Si viajando alguna vez por llanuras interminables, bajo los rayos de un sol ardiente y sofocados por el calor, habéis divisado a lo lejos un árbol, una arboleda o un bosquecillo, es seguro que vuestro corazón se habrá sentido aliviado de la fatiga, ante la esperanza de hallaros muy pronto gozando de un grato descanso al amparo de la sombra. Y habréis mirado al árbol como a un viejo y buen amigo, siempre fiel y servicial.
En efecto, los árboles nos prestan innumerables beneficios: nos dan su fruto para la alimentación; leña para nuestro hogar; maderas para nuestros muebles y para la construcción de casas, puentes, etc.; productos medicinales para conservar la salud y sombra para ampararnos contra los rigores del sol y la inclemencia de las tempestades.
Ya los hombres de la antigüedad reconocieron las virtudes de los árboles, si bien no se cuidaron de protegerlos contra las devastaciones. Un proverbio árabe dice que un hombre no ha cumplido su misión en la tierra, “si no ha escrito un libro, o no tiene un hijo, o no planta un árbol.” Prueba esto que aun en los pueblos de civilización primitiva se amó a los árboles y se comprendió la importancia que tienen respecto de nuestra vida.
Muchas especies de árboles son famosas; así los cedros del Líbano, con cuya madera el rey Salomón hizo construir en Jerusalén un templo magnífico; el sicomoro, árbol gigantesco que en los desiertos de África protege con su sombra a los que en ellos se aventuran; el ombú de nuestras pampas, que también sirve de asilo y amparo a los viajeros; el nogal de Italia, excelente para la fabricación de riquísimos muebles; el sándalo, de madera olorosa, muy estimado en el comercio de Oriente, desde tiempos remotos.
Para honrar a las plantas, los griegos imaginaron una hermosa leyenda. Según ella, la diosa Ceres habría sido la iniciadora de los cultivos, enseñando a los hombres a arar la tierra e indicando los vegetales correspondientes a las distintas estaciones del año. El suelo, en un principio árido, adquirió así, según la leyenda, fecundidad, y la germinación de las semillas tuvo lugar gracias a la protección de aquella divinidad mitológica, que de este modo procuraba el bien del pueblo heleno, el cual, en reconocimiento de los dones recibidos, erigió un templo a la diosa.
Pero no sólo el hombre sino todos los seres vivientes tienen motivos de gratitud para con los árboles, pues no se olvide que los animales hallan en ellos alimento y protección. Así, por ejemplo, no se concibe sin árboles la existencia de los pájaros.
Es sabido, por otra parte, que los árboles atraen la lluvia, por lo que se explica que en las regiones cálidas la plantación de árboles sea afán primordial de los habitantes.
“Cien Lecturas” pág. 196-198
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