martes, 20 de noviembre de 2018

Nidos de las aves

Una admirable providencia se advierte en los nidos de las aves. No puede contemplarse sin enternecimiento esta muestra de la divina bondad, que torna industrioso al débil y previsor al descuidado. 
Tan pronto como los árboles abren sus flores, miles de obreros comienzan sus trabajos. Estos llevan largas pajas al agujero de un viejo muro; aquéllos construyen edificios en las ventanas de una iglesia; otros, hurtan la cerda a la yegua que pace o el mechón de lana que la oveja ha dejado entre las zarzas. Hay leñadores que entrecruzan ramas en la cima de los árboles, e hilanderas que recogen seda sobre los cardones. Miles de palacios se elevan, y cada palacio es un nido; y cada nido contempla encantadora metamorfosis: un huevo brillante, luego un pichoncito cubierto de plumón. 
El pequeño cría plumas; su madre le enseña a levantarse sobre el lecho. En seguida camina hasta asomarse al borde de su cuna, desde donde pasea su primera mirada sobre la naturaleza. Lleno de recelo y admiración, se precipita entre sus hermanos que aún no han gozado de ese espectáculo; pero reclamado por la voz de sus padres, sale por segunda vez de su lecho, y el joven rey de los aires, que lleva aún en la cabeza la corona de la infancia, osa ya contemplar el vasto cielo, la cima ondulante de los pinos, y los abismos de verdura bajo al encima paterna. Y en tanto se regocijan los bosques al recibir al nuevo huésped, un viejo pájaro, sintiendo que sus alas lo abandonan, se abate junto a una corriente de agua: allí, resignado y solitario, espera tranquilamente la muerte, al borde mismo del río donde cantó sus amores, y cuyos árboles cobijan todavía su nido y su armoniosa posteridad. 

Chateaubriand.

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