Deseoso de comprar un par de botas nuevas, don Frutos
decidió llevar a la ciudad a un cuatrero que había detenido y que fuera
solicitado por el juez. El viaje en barco no tuvo inconvenientes, pero, al
descender por la planchada, el comisario advirtió a su acompañante, a quién
conocía desde pequeño:
—¿Vos ti arricordás, Ceriaco, cómo jue que murió Poli
Sosa?
—Usté nicó lo baleó, don Frutos.
—Cierto, me se quiso escapar y tuve que meterle un
tiro 'n la cabesa. ¡Pogre! y eso que se me había ido como a treinta metros de
mí…
Pensó un momento y agregó:
—Y jue, nicó, con este mesmo rególver que aura llevo
'n la cintura, pero ¡claro! vo no ha de quererte escapar… ¿Verdá?
—No ha de, don Frutos —dijo el otro y recogiendo la velada
advertencia cuidó de no separarse del funcionario, cuya puntería era proverbial
en Capibara-Cué.
Una vez que lo hubo puesto a buen recaudo, pasó a las oficinas
de la Jefatura a visitar al comisario inspector Ignacio Lux López, de quien era
gran amigo. Lo encontró en compañía de dos oficiales conversando animadamente y
consultando unas anotaciones que tenía sobre el escritorio.
—¡Qué lástima, don Frutos, que no pueda acompañarlo en
estos momentos, pero anoche se ha producido un crimen en un hotel y me han
encomendado el asunto…!
—¿El señor es el célebre don Frutos Gómez, el
comisario de Capibara-Cué? -preguntó, uno de los ayudantes, mozo de cabellos
rojos y aire de suficiencia.
—Célebre no sé, pero Frutos Gómez soy pa servirlo. -respondió
el aludido y le tendió la mano.
—Mucho gusto.
Lo mismo hizo con el otro, un joven de gruesos
anteojos y de cabellos negros.
—No se extrañe, don Frutos, que lo conozcan mis
subordinados, porque siempre he alabado su sagacidad y comentado sus éxitos.
—Pura suerte nomá -dijo él modestamente.
—A propósito, inspector —volvió a interrumpir el
pelirrojo, que se llamaba Enrique Carré—, ¿por qué no lo llevamos para que nos
ayude?
—De estorbo únicamente he de servirles yo…
—¿Por qué? ¿Acaso no hay un proverbio que reza:
"Cuatro ojos ven más que dos"?
—Sí, pero, "cuando se mira p'ande es debido,
basta uno solo", sabía decir un tuerto.
—Está bien. Si
quiere acompañarnos —invitó el inspector—, así de paso se distrae un poco.
—Y güeno, de mientras también vua aprendiendo cómo
hacen las pesquisas por estos pagos.
El propio dueño del hospedaje salió a recibirlos y los
condujo a una habitación del primer piso donde se encontraba la muerta. Estaba
ésta en el lecho, con los ojos enormemente abiertos, la faz amoratada y la
lengua asomando por la boca entreabierta. Las ropas de cama la cubrían casi enteramente,
y al observarla de más cerca, se veía un delgado cordel ceñido a su cuello.
—¿Tiene usted sus datos? -preguntó el comisario López
al hotelero.
—Sí, aquí están. —dijo el interpelado y extrajo de su
bolsillo un papel donde leyó: "Carmen de Almagro, argentina, 28
años". Entró el día 2 de junio es decir hace quince días.
—¿Sola?
—No, con su esposo; "Luis Almagro, argentino, 36
años…"
—¿Ocupación?
—Artistas. El hace trabajos de prestidigitación,
ilusionismo y otras cosas, y ella lo ayudaba. Estaban trabajando en un café del
Mercado.
—¿Y él dónde se encuentra?
—Se fue anoche a Barranqueras y anunció que volvería
esta mañana. Iba a firmar contrato para dar unas representaciones en un bar que
hay allí cerca del puerto, me dijo.
—¡Mentiras! —saltó Carré—. La mató y escapó. A ése ya
no se le volverá a ver.
—Perdón… —interrumpió el dueño—, cuando él se fue la
mujer estaba con vida.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque el mozo que vino a bajar una valija del señor
Almagro oyó perfectamente cuando ella lo despedía y le pedía apagara la luz.
—¿Y no regresó con el pretexto de haber olvidado algo?
—No, señor. El encargado del mostrador que cuida que
no se vaya nadie sin pagar y atiende a los que llegan, afirma que, fuera del
mozo, nadie subió al primer piso hasta esta mañana.
—Bien, muchas gracias, puede retirarse —dijo López, y cuando
se hubo alejado se puso, con sus acompañantes, a revisar la habitación.
