Un viajante que pasara por el pueblo había repartido
entre los clientes del boliche un almanaque de propaganda que contenía, además,
diversas informaciones, y el cabo Leiva, que había resultado favorecido con uno
de ellos, lo leía curiosamente y, de vez en cuando, hacía algunos comentarios
con el agente Inmaculado Ojeda que le servía mate.
Dio vuelta a varias hojas y se detuvo en una que
contenía datos astronómicos. Leyó un rato y luego, lleno de malicia, llamó al
agente para conversar con él, planeando una broma dirigida contra el oficial
sumariante Arzásola que no tardaría en llegar acompañando al comisario don
Frutos Gómez.
Cuando, momento después, estos arribaron vieron al
cabo que colocado a unos pasos frente al escritorio, entrecerraba los ojos y
decía:
—Pa mi ver… tiene un metro y sesenta y do…
Ojeda sacó del bolsillo una cinta métrica, midió y
confirmó:
—Exacto… Aura vamoj a ver… cuánto haberá de aquí a
acá…
Y como si tomara al azar señaló la distancia que había
entre un marco de la puerta y un clavo en la pared.
—Ahí… ahí… pues debe haber unoj do metro y quince…
Volvió el agente a repetir la pantomima y aseveró:
—Justito otra ve…
Arzásola dijo, entonces:
—Es maravilloso cómo puede calcular con tanta
seguridad y rapidez.
—¡Bah, nu es nada! —le respondió Leiva—, déame algo
más difísil… ¿Quiere pa que le diga la distancia que hay desde aquí hasta’l
sol?…
—Vamos… vamos… Esas son cosas mayores y no va a poder.
—Ta bien, che oficial, déjeme probar…
Salió a la calle, miró al astro rey que se elevaba por
el naciente y exclamó:
—Metroj maj o metro meno deben ser unos 149 millones,
504 mil y 201 kilómetro…
Arzásola sacó una agenda, consultó los datos que la
misma traía y dijo, lleno de asombro, a don Frutos que asistía a la escena sin
intervenir…
—Estupendo… ¿Sabe que le ha acertado plenamente? En
efecto, son 149.504.201 kilómetros… ¡Es portentoso!…
Entonces desde atrás de ellos, sonó grave la voz de
Ojeda diciendo:
—Es que como dijo Saquespeare: «Hay más cosas n’el
cielo y en la tierra que no imagina la humana filosofía…».
El oficial quedó con la boca abierta al oír la cita
literaria, pero, don Frutos, dándose vuelta, se acercó al milico y le sacó el
librito que le asomaba en un bolsillo.
—A ver… m’imagino que aquí debe estar escuendida la
sabiduría que le agarró’e golpe… Aquí está «Hay maj cosa n’el cielo…».
—Con razón —expresó Arzásola—, ya me parecía extraño
que Ojeda pudiera citar con tal frescura al autor de Hamlet…
—Y ve, acá n’esta otra página están laj medida’e los
astros…
—¡Ja… ja! —rió Leiva—. Usté no cayó porqu’es maj
esconfiau que burro tuerto, pero a l’ofisial sí que l’embromamos…
Arzásola iba a darle una respuesta airada cuando
vieron llegar a un hombre de condición humilde que los interrumpió para decir:
—¡Don Frutos!… Ricién al ir a pionar, con don Paulo
Stopani, lu encuentré’n la güerta muerto’e un garrotaso…
Dejando al agente al cuidado del local los otros
partieron presurosos hacia el lugar del hecho.
«El gringo» Stopani, como le llamaban, vivía desde
años en Capibara-Cué. Cuando obtuvo su retiro como foguista de un barco de la
carrera, se estableció definitivamente, y hacía tres años sorprendió al
vecindario al retorno de la ciudad, adonde había ido a pasar una breve
temporada, acompañado por una viuda con la cual se había casado tras un rápido
romance. Con ellos vino un hijo de la mujer, que perdía su tiempo en el boliche
y en los bailes y le huía al trabajo como si fuese el diablo. Hacía un año, sin
embargo, que la mujer murió como consecuencia de un «grano malo», y el
padrastro obligó al joven, con gran disgusto de este, a que colaborase en sus
faenas, pero como no abandonó sus hábitos alegres sus relaciones eran muy
tirantes.
Félix Palomeque, que así se llamaba el hijastro del
muerto, los esperaba en la puerta de la casa.
—Cuando el peón me dio noticia de lo ocurrido
—expuso—, todavía estaba en la cama. Entonces los mandé a llamar… Está allá, en
la quintita, detrás de las casas…
El cadáver se hallaba tirado boca abajo, junto a la
tierra removida de unos canteros destinados a los almácigos. Dos paquetes
destacaban sus rectángulos más claros contra el fondo oscuro del suelo húmedo
aún por el rocío mañanero.
—De las causas del deceso no hay dudas —sentenció el
oficial—. Vea el cráneo hundido y lleno de sangre.
