domingo, 29 de septiembre de 2019

Romance de ausencias

Arbolitos de mi tierra,
crespos de vainas doradas,
a cuya plácida sombra
pasó cantando mi infancia…

He visto árboles gloriosos
en otras tierras lejanas,
pero ninguno tan bello
como esos de mi montaña.

Mística unción del recuerdo
que me extremases el alma,
trayéndome desde lejos,
como en sutil brisa alada,
un arrullar de palomas
cuando el crepúsculo avanza;
un aroma de poleos
cuando el viento se levanta;
y en el silencio nocturno
un triste son de vidalas.

Algarrobal de mi tierra,
crespo de vainas doradas,
a cuya plácida sombra
pasó cantando mi infancia.

Ricardo Rojas 
“El Adulto” pág. 23-24

Saber callar

Vivía en cierto estanque una tortuga, con la que tenían íntima amistad dos grullas. Frecuentemente iban éstas a visitar a su amiga, pasando con ella momentos de agradable camaradería. A la puesta del sol, las grullas regresaban a su nido, muy satisfechas del paseo, pues la tortuga, aunque charlatana en exceso, era divertida y bondadosa. 
Pero he aquí que andando el tiempo, debido a una larga sequía agotóse el estanque, viéndose la tortuga en situación desesperada por falta de agua. Las dos grullas se afligieron mucho por esta desgracia, pues, como buenas amigas, no podían permanecer insensibles a la desventura de camarada. 
-En este lugar, dijeronle, no queda sino fango; tu situación nos amarga profundamente. 
-En verdad, contestó la tortuga: me será imposible vivir sin agua; pero no hay que desanimarse ante las calamidades, y yo hallaré salida a este aprieto si me prestáis ayuda. Traed un palo largo y recto y buscad un lago que tenga bastante agua. Me tomaré del palo con los dientes y vosotras agarraréis de los extremos, de modo que volando podáis transportarme por los aires. 
-Así lo haremos, amiga, dijeron las grullas; pero has de prometernos callar durante el viaje, para tu seguridad. 
Convenido esto, las aves echaron a volar, conduciendo a su amiga colgada del trozo de madera. Pasaron así sobre campos y ciudades, hasta que los habitantes de una aldea, sorprendidos ante tan extraño espectáculo y no pudiendo distinguir con precisión de esa manera, comenzaron a gritar: 
-¡Mirad, mirad!... ¿A dónde transportarán las grullas esa rueda? 
-No, exclamó alguien de pronto: no es una rueda: ¡es un queso! 
-¡Una sartén! ¡Es una sartén!, dijo un muchacho. 
Herida en su vanidad al ver que así la confundían, la tortuga no pudo contener su indignación, y olvidando los prudentes consejos de sus amigas, quiso protestar. Pero he aquí que al abrir la boca para hacerlo, soltó el palo y cayó, destrozándose contra el duro suelo. 
Las piadosas grullas tuvieron que lamentar la pérdida de su camarada predilecta, comprendiendo, sin embargo, que sólo ésta, por no haber sabido callar, fue la culpable de su triste fin. 

Fábula del Panchatantra 
“Cien Lecturas” pág. 127-128

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Ocaso

I
Como un interrogante o una esfinge, 
la mirada perdida
en el misterio de la gran llanura
altanero y sombrío
está el gaucho clavado
sobre el potro bravío.

La bárbara figura
se destaca atrevida,
sirviéndole de marco majestuoso
el azul esplendente de la altura
y el verde de la pampa, victorioso.

-¿Dónde está mi camino-
parece preguntar con la mirada:-
¿Dónde la huella, dónde el derrotero?-
¿Es un héroe o es un loco
este altivo guerrero
de la noche de América triunfante
parado frente a frente del destino
como una esfinge o un interrogante?

-¡El pueblo que ha contado con mi brazo
me arroja de su seno como escoria
-resaca de la mar, barro de río-
después que con mi brazo hice su historia!
Y la férrea figura
curtida de los soles el semblante
y el alma de amargura, 
con gesto de amenaza
deja de ser esfinge
para ser la Sibila de su raza.


II
-Odio y resignación llevo escondidos
en los hondos repliegues de mi alma
y hay rencor en mi acento
porque sufro el desprecio del hermano,
¡el mismo a quien mi aliento
en la ruda contienda
ayudó a libertar de su tirano!

En cruz los brazos, la mirada al viento,
con la actitud del fuerte
que nada busca ya, que nada espera,
porque todo lo tuvo y lo dió todo,
marchó solo y triunfante
llevando por bandera
mi dolor arrogante…
¡Mi dolor, que es mi fuerza y es mi escudo,
mi dolor, que es mi cumbre y es mi gloria!
¡Dolor que está en mi frente
grabado por el sol de la victoria!
¡Cúbranse de vergüenza
todos los que han querido
colocar bajo el taco de sus botas,
como a un puma dormido,
el orgullo del gaucho americano!
¡Libre soy, libre he sido,
libre debo morir!...
-En el desierto
se hizo débil la voz como un gemido.
¡Cerró el gaucho los ojos
y en su propio caballo quedó muerto!

Alberto Ghiraldo 
“Letras” pág. 158-160

martes, 24 de septiembre de 2019

Han venido

Hoy han venido a verme
mi madre y mis hermanas.
Hace ya tiempo que yo estaba sola
con mis versos, mi orgullo… casi nada…

Mi hermana, la más grande, está crecida,
es rubiecita; por sus ojos pasa
el primer sueño.
He dicho a la pequeña:
—La vida es dulce. Todo mal acaba…

Mi madre ha sonreído como suelen
aquellos que conocen bien las almas;
ha puesto sus dos manos en mis hombros,
me ha mirado muy fijo…
Y han saltado mis lágrimas.

Hemos comido juntas en la pieza
más tibia de la casa.
Cielo primaveral… Para mirarlo
hemos abierto todas las ventanas.

Y mientras conversábamos tranquilas
de tantas cosas viejas y olvidadas,
mi hermana, la menor, ha interrumpido:
—Las golondrinas pasan…

Alfonsina Storni

lunes, 23 de septiembre de 2019

La jaca muerta

Yace junto al camino, roja, y despanzurrada.
Un ladrón vagabundo le desolló la piel,
dejándole en los ojos una torva mirada
y entre los blancos dientes una sonrisa cruel.

¡Pobre jaca de carro! Largos años uncida,
gimió bajo el azote del látigo feroz;
y cuando ya no andaba de enferma y dolorida,
la echaron a los campos, al ampara de Dios.

Una clara mañana la topé que venía
arreada por la muerte, con inseguro paso,
por el blanco camino del sórdido arrabal.