Don Frutos paseó su mirada escrutadora por la pieza,
la detuvo un rato sobre la muerta, luego escudriñó los diversos objetos que estaban
sobre una mesa, vio cómo los demás abrían una valija y revisaban su contenido y
luego se acomodó en una silla, entretenido en ver cómo el pelirrojo rociaba con
un polvo blanco las puertas, ventanas y otros objetos.
—¿Pa qué pa empolvan esas cosas? —preguntó.
—Para buscar impresiones digitales —le contestaron.
—¡Aja!
Los otros siguieron en su búsqueda, uno se arrojó al
suelo y con una pinza iba levantando cositas a las que colocaba en sobre que
numeraba cuidadosamente. Después de un buen rato el comisario campesino
preguntó:
—¿Podería ver ese muñeco d'ahí?
Y señaló a uno que estaba sobre la mesa representando
a un negro de grotescos labios rojos. López, que leía cuidadosamente unos
papeles, accedió:
—¡Cómo no!, pero vuélvalo a dejar en ese mismo lugar.
Los otros dos pesquisantes cambiaron entre sí una mirada
de inteligencia mientras don Frutos, haciendo accionar los hilos que tenía en
su interior, le hacía levantar los brazos, abrir la boca y efectuar otros
movimientos, en tanto exclamaba:
—Pero vea, ¿no? Lo que no inventan loj puebleros…
Elsa Lineo, mucama, fue la primera en declarar en la sala de lectura improvisada en
oficina. Entre lágrimas, hipos y suspiros expresó la siguiente:
—Anteayer la pensionista de la pieza 10 me pidió la
despertara a las 9, porque quería salir a efectuar algunas diligencias. Golpee
la puerta repetidas veces y como no me contestaba, entré, encendí la luz y la
encontré así… —se cubrió el rostro con las manos como para alejar la visión y
prosiguió:— Después grité, salí y al llegar a la puerta me desmayé…
Pedro Olasarte, uno de los dos mozos encargados del
servicio nocturno, declaró:
—Tomé mi turno, a las 22, sin novedad. Luego atendí a
algunos pensionistas que me hicieron pequeños pedidos, después, cerca de las 22
y 30 cuando estaba con mi compañero Alberto Norié, sonó el timbre
correspondiente a la pieza N° 10. Fui y me encontré con el señor Almagro, que
ya estaba en la puerta con una valija: "Llévela abajo y búsqueme un taxi",
me dijo. Después introdujo la cabeza en la pieza y se despidió: "¡Hasta
mañana, querida!" Ella le respondió: "¡Hasta mañana!" y agregó:
"Apaga la luz, por favor". Él lo hizo así utilizando la llave que
está junto a la puerta, cerró ésta y bajamos al hall. Cuando descendíamos
explicó: "Pobre, está muy resfriada y por eso no me acompaña"… Busqué
un auto en la parada y le cargué la valija. Enseguida volví a mi puesto y allí
estuve hasta que fui reemplazado esta mañana a las seis.
Alfredo de Bahía, chofer, manifestó:
—Anoche a las 22 y 30 me llamaron del hotel para
conducir un pasajero hasta el puerto. Llevaba una valija y el viaje fue normal.
Es todo cuanto puedo declarar.
Rodolfo H. Brando, encargado del mostrador, dijo:
—A las 22 y 30 vi bajar al mucamo Pedro Olasarte con
una valija, seguido por el señor Luis Almagro. Este se despidió hasta el día
siguiente en que, según, dijo, volvería de Barranqueras. A través de los
vidrios de la puerta lo vi ascender a un taxi y desaparecer.
El mozo Olasarte, cumplida su misión, volvió a subir
la escalera y siguió al primer piso. Hasta las seis de la mañana en que llegó
el personal de relevo nadie entró ni salió del local. Alberto Norié, el otro
mucamo nocturno, expresó que, como la noche era fría, los pensionistas se
habían retirado temprano a sus habitaciones, y fuera del llamado de la pieza 10
no hubo novedad y que él estuvo en la pieza de servicio toda la noche, como
podía atestiguarlo Olasarte que lo había acompañado desde las 24
aproximadamente. Vuelto a ser interrogado Olasarte sobre el empleo de su tiempo
entre las 22 y 30 hasta las 24, declaró que se había quedado leyendo el diario
de la noche en un sofá que existe al final del pasillo. Las declaraciones de
los pensionistas no arrojaron mayor luz, porque en su gran mayoría afirmaron
haberse retirado temprano y dormido profundamente. Únicamente una señorita,
Clara Lance, de la pieza N° 9, dijo algunas cosas que se consideraron de gran
importancia.
—Para mí —expresó— el asesino debe ser el marido. Era
una pareja que se llevaba muy mal y en estos últimos días sus reyertas eran
continuas. Ayer por la tarde, por ejemplo, tuvieron una gresca descomunal y,
aunque no soy curiosa, por culpa de mi vecindad pude escuchar cómo ella le
decía: "Me iré… me iré…" y él le contestaba: "Antes te voy a
matar".
