De todos los espectáculos que la naturaleza ofrece al hombre, quizás ninguno penetre como el del firmamento tachonado de estrellas. El mar embravecido, alzando rugientes montañas de agua; los volcanes, vomitando fuego y lava incandescente; la tormenta, que corre desmelenada por todos los ámbitos del horizonte, muestran el poder, la furia de los elementos, y anonadan al hombre con la amenaza imponente de su fuerza.
El cielo estrellado, en cambio, inunda el alma de poética dulzura. Cuando el hombre, aguijoneado por la necesidad de vencer el misterio que lo rodea, dirige su mirada hacia la altura, miles, millones de estrellas responden a su angustia con el trémulo brillo de sus luces titilantes. Diríase que ellas también contemplan, pensativas, al hombre, como si quisieran penetrar en el misterio de su alma.
Nosotros, habitantes de las ciudades, enceguecidos por el brillo de la luz artificial, apenas si tenemos idea de la maravilla que se extiende sobre nuestras cabezas. De ahí el deslumbramiento que experimentamos cuando, en la oscuridad de los campos, beben nuestras pupilas la dulce lumbre de los astros. Queremos, entonces, saber dónde está la Cruz del Sur, y distinguir el Centauro y Escorpión y el Can Mayor, constelaciones que lucen en nuestro hemisferio austral; y nos asombra la nube luminosa de la Vía Láctea; y quisiéramos saber cuáles son planetas y cuáles son estrellas; dónde está Marte, y Venus, y Júpiter; y dónde está Argos, y Canopo, y Antares, y Al Rami. Quisiéramos, nosotros también, llamarlas por sus nombres, porque las sentimos, dentro de nosotros como amigas dilectas, como hermanas cariñosas.
Contemplar el cielo, es elevar el espíritu; sentir su belleza, es acercarse a Dios.
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