miércoles, 28 de noviembre de 2018

Melodía vespertina

Hunde en ocaso el sol su frente de oro;
En roja pira el horizonte inflama,
Y entre las nubes, al partir, derrama
En ráfaga de iris su tesoro.

Allá distante, con clamor sonoro,
Pausada esquila a la oración nos llama:
Naturaleza tiembla, y sueña, y ama,
En los murmullos de su inmenso coro.

Pardo manto obscurece el hemisferio,
Y de la vida el bullicioso alarde
Cede al desmayo de su blando imperio.

Luz de recuerdos en las mentes arde;
Y en la paz de los campos y el misterio,
Se alza en silencio el canto de la tarde.

Calixto Oyuela

martes, 27 de noviembre de 2018

Motivo del alfarero

Alfarero, yo he visto tus manos
Como dos ideas modelar arcilla.

Tras la curva de un ánfora grácil
Como el torso móvil de las odaliscas,
Temblaban tus dedos nerviosos,
Tus dedos de artista.

Y en las rosas del vientre combado
Y en los dos dragones del asa, lucía
Todo el fuego divino que el arte
Volcó en tus pupilas.

Tú ignorabas si en ella la suerte
Manojos de flores suntuosas pondría,
O si manos brutales, acaso,
Rompiéranla en trizas…

La soñabas en nobles jardines
Sobre pedestales de pórfido erguido,
Con abrazos de hiedra en su cuello,
Con rosas divinas.

Y pensé que todos somos alfareros;
Pensé que la vida
Era dócil barro gastado en mil ánforas
De esencia distinta.

Nuestras ilusiones son frágiles copas
Y nuestros ensueños son vasos de arcilla:
¿Qué pondrá en las ánforas el torvo destino?
¿Qué pondrá en los vasos el hada madrina?

Tal vez el destino las colme de rosas;
Tal vez para siempre se queden vacías…
T
al
 vez otras manos
Las partan en trizas…

Y así caminamos, pobres alfareros;
Así convertimos la sagrada arcilla
En copas desiertas, en vasos fecundos,
O quizás en trozos de ánforas perdida…

Leopoldo Marechal

lunes, 26 de noviembre de 2018

Canción de soledad

Cuida tu soledad como se cuida
La mejor planta del jardín querido,
Que no tejan en ella las arañas
Ni se amparen en ella los vampiros.

Si miras deslizarse contra el muro
Como sombra de crimen, una sombra,
Piensa que la calumnia anda en tu acecho
Y cierra tu ventana hasta la aurora.

Si en tus umbrales gimen y suplican
Pordioseros sin fin el pan y el agua,
Sacia el hambre y la sed de esos mendigos
Sin exigirles que te den las gracias.

No te empeñes en ser ante las gentes
Más austero, más santo, más virtuoso;
Se como debes ser, sin preocuparte
De si eres más o menos que los otros.

Cuando sientas dolor vive en ti mismo;
Vive en ti mismo cuando sientas odio;
Si sientes soledad cierra tus puertas,
Nunca estarás mejor que estando sólo.

No pienses en morir de cierto modo,
Resígnate a morir tal como puedas;
Trata de no dejar después de muerto
Oro y perfidias en fatal herencia.

¡Ama sin tregua, con pasión, sin freno!
¡Ríe si hay que reír, la risa es grata!
Y vive sin saber que a todas horas
La muerte ronda tu florida estancia.

Mario Bravo

viernes, 23 de noviembre de 2018

El vendedor de naranjas

Muchachuelo de brazos cetrinos
Que vas con tu cesta,
Rebosando naranjas pulidas
De un caliente color ambarino;

Muchachuelo que fuiste a las chacras
Y a los árboles amplios trepaste
Como yo me trepaba cuando era
Una libre chicuela salvaje;

Ven acá, muchachuelo, yo ansío
Que me vuelques tu cesta en la falda.
Pide el precio más alto que quieras.
¡Ah, qué bueno el olor a naranjas!

