martes, 31 de julio de 2018

Mi querido enemigo

Ha muerto N.N. Era enemigo mío de los buenos, esto es, de los que no engañaban, de los claros. Y yo he llorado, a mi manera, su muerte, y creo que he de notar bastante su vacío. La atmósfera en la que habitualmente nos desenvolvemos está entretejida con hilos de muy distintas filiaciones. Los del cariño y los de la amistad son unos; los de la envidia y la enemistas son otros. Lo curioso es que dependemos tanto de aquéllos como de éstos y que el telón de fondo en el que nuestras vidas descansan acusa el relieve de todas esas varias desinencias. La ufanía del éxito, cuanto llega, si llega, ofrece dos caras muy diferentes y nos hace amable por razones contradictorias. Nos engalanamos con sus efímeras rosas, tanto para el júbilo de los que no nos quieren, como para el reconcomio de los que nos detestan. N.N. era enemigo mío a título gratuito, este es, por pura exuberancia de sus malos humores. En el análisis de conciencia a que me sometí, cuando le vi definido como tal, no me hallé responsable de ninguna culpa –intemperancias, malignidades, agresiones- que justificara su hostilidad. Sin embargo, yo –que tengo la certeza de no haber sido el blanco de sus inquinas y de que, en este instante, muchos podrían estar escribiendo mi mismo artículo, porque razanos había dado, a diestro y siniestro para que se le hicieran hasta con multicopista- contaba siempre, a despecho de mi absoluta inocencia, con sus votos contrarios, con sus venenosas insidias, hasta con sus pequeñas calumnias. Eso sí, es probable que el daño que infirió en su vida, tanto a mí como a cuantos distinguía con su encono, no fuera excesivo, pero si no resultó mayor es porque no pudo. Había nacido para el resentimiento, como otros nacen con signo opuesto, para la generosidad. Tenía la sonrisa difícil a la dicha ajena y una mordedura vegonzante le asaltaba el alma siempre que alguno en su inmediato contorno, obtenía, del destino, recompensas. 
Ahora es menester decirle, al menos protocolariamente, que descanse en paz. Pero el corazón humano es de tal índole y está construido con tan sutiles resortes, que lo protocolario se me convierte de pronto en autenticidad cordial. Hoy pienso que su memoria me asaltará isócronamente, como la de aquellos que amé y no están ya a mi lado. Y la razón es ésta: que uno, deseoso de interrumpir la marcha del tiempo, aspiraría a fijar el minuto en que vive, a suspender el flujo de los días, sin que avanzaran más, a guardar intacto el cuadro en que nos movemos como figurantes. Y para que todo no sea en él ni luz ni sombras, para el juego de los claroscuros, necesitamos también de esos enemigos que se nos van, amados a la manera en que los enemigos que se nos van, amados a la manera en que los enemigos pueden serlo, un poco con el despecho de no haber sabido atraerlos a nuestra lealtad y, al fin y al cabo, imprescindibles, en dosis calculadas con prudencia, para nuestra circulación de hombres. Y es que la vida, como el organismo que tolera ciertos principios tóxicos hasta un porcentaje dado, puede llevar sobre sí, y no resultarnos amarga, un lastre de enemigos que no rebase un límite discreto. Sobre todo si aquéllos son como este al que consagro en una hora de póstuma recuerdo mi definitivo adiós: franco, denodado y directo; por cuya desaparición acepto pésames y análogos al cual se los deseo, si no hay otro medio que tener algunos a cuantos quiero bien. 

Joaquín Calvo-Sotelo 
29 de abril de 1949

jueves, 26 de julio de 2018

La mentira (Velmiro A. Gauna)

Un crepúsculo primaveral, cuando las sombras empezaban a colgar lúgubres crespones en las cosas y la luz fugaba a llorar relucientes lágrimas en el cielo, tres jóvenes entraron, casi en fila india, en el local de la comisaría pueblerina.
—¡Buenas tardes!… —dijo uno de ellos de atuendo ciudadano y aire desenvuelto que los encabezaba y los otros dos hicieron eco.
—Güenas… —respondió don Frutos que recibía un mate de manos del cabo Leiva—. ¿Qué pa vienen a denuncear?
—¡Oh!… No es eso, señor, solo deseábamos obtener de usted un permiso… —contestó el cabecilla del grupo y los acompañantes sonrieron en conformidad.
—¿Supongo que no será pa robar ni pa asaltar?
—¡Qué esperanza!… Únicamente quisiéramos que nos otorgara su consentimiento para poder salir de serenata. Es el cumpleaños de una de nuestras amigas y nos pareció oportuno brindarle una ofrenda musical y, de paso, haríamos lo mismo con otras personas.
—Si el cumpleaños es hoy, ¿tendría que ser esta noche?
—Así es…
—¡Hum!… Concedido, pero no se olviden ‘e portarse bien…
—Pierda cuidado, señor y ¡muchas gracias! —contestó el líder y con sus compañeros dejó el local.
Una vez que quedaron solos, don Frutos expresó al subalterno que le seguía acarreando mates.
—Muy pronto se ha hecho de amigos el sobrino ‘e don Matías…
—A tuitos lej ha caido simpático, anque es algo fantástico y consentido…
—Salió bien distinto al tío… ¿No te parece?
—Mesmo que la noche y el día… El viejo es de ahí pa’l trabajo y no deja su campo ni pa dir a la inglesia.
—¡Ajá!… Dispués que se le murió la mujer bien pudo dir pa la ciudá pa disfrutar ‘e loj pesos que no le faltan y ya ves…
—L’hiso venir a la hermana viuda pa que lo cuide y él sigue yugando como denantes.
—Pa ella que se ha criau a campo no es nada, pero este muchacho debe estrañar grande…
—Por eso anda entreverau en tuitas las diversiones y siempre está organizando bailes, asaus, guitarreadas y ¡qué sé yo!…
—Por las dudas, esta noche cuando salgan pa sus cantos, hacete ver ‘e tiempo ‘n tiempo, no sea que ‘n ves de dedicarse a las guainas se quieran entretener con laj gallinas o loj corderos.