—Flor’e garrotaso l’encajaron… —subrayó Leiva.
—Estaría agachado para distribuir las semillas cuando
alguno vino desde atrás y lo golpeó —sugirió el hijastro.
—Don Frutos miró a su alrededor antes de refutarle:
—Esto’stá bien despejau… ¿No?… ¿Ande podería haberse
escuendido naides pa’ sorprenderlo?…
—Es cierto —apoyó el oficial—, no hay ningún sitio
para ocultarse aquí.
—Entonces —siguió don Frutos—, don Paulo tuvo que ver
llegar a su asesino y si no se movió jué…
—¿Por qué? —saltó Arzásola.
—Porque no le desconfiaba. Tuvo que ser alguien muy
conocido como Félix.
—¡Yo!… —exclamó el aludido—. Yo estaba en la cama…
—O como vos —continuó el comisario y se dirigió al peón
que se puso pálido.
—¡Por mi magre le juro que no juí yo!… —tartamudeó.
—No tengás miedo que si sos inosente nada te va a
pasar. Aura llévensen al finau y pongalón en la cama hasta que le hagan el
cajón.
Entre Leiva, el peón y el hijastro sostuvieron al
muerto y lo condujeron hacia las habitaciones, mientras don Frutos, acompañado
por el oficial, observaba el contorno y siguiendo el rastro de unas borrosas
pisadas se dirigió hacia el alambrado divisorio que se alzaba a unos cincuenta
metros del lugar. Llegó junto a un poste, miró hacia el otro lado y alcanzó a
divisar un trozo de madera tirado sobre la hierba.
—Mirá… allá está l’arma —dijo a Arzásola—, vo que soj
maj joven dentrá a buscarlo…
Obedeció el oficial y en seguida retornó para poner en
sus manos un sólido garrote hecho con un pedazo de rama seca. En el extremo más
grueso se veían manchas rojizas y pelos adheridos…
—Con esto jué que lo basurearon…
—Seguro que el malhechor al huir lo arrojó ahí
—sugirió el oficial.
—¡Hum!… —respondió don Frutos.
Volvieron a la casa y se introdujeron por la cocina
donde encontraron al peón que preparaba el mate.
Al ver el leño ensangrentado, cerró los ojos y se
apoyó contra el fogón.
—¿Don… dónde estaba? —preguntó al cabo de un momento,
reponiéndose.
—De l’otro lau’e l’alambrau. P’allá… —indicó el
comisario y señaló con la mano—. ¿Quién pa vive ahí?…
—Don José Suárez, pero… ¡oh!… —se interrumpió.
—¿Qué te pasa, haulá?…
—Es que loj otros días tuvieron una discusión grande
porque un petizo ‘l viejo Suárez dentró ‘n’la güerta y pisoteó loj almácigos.
Se dijeron’e todo y tuvimos que trair a la juerza a don Paulo que quería pasar
a peliarlo.
—¿Y el otro lo amenazó?…
—¡Y de no!… Le dijo cosas fieras…
—¿Por ejemplo?…
—Güeno, casi no ricuerdo pero jué ansina como «Maj que
laj planta tené que cuidar tu vida gringo’e porra, porque si te pongo la mano
encima te hago quedar aplastau como sapo que agarró una rueda»…
—¡Ajá!… —masculló don Frutos y en seguida llamó al
cabo para ordenarle—: Andá a la casa’e a lau y traite a don José Suárez…
—Ya estoy yendo che comesario —respondió el cabo y
salió.
Don Frutos señalando una mancha extendida sobre el
piso inquirió:
—¿Qué cosa redamaste allí?…
—No juí yo —contestó el interrogado—, cuando vine ya
estaba…
—Seguro que a mi padrastro se le debe haber caído la
pava o alguna olla con agua… —intervino Palomeque entrando.
—Ta güeno, pero vamoj pa’l comedor a esperar a don
José porque quiere interrogarlos juntos.
—¿No quiere pa unoj mate de mientras? —invitó el peón.
—No, dejalos pa dispués. Vamoj.
Pasaron a una sala modestamente amueblada y se
acomodaron en varias sillas. Poco después regresó Leiva con el vecino, un
criollo anciano y bastante enfurruñado que dijo:
—¿Qué pasa, don Frutos, que me train preso mesmo que
si fuese un creminal?
—¿Y estás seguro que no lo es?…
—Claro, pues…
—Entonces… ¿quién mató a don Paulo?…
—A… a… don Paulo, el gringo…
—Sí, a ese mesmo que amenazó loj otro días…
Agachó la cabeza el otro y solo atinó a murmurar:
—¡Dios me perdone laj cosas que le dije, pero no juí
yo!… ¡No juí yo!…
—Por lo duro que estaba l’ombre se me hace que lo
haberán matau hace unaj cuatro o cinco horas, maj o meno, o sea a la seis. ¿Qué
pa hacia entonces, don José?…
—Yo estaba acostau…
—¿Y vo, Félix?…
—Yo lo mismo. Él me encontró en la cama…
—¿Y vo, m’hijo?…
El peón tragó saliva y luego respondió:
—A esa hora yo entuavía estaba durmiendo…
—Güeno, pa mi ver hubo uno que no dormía sino que lo
durmió al viejo pa’ siempre d’un estacaso… Esperemen…
Llamó a Leiva y conversó con él en voz baja y luego
volvió a su asiento mientras el cabo salía a cumplir su comisión.