A mi pueblo distante y tranquilo,
Naranjales tan prietos rodean,
Que en Agosto semeja de oro
Y en Diciembre de azahares blanquea.

Me críe respirando ese aroma
Y aún parece que corre en mi sangre.
Naranjitas pequeñas y verdes
Siendo niña, enhebraba en collares.

Después, lejos llevóme la vida.
Me he tornado tristona y pausada.
¡Qué nostalgia tan honda me oprime
Cuándo siento el olor a naranjas!

Si a otro pago muy lejos del tuyo,
Indiecito, algún día te llevan,
Y no eres feliz, y suspiras
Por volver a tu vieja querencia,

Si una tarde, en un soplo de viento,
El sabor a tus montes te asalta,
¡Ya sabrás, indiecito asombrado,
Lo que es la palabra “nostalgia”.

Juana de Ibarbourou

jueves, 22 de noviembre de 2018

El gaucho

El gaucho nace y se desenvuelve en presencia de una naturaleza amplia, abierta, inconmensurable y este espectáculo, presente siempre a su espíritu, favorece, sin duda, el desarrollo vigoroso del sentimiento de la personalidad. Necesita, para vivir, dominar el corcel que vuela bajo su impulso, matar el toro de cuya carne se alimenta, soportar perpetuamente el sol, las lluvias, los huracanes impetuosos como un soplo pujante de la eternidad. De ahí su coraje, su arrojo, su firmeza. 

Pero aquel desierto donde sólo puede uno ampararse de los rayos del sol bajo los pocos árboles que derraman su sombra sobre la faz de la pampa, como si fueran nubes venidas de los cielos para templar en algo los rayos de la luz, según la expresión del poeta; esa naturaleza donde discurren el toro y el potro, que es necesario matar y domar para vivir y moverse, tiene otros aspectos que inspiran sentimientos de una índole diversa de los que explican los rasgos varoniles de la fisonomía del gaucho. Por las tardes, cuando el sol se esconde majestuosamente entre rojizas nubes, como el rey de la creación envolviéndose en una púrpura incomparable; cuando al sombras se extienden sobre la llanura; cuando el silencio misterioso de la pampa es sólo interrumpido por los gritos del tero y del chajá, y las melancólicas estrellas comienzan a brillar en el purísimo azul de un cielo sin fin, parece que el alma hallase, por momentos, en el desierto, una especie de crepúsculo de la gloria, destinado a las más tiernas efusiones del sentimiento y a esas meditaciones severas en que vislumbramos los contornos del mundo prometido. La luz que se va, las nubes ligeras que flotan en la atmósfera como velos de ángeles invisibles, la brisa perfumada que riza la verde grama semejante a un mar de esmeralda, los sordos rumores, la solemne quietud de la inmensa soledad, todo convida al amor, a la esperanza, a la melancolía; todo suscita y despierta es vida recóndita del mundo interior, nunca más activa y poderosa que en las horas en que la vida externa pareciera extinguirse. Por eso el gaucho es amante, por eso es músico y poeta. 

Pedro Goyena.

La noche estrellada

De todos los espectáculos que la naturaleza ofrece al hombre, quizás ninguno penetre como el del firmamento tachonado de estrellas. El mar embravecido, alzando rugientes montañas de agua; los volcanes, vomitando fuego y lava incandescente; la tormenta, que corre desmelenada por todos los ámbitos del horizonte, muestran el poder, la furia de los elementos, y anonadan al hombre con la amenaza imponente de su fuerza. 
El cielo estrellado, en cambio, inunda el alma de poética dulzura. Cuando el hombre, aguijoneado por la necesidad de vencer el misterio que lo rodea, dirige su mirada hacia la altura, miles, millones de estrellas responden a su angustia con el trémulo brillo de sus luces titilantes. Diríase que ellas también contemplan, pensativas, al hombre, como si quisieran penetrar en el misterio de su alma. 
Nosotros, habitantes de las ciudades, enceguecidos por el brillo de la luz artificial, apenas si tenemos idea de la maravilla que se extiende sobre nuestras cabezas. De ahí el deslumbramiento que experimentamos cuando, en la oscuridad de los campos, beben nuestras pupilas la dulce lumbre de los astros. Queremos, entonces, saber dónde está la Cruz del Sur, y distinguir el Centauro y Escorpión y el Can Mayor, constelaciones que lucen en nuestro hemisferio austral; y nos asombra la nube luminosa de la Vía Láctea; y quisiéramos saber cuáles son planetas y cuáles son estrellas; dónde está Marte, y Venus, y Júpiter; y dónde está Argos, y Canopo, y Antares, y Al Rami. Quisiéramos, nosotros también, llamarlas por sus nombres, porque las sentimos, dentro de nosotros como amigas dilectas, como hermanas cariñosas. 
Contemplar el cielo, es elevar el espíritu; sentir su belleza, es acercarse a Dios.