El oficial Arzásola dejó su escritorio, apagó un bostezo y se puso a caminar por la oficina para ahuyentar el sueño que le hacía cabriolas en los párpados, tras una noche de guardia, cuando llegó don Frutos.
—Güenos días, che oficial, vengo a relevarte… ¿Alguna novedá durante la noche?
—No, don Frutos… solo unos muchachos que salieron de serenata, pero me informó Leiva que contaban con su permiso.
—Ansí es y aura andate a descansar nomás…
Iba a retirarse el joven cuando oyeron ruidos de cascos afuera.
—Parece que alguien llega apurau…
—Ya lo oí y temo que deba despedirme de mi cama…
En ese mismo instante un paisanito se hizo presente haciendo girar el sombrero entre las manos.
—¿Güenos días m’hijo qué te trae tan temprano por estos laus?
—Una cosa fiera que ha pasau ‘n la estancia ‘e don Matías, pues…
—A ver, haulá…
—Me ha mandau ‘l patroncito pa que les avise que cuando él golvió, hace un rato, lo ha encuentrau al tío n’el corral ya difunto muerto.
—¿Qué le pasó?
—No sé, pues… Me vino a dispertarn’el galpón y me mandó, pero pa mí don Matías, a quien le gustaba levantarse temprano tiene que haberse caído ‘l caballo.
—Un criollo como él cai parau.
—Entonces le debe haber dau un mal o ¡vaya a saber!
—Lo siento, che oficial, pero vaj a tener que acompañarme.
—Por supuesto, señor… El deber está por encima de todo.
Alistaron sus cabalgaduras y en compañía del peón fueron hasta una estanzuela que se encontraba a la entrada del pueblo. Allí los recibió Jorge, el sobrino, que los condujo hasta un corral de palo a pique, donde se encontraban varios caballos que, al verlos entrar, se arremolinaron y escaparon inquietos hacia un extremo mientras unos potros atados a unos postes, a la espera de ser domados, se sacudían inquietos tratando de romper el lazo que los sujetaba.
Cerca de la tranquera, junto al pie del cercado, y no lejos de uno de los potros, que se alzaba sobre las patas traseras y resoplaba impotente estaba el cuerpo de un hombre alto, de cabellos canos y vestido a la usanza criolla.
—¿Qué le pasó? —interrogó el comisario cuyos ojos vivaces observaban el poncho tirado en el suelo y unos elementos para ensillar a un costado del caído.
—Bueno, cuando volví esta mañana del pueblo me encontré con que tío Matías ya se había levantado y estaba en el patio. Al verme dijo si quería presenciar cómo domaba un potro, así, al mismo tiempo, aprendía algo de las faenas camperas.
—¿Y vos aceutaste?
—Por supuesto que sí… Entonces él fue a buscar un poncho y, además, esas otras cosas para ensillarlo y vino al corral. Me dijo que como era temprano no quería molestar a los peones y que mi trabajo iba a ser sencillo.
—¿Le ibas a servir ‘e pagrino, pa?
—No, solo iba a mantener tapada la cabeza del animal mientras él ensillaba para montarlo… Una vez que estuviese arriba debía soltarlo y nada más…
—¿Al montar cayó y se golpeó o qué pasó? —interrogó Arzásola.
—La cosa fue diferente… Mi tío tomó el poncho y fue hacia ese potro que, al verlo cerca, se encabritó y pareció abalanzarse sobre él, entonces se retiró rápidamente hacia atrás, pero dio un traspié y cayó golpeándose la cabeza contra un poste…
—En efecto —asintió Arzásola— tiene un golpe en la parte occipital con probable fractura.
—Me arrodillé a su lado y al verlo desmayado le eché aire con el sombrero para hacerlo reaccionar… Después de un momento sentí algo húmedo entre mis dedos y vi la sangre. Comprendí que la cosa era más grave, pero ya era tarde… cesó de respirar y el corazón se detuvo.
—¿Por qué no llamaste a los piones?
—Me aturdí al principio y después cuando supe que era inútil pensé que lo mejor era no tocar nada y mandar por usted.
—Güeno, Arzásola, anotá lo que hay acá pa ponerlo ‘n el sumario.
—Muy bien, señor…
—Un poncho… bajeras… matras, caronas, bastos, cincha, cojinillo, sobrecincha, freno, un rebenque… ¿Está bien?
—Sí, don Frutos.
—Firmá aura pa que puedas riclamar luego estas cosas porque laj vamoj a llevar pa la comisaría.
Rápidamente el sobrino se dispuso a hacerlo, pero el comisario lo detuvo.
—No, controlá primero… No quiero que suebre ni que falte nada: Un poncho… bajeras…
Medio de mala gana el mozo accedió al inventario y después firmó al pie de la lista.
—Aura anda a ordenar pa que hagan los priparativos pa’l velorio y l’entierro y mañana, dispués ‘e golver’l cimenterio, pasá por la comisaría pa seguir con el sumario.
—¿Falta algo? Si solo fue un accidente…
—Naides dice lo contrario, pero ‘l sumario igual tiene que hacerse.
—Muy bien, mañana por la tarde iré.

