Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fue más bien un goce aquel tamborineo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé.
Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio.
La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión segura. El campo entero escuchaba.
Pronto, un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía que nuestro camino se hubiese iluminado de un tenue resplandor.
Esa vez me acomodé el «calamaco» preparándome a resistir el chubasco.
La lluvia se precipitó interceptándonos el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas. Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar demás cerca la marcha.
-¡Agua! -gritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos.
Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martilleo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi chambergo sonaba hueco y pronto de sus bordes empezaron a formarse goteras. Para que estas no me cayeran en el pescuezo, requinté sobre la frente el ala, bajándola de atrás a fin de que el chorrito se escurriese por la espalda.
La primera reacción ante la lluvia, según más tarde pudo argumentar mi experiencia, es reír aunque muchas veces nada bueno traiga consigo la perspectiva de una mojadura. Riendo pues, aguanté aquel primer ataque. Pero tuve muy pronto que dejar de pensar en mí, porque la tropa, disgustada por aquel aguacero que los cegaba de frente, quería darle el anca y se hacía rebelde a la marcha.
Como los demás, tuve que meterme entre ellos distribuyendo sopapos y rebencazos. A cada grito llenábaseme la boca de agua, obligándome esto a escupir sin descanso. Con los movimientos me di cuenta de que mi ponchito era corto, lo cual me proporcionó el primer disgusto.
A la medía hora, tenía las rodillas empapadas y las botas como aljibe.
Empecé a sentir frío, aunque luchara aún ventajosamente con él. El pañuelo que llevaba al cuello ya no hacía de esponja y, tanto por el pecho como por el espinazo, sentí que me corrían dos huellitas de frío.
Así, pronto estuve hecho sopa.
El viento que traíamos de cara arreció, haciendo más duro el castigo, y a pesar de que a su impulso el aire se volviese más despejado, no fue tanto el alivio como para que no deseáramos un próximo fin.
Acobardado miré a mis compañeros, pensando encontrar en ellos un eco de mis tribulaciones. ¿Sufrirían? En sus rostros indiferentes el agua resbalaba como sobre el ñandubay de los postes, y no parecían más heridos que el campo mismo.
El callejón, que había sido una nota clara con relación a los prados, estaba lóbrego. Por delante de la tropa, la huella rebrillaba acerada; atrás todo iba quedando trillado por dos mil patas, cuyas pisadas sonaban en el barrial como masticación de rumiante. Los vasos de mi petizo resbalaban dando mayor molicie a su tranco. Por trechos la tierra dura parecía tan barnizada, que reflejaba el cielo como un arroyo.
Dos horas pasé, así, mirando en torno mío el campo hostil y bruñido.
Las ropas, pegadas al cuerpo, eran como fiebre en período álgido sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos. Tiritaba continuamente, sacudido por violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente.
De pronto, una abertura se hizo en el cielo. La lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas, encaramándose en las lomas.
Aquello fue el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar.
Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano.
Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada.
El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo.
La tropa olfateando el campo se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada.
Una vida poderosa vibraba en todo y me sentí nuevo, fresco, capaz de sobrellevar todas las penurias que me impusiera la suerte. Entretanto, la vitalidad sobrante quedó agazapada en nuestros cuerpos, pues de ella tendríamos necesidad para sobrellevar los próximos inconvenientes, y sin desparramarnos en inútiles bullangas, volvimos a caer en nuestro ritmo contenido y voluntarioso:
Caminar, caminar, caminar.
Ricardo Guiraldes,
Don Segundo Sombra, cap. IX