Interrogada sobre si había notado algo anormal la
noche anterior, dijo:
—No, lo único que me molestó fue la falta de camareros
nocturnos, ya que a las 22 y 40 toqué el timbre para llamar a alguno de ellos
para que me trajese una revista que había olvidado en el comedor y nadie vino.
Diez minutos más tarde volví a insistir sin resultado. Entonces me asomé al
pasillo para ver si alguno estaba sentado en el sofá, al final del mismo, donde
acostumbran a hacerlo, pero no vi a nadie.
—¿Está segura que no había nadie, señorita? —preguntó
el comisario.
—Completamente. Desde mi pieza se domina perfectamente
el lugar y no había un alma.
—Está bien, muchas gracias.
El informe médico que arribó poco después, decía:
"Muerte por estrangulación causada por una cuerda delgada y fuerte, ceñida
a la garganta. Presumiblemente el deceso ocurrió entre las 22 y las 24 a juzgar
por el estado de los alimentos que apenas habían empezado a ser
digeridos".
—A las 22 y 30 estaba viva —deslizó Carré—, conforme a
lo declarado por el camarero…
—Cualquiera de los mozos nocturnos pudo haberlo hecho,
y de acuerdo con lo que sabemos ambos han mentido —dijo el comisario y añadió— Carré,
lleve a esos hombres a la Jefatura y téngalos incomunicados.
—Muy bien, señor.
—Usted —continuó diciendo al otro empleado—, vaya al
domicilio de los mismos y haga una buena revisión.
Enseguida, dirigiéndose a su colega, invitó:
—Vamos, don Frutos, parece que esto se va aclarando. —antes
de salir dijo al encargado del mostrador— Espere al señor Almagro, y cuando
venga preséntense ambos a la Jefatura. Creo que pronto vamos a solucionar el
caso.
—Señor —dijo entonces el empleado—, considero que es
mi deber decirle que el mozo Alberto Norié fue denunciado hace tres días por la
muerta porque no se encontraba en su puesto, y como es reincidente en estos
hechos el patrón de ello tuvo un violento altercado con la mujer, y parece que,
en el calor de la disputa, hasta hubo amenazas…
—¡Ah, sí!… Muchas gracias, señor Brando. Espero,
entonces, verlo dentro de un rato cuando llegue el marido de la extinta.
—Prometió estar de vuelta a las 11 y son las 10 y 30.
—Bien, los estaré aguardando. ¡Buenos días!
—¡Buenos días, señor!
El comisario y don Frutos salieron del hotel. El
comisario inspector llevó a don Frutos por las diversas dependencias y le fue enseñando
los modernos adelantos de la técnica policial. Le mostró la oficina
dactiloscópica, el gabinete de identificación, el archivo de su frondosa
galería de delincuentes, los prontuarios con sus detalles, los laboratorios,
etc.
—¡Cha que tiene cosas! —decía don Frutos— Yo andaría
boleao con tanto estrumenterío… Meno mal qu'en Capibara-Cué tuito lo hacemo a
la que te criaste nomá…
Rió López y volvió con su amigo a la sala de
declaraciones. En ella estaban ya los empleados, que habían efectuado las diligencias
previas. Frente al escritorio se hallaban Brando, el encargado del mostrador;
un hombre delgado, de nariz aquilina y ojos inquietos que resultó ser Almagro,
el marido de la muerta, y los dos camareros, visiblemente abatidos por la falta
de sueño y la situación que atravesaban. El comisario ofreció a don Frutos una
silla, próxima a él, y sentándose junto al escritorio se dispuso a iniciar la
tarea. Leyó detenidamente las anotaciones, llamó al empleado que había ido a
hacer el registro y sostuvo con él una conversación en voz baja; luego empezó:
—Bien señores; todos ustedes saben los motivos por que
se encuentran aquí. Espero, por consiguiente, su mejor colaboración y que
traten de ayudar a la justicia.
—Con todo gusto, señor —dijo Brando y los demás asintieron
con la cabeza— Aún no sé quién fue el autor, pero tengo razones poderosas para
creer que tanto pudo ser el señor Almagro como Norié u Olasarte…
—¡Es absurdo! —protestó Almagro.
—No tan absurdo. Sabemos que ustedes no se llevaban
bien y que ayer por la tarde tuvieron una disputa. Nos consta que ella estaba
dispuesta a abandonarlo…
—No niego que peleáramos con frecuencia, pero de allí
a matarla hay gran distancia. Nuestras riñas eran las comunes en los
matrimonios, quizás porque es más dulce la reconciliación. Por otra parte,
cuando partí ella estaba con vida y tengo testigos que me vieron durante el
viaje y cuando estuve en Barranqueras, de donde no hay vapores ni balsas de
regreso hasta la mañana.
