Una admirable providencia se advierte en los nidos de las aves. No puede contemplarse sin enternecimiento esta muestra de la divina bondad, que torna industrioso al débil y previsor al descuidado.
Tan pronto como los árboles abren sus flores, miles de obreros comienzan sus trabajos. Estos llevan largas pajas al agujero de un viejo muro; aquéllos construyen edificios en las ventanas de una iglesia; otros, hurtan la cerda a la yegua que pace o el mechón de lana que la oveja ha dejado entre las zarzas. Hay leñadores que entrecruzan ramas en la cima de los árboles, e hilanderas que recogen seda sobre los cardones. Miles de palacios se elevan, y cada palacio es un nido; y cada nido contempla encantadora metamorfosis: un huevo brillante, luego un pichoncito cubierto de plumón.
El pequeño cría plumas; su madre le enseña a levantarse sobre el lecho. En seguida camina hasta asomarse al borde de su cuna, desde donde pasea su primera mirada sobre la naturaleza. Lleno de recelo y admiración, se precipita entre sus hermanos que aún no han gozado de ese espectáculo; pero reclamado por la voz de sus padres, sale por segunda vez de su lecho, y el joven rey de los aires, que lleva aún en la cabeza la corona de la infancia, osa ya contemplar el vasto cielo, la cima ondulante de los pinos, y los abismos de verdura bajo al encima paterna. Y en tanto se regocijan los bosques al recibir al nuevo huésped, un viejo pájaro, sintiendo que sus alas lo abandonan, se abate junto a una corriente de agua: allí, resignado y solitario, espera tranquilamente la muerte, al borde mismo del río donde cantó sus amores, y cuyos árboles cobijan todavía su nido y su armoniosa posteridad.
Chateaubriand.
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