La canoa, cargada de cañas de tacuara, encalló en costa baja y arenosa. Dos peones saltaron a tierra. Eran de una estancia vecina.
Apenas pisaron tierra, el llanto quejumbroso de un niño hirió sus oídos. Pusiéronse a buscar entre las plantas acuáticas que se amontonaban al pie de la barranca. Allí encontraron a un niño de pocos meses, un diminuto y horrible Moisés indio. Se lo llevaron a la estancia, tendido sobre una haz de tacuaras, una tosca y pequeña camilla, que colocaron sobre un carro abierto tirado por dos bueyes. Allí lo dejara, horas antes, la tribu payaguá que llegara a es ribera del Paraguay a celebrar una de sus periódicas orgías de alcohol.
El indiecito fue enviado por la dueña de la estancia, una señora de Asunción, a la servidumbre. Era el día de San Romualdo, y se dio ese nombre, abreviado, según la costumbre guaraní, hasta convertirlo en Romú.
Allí creció Romú, entre la indiferencia bondadosa de las mujeres, vigoroso, tranquilo, grotescamente feo. Ninguna de las mujeres que criaban quiso amamantarlo, porque decían que tenía “olor a indio”, y el niño tuno por nodriza una cabra.
Bajo, rechoncho, de cabeza abultada, con los pómulos salientes y la piel del color del tabaco, era verdadero payaguá, un descendiente puro de la raza famosa y envilecida de las selvas.
Adheríase el pequeño a todos los grupos que iban a pescar, a cazar, a carnear o a labrar la tierra. Cuando caían las lluvias, se quedaba en los galpones o en los ranchos, y allí veía cocinar, pisar el maíz, tejer la paja y el mimbre.
Andaba desnudo siempre. Arrojaba los trapos que le ponían las mujeres, y era silencioso, taciturno, pacífico.
Romú cumplió siete años. Era ya un indiecito barrigón, fuerte como un puma, y más horrible que nunca.
Un día desapareció de la estancia. Se le llamó y se la buscó en vano durante muchos días. Después todos le olvidaron.
Tres meses más tarde, unos peones que habían ido a cortar cañas en una isla del centro del río encontraron a Romú en la costa opuesta, frente al Chaco. Estaba pescando tranquilamente. Tenía su honda de cuero de carpincho, un cuchillito que llevara de la estancia y un aparejo de pescar. Con estas herramientas y armas, el Robinson Crusoe de siete años había vivido tranquilo, procurándose su alimento, defendiéndose de las víboras, en una isla del río Paraguay, durante tres meses.
El río y el monte eran su despensa; cruzaba a nado la corriente para ir al monte en busca de huevos, frutas, miel y perdices, que llevaba atados al cuello, dentro de calabazas vaciadas y secadas al sol.
Los sauces le servían de techo y atalaya; desde lo alto del ramaje veía pasar los buques blancos, las barcazas y las canoas llenas de naranjas y de cueros, y los camalotes que arrastraba la corriente.
Un pontonero que pasaba por allí periódicamente lo invitó a irse con él, río abajo, pero el pequeño payaguá rehusó el ofrecimiento. Negóse también a regresar a la estancia, donde nunca le faltó nada.
Al partir de aquélla, se apropió de una piragüita que encalló en una punta de la isla; la calafateó con paja, limo y resina, y se dispuso a realizar sus incursiones a lo largo del río natal, cuya corriente la hablaba con las voces misteriosas y seculares de su raza. Al pie de los sauces tenía un pequeño cobertizo de cañas atadas con isipós, un fogón de arena endurecida, asadores de palo aguzados a cuchillo, y unos cuantos rústicos sombreros de paja brava.
Llegada la estación de las lluvias, aceptó el regalo de un poncho que le enviaron de la estancia, y dormía en las ramas hospitalarias de los sauces, como un pájaro de la selva.
Pasaron los meses, se sucedieron las estaciones. Y otro día, el pequeño payaguá que no había querido civilizarse, desapareció de su isla. La piragüita, quilla arriba, se balanceaba entre el juncal. Intactos, clavados en sus asadores de palo, los peones vieron un pescado asado y una perdiz fresca.
Se le buscó nuevamente, como tres años antes. Pero esta vez Romú había desaparecido para siempre. Después de una prolongada sequía y una gran bajante, las lluvias habían sido torrenciales y las crecientes extraordinarias.
Los peones se encogieron de hombres.
-Se lo habrán comido los yaguaretés –dijo uno.
-O se habrá ahogado en la creciente –opinó otro.
Y un tercero murmuró:
-¡Qué se va a ahogar un indio!... Se ha ido con su tribu, allá en el fondo del Chaco. Los payaguás son así…
Héctor Pedro Blomberg
“Letras” pág. 116-119
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