Trasplantado de España, creció bajo el cielo de Buenos Aires, en un patio de la casa de mis abuelos. Quizás porque extrañaba la tierra, desenvolvióse miserable, casi atacado de raquitismo, así como esos niños que, concentrando en los ojos una belleza impropia de la edad, tienen una infancia triste. En el naranjo, los ojos fueron tempranas flores; tan tempranas, que parecía darlas a prisa y fundir en ellas toda su enfermiza savia, presintiendo que la muerte le esperaba en la próxima estación. Pero, poco a poco, los cuidados le hicieron olvidar el aire primero que respirara y hasta la vieja fuente árabe que mezcló su murmurio al de sus hojas recién nacidas. El agua que le echaban religiosamente, con cariños de manos de enfermero; la poda, que ponía en la tijera la solicitud de un médico amigo, convirtieron al débil en un fuerte arbusto, y, por último, un invierno benigno y una primavera extraordinaria le transformaron en un árbol magnífico.
Desde entonces, con avidez, esperaba los nuevos septiembres que le traían las golondrinas de Europa. Toda la belleza del cielo, toda la transparencia del aire, tenían por objeto engendrar el traje nupcial del árbol, sonrisa de gloria entre los muros amarillentos del patio. Los niños habían crecido con él; y para sus novias encontraron azahares en sus ramas. Ya hombres, entregaron a sus hijos las cuatro o cinco naranjas que producía y de que ellos, con el mismo placer y a la misma edad, lo despojaron.
Varios ataúdes desfilaron después al pie de su tronco. Su sombra cayó rápida sobre el ébano, queriendo dibujarse en el brillo de esa negrura. El también se despedía, armonizando con los viejos retratos que, presidiendo la vida luctuosa o alegre, impregnábanse de las emociones del hogar, melancólicamente pensativo.
De tres generaciones había sido ya camarada, cuando empezó a reconquistar sólo la mitad de sus hojas en las nuevas primaveras. Su sombra fue más leve en las baldosas desgastadas por sus juegos de otro tiempo. Sus pocas hojas mostraban un verdor más intenso, más obscuro, y sentían en la luz misma el germen de la muerte. Al marchitarse su amarillo no llegaba a convertirse en oro, pues, con un dejo de verde anterior, diríase entrecano, se dejaba arrebatar sin fuerza al primer soplo vivo del Plata. El tronco se hendío, para mayor miseria, ahora, cuando no tenía casi copa que soportar; quizás el recuerdo de la frondosidad de otro tiempo le hizo romper su entraña, imitando a los profetas bíblicos, que en los días de duelo desgarraban sus vestiduras.
Hubo que sostenerlo con un barrote, y se apoyó en el báculo, suavizando la dureza del hierro con la gracia melancólica de sus últimas floraciones. Un niño tuvo entonces la ocurrencia de querer mandarlo al Paraguay para que reviviera en un hospitalario clima, y la gente rió por cierto de aquella forma ingenua del cariño. Su sombra, en tanto, daba pena; era un alma buscando su viejo cuerpo desvanecido. Alguien plantó una glicina al pie del tronco. La muleta de hierro fue envuelta. El árbol enfermo sufrió un asalto, y las flores azules, recuerdo del cielo, cubriendo el tronco y las ramas, lo embalsamaron piadosamente. Cuando cayeron, al fin de la estación, el naranjo no podía tenerse en pie, y la raíz sola, arrancando aún jugos de la tierra, con un último esfuerzo, ayudaba al sol, en cuyos rayos, para el árbol de la casa, había, con el amor de los vivos, algo del espíritu de los muertos. Todo fue inútil, y, para evitar su completa degradación, el hacha de un joven jardinero, descendiente de quien lo cuidó en su infancia, lo abatió de un solo golpe.
El patio, desde entonces, fue el sepulcro de algo que había desaparecido llevándose muchas cosas. Un farol que brillaba en invierno al lado del centinela rígido y negro, y en estío a través de las hojas, adquirió, al fulgurar libre en las noches un inusitado brillo, lleno de fuerza para velar un cadáver invisible.
En el invierno que sucedió a ese otoño, el árbol reapareció, ¡pobre viejo amigo!, convertido en leña. Se le vio inflamarse en la chimenea, como metido en el corazón de la casa, para transformarse en viva llama. La muerte del patriarca era digna y gloriosa.
Angel de Estrada
“Letras” pág. 16-19
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