Y esa tarde, al regreso, vi su lenta agonía,
y en las pupilas turbias y vueltas al ocaso,
la postrera nostalgia de su cerro natal.

Juan Carlos Dávalos 
“Letras” pág. 154

domingo, 22 de septiembre de 2019

Una madre

Maternidad
Autor: Elin Danielson Gambogi (1861 - 1919)
Fecha: 1893

¿Sabéis lo que es tener una madre? ¿Sabéis lo que es ser un niño? Un pobre niño, débil, miserable, hambriento, solo en el mundo, y sentir que junto a vosotros, protegiéndoos, caminando cuando camináis, deteniéndose cuando os detenéis, sonriendo cuando lloráis, tenéis a una mujer o mejor a un ángel que está ahí, que os mira, que os enseña a hablar, que os enseña a leer, que os enseña a amar; que calienta vuestros deditos entre sus manos, vuestro cuerpo contra su pecho, vuestra alma en su corazón, que os da su leche cuando sois pequeños, su pan cuando sois mayores, su vida constantemente y a quien decís: “¡Madre mía!” y que os dice: “¡Hijo mío!” con tanta dulzura que estas dos palabras alegran a Dios. 

Víctor Hugo
“El hogar de todos” pág. 52

sábado, 21 de septiembre de 2019

El camalote

¡Oh si en tus tallos pensamiento hubiera 
y un corazón sensible como el mío, 
cuanta tristeza en ti, hierba viajera, 
hierba amada del río! 

Cuanta tristeza en ti bajo el ardiente 
sol de mi tierra que en tus hojas brilla, 
mientras vas a merced de la corriente 
como leda barquilla. 

Porque el aire, tus hojas inclinadas 
acaricia al pasar en vuelo errante, 
porque mueve tus flores azuladas, 
¿ciega vas adelante? 

Si pudiera oír de los zorzales 
(tan argentinos como son) las quejas, 
si pudieran decirte los pencales: 
¡Te ausentas y nos dejas! 

Acaso por su amor te detendrías, 
y arraigando en tu suelo americano, 
con impulso fatal no correrías 
a la muerte, el Océano. 

Yo no te culpo a ti, hierba inocente, 
ni eres ingrata huyendo a los fulgores 
de la lámina azul de esa corriente 
que te vistió de flores. 

Otros olvidan por extraño cielo 
los viejos astros, del hogar la calma; 
otros olvidan el paterno suelo, 
¡otros que tienen alma! 

Rafael Obligado 
“El hogar de todos” pág. 95

La abeja


Miniatura del bosque soberano 
y consentida del verjel y el viento, 
los campos cruza en busca de sustento 
sin perder nunca el colmenar lejano. 

De aquí a la cumbre, de la cumbre al llano, 
siempre en ágil, continuo movimiento, 
va y torna, como lo hace el pensamiento, 
de la colmena del cerebro humano. 

Lo que saca del cáliz de las flores 
lo conduce a su celda reducida, 
y sigue sin descanso sus labores. 

Sin saber, ¡ah!, que en su vaivén incierto 
lleva la miel para la amarga vida, 
y el blanco cirio para el pobre muerto. 


Enrique Alvarez Henao
“Cien Lecturas” pág. 239

viernes, 20 de septiembre de 2019

El tero

“¡Tero-tero, tero-tero!...”
y fingen, rojas y alternas,
sus aceleradas piernas
los canutos del flautero.

“¡Tero-tero!...” Y así embauca
con su propio grito iluso,
lejos del huevo confuso
de pinta pecosa y glauca.

Todo el campo se alborota,
y con premioso desvelo,
en un concéntrico vuelo
ya el grito en el aire flota.

En su ala picaza oscila 
el sol que al trasluz la esmalta,
y parece que en voz alta
se alegra la luz tranquila.

Desde el rancho, hacia el camino
mira alguien desde la puerta,
porque nunca desacierta
su anuncio de buen vecino;

Que así, de noche o de día,
siempre cerca de la casa,
al ruido de lo que pasa
suelta su grito a porfía.

Grito familiar que el viento
lleva por llanos y charcas,
aunque, según las comarcas.
tiene distinto el acento.

Grito que al compás del ala
va en perentorios rechazos,
cual si espantara a cañazos
a la gente intrusa y mala.

Así, de intrépido modo
avizoran hembra y macho,
erguido el negro penacho,
pronto el espolín del codo.

La gola que se le crispa,
fugaz tornasol dilata,
y el espolín escarlata
adquiere un brillo de chispa.

O bien, con sagaz remusgo,
al soslayo se agazapa,
bajo su evasiva capa
de adecuado color musgo.

Y así vigila expedito,
con firmeza valerosa,
siempre claro el ojo rosa,
pronto siempre el claro grito.

“¡Tero-tero!” con la aurora
que ruboriza ese alarde.
“¡Tero-tero!” con la tarde
que nubes y campos dora.

“¡Tero-tero!” en el estero
que va la sombra aplomando.
Y en el plenilunio blando,
“¡Tero-tero, tero-tero!”

Leopoldo Lugones 
“Letras” pág. 112-113

miércoles, 18 de septiembre de 2019

La nube

Lo mismo que un ensueño, se alzó de un lago azul,
y se fue por los aires, como un ángel, al cielo.
Perdiase en la altura, cual irisado tul,
con su cuerpo de lágrimas y su ánima de vuelo…

Iba cambiando formas, como cambia una idea,
alegre de tan leve, ligera de tan pura;
entregándose al sol, alumbraba una aldea,
y a través de las noches, llevaba su blancura…

Era una nube extraña cual un recuerdo vago,
que había recorrido ya muchos horizontes
sin derramar sus aguas, siempre como un amago,
sobre los valles tierno y los áridos montes.

El labrador al verla, decía:-“Es mi fortuna”;
y el párroco del pueblo:-“Se ha cumplido un milagro”.
Le cantaban los líricos seres de la laguna,
y la miraba ansiosamente, el ganado magro…

Pero ella proseguía cabalgando en los vientos,
ebria de azul espacio, como una vida bella…
Era un deseo informe de los campos sedientos;
pasaba, y los jardines suspiraban por ella…

Un día de detuvo, tal vez para pensar
si daría a una playa salobre su dulzura;
mas luego siguió andando, carabela en un mar,
como si fuera toda aquella amargura.

Por fin, en un desierto vio una tumba, una cruz
y un nombre; solo un nombre que el tiempo obscurecía,
y empezó a desgarrarse su hondo seno de luz,
para vencer las sombras del pobre que dormía.

Y sacudió la tierra, sin despertar al muerto;
y se deshizo en llanto, cual fantástica viuda;
y derrochó el tesoro que tenía encubierto,
dándose en dulces besos, hasta quedar desnuda.