Vestido con ropas oscura y con severo continente, hizo su entrada, al otro día, Jorge en el recinto policial.
—Desearía, señor comisario, que la diligencia fuese rápida porque tengo que regresar con premura para consolar a mi atribulada madre que sufre por la pérdida del hermano.
—¡Cómo no!… Tuito depende’ que vos digás la verdá y no te enriedes con mentiras…
—No le permito esa insolencia…
—Mirá, dejate de palabras al cuete y haulemos claro… Vos decís que tu tío te invitó pa que lo veas domar, que trujo un poncho y ese riendaje pa’ ensillarlo y yo te digo que mentís…
—Su palabra vale tanto como la mía.
—Güeno, vamoj a priguntar a otro… ¡A ver, Leiva!
—Ordene, don Frutos.
—Mirá, este mocito dice que don Matías lo invitó pa que lo viese domar y que pa ensillar al animal se llevó esas cosas que están sobre la mesa y yo le digo que miente. ¿Vos que decís?
—¿Pa domar, dijo?
—Ansí es…
—Entonces y que no se vaya a ofiender, pero miente…
—¡Claro! Como es un subalterno suyo tiene que apoyar su palabra, pero yo me mantengo en lo que dije.
—Está bien… Pa que veas que no es cosa nuestra vua a mandar por alguien que sea ajeno… Andá Leiva y traite a los dos primeros que pasen…
Salió el cabo, y, al momento, regresó con dos paisanos que llegaron un poco azorados.
—Qué pa le anda pasando don Frutos que nos hizo buscar —dijo uno de ellos.
—No se asusten que no es pa nada malo. Quiero que salgan ‘e jueces n’un aunto que tengo con este joven.
—¡Ah! El sobrino ‘e don Matías… L’ acompaño n’el sentimiento —exclamó el otro y le tendió la mano.
—¿Ves que son gente güena?… Aura vaj a ver como ellos tamién me apoyan…
—¿En qué le podemos ser útiles, don Frutos? —inquirió el primero.
—Güeno, este mozo dice que don Matías lo invitó pa que lo viese domar… ¿No es ansí?
—Así es…
—Y que pa eso el finadito fue y buscó tuitas esas cosas… Véanlas…
Los recién llegados se inclinaron sobre el apero y uno dijo:
—Vea, comisario, como el señor es pueulero haberá entendido mal… Don Matías le haberá dicho pa verlo montar…
—No, señor, me dijo para que lo viese domar.
—Entonces y con su licencia, pero yo creo que usté miente.
—Y usté qué opina, don Juan —preguntó don Frutos al segundo.
—Si era pa verlo domar yo también digo que no puede ser.
—Muchas gracias y ¡adios!
—¡Adios don Frutos! —respondieron los hombres y se fueron.
Jorge se removía confuso y cruzaba y descruzaba tos dedos, reinó un momento de silencio y, luego, el comisario, dijo:
—Si seguís con tus mentiras vua a pensar en algo pior… Te conviene que me digás la verdá… La cosa no jué como vos dijistes…
—¿A lo mejor, si lo ponemo n’el calaboso pa que piense? —sugirió Leiva.
—Está bien —accedió el joven vencido—. Ayer cuando volví, después de la serenata encontré a tío en el patio. Se enojó por mis salidas y me amenazó con echarme de casa. Le contesté que él no era mi padre para gritarme y, entonces, alzó su látigo y se me vino encima. Sin deseos de hacerle mal y con solo el ánimo de defenderme le di un empellón con tan mala suerte que cayó y se golpeó la cabeza contra el palenque. Creía que se había desmayado, pero cuando no lo vi volver en sí, busqué el corazón y ya no latía. Me asusté enormemente porque iban a pensar que yo lo había matado.
—¿Por lo que pensaste engañarme haciendo creer n’ un asidente?
—Es verdad… Como todos dormían lo alcé y llevé al corral, luego busqué las cosas necesarias para una doma… No sé cómo pudo descubrir que no era cierto…
—Por un pequeño detalle m’hijo… Por el freno…
—¿Y qué tiene? ¿Acaso no se usa para ensillar?
—Sí, pero no pa domar… Si usás freno le vas romper la boca al bagual. Naides que sepa un poco ‘e campo inora que pa domar se usa el bosal y nunca el freno… Por eso enseguida tuitos supieron que mentías…
Velmiro A. Gauna

jueves, 19 de julio de 2018

El bromista (Velmiro A. Gauna)

