Un ladrón vagabundo le desolló la piel,
dejándole en los ojos una torva mirada
y entre los blancos dientes una sonrisa cruel.
¡Pobre jaca de carro! Largos años uncida,
gimió bajo el azote del látigo feroz;
y cuando ya no andaba de enferma y dolorida,
la echaron a los campos, al ampara de Dios.
Una clara mañana la topé que venía
arreada por la muerte, con inseguro paso,
por el blanco camino del sórdido arrabal.
Y esa tarde, al regreso, vi su lenta agonía,
y en las pupilas turbias y vueltas al ocaso,
la postrera nostalgia de su cerro natal.
Juan Carlos Dávalos
“Letras” pág. 154
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