Y después, batió el vuelo. Parecía un alma sola.
Transparentaba estrellas: ya no era más que un tul
que se iba deshaciendo como débil ola.
Y al lado de la tumba, brotó una flor azul…
Pedro Miguel Obligado 
“Letras” pág 41-42

Puente de cristal

Cruzo tu puente de cristal
con pasos de violeta,
de puntillas, y azul el delantal,
igual que de pequeña...

Para que no se despierten mis hermanitas, y po­damos estar un rato a solas; para que todas tus caricias sean para mí por esta vez, mamá. Que no me oigan las rosas, que no me oigan los gri­llos, que el aire no me oiga, para que no vayan a hacer algún garabato que te entretenga y te haga quitar de mí tus lindos ojos verdes. Mirá, me porto bien. Mirá, como una señorita. No me he ensuciado los zapatos; no me he arru­gado la pollera, ni se me han soltado los moños de las trenzas.
Haré lo que tú digas: dormir la siesta, levantar­me sin llorar para ir a la escuela, tomar toda la leche sin dejar en la taza ni un poquito, aprenderme las tablas de memoria y que me fe­licite la maestra.
Haré lo que tú quieras: no pelearé con mis hermanas nunca, no robaré ciruelas de la frutera, no mentiré a las otras niñas que a veces cuando el viento es espeso puedo volar como las mari­posas.
Haré lo que tú digas, haré lo que tú quieras: pero no te me vuelvas a marchar, no te vuelvas a ir sin despedirte, sin decirme por qué te caes de los trenes y te me quedas muerta, ¿muerta por cuánto tiempo? ¿muerta por qué, si no me has explicado todavía qué es eso de morirse sin ser vieja?
Ya no me acuerdo bien si me contabas historias, pero si no sabes historias, no te apenes, yo in­ventaré miles para ti, para que no te aburras a mi lado, para que no me dejes otra vez. Y te compraré un piano... Madre: profesora de piano, y con lo que te gustaba tocar el pia­no... nunca te oí tocarlo, y no había piano en casa, ¿por qué no vendiste todas mis muñecas y mis vestidos nuevos y mis lápices de colores y compraste tu piano para hacerte collares con notas musicales cuando estabas triste?
No me vayas a hablar fuerte, mamá, que se des­pierta toda la casa y vienen a ver y empiezan a querer hacerte preguntas, y a tironearte el cariño para uno y otro lado, y yo me quedo otra vez sola...
No vayas a reírte fuerte, mamá, con esas car­cajadas tan de cristal y límpidas, tan de cuchara de plata golpeando una copa, tan de campana llamando a misa de domingo.
Habla bajito, ríete despacio, que nadie te es­cuche, nadie más que yo. Dame un beso. Dime un verso. Y si alguien en­tra de repente a mi cuarto, y me pregunta de quién era esa voz, con quién estaba hablan­do... Le diré simplemente que cantaba mien­tras lustraba el marco de plata de tu retra­to... Y quién va a imaginarse que le miento; quién va a verte en el aire, como te veo yo, na­cida de un ramo de rosas, viajando por la acua­rela cambiante de la tarde.... qué van a imagi­narse, madre, si yo tengo mi aspecto de señora, con tacos altos, con mi anillito de casada, con mi orden a dentro del placard... y las que habla­mos, las que estamos juntas, somos: tú, hecha de flores y arrancada del olvido por mi desesperación, y yo... pero yo de seis años, de siete años, hasta de ocho podría ser, pero nunca de más; yo con trenzas que no uso, con mediecitas blancas que no uso, resignada a mostrarme gran­de ante los otros para que no vayan diciendo que estoy loca.

Cruzo tu puente de cristal
con pasos de violeta,
de puntillas, y azul el delantal,
igual que de pequeña...

Igual que de pequeña, mamá. Dame un abrazo, pero no hagas ruido, para que nadie se despier­te y podamos estar un rato a solas.
Y yo pueda decirte de miles de maneras, feliz día de la madre, que hace tantos años, mamá, que no te lo decía.

Poldy Bird

martes, 17 de septiembre de 2019

Siesta

La chicharra en el parral
su rauda matraca toca
acompañando a la loca
flauta que toca el zorzal.

El sol quema a la enramada
de chilca reseca y dura,
mientras la acequia murmura
su eterna y simple tonada.

Y bajo un chañar que ostenta
sus huevecillos de oro,
parlotea un viejo loro
en la tarde soñolienta.

Alfredo R. Bufano 
“El Adulto” pág. 18

¿Cómo has estado?

¿Cuánto hace que nunca me dijiste te quiero?
¿Cuánto hace que nunca regresaste?
Me parece que mil años.
Pero mil años no puede ser, porque nadie vive mil años.
Entonces debe ser un año. No, no. Un año tampoco. Un mes. No, no. Apenas diez días.
Dijiste: “El próximo viernes vuelvo”.
Y yo me puse a esperarte en el mismo instante en que pronunciaste esas palabras.
Tal vez porque la palabra es para mí tan importante, me aferro a las palabras que me dicen con desesperación de náufrago a un madero en medio del océano.
Y tu voz tiene, además, una tonada que hace que todo lo que digas parezca transparente, lavado en un lago celeste, amaneciendo.
Me juró que jamás volveré a creerte, que jamás confiaré en ti.
Hay un largo silencio entre los dos, una ausencia infinita.
No te llamo.
No me llamás.
No me escribes.
No te escribo.
No construyes un puente.
No tengo cómo llegar a tu lado, porque no hay puente para cruzar.
Y el día menos pensado te apareces, caminando apurado.
– ¿Cómo has estado? –preguntas.
Y yo me creo, estúpida de mí, que estás interesado en eso que preguntas, que de veras quieres saber cómo he estado.
Trina un ave azul dentro de mi pecho.
El pecho se me vuelve también un cielo azul.
Todos los juramentos que me hice a mí misma se desvanecen: que no escucharía nunca más, que no te miraría nunca más, que haría como si nunca nos hubiésemos conocido.
Sólo tres palabras, y el rencor se acurruca en un rincón.
“¿Cómo has estado?”.
Ay, qué te digo.
¿Te digo que me he llevado a la rastra, que me he obligado a levantarme de la cama, que si los amigos no me insistían imperativamente, me quedaba encerrada en mi casa, día tras día, sin ver la calle?
¿Te digo que cerré los puños con rabia, con ganas de vengarme?
¿Qué te odié hasta sentir dolor de tripas?
¿Qué deseé que todo te fuera mal, que fracasaras, que sufrieras, que no pudieras dormir de noche, que la angustia te abrazara con un abrazo de boa constrictora?
¿Te digo que no pude arrancarte de mi pensamiento, que me he frotado los ojos hasta enrojecerlos para quitarles tu imagen permanente, asediando?
¿Que has estado sentado a mi mesa, frente a mí, quitándome las ganas de comer?
¿Que te has sentado en la cama, junto a mí, dándome insomnio, impasible y quieto?
¿Que te has sentado a mi lado en el cine, y no has dejado que yo viera la película, tranquila, concentrada en su trama, en sus actores, en su imagen?
¿Te digo todo eso?
¿Que te amé, te odié, te necesité, te deseé, te extrañé, te imaginé, te maté, te resucité, te destruí, te construí?
Me controlo.
Miro tus ojos, que reciben mi mirada pero no emiten ninguna señal. Solo aguardan, alejados en la cercanía, y te respondo:
– Bien.
Y aceptas la respuesta.
Y no preguntas, no indagas, no quieres saber, en realidad, nada. Te conforma y te tranquiliza mi “Bien”.
Entonces empieza tu monólogo de excusas; que has tenido problemas con el trabajo, con la familia, con los proyectos, con esto y aquello. Que verdaderamente ibas a venir aquí el viernes pero todo te fue adverso.
No estás enterado de que al día siguiente de tu partida un conocido de los dos me dijo que ya no regresabas hasta una fecha lejana, que te habías despedido por un largo tiempo.
No estás enterado de que me mientes y lo sé.
Me parece que lo único que pretendes es saberme segura y quietita, aquí nomás, en el encierro que significan las esperas, mientras tú despliegas tus rápidas alas de águila.
– ¿Cómo has estado?
– Bien.
Pero juro que es la última vez.
Que nunca más me convencerás.
Que no rezaré para que se realice el milagro de que me digas que me amas.
Que no te esperaré cuando vuelvas a marcharte.
Que no recordaré ni te extrañaré ni pensaré en ti.
Juro, juro, juro que no habrá otra vez.
Pero sí, esta vez. Esta… Dios mío.
¿Y si acaso me dijeras te amo?
¿Y si acaso existieran los milagros?