Policarpo Almeida era el «gracioso» de Capibara-Cué. Tal si su misión en la tierra fuese la de reírse de los demás o gozar poniéndoles en ridículo, siempre estaba exprimiendo su ingenio para colgar un mote reidero a sus semejantes o jugarles alguna mala pasada.
Fue él quien bautizó con el apodo de «Sandía con patas» al gordo y petiso contador de la barraca de don Serra, de sus labios salió el calificativo de «Bella Vista» para Benedicta Romero, que tenía el ojo izquierdo desviado, y se le atribuía el sangriento «Ña Toribia» que enfurecía a Santiago Carballo, ya que ponía al descubierto sus dos debilidades: la nariz deprimida y una voz aflautada.
Pero esas eran minucias comparadas con algunas de las «ocurrencias» que, de tiempo en tiempo, sacudían el letargo pueblerino y rodaban de boca en boca manteniendo su prestigio de humorista ignorante y bárbaro.
Una noche revolucionó al pueblo porque, de improviso, la campana de la iglesia colocada entre dos altos postes comenzó a sonar alocadamente. Muchos pensaron que se trataba de un incendio y empezaron a alistar los baldes, otros se imaginaron una invasión enemiga y apelaron a las armas para encontrarse, al final, que se trataba de un pobre perro al que habían atado de la cola a la soga de la misma y, en su desesperación, sacudía violentamente el badajo y causaba tal alboroto.
—¡Cosas de Poli!… —se dijeron, pero como no había pruebas en su contra nada se pudo hacer para castigarlo, aunque la beata doña Gumersinda, a quien pertenecía el animalito, desde entonces le negó el saludo.
Cierta vez, en el galpón del almacén de don Pedro adonde había ido a parar a consecuencia de excesivas libaciones encontraron al viejo Pedro Castro, que tenía el orgullo de unas barbas apostólicas, con todo un lado de la cara cuidadosamente rasurado con una tijera de tusar, operación que hubo hecho aprovechando del profundo sueño alcohólico en que se hallaba sumergido.
Al verse en el espejo, con la mitad del rostro desnudo y la otra cubierta de una abundante pilosidad, el viejo Castro se puso como loco y empuñando su facón buscó a Policarpo por todo el pueblo sin poder hallarlo, ya que el mozo había abandonado el lugar con rumbo al Chaco, donde estuvo trabajando varios meses y cuando retornó ya se habían calmado los furores de Castro a quien le había empezado a crecer una nueva barba.
Pero lo que fue motivo de innumerables comentarios fue la broma que jugara a Lindoro Alsina. A este, que se había ido a bañar en el río, en un lugar apartado, a la caída de una tarde calurosa, le robó las ropas que dejara en la orilla y lo puso en la situación de un nuevo Adán.
El pobre mozo tuvo que esperar que avanzase la noche, acribillado por los mosquitos, para volver al rancho, ocultándose entre los árboles, pero, para su desgracia, próximo a la meta, una vecina que había salido al patio por ¡no se sabe qué! diligencia al ver esa extraña aparición, en medio de las sombras, lo tomó por un fantasma y lanzó tales alaridos que convocó a media población con el comisario don Frutos Gómez a la cabeza. Este sacó al infeliz Lindoro de atrás de unas barricas adonde se había ocultado y como primera providencia lo condujo a su rancho donde, cuidadosamente arregladas, encontraron las perdidas ropas sobre la cama.
—¡Cosas de Poli!… —dijo el cabo Leiva que acompañaba al funcionario, pero este, llamado a declarar juró y perjuró que no había sido él por lo que debió ser dejado en libertad.
—Ta güeno —le dijo don Frutos—, vua a creer en tu inosencia, pero no te olvidés’e una cosa…
—¿De qué, don Frutos?
—De que cuando uno se ríe mucho, a la final le suelen saltar las lágrimas, pues…
Pero si el comisario lo absolvió no lo hizo así Lindoro que, en la primera ocasión que lo tuvo a tiro en el almacén de don Pedro, le aplicó tan tremendo silletazo en la cabeza que hubieron de aplicarle cinco puntos.

Don Frutos fumaba un grueso cigarro y miraba cabecear somnoliento al oficial Arzásola cuando rompió el silencio de la noche el reclamo del silbato del cabo Leiva a la distancia.
Rápidamente el oficial sacudió su modorra y se irguió:
—¿Oyó, don Frutos? —dijo.
—Sí, es Leiva… ¡Vamos!…
Salieron y montaron los caballos que estaban delante del local para perderse por las calles de tierra, en medio de los ladridos de los perros, y conducidos en su rumbo por las llamadas intermitentes del pito policíaco.
Así llegaron frente a una modesta casa, cuya puerta abierta arrojaba un rectángulo de luz en las sombras y delante de la cual ya empezaban a agolparse algunos vecinos.
Descendieron sin pérdida de tiempo y penetraron a la modesta habitación para encontrar a Leiva que ayudaba a doña Belén, la curandera del pueblo, en la atención de un hombre herido tirado sobre un catre.
—¿Qué pasó, cabo? —interrogó don Frutos.
—Lo que pasó no sé, lo que sé es que cuando pasaba por la calle pa hacer la ronda oyí unos quejidos y me acerqué. Estaba tuito oscuro y cuando dentré trompesé con Poli cruzau’n la puerta. Prendí la lámpara, lo coloqué en’l catre, le atajé la sangre como pude y mandé por doña Belén pa que lo cuidara.
—Nu es nada —intervino la vieja—, ya le puse unos trapos quemaus en la herida y lo vendé bien. Es apenas un chuzazo’n la panza pero que no dentró’n las tripas ¡Gracias a Dios!… Ta medio asonsau nomá por la pérdida’e sangre…
—¿No podrá haular?…
—A ver… démole un trago’e caña pa entonarlo.
Leiva le alcanzó una botella y doña Belén introdujo el gollete entre los labios del hombre y dejó caer un abundante chorro.
Enseguida Policarpo abrió los ojos y saludó con voz débil.
—Güenas noches, don Frutos…
—Güena… ¿Vo sabé quién te clavó, Poli?
—No comesario, golví dende l’almacén y apenitas dentre’n la pieza alguien me barajó con una puñalada. Me tiré al suelo pa pasar por muerto y quedé allí hasta que me encuentró’l cabo, pues.
—¿Y no tené una idea por un casual de quién pudo ser?…
—Poder, poderían haber sido muchos, pero de siguro no sabería decir quién.
—Ta güeno, dormite y descansá que ya vua a buscar por mi cuenta…