martes, 20 de noviembre de 2018

Nidos de las aves

Una admirable providencia se advierte en los nidos de las aves. No puede contemplarse sin enternecimiento esta muestra de la divina bondad, que torna industrioso al débil y previsor al descuidado. 
Tan pronto como los árboles abren sus flores, miles de obreros comienzan sus trabajos. Estos llevan largas pajas al agujero de un viejo muro; aquéllos construyen edificios en las ventanas de una iglesia; otros, hurtan la cerda a la yegua que pace o el mechón de lana que la oveja ha dejado entre las zarzas. Hay leñadores que entrecruzan ramas en la cima de los árboles, e hilanderas que recogen seda sobre los cardones. Miles de palacios se elevan, y cada palacio es un nido; y cada nido contempla encantadora metamorfosis: un huevo brillante, luego un pichoncito cubierto de plumón. 
El pequeño cría plumas; su madre le enseña a levantarse sobre el lecho. En seguida camina hasta asomarse al borde de su cuna, desde donde pasea su primera mirada sobre la naturaleza. Lleno de recelo y admiración, se precipita entre sus hermanos que aún no han gozado de ese espectáculo; pero reclamado por la voz de sus padres, sale por segunda vez de su lecho, y el joven rey de los aires, que lleva aún en la cabeza la corona de la infancia, osa ya contemplar el vasto cielo, la cima ondulante de los pinos, y los abismos de verdura bajo al encima paterna. Y en tanto se regocijan los bosques al recibir al nuevo huésped, un viejo pájaro, sintiendo que sus alas lo abandonan, se abate junto a una corriente de agua: allí, resignado y solitario, espera tranquilamente la muerte, al borde mismo del río donde cantó sus amores, y cuyos árboles cobijan todavía su nido y su armoniosa posteridad. 

Chateaubriand.

Corrientes

Belén, Belén argentina, 
porque nos dió al redentor… 
cuna del dueño y señor
de la América Latina;
tierra propicia al amor
y a los ensueños ardientes…
¡Vayan hacia ti mis lirios,
altiva y dura Corrientes,
a perfumar tus martirios
y a proclamar tus valientes!

Serenísimo rincón 
donde guardados están
la cuna del Capitán
y la tumba de Berón;
indomable corazón
donde nunca como el ¡ay!
del dolor a la derrota,
porque en su diástoles flota
un alma de ñandubay
¡Antes que doblada, rota!

Corrientes, a cuya vera
el Paraná es una espada
gallardamente colgada
del flanco de su pradera,
raza firme y altanera
cuyos hijos probarán
con feliz ejecutoria
que por razón perentoria
donde nació el Capitán,
no puede morir la gloria.

¡Sepa el suelo nacional,
desde el norte diamantino
hasta el brumaje cetrino
del estrecho terminal,
desde la región del vino
hasta el reino del ombú,
que en nuestra escala, delante
de las demás estas tú
por la razón fulminante
de que en ti esta Yapeyú!