Poldy Bird

domingo, 15 de septiembre de 2019

El algarrobo

El algarrobo es árbol tradicional, indianista, blanco de corazón, dulce en la fruta, caritativo, popular y, de tan humano, propicio a todo olvido de penas, a la danza, al amor, a la religión y a la alegría. 
Véamoslo en pleno secadal, rodeado de un innumerable populacho de plantas bajas, deprimidas y ruines. En la estación que el sol tropical calcina e incendia, donde el agua es el sueño rara vez alcanzado por el matorral espinudo, de hojas como garras; donde la piedra reverberante ríe sarcásticamente de la ilusión por el ansiado líquido; donde hasta los pájaros son de mezquita carnadura, como si los hubiese estrujado la mano de un implacable destino; donde la tarde, de toda la línea de los azotados horizontes, álzase como un vuelo maldito la desnuda blasfemia de la tierra reseca, sin un perfume de melancolía, sin un adorno de retórica, siquiera, sin la remota humedad de una lágrima; donde la tierra no puede llamarse madre, sino más bien madrastra; allí, en medio de la agria negación de la naturaleza, tu te yergues, ¡oh hermano vegetal!, bajo el rigor del sol, sobre el rigor de la tierra, entre el rigor del ambiente, como una bendición, como una sonrisa que en el imperio del egoísmo absoluto se da toda entera, como un oasis de claro verdor, como un ave de ramas y hojas y de florido canto, como un perdón, como una esperanza, como una consolación, como un alma… ¡Bendito seas sobre la aridez de los campos! 
Hunde sus raíces diez, quince metros en la tierra cicatera, y le extrae sus más escondidos jugos. Hay muchos algarrobos centenarios, porque para desarrollar su tronco, sólo, necesitan larguísimos años. Es tal árbol un prodigio de fuerza, de constancia y de valor. Penetra en la tierra ingrata su raíz pertinaz, poco a poco, luchando contra todos los rigores y, conforme va encontrando los jugos nutricios, alza el tallo, engruésalo hasta ser árbol corpulento, tiende la abundante copa a la vez blanda y resistente, que los vientos mecen, y se place en regalar al pobre su vaina alimenticia. El es el árbol, según el paisano lo denomina por antonomasia. 
Carlos B. Quiroga 
“Letras” pág. 22-23

jueves, 12 de septiembre de 2019

El naranjo

Trasplantado de España, creció bajo el cielo de Buenos Aires, en un patio de la casa de mis abuelos. Quizás porque extrañaba la tierra, desenvolvióse miserable, casi atacado de raquitismo, así como esos niños que, concentrando en los ojos una belleza impropia de la edad, tienen una infancia triste. En el naranjo, los ojos fueron tempranas flores; tan tempranas, que parecía darlas a prisa y fundir en ellas toda su enfermiza savia, presintiendo que la muerte le esperaba en la próxima estación. Pero, poco a poco, los cuidados le hicieron olvidar el aire primero que respirara y hasta la vieja fuente árabe que mezcló su murmurio al de sus hojas recién nacidas. El agua que le echaban religiosamente, con cariños de manos de enfermero; la poda, que ponía en la tijera la solicitud de un médico amigo, convirtieron al débil en un fuerte arbusto, y, por último, un invierno benigno y una primavera extraordinaria le transformaron en un árbol magnífico.