Dejando a Almeida confiado a los buenos oficios de la «médica», ducha en esa clase de menesteres, los policías regresaron a su local. Una vez allí, mientras sorbían unos mates que les alcanzaba el agente, comenzaron a hacer suposiciones sobre el presunto culpable.
—Pa mí —expuso Leiva—, el caso es má clarito que caldo’e enfermo. No puede ser otro que don Pedro Castro; arricuérdensen qu’el hombre quedó muy sentido cuando l’afeitó la mitá’e la barba…
—¡Ajá! —asintió don Frutos—. A lo mejor…
—Mis sospechas en cambio, se dirigen hacia Lindoro Alsina —manifestó Arzásola—. El ridículo a que lo sometió dejándolo desnudo fue de los que no se perdonan así nomás…
—Endemás en el almacén lo chichoneaban de lo lindo —agregó el comisario—. Se la pasaban priguntándole si no se va a bañar o cosas por el estilo…
—Será, pero yo sigo con l’idea de don Castro —insistió Leiva.
—Y qué pa me dicen’e Santiago Carballo? —acotó don Frutos.
—¡Salga d’ahí che comesario!… Si Ña Toribia ni siquiera calza faca’n la cintura. Es blandito pa ande lo busquen.
—No hay que fiarse del aspecto externo de los seres —intervino el oficial—. Algunas veces ciertas tormentas psíquicas mueven remolinos de pasiones que se desencadenan en actos impulsivos e irrefrenables.
—¿Qué pa dijo? —exclamó el cabo y quedó abriendo la boca.
—Pa mi ver —aclaró don Frutos—, dijo que por el aspecto tierno de no sé qué va a venir una tormenta’e no sé qué y va a ver un remolino’e no sé qué y por eso lo mejor es ir para la cama… ¿No te parece?…
—Tiene razón che comisario —siguió Leiva con la broma—, aunque con el cielo tuito estrellau como está, dificulto que haiga tormenta’e ninguna clase…
Al otro día citaron a don Pedro Castro y a Lindoro Alsina, pero estos pudieron dar cuenta cabal de sus movimientos y salieron libres de toda inculpación.
—Los cité —le decía don Frutos al oficial—, pa hacerles un gusto pero yo sabía que nu eran ninguno’e esos dos…
—Sin embargo no he quedado enteramente convencido de su inocencia —se empecinó Arzásola.
—No m’hijo… Esos dos son capaces de pelearle al mesmo diaulo si viene al caso, pero frente a frente y no a traición. Si el viejo lo habiera agarrao al Poli justo cuando lo peló, lo achura sin asco, te lo juro, pero dispués, cuando ya se le pasó la calentura’e la sangre es incapaz’e nada. Lindoro, tamién, ya se dio el gusto de romperle una silla’n la cabeza… El que se escuendió en la sombra, pegó el tajo y se mandó a mudar sin saber si lo achuró o no tiene que ser muy poco hombre, casi diría con algo’e mujer… Si, m’hijo, n’esto hay mucho’e mujer pa mi manera’e pensar…
—Tonces vamos a ver a «Ña Toribia» que entuavía no sabemos si es hombre o se quedó en proyeto —terció Leiva.
—El mozo ese, Santiago Carballo —añadió Arzásola—, según me informé en el almacén, tuvo ayer por la tarde una reyerta con el herido y casi fueron a las manos…
—¡Vaya si tuvo reyeta!… Porque fue yeta y media la de «Ña Toriba» al toparse con Poli y querer alzarle la mano. ¡Y ni siquiera un mal cuchillo tenía! Poli sacó su «fariñera» y lo sacó a planazos al pogre infeliz…
—Ta güeno… —asintió don Frutos—. Vamos a visitarlo a ver lo que tiene que decir.

Apenas golpearon las manos una mujer de edad madura y rasgos enérgicos salió a recibirlos.
—¿Qué quieren? —preguntó agresiva.
—Venimos a ver a tu hijo, Eulalia…
—¿Y pa qué?…
—Se lo diremos a él…
—Nu está… Se jué pa Ramada Paso…
—Sí estoy mama… Entuavía no me he ido —la interrumpió un mozo de nariz achatada y voz aguda, que salió de la pieza.
—Váyase pa adentro y déjeme arreglar esto —se encrespó la mujer.
—No, señora —le replicó el hijo con firmeza—, ya le dije que dende aura en adelante yo resolveré mis asuntos.
Doña Eulalia entró refunfuñando y Santiago Carballo quedó frente a la comisión.
—¿Pa qué me buscaba, comesario?…
—Pa saber si juiste vo quien lo tajeó anoche al Poli…
—¿Yo?… ¡Vamos, don Frutos, si sabe que nunca alcé cuchillo!…
—¡Qué no!… ¿Y ese que llevás en la cintura?…
—No alcé, dije, pero dende hoy día es otra cosa. Ya estoy cansao que mi madre me tenga atau a sus polleras y he resuelto dirme pa Ramada Paso pa hacer otra vida. Aquí me estaban haciendo la vida imposible con las burlas…
—¿Por eso quisiste pelearlo al Poli n’el almacén?…
—Sí, pero, ¿qué iba a hacer desarmau sino darle más motivo pa abusar de mi? Como sabe que la festejo a la Benedicta empezó a decirme si hacía mucho que no iba pa Bella Vista o si me gustaba estar mirando «contra’l Gobierno» y otras cosas hasta que no pude más.
—¿Y por eso te vas de aquí?…
—Sí, don Frutos. Peleé con mi vieja, pero estoy risuelto. Vua a dirme a otro lado pa hacerme gente y golver por Benedicta, si me espera…
—¡Ajá!… Pero primero haseme un servicio…
—Lo que se le ofresca, don Frutos…
—Mirá, andá ahí al medio’e la calle…
Obedeció Santiago y se plantó en plena luz del sol.
—Ya estoy. ¿Y aura qué hago?…
—Venite otra ves p’acá pero dejate allí la sombra.
—No puedo, comesario. Ella me sigue pa donde me voy…
—Es cierto y lo mesmo te va a seguir la fama pa tuitos laus. Si en verdá querés ser hombre quedate aquí y empezá a demostrarlo con acciones.
Titubeó un momento Santiago y luego exclamó:
—¡Sabe que tiene razón! Me vua a quedar y ya van a ver…
—Güeno, m’hijo, pero aura decime con franqueza: ¿juiste vos quién le hizo ese sucio a Polí?…
—¡Di ande, don Frutos!… Dispués que me maltrató en lo’e don Pegro me juí pa casa ‘e Benedicta y le dije’e mi propósito’e dirme. Dispués vine aquí y estuvimos alegando tuita la noche con mama, que es güena, pero pa salvarme ‘e peligros me crió medio maricón…
—Ta bien, te creo, Santiago… —le respondió don Frutos y se despidió.
Cuando reiniciaron la marcha Arzásola, poniendo su caballo a la par del de su superior, comentó:
—Estamos como al principio. Si es que ese mozo dijo la verdad.
—Vamos pa casa’e la novia pa ver si no nos mintió.
—¿Nu habrá sido la vieja Eulalia pa vengar al hijo? —deslizó Leiva.
—¡Vaya a saber! —se limitó a contestar el comisario.
Benedicta salió a recibirlos con los ojos enrojecidos por el llanto.
—Vengo a trairte una güena noticia m’hija —saludó don Frutos.
—No sé que’e güeno puede haber pa mí.
—Que el Santiago ya no se va. Se queda aquí pa mostrar que es un hombre’e verdá…
—¡No se va! —pareció cantar la moza—. ¡Gracias Virgencita’e Itatí…!
Luego se puso a llorar nuevamente.
Don Frutos la miró y sonriendo añadió:
—Aura que Santiago se queda, formá tu rancho con él y ricordá que con un hombre basta en la casa…
Calló la moza sorprendida y alzó hasta el viejo sus ojos asombrados.
—Entonces Ud. sabe…
—Nada m’hija. L’único que sé es que pa ser felices, uno solo debe llevar los pantalones y la mujer no debe meterse a hacer cosas’e hombre. Me entendés…
—Sí, don Frutos…
—Güeno…, ¡adiós! y no se olviden’e invitarme pa’l casorio…
Trotaron un rato y el oficial continuó:
—¿Y el culpable de la herida de Policarpo? Todavía no lo hemos descubierto.
—¡Bah! Dejate’e macanas… Pa mí que se hirió el mesmo. Vos sabés que como es tan bromista a lo mejor nos quiso hacer un chiste pa confundirnos. Olvidate’e tuito lo pasau y vamos a ver si Ojeda tiene listo’l churrasquito.
Velmiro A. Gauna