Belisario Roldán

sábado, 17 de noviembre de 2018

El viajero y la nostalgia

El hombre vive aguijoneado constantemente por la ansiedad de viajar. Así como después de
algunas horas de estar en su casa, entregado a las tareas habituales, siente la necesidad de salir, de vagar, de contemplar distraídamente las cosas de la calle y mezclarse a su agitación, del mismo modo experimenta al anhelo de abandonar por un tiempo el sitio en que reside. 
Yo también me encontré alguna vez apartado de Buenos Aires y había cedido al ansioso impulso de conocer las capitales deslumbrantes, en que las generaciones creadoras aglomeraron las artes delicadas y las industrias finas. 
En París bajo los castaños de opulenta copa, y en Berlín bajo los tilos plateados de nieve, sentí la dicha de no deberme a ninguno, de no atarme a nada, y de ser como el pájaro y como el viento un deliberado trasunto de mi voluntad orgullosa. Pero mi alma no tardó en cubrirse de sombras. En medio de las metrópolis sujetas a mis placenteros deseos de excursionista, me puse a pensar en la patria, en la ciudad sin secretos para mi, sin recelos para mi espíritu, y que me ofrece en su familiaridad doméstica la certidumbre del amparo. 
¿Qué soy yo en Londres, en París, en Berlín? 
Soy el viajero, el que lleva por denominación la cifra del cuarto del hotel en que pernoctó. Me gusta viajar. Quisiera ser rico para transitar por la feria del mundo. 
Visitaría a menudo las ciudades ilustres, los centros venerables, mas, sería para retornar a los lares patrios con renovado fervor, para saborear, en el rincón en que reposaré en el reposo sin fin, la vida fuerte y nerviosa, la vida rica y plena del ser con adherencias potentes. 
Nosotros los argentinos tenemos otro motivo, individual y humano a la vez, para que ese vínculo sea más recio y más despótico. Nos sabemos, no ya habitantes de un país, sino sus constructores. 
Somos sus colaboradores tenaces. Si dejamos caer los brazos en la inercia somos sus enemigos, si nos anima el frenesí generoso en lo que desempeñamos, sea esto humilde e ignorado servicio o señalada función, somos sus diligentes obreros. Lo moldeamos con el arado que hendimos en el surco, con la página fugas que escribimos, con el utensilio que fabricamos. Y esa sensación de ser alguien, afila y fortifica la energía fecunda del argentino, que ha hecho una patria amable, la ha despojado de los enconos agresivos de las patrias seculares, la ha plasmado en el ideal de su vivir pacífico y le ha dado la hospitalidad cordialidad del pan caliente. 
¿Queréis de este pan, viajeros entristecidos del mundo? ¿Queréis asentaros en vuestra inestabilidad y repartiros con nosotros el suelo proficuo y el cielo clemente? 
Viajeros cansados que perdisteis la fortuna de experimentar la nostalgia de la patria nativa, que mudáis de países como un mendigo muda los umbrales, yo tengo para vosotros el terrón de tierra que os apretará con dulces garfios, el techo fraternal, el buen abrigo. 

Alberto Gerchunoff

jueves, 15 de noviembre de 2018

Era un viejecito

Era un viejecito muy arrugadito,
De manos temblonas, de rostro marchito.
Andaba pasito a pasito;
Su mirar contrito
Era el de un bendito.
Más cerca del cielo que de lo finito.
Era un viejecito muy arrugadito.
Andaba pasito a pasito.

He aquí que el anciano
Dijo una canción.
(Un temblor de muerte
Temblaba en la voz).

“Soy uno de aquellos que acecha la muerte.
Soy un viejecito cansado y temblón.
No sé si los párpados abriré mañana
Para ver el sol.

Una limosnita para el pobre viejo;
Una limosnita por amor de Dios.


“Tal vez ahora mismo vaya a detenerse
La cansada máquina de mi corazón;
Pero soy tan viejo, que ya me parece
Que la Buena Amiga de mí se olvidó.

Una limosnita para el pobre viejo;
Una limosnita por amor de Dios.


“Oigo en el silencio misteriosos ruidos:
La Señora Muerte que afila la hoz.
Acaso mañana cuando nazca el día
El sol me halle rígido sobre mi jergón.

Una limosnita para el pobre viejo;
Una limosnita por amor de Dios.