—Pa’mi —continuó después de un silencio—, loj tre son
sospechosos… Vo, Félix, pa quedarte con l’herencia, usté, don José, porque lo
amenazó fiero, y vo, m’hijo, pa vengarte. ¡Vaya a saber qué cosa te haberá
hecho el dijunto!…
Acalló con las manos las protestas y añadió:
—Aura les vua a hacer unaj preguntas y si nu han hecho
nada malo no tengan miedo que nadita lej va a pasar, pero el culpable…
Dejó la frase sin concluir y continuó:
—Primero vo, Félix… Decí lo que sepás…
—Es muy poco… Anoche me dijo que hoy se iba a levantar
temprano porque quería sembrar semillas de acelga y de rábanos…
—¿Qué plantas dijiste?…
—Acelga y rábanos. Leyó en ese libro que era la
estación para hacerlo. Yo me ofrecí para ayudarlo y no quiso… Insistí porque…
—¿Por qué?…
—Porque tenía miedo que le pasara algo porque el otro
día tuvo una discusión bastante enojosa con don José y ya ve…
—¿No vaj a creer que juí yo? —saltó el vecino.
—Yo no lo culpo, pero… ¿quién otro podía ser?…
El viejo, furioso, se levantó como para agredirlo pero
Arzásola intervino y lo contuvo. En eso entró Leiva e hizo una seña afirmativa
con la cabeza.
—Antes e’ejarte, m’hijo, ricordate bien… ¿Jué acelga y
rábano lo que te dijo don Paulo que iba a sembrar?…
—Sí, allí está el libro con la indicación de los
cultivos del mes…
—Sí, pero vo que so pueblero te olvidaste’e la luna,
pues…
—De la luna…
—Sí, m’hijo. Tu parrastro, que denantes jué marinante,
aprendió a trabajar la tierra entre nojotro. Vo, en cambio, pasaste la vida en
colegio y nunca trabajaste, hasta que murió tu padre y don Paulo empezó a
hacerte pagar el pan que te daba…
—¿Y eso que tiene que ver?…
—Que sos un mentiroso, porque el finau nunca iba a
plantar acelgas y rábanos al mesmo tiempo.
—¿Pero si es el mes!…
—Sí, pero uno al prencipio y el otro a mediados. Las
plantas que tiran p’arriba como l’acelga se siembran con la luna creciente y
laj que tiran p’abajo como el rábano con luna menguante y laj que son pa
semilla con luna llena. ¿Nu es ansí, don José?…
—¡Ansina es, don Frutos!
—Y, a lo mejor habré oído mal…
—No, porque eran de esas plantas loj paquetes que
había esparcido ‘n los almácigos…
—De cualquier manera, usted se equivoca…
—Puede ser, pero aura decime, ¿ande están tus
alpargatas?…
—Estaban viejas y las arrojé…
—¿Ande?…
—Me olvidé… Por ahí…
—Trailas, Leiva… ¿Ande estaban?…
—Abajo’e unoj ladrillos, cerca’l horno…
Don Frutos señaló las suelas húmedas y llenas de
barro.
—Si vo dormía cuando mataron a tu parrastro… ¿cómo es
que tus alpargatas tienen tierra fresquita’e la güerta?…
Calló Palomeque confundido y don Frutos prosiguió:
—Mirá, yo te vua a decir como jué. Esta mañana don
Paulo te sacó’e la cama pa que lo ayudases. En la cocina discutieron y,
aprovechando que el viejo se dió güelta, agarraste una leña y le partiste la
cabeza. Dispués te asustaste y, pa engañarme, llevaste’l cuerpo a la quinta y
tiraste’l garrote ‘n lo’e don José pa echarle la culpa. Lavaste el piso’e la
cocina pa borrar las salpicaduras’e la sangre, escuendiste las alpargatas
sucias, miraste ‘n el libro lo que se podía sembrar y agarraste loj paquetes y
los tiraste. Dispués te golviste a la cama pa que el pión encuentrara el
cadáver y vos pasases por inocente.
—¿Y usté cómo se dio cuenta? —inquirió Suárez.
—Porque me llamó la atención ver esaj semillas que no
se siembran al mesmo tiempo y que no hubiese esperjado la sangre en el lugar.
Dispués, cuando vi el suelo, lavau’n la cocina me imaginé que allí lo habían
muerto y dispués lo llevaron ajuera pa despistar. Y, entonces, ¿quién otro
podía ser sino él?…
Velmiro A. Gauna
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