—Pudo, sin embargo, haber contratado una lancha o un
bote y haber regresado…
—Imposible, señor —interrumpió Brando—, yo lo hubiera
visto llegar. Solo hay una entrada enel hotel…
—Entonces, pudo haber sido Norié, ¿no es verdad?
—¡No!… ¡No!… —se defendió el aludido—. ¿Por qué había
de hacerlo?
—Por venganza. Puesto que ella lo denunció por
abandono de sus funciones y además…
—¿Además, qué? —dijo ansiosamente Almagro.
—Mintió cuando dijo que no había salido de la pieza de
servicio. La señorita Lance lo llamó a las 22 y 40 y, más tarde, a las 22 y 50,
y usted no respondió. ¿Dónde estaba? ¿Acaso en la pieza 10?
—¡No!… ¡No!… Fui a la cocina a tomar un poco de café. No
lo dije antes porque se nos había prohibido hacerlo, pero esa es la verdad.
Créame… créame…
—Vamos a suponer que es cierto, pero estoy seguro que
en ese intervalo entre las 22 y 30 y las 24 se cometió el hecho y es necesario
aclarar bien los movimientos de todos. ¿Cuáles fueron los suyos, señor
Olasarte?
—Yo… yo… estuve leyendo en el sofá…
—No mienta. La señorita Lance dice que al no acudir
nadie se asomó a la puerta y al mirar en el pasillo no vio ni un alma… Entendió
bien, señor Olasarte, ni un alma…
López se levantó y dirigiéndose hacia el mozo le
preguntó:
—¿Dónde estuvo usted? ¿Dónde?
Vaciló éste un momento y confesó:
—Como había poco que hacer y estaba Norié en la pieza
de servicio, yo aproveché y entré a la pieza 15, que no tenía pensionista, y me
recosté un momento…
—¿Y allí encontró esto?… ¿No es verdad? —dijo el
comisario y le mostró en medio de la mano un anillo con una piedra roja.
—¡No!… ¡no!… Ella me lo dio para que lo llevara a
empeñar… —repitió Olasarte, y se puso a sollozar— No me van a creer pero es
cierto. Se lo juro, señor…
—Ese anillo era de mi mujer. ¿Dónde lo encontró?
—intervino Almagro levantándose.
—Lo hallaron sobre la mesa de luz en la casa de
Olasarte cuando hicieron un registro.
—¡Maldito!… ¡Asesino! —gritó Almagro y quiso írsele
encima.
—¡No fui yo!… Ella me lo dio para empeñarlo —repetía
el mozo sollozante.
—¡Calma! —habló por fin don Frutos, y se acercó— Ese
muchacho es inocente.
—¿Inocente? —rió el oficial Carré— Tuvo la oportunidad
y el motivo fue el robo. Salta a la vista.
—No jue él —siguió don Frutos.
—Entonces, ¿quién fue? —preguntó López.
—Ése, pues —contestó pausadamente el comisario y
señaló con un dedo.
—¡Está loco! —dijo Almagro a quien apuntaba el índice.
—No puede ser él —aseveró Olasarte dejando de llorar—
aunque yo me perjudique no puedo negar que oí bien cuando ella lo despedía.
—No, amigo —prosiguió don Frutos sin inmutarse—, usté
oyó una voz pero no la de ella, que ya estaba muerta.
—¿Cómo? —dijo López súbitamente interesado— ¿Tendría
algún cómplice?
—Tampoco porque jue él mesmo, ya que es ventrículo que
le disen, de esos que haulan con la barriga, pues…
—Ventrílocuo, querrá decir.
—Eso es.
—Con razón me pareció un poco extraña la voz —dijo
Olasarte, ya recobrado.
—Y por eso le dijo que estaba resfriada, pa desimular
el cambio. Dejuro que sabía que ella lo iba abandonar y por eso jue. Pa eso la
mujer quería la plata 'l anillo, pa dirse, y como él sospechó la mató. ¿No es
verdá, chamigo?
Almagro, muy pálido, se dejó caer sobre la silla y
admitió:
—Es verdad, yo la maté… No podía permitir que me
dejase; ¿pero cómo pudo saberlo?
—Porque vi un muñeco d'esos que saben usar ustedes
tirado sobre la mesa y porque endemásera 'l único con un motivo grande pa
matarla. Si ésos lo hubieran hecho no se haberían quedao tan tranquilos
sabiendo que se iba a sospechar de ellos.
—Tiene razón, don Frutos —dijo el' oficial Carré—. Así
debió suceder.
—Vio, amigo— dijo el comisario pueblerino—, cómo
cuando se mira ande se debe basta un solo ojo pa ver…
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