Andaba pasito a pasito.
Era un viejecito muy arrugadito.

Enrique Méndez Calzada

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Mi vecino

Mi vecino, al pasar esta mañana,
Me dio los buenos días, y dejó en mi ventana
Tres rosas de su huerto, fragantes, deliciosas,
Húmedas de rocío. Desde el cristal, las rosas,
Cual tres imaginarias, ideales
Cabezas fraternales,
Sobre mi mesa asisten a mi trabajo. Siento
El solitario apoyo de su aliento
Común, en que la idea se perfuma
De bondad, y al surgir besa la pluma.

¡Oh, clara, fresca y suave compañía
Que me hizo bueno en todos los actos de este día!
Pues fue mi corazón como una fuente,
Pródigo, musical y transparente:
Fluyó de mis palabras recóndita dulzura;
Ni la violencia, ni la crispatura
Mancharon el espíritu o la mano
Llenos del oro del cariño humano,
Y ¡oh, noche! En esta hora bella y santa
Del ensueño, mi amor se aviva y canta.

¡Vecino: si los hombres supieran obsequiarse
Con rosas de su huerto al saludarse;
Si al pasar, como usted esta mañana,
Nos dejáramos todos la flor en la ventana!

¡Cordialidad sencilla, propósito clemente,
Comunidad viril en la belleza!
¡Armonía del músculo, la frente
Y la delicadeza!


Rafael Alberto Arrieta

Lluvia

Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fue más bien un goce aquel tamborineo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé. 
Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio. 
La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión segura. El campo entero escuchaba. 
Pronto, un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía que nuestro camino se hubiese iluminado de un tenue resplandor. 
Esa vez me acomodé el «calamaco» preparándome a resistir el chubasco. 
La lluvia se precipitó interceptándonos el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas. Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar demás cerca la marcha. 
-¡Agua! -gritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos. 
Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martilleo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi chambergo sonaba hueco y pronto de sus bordes empezaron a formarse goteras. Para que estas no me cayeran en el pescuezo, requinté sobre la frente el ala, bajándola de atrás a fin de que el chorrito se escurriese por la espalda. 
La primera reacción ante la lluvia, según más tarde pudo argumentar mi experiencia, es reír aunque muchas veces nada bueno traiga consigo la perspectiva de una mojadura. Riendo pues, aguanté aquel primer ataque. Pero tuve muy pronto que dejar de pensar en mí, porque la tropa, disgustada por aquel aguacero que los cegaba de frente, quería darle el anca y se hacía rebelde a la marcha. 
Como los demás, tuve que meterme entre ellos distribuyendo sopapos y rebencazos. A cada grito llenábaseme la boca de agua, obligándome esto a escupir sin descanso. Con los movimientos me di cuenta de que mi ponchito era corto, lo cual me proporcionó el primer disgusto. 
A la medía hora, tenía las rodillas empapadas y las botas como aljibe. 
Empecé a sentir frío, aunque luchara aún ventajosamente con él. El pañuelo que llevaba al cuello ya no hacía de esponja y, tanto por el pecho como por el espinazo, sentí que me corrían dos huellitas de frío. 
Así, pronto estuve hecho sopa. 
El viento que traíamos de cara arreció, haciendo más duro el castigo, y a pesar de que a su impulso el aire se volviese más despejado, no fue tanto el alivio como para que no deseáramos un próximo fin. 
Acobardado miré a mis compañeros, pensando encontrar en ellos un eco de mis tribulaciones. ¿Sufrirían? En sus rostros indiferentes el agua resbalaba como sobre el ñandubay de los postes, y no parecían más heridos que el campo mismo. 
El callejón, que había sido una nota clara con relación a los prados, estaba lóbrego. Por delante de la tropa, la huella rebrillaba acerada; atrás todo iba quedando trillado por dos mil patas, cuyas pisadas sonaban en el barrial como masticación de rumiante. Los vasos de mi petizo resbalaban dando mayor molicie a su tranco. Por trechos la tierra dura parecía tan barnizada, que reflejaba el cielo como un arroyo. 
Dos horas pasé, así, mirando en torno mío el campo hostil y bruñido. 
Las ropas, pegadas al cuerpo, eran como fiebre en período álgido sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos. Tiritaba continuamente, sacudido por violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente. 
De pronto, una abertura se hizo en el cielo. La lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas, encaramándose en las lomas. 
Aquello fue el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar. 
Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano. 
Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada. 
El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo. 
La tropa olfateando el campo se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada. 
Una vida poderosa vibraba en todo y me sentí nuevo, fresco, capaz de sobrellevar todas las penurias que me impusiera la suerte. Entretanto, la vitalidad sobrante quedó agazapada en nuestros cuerpos, pues de ella tendríamos necesidad para sobrellevar los próximos inconvenientes, y sin desparramarnos en inútiles bullangas, volvimos a caer en nuestro ritmo contenido y voluntarioso: 
Caminar, caminar, caminar. 

