Sin duda es la vida una lucha continuada, en la que cada individuo triunfa o cae vencido, según las aptitudes que posee soportar la mala fortuna, las enfermedades del cuerpo y los padecimientos del espíritu. Por eso es necesario que el hombre busque su mejoramiento en el estudio y en la perfección, pues de tal manera sabrá contrarrestar los infortunios, esforzándose en acrecentar su dicha, sin ambiciones y sin envidia por el bien ajeno.
De este o parecido modo pensaban en la antigüedad cierta especie de filósofos, llamados estóicos. Desdeñaban los honores y las riquezas y sufrían serenamente el dolor, considerando que la mayor sabiduría consiste en no acobardarse ante los males que nos aflijan y en no desmayar en presencia de las adversidades.
El más notable de todos fue Epicteto, quien vivió en el siglo I de la era cristiana, bajo el reinado de Nerón, aquel terrible emperador que incendió a Roma.
Epicteto era esclavo de un cortesano, y mientras servía a su amo en las ocupaciones domésticas, dedicóse al estudio de la filosofía, alcanzando a descollar entre los más grandes pensadores de la humanidad. Ciertamente nada dejó escrito; pero sus discípulos recogieron las lecciones del maestro y merced a ellos han llegado hasta nosotros las máximas de aquel sabio.
Refiérese de Epicteto que en una ocasión el amo le sometió a tormento, torciéndole la pierna. –“Me la van a romper”, - decía Epicteto. En efecto, así ocurrió, y el amo y los esclavos que no deseaban causarle un daño semejante, quedaron atónitos. El filósofo dijo entonces: “Estaba diciéndoles que me romperían, y no quisieron creerlo”. Y sin más quejas soportó el dolor.
Epicteto enseñaba que el fin de la vida es la perfección de nuestro espíritu, la que solo se consigue imitando las acciones de los hombre virtuosos, cumpliendo lealmente nuestros deberes, cultivando la amistad noblemente y no dejándonos arrastrar por las pasiones mezquinas.
En la lección siguiendo el estudiante hallará una serie de máximas de Epicteto. Leyéndolas comprenderá claramente la sabiduría de aquel hombre, tanto más meritorio si recordamos la triste servidumbre a que vivió sometido. ¡Cuántos poderosos, sin embargo, no envidiarían la gloria imperecedera del esclavo filósofo!
“Cien Lecturas” pág. 118-119
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