Reuníanse en una pulpería tres o cuatrocientos criollos, y a veces doble o triple número, todos en buenos caballos, bien aperados y luciendo sus mejores prendas. Los más conceptuados por su valor en las pelas a cuchillo, los más forzudos en los trabajos de campo, los que ostentaban mejores corceles y más lucientes chapeados, formaban el centro de aquella reunión y decidían pedir el pato al pulpero. El pato, un verdadero pato casero, y, a falta de este palmípedo, un gallináceo cualquiera metido muerto dentro de un saco de piel cerrado por cuatro manijas corredizas, constituía el objeto sobre el cual se iba a probar la fuerza de los jugadores. Bien montados, firmes en los estribos, agrupaban las ancas de los cuatro caballos y cada uno de los jinetes agarraba con la diestra una de las manijas, tomando las riendas en alto con la mano izquierda, para no apoyarla en el apero.
De este modo, toda la resistencia estaba en los estribos. Cada uno de los jugadores tiraba en su dirección con todas las fuerzas, picando los caballos con las espuelas o animándolos con la palabra. Aquellos brazos se estiraban en una tensión hercúlea, los jinetes se enardecían, y, cuando ya parecía que los tendones iban a estallar o a salirse el hombre del caballo, una mano se abría y soltaba la presa; luego una segunda, y después de un nuevo esfuerzo, el tercer brazo caía también y el pato quedaba en poder del vencedor. Un ¡viva! estruendoso lo saludaba; pero éste no era más que el principio de la victoria.
Arrebatado el trofeo, cerraba las espuelas a su caballo y, llevándose todo por delante, se lanzaba a la carrera hacia el rancho más próximo, si no se dirigía hacia otra pulpería lejana. Detrás del vencedor volaban todos los quinientos o mil gauchos allí reunidos, para quitarle el pato. Si algún jinete alcanzaba a tomar de las manijas que debían ir flotantes, tenía que luchar a la carrera y defenderlo contra éste y contra todos los que lo seguían dando alaridos salvajes y haciendo retumbar la tierra como una tromba. Si el vencedor llegaba a la casa elegida por meta, sin perder el pato, lo arrojaba al patio y ya se declaraba victorioso, quedando establecido que tenía el brazo más potente y el caballo más veloz. La familia del rancho o de la pulpería donde se arrojaba el saco, tenía el deber de quitar el ave muerta y poner otra en su lugar. Cerrado nuevamente, se recomenzaba la jugada por otros jugadores, que procedían como los anteriores, siguiendo la corrida hasta que la noche envolvía en sus sombras la gigantesca y estrepitosa cabalgata que celebraba aquellos juegos de centauros en que el hombre y el bruto, por la naturaleza de la lucha, no formaban más que una pieza. Desgraciados, empero, los caminantes, los rebaños de ovejas y todo lo que se presentaba por delante de la feroz batida: todo rodaba a los pies de los caballos y los jinetes mismos quedaban muchas veces tendidos en medio de la extensa rastrillada por donde había cruzado el pato con la violencia del huracán.
Mariano A. Pelliza
“Letras” pág. 187-188
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