Ricardo Guiraldes, 
Don Segundo Sombra, cap. IX

martes, 13 de noviembre de 2018

Noche oscura

Noche, misterio, soledad del alma,
¿Quién habita tus ámbitos profundos,
Que en hálitos de amor viertes la calma
Por los perdidos solitarios mundos?

¿Qué ángel en proscripción sus alas tiende
Cuando oculta su frente el rey del día
Y silencioso los espacios hiende
En nube melancólica y sombría?

¿Qué mágica campana el sueño advierte
Del Supremo Hacedor, que a sus acentos
Se apagan, como al soplo de la muerte,
Las luces y las ondas y los vientos?

¡Noches, magnificencia indefinida?
¿Qué humano corazón no ha suspirado
Sintiendo el peso de la ingrata vida
En su templo sin límites sagrado?

¿Quién te mintió jamás? ¿Qué labio humano
No te contó del corazón la historia
Y algún pesar recóndito y tirano
Que vive torcedor en la memoria?

Por sorprender a la insondable nada
Dijo Dios: “Haya luz”, y la luz fuera,
Y midió de una vez con su mirada
El lugar de los mundos en la esfera.

Y por mirar el alma en su misterio
“Haya tiniebla”, dijo, y de repente
Alzó la noche su eternal imperio
Y vió el alma del hombre transparente.

Paz de los mundos; soledad del alma,
Yo venero tu obscuro sacro manto,
Porque siento con él nacer la calma
Y la sublime inspiración del canto.

En tus velos la historia de mi vida
Con sus penas, su llanto y sus amores,
Desde mi juventud vive escondida,
Coronada de espinas y de flores.

No hay un solo recuerdo en mi memoria
Que no se enlace con tu nombre luego;
Y a ti también te deberé la gloria
Si alguna vez a conquistarla llego…

Bendición sobre ti, del alma mía
Madre sensible, y del amor y el canto.
¡Ay, quién pudiera detener el día
Bajo las orlas de tu negro manto!

José Marmol.

La vaca ciega

Topando de cabeza con los troncos, 
La inolvidable vía de la fuente 
La vaca sigue a solas. Está ciega. 
Temerario zagal le saltó un ojo 
De una pedrada cruel; cubren el otro 
Densas nubes; está ciega la vaca. 
El manantial acostumbrado busca; 
Mas ya no va con arrogante paso, 
Ni con sus compañeras; va ella sola. 
Sus hermanas, en cerro, en cañadas, 
En el prado, en las márgenes del río, 
Hacen sonar los esquilones mientras 
Pacen la fresca hierba…; ella caería. 
De hocicos de con la tallada piedra 
Del tosco abrevadero, y retrocede 
Avergonzada; pero torna al punto, 
Inclina la testuz, y bebe lenta… 
Apenas tiene sed. Levanta luego 
Al cielo, enorme, la enastada frente 
Con un trágico gesto; parpadea 
Sobre los ojos lóbregos, y huérfana 
De luz, sufriendo el sol que arde y abrasa, 
Vuelve con marcha trémula, moviendo 
Lánguida y mustia la tendida cola. 