Desde entonces, con avidez, esperaba los nuevos septiembres que le traían las golondrinas de Europa. Toda la belleza del cielo, toda la transparencia del aire, tenían por objeto engendrar el traje nupcial del árbol, sonrisa de gloria entre los muros amarillentos del patio. Los niños habían crecido con él; y para sus novias encontraron azahares en sus ramas. Ya hombres, entregaron a sus hijos las cuatro o cinco naranjas que producía y de que ellos, con el mismo placer y a la misma edad, lo despojaron.
Varios ataúdes desfilaron después al pie de su tronco. Su sombra cayó rápida sobre el ébano, queriendo dibujarse en el brillo de esa negrura. El también se despedía, armonizando con los viejos retratos que, presidiendo la vida luctuosa o alegre, impregnábanse de las emociones del hogar, melancólicamente pensativo.
De tres generaciones había sido ya camarada, cuando empezó a reconquistar sólo la mitad de sus hojas en las nuevas primaveras. Su sombra fue más leve en las baldosas desgastadas por sus juegos de otro tiempo. Sus pocas hojas mostraban un verdor más intenso, más obscuro, y sentían en la luz misma el germen de la muerte. Al marchitarse su amarillo no llegaba a convertirse en oro, pues, con un dejo de verde anterior, diríase entrecano, se dejaba arrebatar sin fuerza al primer soplo vivo del Plata. El tronco se hendío, para mayor miseria, ahora, cuando no tenía casi copa que soportar; quizás el recuerdo de la frondosidad de otro tiempo le hizo romper su entraña, imitando a los profetas bíblicos, que en los días de duelo desgarraban sus vestiduras.
Hubo que sostenerlo con un barrote, y se apoyó en el báculo, suavizando la dureza del hierro con la gracia melancólica de sus últimas floraciones. Un niño tuvo entonces la ocurrencia de querer mandarlo al Paraguay para que reviviera en un hospitalario clima, y la gente rió por cierto de aquella forma ingenua del cariño. Su sombra, en tanto, daba pena; era un alma buscando su viejo cuerpo desvanecido. Alguien plantó una glicina al pie del tronco. La muleta de hierro fue envuelta. El árbol enfermo sufrió un asalto, y las flores azules, recuerdo del cielo, cubriendo el tronco y las ramas, lo embalsamaron piadosamente. Cuando cayeron, al fin de la estación, el naranjo no podía tenerse en pie, y la raíz sola, arrancando aún jugos de la tierra, con un último esfuerzo, ayudaba al sol, en cuyos rayos, para el árbol de la casa, había, con el amor de los vivos, algo del espíritu de los muertos. Todo fue inútil, y, para evitar su completa degradación, el hacha de un joven jardinero, descendiente de quien lo cuidó en su infancia, lo abatió de un solo golpe.
El patio, desde entonces, fue el sepulcro de algo que había desaparecido llevándose muchas cosas. Un farol que brillaba en invierno al lado del centinela rígido y negro, y en estío a través de las hojas, adquirió, al fulgurar libre en las noches un inusitado brillo, lleno de fuerza para velar un cadáver invisible.
En el invierno que sucedió a ese otoño, el árbol reapareció, ¡pobre viejo amigo!, convertido en leña. Se le vio inflamarse en la chimenea, como metido en el corazón de la casa, para transformarse en viva llama. La muerte del patriarca era digna y gloriosa.

Angel de Estrada
“Letras” pág. 16-19

Canción

Anonó, nena mía. Ya se durmieron todos los chiches en el suelo: el oso de peluche, la vaquita de cuero, el sapito de lata, el sonajero.
Ya se durmieron todos los pájaros del cielo, las ranas de los charcos, los barquitos del puerto.
Anonó, nena mía.
La muñequita rubia ya tiene los ojitos cerrados, hace frío y le puse la manta rosa y blanca de cuando eras bebita.
Los cubos de colores formaron una hilera de verde y amarillo, de naranja y de lila.
Y hay mucho viento afuera.
Anonó, nena mía.
Tus piecitos gordos sobre mis muslos blandos son como dos pimpollos.
Afuera hay viento y tiemblan las estrellas. No temas, ellas velan el sueño de los niños y la luna aprovecha la soledad, el silencio, para contarle al río que esta tarde, en la escuela, te ensuciaste las manos con pomos de acuarela y la hiciste rabiar un poco a la maestra.
Anonó, nena mía.
Mis manos son dos nidos entibiando la dulce seda de tus manitos.
Ya te he contado el cuento del angelito bueno que a los chicos que duermen les deja un puñadito de sonrisas celestes.
Ya te he contado el cuento del hada que hizo flores para la primavera y la hormiga traviesa que se comió los brotes de la planta que crece en la maceta.
Todos están durmiendo. Todos, pero tú tienes los ojitos abiertos...
Y me miras y piensas cosas que no me dices y yo adivino a tientas.
No me iré de tu lado, si es lo que te preocupa. ¡Las mamás siempre están al lado de sus nenas! ¡Nunca las dejan solas, ni siquiera cuando no están con ellas!
Tienen un arrorró dentro del corazón y lo van entonando a lo largo del día. Y tienen, además, una canción de ronda y una canción de amor y de alegría. (Y un poco de pesar y de melancolía).
Anonó, nena mía.
Yo también tengo miedo del rayo y de la tormenta, del mar embravecido, del reloj que se apura para que envejezca.
Pero te haré dormir todas las noches. Todas. Y después de que te duermas, me quedaré un rato para oírte respirar. Y después de dormirme, despertaré cada vez que te muevas en tu cuna.
Responderé a tus risas, una a una.
Responderé a tu llanto.
Le daré una respuesta a todas tus preguntas.
Anonó, nena mía.
Ya se apagó la lumbre. Ya se durmió la rosa. Dentro de poco, la oruga será una mariposa, y ese globo travieso que se escapó esta tarde de tu mano buscará un lugarcito en algún campanario, y mañana temprano, despertará asombrado entre el sonido claro de las campanas mansas, doraditas y lisas, que llaman a misa.
Duermen la calesita, los zapatitos blancos de pasear, la pelota que salta entre tu risa como una nota loca.
Duerme papá, cansado del trajín del trabajo.
Y mientras tus ojitos se velan con sus párpados, mamá te acuna, y una por una las tormentas del mundo van cesando... y una a una las lágrimas del mundo se han secado.
Anonó, nena mía.
Despacio, despacito, para no despertarte, me hago nido a tu lado, y cuando tu cuerpito está quieto y caliente, te doy un beso largo y amoroso en la frente y te llevo a tu cama.
La luna se durmió en la ventana.