miércoles, 18 de julio de 2018

De pie

Será quizás
que el sol tiene ventanas
por dónde la esperanza
se aproxima
al ferviente peñazco
de grandeza,
que ilumina mi sueño
y mis heridas.
Será quizás que sigo vivo
aunque siempre el ayer
se haga cenizas.
Será el futuro
un cruel interrogante
y el presente
un gigante que agoniza.
Será quizás
la incertidumbre
que generan
el odio y la desidia
que me tienen
colgado de la duda
con que esta sociedad
se identifica.
Acaso sea coherente mi reparo
encadenado al temblor de nuestros días.
Más allá del sosiego que padezco,
permanezco de pie con hidalguía.

Néstor Willy Musachi

martes, 17 de julio de 2018

El accidente (Velmiro A. Gauna)

Era una mañana de invierno y ráfagas frías venían, a ratos, desde el río próximo. El personal policíaco de Capibara-Cué se hallaba reunido en el salón principal de la comisaría, alrededor de un brasero improvisado con una vieja lata de querosene, que a la vez que entibiaba el ambiente, servía para mantener en su punto la temperatura del agua de la pava con la cual el agente Ojeda cebaba interminables mates a sus superiores.
Don Frutos terminó de sorber uno de ellos y dijo socarrón:
—Este mate no se parece nicó a la cara 'e Leiva.
—¿Por qué pa, don Fruto?
—Porque el mate está lavao y tu cara no.
Presintiendo una broma, el aludido inquirió, desde adentro del capote en que encerraba su frío:
—Salga d'ahí, comesario, si bien tempranito lo hise porque no le tengo miedo al agua…
Pensó un momento y luego agregó:
—El que parece que se ha pegao a laj sábana es l'ufisial, porque ya son laj ocho pasada y no viene.
Tal si lo hubiese oído, en ese momento se abrió la puerta del local y el oficial Arzásola entró frotándose las manos, saludó y se sentó en una silla próxima a la de su superior.
Don Frutos dejó que se confortara con un mate y, luego, al ver que permanecía pensativo observando el chisporretear de las brasas, le dijo:
—¿Ansí que don Filemón no te quiere pa yerno?
Arzásola se dio vuelta como picado por una víbora y abrió los ojos asombrados.
—¿Có… cómo lo supo?
— ¡Bah! Es cosa fácil, chamigo. Vo que so má puntual que el canto 'l gallo a la madrugada, hoy llegaste tarde y con cara 'e sueño, por lo que supuse que algo te tuvo desvelao hasta muy tarde…
—Pero hay muchas cosas que pudieron haberlo hecho.
—Sí, pero yo pensé… Por trabajo no es, porque yo que soy el jefe tendría que saberlo; por cuestiones 'e familia tampoco, porque hase tre día pasó '1 barco y resibiste una carta que te hiso ni fu ni fa… Entonse tendría que ser algo 'e acá y en el pueblo l’único que te tiene a mal traer es Isabel, l'hija 'e don Filemón, pues…
Calló un momento, para poner fin con una sonora chupada al mate, y prosiguió:
—La muchacha es oro 'e ley… Es güeña y te quiere, ansí que ella tampoco pedería ser. Vo so un muchacho estruido, trabajador y sin visios, de manera que la sola cosa que pueden tacharte es que sos pobre… y eso nadie puede haserlo sino el viejo File…
—Así es, don Frutos, dice que no tengo porvenir y me prohibió que siguiera yendo a su casa.
—¿Viste? Si no podía equivocarme, pero…
—¿Pero qué, don Frutos?
La ansiedad puso campanillas de anhelos en la pregunta.
—No te hagas mala sangre que ella es fiel y, al último, con sus mimos lo va a haser aflojar al viejo qu'es pura espuma como el chajá. Cuando una mujer quiere es capas de darle güeltas al mismo diaulo.
—¿Entonces?
—Espera, que con el tiempo no hay guasca que no se corte ni duro que no se ablande.
El oficial sonrió esperanzado y, enseguida, dijo:
—¿Sabe que es maravilloso su poder de deducción?
—¿Y qué pa es deducción?
—Y… relacionar una cosa con otra para sacar conclusiones, así como cuando está nublado se conjetura que después va a llover.
—Cosa fásil nicó —terció el cabo Leiva que había seguido atentamente la conversación—, yo tamién sé d'esas cosas.
Arzásola miró dubitativo la faz cetrina del cabo y aventuró:
—¿A ver un ejemplo?
—Güeno. Pa dentro 'e uno mese loj vamo a tener al Celedonio Jonte durmiendo n'el calaboso.
—¿Y por qué?
—Porque pa celebrar el nacimiento l’ hijo va a tomar unaj copa n'el boliche con loj amigo y a ese enseguida se le sube a la cabeza y hay que traerlo aquí pa que duerma la tranca.
—¿Y cómo pa sabes que su mujer va a tener familia? Yo ayer la vide yendo por la calle y no se le notaba nada… —dijo don Frutos.
