, impaciente en su enojo contra el muchacho, cierra las piernas a su gran caballo y lo endereza a medio correr y atropellando los matorrales, hacia el sitio aquél, en donde asoma como una flor, el anca a dos colores del petiso overo: “¡Yo lo voy arreglar!...”
Pero cuando llega… ¡qué puede hacer! En el centro mismo del limpio y sobre el “carcagüesal” de un charco seco, su hijo mayor solloza de rodillas ante el cuerpo de su perro muerto, de aquel pobre perro que, con las patas recogidas y la lengua afuera, parece seguir trotando aún en procura de alguna aguada engañosa de espejismo; y Leo, al aire la revuelta cabellera dorada y la jarra vacía bajo el brazo, contempla el espectáculo con sus ojos azules, agrandados…
-¿Lo encontraron?
-Sí, papá… Está muerto… ¡Muerto!
Y cuál debe ser la expresión del niño al decir esto, que el padre, olvidado de todos sus propósitos de severidad, le dice con su voz engolada, mirando hacia el campo:
-¡Vamos, hijo, vamos…! ¡No es para tanto!
Benito Lynch
Los campos porteños
Fuentes de vida, pág 215
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