Joan Maragall. 
(Trad. de T. Llorente)

viernes, 9 de noviembre de 2018

El perro

No temas, mi señor: estoy alerta
Mientras tú de la tierra te desligas
Y con el sueño tu dolor mitigas
Dejando el alma a la esperanza abierta.

Vendrá la aurora y te diré: “Despierta:
Huyeron ya las sombras enemigas.”
Soy compañero fiel en tus fatigas
Y celoso guardián junto a tu puerta.

Te avisaré del rondador nocturno,
Del amigo traidor, del lobo fiero,
Que siempre anhelan encontrarte inerme.

Y si llega con paso taciturno
La muerte, con mi aullido lastimero
También te avisaré… ¡Descansa y duerme!

Manuel José Othon

Pequeñez y grandes

Pequeñez sublime de las grandes cosas:
Te admiro en la gota del mar, en la arena
Donde se apaciguan las olas furiosas,
En la celda estrecha de hirviente colmena.

Eres pincelazo de luz del artista,
O escala que brota del dulce instrumento;
Del bloque de mármol cincelada arista,
¡o estrofa que suelta sus alas al viento!

Se pequeño siempre: tal es el destino
Del hombre que quiere vencer a las cumbres,
Manantial que oculto señala el camino
Y al ansia se ofrece de las muchedumbres.

Sé como la estrella, silenciosa y breve,
Que envuelve en las sombras su fulgor derrama;
Sé como el pequeño capullo de nieve
Que al sol de la aurora se irisa en la rama.

Y cuando a tu lecho se llegue la muerte
Trazando en el aire sus lúgubres señas,
Mírala sonriendo: sonrisa del fuerte…
¡Grandeza sublime de cosas pequeñas!

Ernesto J. Etcheverry

jueves, 8 de noviembre de 2018

Amable y silencioso

Amable y silencioso, ve por la vida hijo.
Amable y silencioso como rayo de luna…
En tu faz, como flores inmateriales, deben
Florecer las sonrisas.

Haz caridad a todos de esas sonrisas, hijo.
Un rostro siempre adusto, es un día nublado,
Es un paisaje lleno de hosquedad, es un libro
En idioma extranjero.

Amable y silencioso, ve por la vida, hijo,
Escucha cuanto quieran decirte, y tu sonrisa
Sea elogio, respuesta, objeción, comentario
Advertencia y misterio.

Amado Nervo

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Mi tierra

Padre, esta tierra es tuya,
tan tuya que tus huesos
se deshacen en ella.
Yo te vi trabajarla en tus recreos:
cada terrón tenía una esperanza'
como hoy cada terrón tiene un recuerdo.
—Para que no te engañe, me decías,
basta quererla como yo la quiero.
Y la quisiste tanto
que hoy tus huesos
se deshacen en ella.

Madre, esta, tierra es tuya, y este cielo.
El jardín, trabajado
fue apenas copia de tus sentimientos.
Bellezas de tu espíritu
las delicadas plantas florecieron.
Y eras tú misma en la corola abierta,
y eras tú misma en el perfume nuevo,
y eras tú misma en la visita diaria
del picaflor y de los benteveos.
Trabajabas la tierra con el mismo
afán que el alma de tus pequeñuelos.

Hermanos, -esta tierra es tierra nuestra,
tierra de los abuelos
y de los padres. Recordad la ronda
en el patio hogareño
bajo los paraísos florecidos.
Recordad los almácigos del huerto
y el agua que sacábamos del pozo
cuya profundidad nos daba miedo.
Recordad el hervor de las cigarras.
Recordad el olor del pan casero
y la fresca sandía en nuestros dientes
y el maíz deschalado en nuestros dedos,
Vosotros la queríais en el pasto
propicio a los recreos,
en el aporque, en la carpida, en todas
las rústicas faenas del labriego,
y en las aguas alegres del arroyo
y en la caliza piedra de los cerros.
Compañera, esta tierra es tierra tuya:
la trabajó tu mano en los canteros,
la acarició tu planta en los caminos
y agradecida se apegó a tus dedos.
Hiciste acopio de ella
para formar el hijo de tus sueños
y fuiste como ella:
pródiga en los renuevos,
fecunda para darte a mis caricias
y generosa es el florecimiento.
Hijo, esta tierra es tuya,
tan tuya, que tus huesos
se han amasado en ella.
Llévala en tu cariño. Cárgala en tu recuerdo.
Escucha en mis palabras
La voz emocionada del abuelo:
-Para que no te engañe
basta quererla como yo la quiero.