Gozándose con la expectativa despertada, Leiva siguió:
—Porque cuando hay antojo hay creatura en fija…
—Sierto —intervino Ojeda—. Solía desir mi mama que antes de tenerme a mí le dentro una gana grande 'e comer sapallo…
—Por eso nasiste vo tamién medio sapallo —le interrumpió el comisario—. Pero vos, Leiva, ¿cómo sabe que ella está antojada?
—Porque anoche el pobre Cele vino apuradazo a preguntar n'el boliche si nadie sabía ande podería conseguir una sandía… ¡Una sandía n'el mes de junio! Y cómo no ha de ser pa él maliseo…
— ¡Ja!… ¡ja!… con un antojo d'esos la cosa no puede fallar. —concluyó don Frutos.
Unos troperos que pasaban con un arreo, trajeron la noticia de que, en un montecito que se hallaba a la entrada del pueblo, se encontraba un hombre tirado en el suelo, junto a un charco de sangre.
—Yo lo vide dende el caballo —dijo el capataz—, pero por el modo qu'estaba paresía como si lo hubieran muerto 'e mala manera…
Una vez tomados los datos salió una comisión compuesta por el comisario, el oficial, el cabo y un agente que se dirigió de inmediato al lugar señalado. Allí, a la vera del camino, con su propio puñal clavado en el vientre, yacía Fermín Frioli, más conocido por Mocito. El tal era un viejo conocido de la policía por sus actividades de jugador con ventaja, matachín y contrabandista.
Era segura su presencia en todas las mesas de juego o en los bailes y diversiones, pero huía como de la peste del trabajo honrado. Mujeriego sin escrúpulos, había tenido varios incidentes en el pueblo por asuntos de polleras.
Apenas lo reconoció dijo Leiva:
—Dispués disen que mala yerba nunca muere; vese se enquivocan lo refrane tamién.
El muerto estaba caído boca abajo, en un grupo de árboles, con las manos crispadas que semejaban arañar el suelo en los últimos estertores de la agonía. El deceso parecía haber sido instantáneo, como consecuencia de una profunda herida en el abdomen, de donde había escapado gran cantidad de sangre.
—Lo madrugaron fiero —continuó el cabo—, ni le dieron tiempo a defenderse.
—Tienen que haberlo tomado de sorpresa para haberlo ultimado con su propio cuchillo — expresó el oficial.
—¿No se haberá suicidao? —preguntó el agente.
—Difísil —respondió don Frutos; y, señalando la posición del arma, agregó—: Pa suicidarse hubiera clavao 'l cuchillo de arriba pa abajo y a éste lo han chuceao de abajo p'arriba. Endemá bicho como este no se suicidan ni mueren en la cama como loj crestiano. A estos a la final, terminan por achurarlos. —explicó Leiva.
—Sea bueno o sea malo, la cuestión es que lo han asesinado, y ahora nuestro deber es aclarar el crimen —dijo el oficial—. La ley es igual para todos.
—La muerte es lúnica ley que no sabe 'e diferencia —exclamó don Frutos—. Pa ella vale´tanto 'l rico como 'l pobre, la mujer como 'l hombre, el niño como 'l viejo…
—¿Y quién pudo haber sido? —prosiguió Arzásola—. ¿Se le conocía algún enemigo?
— ¡Tantos! —le respondió el cabo, que siempre andaba bien informado—. Segundo Riga, a quien le peló tuita la plata l'otro día en la tabeada; Eufemio Cortés, al que madrugó 'e un hachazo en la cabeza que casi lo dijuntea y se la juró; el Pardo Viera, porque le robó la mujer y la abandonó al mes en Ramada-Paso; Gilberto Pérez, a quien le anduvo rondando la novia antes que se casaran… ¡Uf! son mucho loj que le tenían ganas.
Mientras tanto don Frutos seguía observándolo todo en silencio.
Buscaron rastros en las cercanías sin resultado, ya que en el camino de tierra había demasiados y entre las hierbas del bosquecillo no se conservaba ni uno.
Le dieron vuelta y revisaron cuidadosamente, encontrándole una gruesa suma en los bolsillos.
—Pa robarlo no jue —sentenció el comisario.
—Tampoco lo hisieron venir pa achurarlo —deslizó Leiva—, porque entonse hubieran tenido l'arma preparada y no hubieran usao la de él.
—Eso es lo raro —interpuso Arzásola—, que un cuchillero tan mentado como decían que era, se haya dejado sorprender y matar con su cuchillo.
—Se lo habrán pedido emprestao, y entonse… —sugirió el agente.
—Tampoco —dijo don Frutos—. ¿Pa qué lo iba a emprestar? Si hubiera habido un asao pa cortar, tal vez, o si lo hubiera querido enseñar pa venderlo pudiera ser, pero aquí no era lugar pa eso… El cuchillo se lo sacaron y clavaron de a traición nomá…