Cuentos para Verónica
Poldy Bird

martes, 10 de septiembre de 2019

El firmamento

Los poetas, los curiosos, y hasta los ociosos alguna vez, suelen preguntar cuántas son las estrellas visibles sin anteojo. Naturalmente, esto depende de la latitud del sitio, de su altura sobre el nivel del mar, de la pureza de la atmósfera, y, sobre todo, del ojo del observador. En general, desde el centro de Europa, no alcanzan a 5.000 las estrellas que pueden contarse en el transcurso del año. Sin embargo, un astrónomo alemán, con vista penetrante y educada en un largo ejercicio, llegó a contar 5.421. Según otro astrónomo, desde Córdoba se podrían contar cerca de 8.000. Es que el cielo austral es mucho más rico que el boreal. Y, en cuanto a las estrellas que sólo pueden verse con el telescopio, son tantas, que se consideran innumerables. Con las estrellas fijas y visibles se han dibujado, en el mapa del cielo, las constelaciones, o grupos de estrellas, que representan figuras imaginarias de hombres, animales u objetos. Estas constelaciones, que son como provincias del firmamento, sirven para reconocer fácilmente en el conjunto la posición en que se ven las estrellas desde la tierra. 
Gracias a la situación de nuestra patria, podemos ver desfilar durante el año todas las estrellas de primera magnitud del firmamento. Estas estrellas, según la manera de apreciar su brillo, son 18 o 20; más justo sería tal vez decir 19, sin contar la estrella beta de la Cruz del Sur. Desde el centro de Europa no pueden verse, en cambio, más que 13 estrellas de primera magnitud. 
No estará nunca de más conocer los nombres de estos 19 soles, entendiendo que toda verdadera estrella es un sol. Las estrellas del cielo boreal son: Vega, en la constelación de la Lira, blanco-azulina, muy hermosa; Capella, en el Cochero, amarillo; Betelguese, en Orión, amarillo-rojiza; Arturo, en el Boyero, amarillo-rojiza; Régulo, en el León, blanco-azulina; Altair, en el Aguila, blanco-azulina; Aldebarán, en el Toro, amarillo-rojiza; Proción, en el Can Menor, amarillenta, y Pólux, en los Gemelos, amarillenta. 
Las del cielo austral son: Sirio, la más espléndida de todo el firmamento, en el Can Mayor, blanco-azulina; Canope, muy hermosa también, en el Navío, blanca; alfa del Centauro, blanco-azulina; Achernar, en el Eridán, blanco-azulina; Antares, en el Escorpión, roja; alfa de la Cruz del Sur, blanco-azulina; Formalhaut, blanco-azulina también, en el Pez Austral. La alfa del Centauro es la estrella más próxima a la Tierra. No obstante, su luz tarda en llegar hasta nosotros cuatro años y medio, recorriendo 18.000.000 de kilómetros por minuto. Vista a través del telescopio menos poderoso, resulta la estrella doble más notable de todo el cielo. 
En la feliz época de las vacaciones, desde la Pampa, las montañas o el mar, en una noche profunda y diáfana, sin luna, muchos de vosotros, niños, habréis notado, al mirar distraídamente hacia lo alto, una ancha faja de luz blanquecina y suave, atravesando el firmamento. Se diría que es el humo de un incendio lejano, o el rastro misterioso de una gran serpiente del cielo. Esta faja es la Vía Láctea. Mirado por el telescopio, el humo se transforma en polvo de brillantes; el rastro de la serpiente misteriosa es un gran río de soles; son millares de estrellas, a una distancia inmensa. La Vía Láctea circunda el cielo íntegro. Nuestro sol y todas las estrellas visibles se encuentran en esta majestuosa corona de luz. 

Martin Gil
En “Letras” pp. 26-28

sábado, 7 de septiembre de 2019

Payaguá

La canoa, cargada de cañas de tacuara, encalló en costa baja y arenosa. Dos peones saltaron a tierra. Eran de una estancia vecina. 
Apenas pisaron tierra, el llanto quejumbroso de un niño hirió sus oídos. Pusiéronse a buscar entre las plantas acuáticas que se amontonaban al pie de la barranca. Allí encontraron a un niño de pocos meses, un diminuto y horrible Moisés indio. Se lo llevaron a la estancia, tendido sobre una haz de tacuaras, una tosca y pequeña camilla, que colocaron sobre un carro abierto tirado por dos bueyes. Allí lo dejara, horas antes, la tribu payaguá que llegara a es ribera del Paraguay a celebrar una de sus periódicas orgías de alcohol. 
El indiecito fue enviado por la dueña de la estancia, una señora de Asunción, a la servidumbre. Era el día de San Romualdo, y se dio ese nombre, abreviado, según la costumbre guaraní, hasta convertirlo en Romú. 
Allí creció Romú, entre la indiferencia bondadosa de las mujeres, vigoroso, tranquilo, grotescamente feo. Ninguna de las mujeres que criaban quiso amamantarlo, porque decían que tenía “olor a indio”, y el niño tuno por nodriza una cabra. 
Bajo, rechoncho, de cabeza abultada, con los pómulos salientes y la piel del color del tabaco, era verdadero payaguá, un descendiente puro de la raza famosa y envilecida de las selvas. 
Adheríase el pequeño a todos los grupos que iban a pescar, a cazar, a carnear o a labrar la tierra. Cuando caían las lluvias, se quedaba en los galpones o en los ranchos, y allí veía cocinar, pisar el maíz, tejer la paja y el mimbre. 
Andaba desnudo siempre. Arrojaba los trapos que le ponían las mujeres, y era silencioso, taciturno, pacífico. 
Romú cumplió siete años. Era ya un indiecito barrigón, fuerte como un puma, y más horrible que nunca. 
Un día desapareció de la estancia. Se le llamó y se la buscó en vano durante muchos días. Después todos le olvidaron. 
Tres meses más tarde, unos peones que habían ido a cortar cañas en una isla del centro del río encontraron a Romú en la costa opuesta, frente al Chaco. Estaba pescando tranquilamente. Tenía su honda de cuero de carpincho, un cuchillito que llevara de la estancia y un aparejo de pescar. Con estas herramientas y armas, el Robinson Crusoe de siete años había vivido tranquilo, procurándose su alimento, defendiéndose de las víboras, en una isla del río Paraguay, durante tres meses. 
El río y el monte eran su despensa; cruzaba a nado la corriente para ir al monte en busca de huevos, frutas, miel y perdices, que llevaba atados al cuello, dentro de calabazas vaciadas y secadas al sol. 
Los sauces le servían de techo y atalaya; desde lo alto del ramaje veía pasar los buques blancos, las barcazas y las canoas llenas de naranjas y de cueros, y los camalotes que arrastraba la corriente. 
Un pontonero que pasaba por allí periódicamente lo invitó a irse con él, río abajo, pero el pequeño payaguá rehusó el ofrecimiento. Negóse también a regresar a la estancia, donde nunca le faltó nada. 
Al partir de aquélla, se apropió de una piragüita que encalló en una punta de la isla; la calafateó con paja, limo y resina, y se dispuso a realizar sus incursiones a lo largo del río natal, cuya corriente la hablaba con las voces misteriosas y seculares de su raza. Al pie de los sauces tenía un pequeño cobertizo de cañas atadas con isipós, un fogón de arena endurecida, asadores de palo aguzados a cuchillo, y unos cuantos rústicos sombreros de paja brava. 
Llegada la estación de las lluvias, aceptó el regalo de un poncho que le enviaron de la estancia, y dormía en las ramas hospitalarias de los sauces, como un pájaro de la selva. 
Pasaron los meses, se sucedieron las estaciones. Y otro día, el pequeño payaguá que no había querido civilizarse, desapareció de su isla. La piragüita, quilla arriba, se balanceaba entre el juncal. Intactos, clavados en sus asadores de palo, los peones vieron un pescado asado y una perdiz fresca. 
Se le buscó nuevamente, como tres años antes. Pero esta vez Romú había desaparecido para siempre. Después de una prolongada sequía y una gran bajante, las lluvias habían sido torrenciales y las crecientes extraordinarias. 
Los peones se encogieron de hombres. 
-Se lo habrán comido los yaguaretés –dijo uno. 
-O se habrá ahogado en la creciente –opinó otro. 
Y un tercero murmuró: 
-¡Qué se va a ahogar un indio!... Se ha ido con su tribu, allá en el fondo del Chaco. Los payaguás son así… 

