Vivía en cierto estanque una tortuga, con la que tenían íntima amistad dos grullas. Frecuentemente iban éstas a visitar a su amiga, pasando con ella momentos de agradable camaradería. A la puesta del sol, las grullas regresaban a su nido, muy satisfechas del paseo, pues la tortuga, aunque charlatana en exceso, era divertida y bondadosa.
Pero he aquí que andando el tiempo, debido a una larga sequía agotóse el estanque, viéndose la tortuga en situación desesperada por falta de agua. Las dos grullas se afligieron mucho por esta desgracia, pues, como buenas amigas, no podían permanecer insensibles a la desventura de camarada.
-En este lugar, dijeronle, no queda sino fango; tu situación nos amarga profundamente.
-En verdad, contestó la tortuga: me será imposible vivir sin agua; pero no hay que desanimarse ante las calamidades, y yo hallaré salida a este aprieto si me prestáis ayuda. Traed un palo largo y recto y buscad un lago que tenga bastante agua. Me tomaré del palo con los dientes y vosotras agarraréis de los extremos, de modo que volando podáis transportarme por los aires.
-Así lo haremos, amiga, dijeron las grullas; pero has de prometernos callar durante el viaje, para tu seguridad.
Convenido esto, las aves echaron a volar, conduciendo a su amiga colgada del trozo de madera. Pasaron así sobre campos y ciudades, hasta que los habitantes de una aldea, sorprendidos ante tan extraño espectáculo y no pudiendo distinguir con precisión de esa manera, comenzaron a gritar:
-¡Mirad, mirad!... ¿A dónde transportarán las grullas esa rueda?
-No, exclamó alguien de pronto: no es una rueda: ¡es un queso!
-¡Una sartén! ¡Es una sartén!, dijo un muchacho.
Herida en su vanidad al ver que así la confundían, la tortuga no pudo contener su indignación, y olvidando los prudentes consejos de sus amigas, quiso protestar. Pero he aquí que al abrir la boca para hacerlo, soltó el palo y cayó, destrozándose contra el duro suelo.
Las piadosas grullas tuvieron que lamentar la pérdida de su camarada predilecta, comprendiendo, sin embargo, que sólo ésta, por no haber sabido callar, fue la culpable de su triste fin.
Fábula del Panchatantra
“Cien Lecturas” pág. 127-128
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