Después de inspeccionar un rato más dijo el comisario señalando una habitación que se veía en medio de un grupo de árboles a la distancia.
—¿Quién pa vive n'aquel rancho?
—Gilberto Pérez —contestó Leiva—, pero si pensó que jue él s'equivoca fiero porque ayer por la mañana salió con otros troperos pa Concepción pa llevar una puntita 'e vacas…
—El que haiga preguntao por él no quiere desir que ya lo acuse…
—Ta bien, don Frutos, discúlpeme.
El comisario, sin responderle, invitó al oficial:
—Vení, vamo a dir pa'l rancho pa ver si no han visto nada.
Luego, dirigiéndose a los otros, les ordenó que llevasen el cadáver al local policial.
Caminaron cerca de un centenar de metros y llegaron a la vivienda. En el patio de la misma una mujer joven molía maíz en un mortero.
—Güen día, moza; ¿podemo pasar un rato? —dijo el funcionario.
—¡Có'mo no, don Frutos! Pasen y asientensen —respondió la dueña de casa y les indicó dos sillas de junco que estaban cercanas— ¿Quieren pa que les cebe unos mates?
—Si sos gustosa —aceptó don Frutos, y agregó en forma casual—: ¿Cuándo güelve tu marido?
—La semana que viene, creo.
—Mejor pa vos, ansí se haberá arreglao tuito l'asunto del Mocito.
—¿Y qué tengo que ver con eso? —dijo ella, agresiva.
—Mucho, porque se me nase que juiste vo la que le pegó una puñalada allá n'el montecito…
—Yo… yo… —dijo ella, pero, súbitamente, se desmoronó su aparente fortaleza y rompió a llorar.
Después de un rato, algo más serenada, confesó:
—Sí, jui yo… Es mejor que lo diga porque me estaba mordiendo 1'alma y no podía tener tranquilidá.
—¿Por qué pa jue, m'hija?
—Porque no me dejaba en pas… Quería que yo le juera infiel al Gilberto y hasta me amenasó que lo iba a provocar pa matarlo. Mucho nicó me anduvo persiguiendo y yo me callaba pa que mi hombre no se disgraciara. Ayer, cuando supo que Gilberto había salido pa Concepción vino a decirme, como de pasada, que si a la noche no iba al monte a atenderlo iba a venir acá pa dentrar ni aunque sea voltiando la puerta…
—¿Por qué pa no me avisaste a mí?
—De sonsa que es una… Me daba vergüenza y creyí que lo iba a convencer, pero una ve allí se puso molesto, me abrasó y empezó a querer besarme. Yo me defendí como pude y en una de esas alcancé a sacarle el puñal y rápido se lo clavé. Dio un quejido y aflojó lo braso… Yo salí coriendo y no sé má… Pero yo no quise jugarle sucio a mi marido, que es güeno y me quiere mucho…
Hubo un momento de silencio sólo interrumpido por los profundos suspiros de la moza.
—¿Ansí que creyiste que vo lo mataste? , de pronto, don Frutos.
—¡Claro! ¿Acaso se salvó? —dijo ella, y una luz de esperanza brilló en sus ojos.
—No, el tipo ese ya clavó laj guampa pa siempre, pero no juiste vo la culpable. Vo apena le metiste el cuchillo entre laj ropa, m'hija. Entonse él lo sacó y con l'arma en la mano te corrió pa castigarte dejuro, pero trompesó y al caer se clavó él mesmo. Jue un asidente nomá…
—Entonse, ¿no me va a haser nada, don Frutos?
—¿Y por qué pa m'hija? Lo que tenes que haser es no desir nada pa no complicar laj cosa y seguir queriendo a tu marido pa que sean felices.
—Sí, don Frutos.
La mujer, vencida por la emoción, entró a la pieza y se arrodilló a rezar frente a un cuadro de la virgen de Itatí, mientras don Frutos y el oficial volvían al camino.
—¿De manera que para usted fue un accidente, comisario? —dijo el oficial.
—Pa mí y pa tuito 'l mundo. Se pierde un malandrín y se gana una mujer honrada, ansí que no hay dudas…
—¿Y cómo supo que fue una mujer la que provocó el accidente? —dijo Arzásola intencionadamente.
—Porque Frioli era un tipo de acción que no se hubiera dejado sorprender por un varón y solamente al tenerlo abrasao podían haberle refalao 'l cuchillo 'e la cintura. Tal cosa únicamente podía haserlo una mujer y la mesma tenía que vivir por ahí nomás, como la de Gilberto Pérez…
Ya ves que sensillo, m'hijo.
— ¡Pobre muchacha! Tuvo que estar desesperada para hacer lo que hizo.
—Si no hizo nada, chamigo. Ella le clavó la faca en la ropa y él al correr jue que se hirió. Tene la seguridad que jue un asidente y ansí tene que ponerlo n'el sumario.
—Sí, don Frutos —asintió Arzásola—. Ya he comprendido: un accidente casual.

Velmiro A. Gauna