Héctor Pedro Blomberg 
“Letras” pág. 116-119

jueves, 5 de septiembre de 2019

La espera

Fueron largos silencios que a veces culminaban en miradas hoscas, en frases hirientes, cuyo contenido yo no comprendía pero cuyo sentido no escapaba a mis escasos cinco años.
Yo amaba a mi madre por esa necesidad que tienen los niños de ampararse en sus brazos, en las notas dispares de su canto, en el olor ritual de la comida.
Y amaba a mi padre por sus mejillas ásperas de barba mal afeitada, por su ancho pecho abierto a mi ternura y mi miedo, por su manera de acariciarme el pelo cuando me acurrucaba junto a su cuerpo en las noches de viento y de tormenta.
Una tarde, sus voces airadas traspasaron la puerta de mi cuarto y aunque nunca recordé las palabras que se dijeron, supe que era un adiós esa mirada larga que me envolvió cuando él abrió la puerta y se quedó parado, blanco, temblorosas las manos, titubeando un instante antes de marcharse.
- Papá se fue de viaje. -musito mi madre.
Se que no pregunte, que apreté mi muñeca defendiéndola de lo que me ocurría.
Sin embargo, esperaba.
Por las tardes, a la hora en que él solía llegar, me quedaba aguardando en el jardín, masticando los tallos de las hierbas, echada en los canteros mirando caracoles y largas filas de hormigas organizadas y pacientes llevando su carga de hojitas y de pétalos.
Pero él no llegaba y la voz de mi madre me llevaba adentro, a mi caja de juguetes, a la cena sin ganas, a la cama sin sueño.
Sin sueño de dormir, pero con sueños para soñar despierta: que él tocaba el timbre y yo salía corriendo para colgarme de su cuello.
Que me traía un oso de peluche, como el que me regaló cuando cumplí dos años.
Que me llevaba de la mano a la plaza y a la calesita.
Que me llevaba a la escuela para que los otros chicos vieran que yo tenia papá.
Fue el mismo día en que por primera vez escribí "papá" en mi cuaderno de clase. Con letras grandes y angulosas.
Escribí la palabra exageradamente grande, como si su tamaño pudiera llamarlo.
Papá. Con acento en la última a. Papá. Pe a, pe a.
Por fuera, una manito temblorosa sosteniendo el lápiz.
Por dentro, una menuda voz de ronda nombrandolo en un rezo.
Fue ese mismo día.
Yo estaba haciendo los deberes y los oí discutir.
Ella decía que no, que nunca, nunca le permitiría que me viera. Decía que no, que se fuera con la otra, que él había elegido a la otra sabiendo lo que perdía, que nosotras dos ya no le pertenecíamos, que el había muerto para mi
Mi padre estaba agarrado de los barrotes de la puerta de hierro y hacía fuerza como si quisiera romperla y gritaba:
"Quiero ver a mi hija, quiero verla".
Me dio miedo su cara enrojecida por el dolor. Me dio miedo su llanto. Me dieron miedo sus gritos.
Me dio miedo mi madre, erguida y dura como una carcelera. Y en vez de correr hacia él, en vez de ir a defender mi amor por él, me quedé quieta, con las manos y el pecho enfriándoseme, las rodillas sin fuerzas para sostenerme, las lágrimas nublándome la visión de ese hombre que estaba tras la puerta, que estaba afuera y, sin embargo, parecía prisionero, enjaulado; un animal herido, un animal rabioso y la otra. La otra. Porque por una "otra" mi padre se había ido. Porque por una otra mi padre había elegido alejarse de mí, dejarme. Tres renglones de papá. Con acento en la a. Cada vez más chiquita, la palabra terminó por parecer un grupito de granitos de arena. Mi letra no lo llamaba ya, lo dejaba irse, marcharse, desaparecer por las esquinas, sin dar vuelta la cabeza para mirarme, para ver hacia atrás una figurita de nena con los ojos de asombro. Después -todo lo supe después-, alguien me contó que mi padre me espiaba desde lejos, que mi madre nunca quiso que yo lo viera, que yo fui su bandera de mujer traicionada, que yo fui su venganza, que yo fui el castigo para ese hombre que dejó de quererla. Muchas veces tuve ganas de abrazar a mi padre, de pedirle que me llevara a remontar barriletes, de darle a firmar mis boletines, de mostrarle mis versos, mi premio de sexto grado, la primera flor que me regalaron. Pero ahí estaba mi madre, erguida, con la frente alta, segura de su integridad y su justicia. Y yo la amaba y la necesitaba. Y ella también. Y si no lo nombraba era para no herirla, para no hacerle ver su vulnerabilidad de mujer, para no deshacerla deshaciendo su orgullo que era lo único que la mantenía en pie.
A medida que pasaron los años me fui olvidando un poco de mi padre. Pero todo revivió cuando alguien me dijo: "Qué falta que le hiciste. Te miraba desde lejos sin que vos lo advirtieras... Nunca quiso acercarse sin autorización de tu madre por temor a causarte daño, por temor a que lo odiaras como ella"
Entonces la enfrenté. Con firmeza, con su misma fuerza:
- Quiero ver a mi padre. Y quiero que sepas que voy a verlo.
- Nena... Estela... Eso no...
- Eso no hará que te quiera menos. No cambiará nada entre nosotras, mamá.
Quiero verlo desde el día que se fue.
Recé todas las noches de mi infancia para que él regresara... Voy a abrirle la puerta, voy a quitar sus manos de las rejas, voy a secar el llanto de sus ojos... voy a decirle que lo quiero mucho, porque es verdad... y porque ahora tengo la fuerza que me faltó cuando era niña y lo vi por la ventana, sacudiendo los barrotes de la jaula en la que lo encerraste. Pero no llores, no llores...
Es muy parecido al recuerdo que tenía de él. Sólo un poco más flaco, con algunas canas y algunas arrugas. Pero tiene la misma risa y la misma manera de pasarme la mano por el pelo.
No me hizo preguntas, me abrió los brazos (en esto me he parecido siempre a él). Nos vemos seguido, conversamos, lee mis versos, leo sus cosas, me dice que no fume tanto, le digo que se abrigue...
Somos al fin un padre y una hija.
Pero a pesar de todo me sigue faltando cuando veo una calesita, un barrilete en alto, un oso de peluche.
Y a veces, cuando estamos hablando, yo le agarro las manos porque no puedo, no puedo borrarme aquella tarde en que gemía sacudiendo los barrotes de la puerta de hierro, aquella tarde en que él quería verme y yo quería verlo y ninguno de los dos pudimos...
Y aunque no quiera, voy a ser siempre un poco aquella nena de rodillas flojas y pájaros de miedo en el alma. 

