Fueron largos silencios que a veces culminaban en miradas hoscas, en frases hirientes, cuyo contenido yo no comprendía pero cuyo sentido no escapaba a mis escasos cinco años.
Yo amaba a mi madre por esa necesidad que tienen los niños de ampararse en sus brazos, en las notas dispares de su canto, en el olor ritual de la comida.
Y amaba a mi padre por sus mejillas ásperas de barba mal afeitada, por su ancho pecho abierto a mi ternura y mi miedo, por su manera de acariciarme el pelo cuando me acurrucaba junto a su cuerpo en las noches de viento y de tormenta.
Una tarde, sus voces airadas traspasaron la puerta de mi cuarto y aunque nunca recordé las palabras que se dijeron, supe que era un adiós esa mirada larga que me envolvió cuando él abrió la puerta y se quedó parado, blanco, temblorosas las manos, titubeando un instante antes de marcharse.
- Papá se fue de viaje. -musito mi madre.
Se que no pregunte, que apreté mi muñeca defendiéndola de lo que me ocurría.
Sin embargo, esperaba.
Por las tardes, a la hora en que él solía llegar, me quedaba aguardando en el jardín, masticando los tallos de las hierbas, echada en los canteros mirando caracoles y largas filas de hormigas organizadas y pacientes llevando su carga de hojitas y de pétalos.
Pero él no llegaba y la voz de mi madre me llevaba adentro, a mi caja de juguetes, a la cena sin ganas, a la cama sin sueño.
Sin sueño de dormir, pero con sueños para soñar despierta: que él tocaba el timbre y yo salía corriendo para colgarme de su cuello.
Que me traía un oso de peluche, como el que me regaló cuando cumplí dos años.
Que me llevaba de la mano a la plaza y a la calesita.
Que me llevaba a la escuela para que los otros chicos vieran que yo tenia papá.
Fue el mismo día en que por primera vez escribí "papá" en mi cuaderno de clase. Con letras grandes y angulosas.
Escribí la palabra exageradamente grande, como si su tamaño pudiera llamarlo.
Papá. Con acento en la última a. Papá. Pe a, pe a.
Por fuera, una manito temblorosa sosteniendo el lápiz.
Por dentro, una menuda voz de ronda nombrandolo en un rezo.
Fue ese mismo día.
Yo estaba haciendo los deberes y los oí discutir.
Ella decía que no, que nunca, nunca le permitiría que me viera. Decía que no, que se fuera con la otra, que él había elegido a la otra sabiendo lo que perdía, que nosotras dos ya no le pertenecíamos, que el había muerto para mi…
Mi padre estaba agarrado de los barrotes de la puerta de hierro y hacía fuerza como si quisiera romperla y gritaba:
"Quiero ver a mi hija, quiero verla".
Me dio miedo su cara enrojecida por el dolor. Me dio miedo su llanto. Me dieron miedo sus gritos.
Me dio miedo mi madre, erguida y dura como una carcelera. Y en vez de correr hacia él, en vez de ir a defender mi amor por él, me quedé quieta, con las manos y el pecho enfriándoseme, las rodillas sin fuerzas para sostenerme, las lágrimas nublándome la visión de ese hombre que estaba tras la puerta, que estaba afuera y, sin embargo, parecía prisionero, enjaulado; un animal herido, un animal rabioso y la otra. La otra. Porque por una "otra" mi padre se había ido. Porque por una otra mi padre había elegido alejarse de mí, dejarme. Tres renglones de papá. Con acento en la a. Cada vez más chiquita, la palabra terminó por parecer un grupito de granitos de arena. Mi letra no lo llamaba ya, lo dejaba irse, marcharse, desaparecer por las esquinas, sin dar vuelta la cabeza para mirarme, para ver hacia atrás una figurita de nena con los ojos de asombro. Después -todo lo supe después-, alguien me contó que mi padre me espiaba desde lejos, que mi madre nunca quiso que yo lo viera, que yo fui su bandera de mujer traicionada, que yo fui su venganza, que yo fui el castigo para ese hombre que dejó de quererla. Muchas veces tuve ganas de abrazar a mi padre, de pedirle que me llevara a remontar barriletes, de darle a firmar mis boletines, de mostrarle mis versos, mi premio de sexto grado, la primera flor que me regalaron. Pero ahí estaba mi madre, erguida, con la frente alta, segura de su integridad y su justicia. Y yo la amaba y la necesitaba. Y ella también. Y si no lo nombraba era para no herirla, para no hacerle ver su vulnerabilidad de mujer, para no deshacerla deshaciendo su orgullo que era lo único que la mantenía en pie.
A medida que pasaron los años me fui olvidando un poco de mi padre. Pero todo revivió cuando alguien me dijo: "Qué falta que le hiciste. Te miraba desde lejos sin que vos lo advirtieras... Nunca quiso acercarse sin autorización de tu madre por temor a causarte daño, por temor a que lo odiaras como ella"
Entonces la enfrenté. Con firmeza, con su misma fuerza:
- Quiero ver a mi padre. Y quiero que sepas que voy a verlo.
- Nena... Estela... Eso no...
- Eso no hará que te quiera menos. No cambiará nada entre nosotras, mamá.
Quiero verlo desde el día que se fue.
Recé todas las noches de mi infancia para que él regresara... Voy a abrirle la puerta, voy a quitar sus manos de las rejas, voy a secar el llanto de sus ojos... voy a decirle que lo quiero mucho, porque es verdad... y porque ahora tengo la fuerza que me faltó cuando era niña y lo vi por la ventana, sacudiendo los barrotes de la jaula en la que lo encerraste. Pero no llores, no llores...
Es muy parecido al recuerdo que tenía de él. Sólo un poco más flaco, con algunas canas y algunas arrugas. Pero tiene la misma risa y la misma manera de pasarme la mano por el pelo.
No me hizo preguntas, me abrió los brazos (en esto me he parecido siempre a él). Nos vemos seguido, conversamos, lee mis versos, leo sus cosas, me dice que no fume tanto, le digo que se abrigue...
Somos al fin un padre y una hija.
Pero a pesar de todo me sigue faltando cuando veo una calesita, un barrilete en alto, un oso de peluche.
Y a veces, cuando estamos hablando, yo le agarro las manos porque no puedo, no puedo borrarme aquella tarde en que gemía sacudiendo los barrotes de la puerta de hierro, aquella tarde en que él quería verme y yo quería verlo y ninguno de los dos pudimos...
Y aunque no quiera, voy a ser siempre un poco aquella nena de rodillas flojas y pájaros de miedo en el alma.
Poldy Bird