Hijos que en otra tierra
Duplicaron mi vida y mi sendero,
esta tierra es la vuestra,
vuestra en el alma y en el pensamiento,
vuestra en los ojos y en la sangre, vuestra
más allá del cariño y del recuerdo.
Queredla como si ella hubiera sido
La que acunó vuestro primer ensueño,
La que escuchó vuestro primer vagido,
La que alentó vuestro primer anhelo.
Para que no se engañen ni la engañen
basta quererla como yo la quiero.

Y esta tierra, que es mía,
Se hizo amable en mis dedos,
Se metió en mis entrañas
con la piedra y el árbol del sendero,
con el calor del nido y de la mielga,
con la bondad del trigo y del centeno.
Entre Ríos: mi carne, tierra tuya,
Copió la hondura de tus sentimientos,
Y fui un pájaro más en tus cuchillas
Y un ceibo más, música y caireles,
La tierra mía se deshace en versos!

Gaspar L. Benavento

sábado, 3 de noviembre de 2018

Mambrú se fue a la guerra

Mambrú se fue a la guerra,
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
Mambrú se fue a la guerra,
No sé cuando vendrá.
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
No sé cuando vendrá.

¿Vendrá para la Pascua?
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
¿Vendrá para la Pascua
O por la Trinidad?
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
O por la Trinidad.
La Trinidad se pasa,
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
La Trinidad se pasa,
Mambrú no vuelva más.
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Mambrú no vuelva más.
Por allí viene un paje,
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
Por allí viene un paje,
¿Qué noticias traerá?
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
¿Qué noticias traerá?
-Las noticias que traigo,
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
-Las noticias que traigo,
¡Dan ganas de llorar!
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
¡Dan ganas de llorar!

Mambrú ha muerto en guerra,
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
Mambrú ha muerto en guerra,
Y yo le fui a enterrar.
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Y yo le fui a enterrar!
Con cuatro oficiales
Y un cura sacristán.
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Y un cura sacristán.
Encima de la tumba
¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
Encima de la tumba
Los pajaritos van,
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Los pajaritos van,
Cantando el pío, pío,
¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah!
Cantando el pío, pío,
El pío, pío, pa.

viernes, 2 de noviembre de 2018

El padre volvió

El padre volvió del funeral. 
El niño estaba de pie en la ventana, con los ojos muy abiertos, y su amuleto dorado colgando del cuello. Su frente le pesaba de pensamientos demasiado difíciles para sus siete años. 
El padre lo cogió de los brazos y el niño le preguntó: “¿Dónde está madre?”. 
“En el cielo”, contestó el padre señalando arriba. 
Aquella noche, el padre se quejaba en sueños, rendido por la pena. 
Una lámpara ardía débilmente junto a la puerta de la alcoba, y una lagartija perseguía una mosca por la pared. 
El niño despertó, tocó con sus manos la cama vacía, se levanto callado y se salió a la azotea. 
Levantó los ojos al cielo y lo miró y lo miró en silencio. Su confuso imaginar hundía en la noche inmensa esta pregunta: “¿Dónde está el cielo?”. 
No le respondieron. Y las estrellas parecían las lágrimas ardientes de la ignorante oscuridad.

Rabindranath Tagore

Arrorró mi niño

Arrorró mi niño,
Arrorró mi sol,
Arrorró pedazo
De mi corazón.

Este niño lindo
Ya quiere dormir;
Háganle la cuna
De rosa y jazmín.

Háganle la cama
En el toronjil,
Y en la cabecera
Pónganle un jazmín
Que con su fragancia
Me lo haga dormir.