Poldy Bird

martes, 3 de septiembre de 2019

A misteria

¡Oh, cómo te miraban las tinieblas,
cuando ciñendo el nudo de tu abrazo
a mi garganta, mientras yo espoleaba
el formidable ijar de aquel caballo,
cruzábamos la selva temblorosa
llevando nuestro horror bajo los astros!
Era una selva larga, toda negra:
la selva dolorosa cuyos gajos
echaban sangre al golpe de las hachas,
como los miembros de un molusco extraño.
Era una selva larga, toda triste,
y en sus sombras reinaba nuestro espanto.
El espumante potro galopaba
mojando de sudores su cansancio,
y ya hacía mil años que corría
por aquel bosque lúgubre. Mil años!
Y aquel bosque era largo, largo y triste,
y en sus sombras reinaba nuestro espanto.
Y era tu abrazo como un nudo de horca,
y eran glaciales témpanos tus labios,
y eran agrios alambres mis tendones,
y eran zarpas retráctiles mis manos,
y era el enorme potro un viento negro
furioso en su carrera de mil años.
Caímos a un abismo tan profundo
que allí no había Dios: montes lejanos
levantaban sus cúspides, casqueadas
de nieve bajo el brillo de los astros,
(el poema ha quedado para siempre inconcluso).


Arturo Borja

lunes, 2 de septiembre de 2019

Madre Locura

¡Madre Locura! Quiero ponerme tus caretas.
Quiero en tus cascabeles beber la incoherencia,
y al son de las sonajas y de las panderetas
frivolizar la vida con divina inconsciencia.

¡Madre Locura! Dame la sardónica gracia
de las peroraciones y las palabras rotas.
Tus hijos pertenecen a la alta aristocracia
de la risa que llora, danzando alegres jotas.

Sólo amargura traje del país de Citeres…
Sé que la vida es dura, y sé que los placeres
son libélulas vanas, son bostezos, son tedio…

Y por esto, Locura, yo anhelo tu remedio,
que disipa tristezas, borra melancolías,
y puebla los espíritus de olvido y alegrías…

Arturo Borja 

domingo, 1 de septiembre de 2019

El pastorcito

Con su palo y con su perro 
saca el niño las ovejas. 
Y van detrás del cencerro 
las jóvenes y las viejas. 

Los cándidos corderitos, 
como una espuma cargada, 
llenan de saltos y gritos 
la ruta de la majada.
"El pastor en la roca" de Franz von Lenbach 

Y el niño y el perro llevándola van. 
Y uno se retrasa y otro se adelanta. 
Y uno galopín y otro galopán… 
Y el perro que ladra y el niño que canta. 

Los pájaros campesinos 
saludan a la mañana, 
con un concierto de trinos 
que aturden como una diana. 

Y el niño con su trajín 
cruza prados, salta sotos: 
vagabundo querubín 
con los pantalones rotos… 
Y bajo los álamos, que sombra les dan,
mientras la majada se esparce contenta,
resuena el cencerro dindán y dindán…
y el perro se tira y el niño se sienta.

Juega el viento entre el ramaje,
zumba la mosca en su vuelo,
para una nube de viaje
bajo la quietud del cielo.

El niño canta su copla 
de donaires y de quejas
y el perro mira y resopla
sacudiendo las orejas.

Y parten la opípara merienda de pan…
Corren en la grama, duermen en la siesta.
Y vuelven al fin, galopín, galopán,
Cuando ya la tarde se viste de fiesta.

Ernesto Mario Barredo 
En “Letras” pp. 28-30

Atardecer de domingo

Atardecer en el campo, luce triste y rojo el horizonte. Sentada bajo la galería una anciana mira entrar el sol. Se arropa con su manta y en el silencio del campo retumban sus pensamientos. 

A lo lejos silba una perdiz… ¡¡¡Ay José!!! ¡¡¡Cuánto me duele el camino!!! Solía decirte que no te apuraras en volver del pueblo, me gusta la soledad en el campo. Mis plantas, mis animales y yo no sentíamos el paso del tiempo y nos sorprendía tu regreso. Mi caballo, atado bajo el ombú del patio, jugaba con la coscoja, esperando que lo desensille y le dé su morral, mientras yo trajinaba a pie con las ovejas, los terneros y las cabras. Va a helar, está muy frío, ya ha parado el viento pampero, pensaba, mientras tapaba mis plantas bajo la galería. 
Removía las cenizas del fogón, calentaba la pava grande, por si querías bañarte y te esperaba adivinando cuando te acercabas, por el movimiento de los animales en el corral o por las zalamerías de mi cuzco de compañía. Me contabas las novedades del pueblo y me sorprendías con alguna golosina o con un beso con aliento a ginebra con permiso de domingo. 
A lo lejos se oye el ruido de la ruta, silencio en los viejos corrales de palos y ramas, la vista recorre el patio con la maleza crecida y amarilla, el horno proveedor de sustento yace medio derruído y con la boca abierta de dolor y asombro por la desolación que hoy se ve en esta casa… Un triste día de agosto como hoy, te cubrió la noche con su poncho negro y helado. Lo que sucede es mi vejez, la tristeza del tiempo en el almanaque y la añoranza del amor. Dicen que las almas buenas no se van del todo del lugar donde fueron felices y eso es lo que me ayuda a seguir como si nada hubiera pasado y fueras a regresar en cualquier momento del pueblo. Hoy no vinieron los hijos, están en la zafra o juntando algodón o quizás se fueron para Buenos Aires a buscar la fortuna que aquí nunca lograrán. ¿Y allá? Será fortuna vivir como se ve en las fotos grises de los diarios que leo cuando en el almacén me envuelven las papas. Ellos tienen sueños, fuertes los brazos y el coraje que heredaron de sus padres para enfrentar la vida… lo demás es encontrar el camino justo. Vuelan, pero saben que aquí en esta casa están sus raíces y el regazo de su madre, para recibirlos cuando algún golpe del destino los haga trastabillar. Algún día solamente tendrán recuerdos y alguna flor para llevar a donde todo es silencio. 
Atardece este domingo de invierno en el campo y estoy viva… mejor me voy para adentro. 

Lydia Musachi